DÍA UNDÉCIMO

 

DESTINADO A HONRAR EL DOLOR DE MARIA EN LA PROFECÍA DE SIMEON

 

CONSIDERACIÓN

 

Cuando José y María penetraban llenos de júbilo en el sagrado recinto llevando las palomas del sacrificio, un santo anciano llamado Simeón se sintió iluminado por una inspiración divina. Bajo los pobres panales del hijo del pueblo reconoció al Mesías prometido; y tomándolo de los brazos de su Madre, lo levantó en alto, inundadas sus rugosas mejillas por lágrimas de gozo. Dirigióse en seguida a Ma­ría, y después de un largo y triste silencio, la dijo con voz profética: «Tu alma será tras­pasada con una espada de dolor», porque este niño será el blanco de las persecuciones de los hombres.

A la luz de esta siniestra profecía, vio la do­lorida Madre el cuadro sombrío de la pasión de su Hijo. Ella inclinó suavemente la cabeza, como una caña se dobla al soplo de la tem­pestad, y sintió que una espada de doble filo se introducía en sus entrañas de madre. Desde ese momento, toda felicidad concluyó para ella, y aceptando sin quejarse la disposición divina, acercó sus labios al cáliz que bebería durante su vida entera. Cuando estrechaba a su Hijo amorosamente entre sus brazos, y lo colmaba de maternales caricias, las palabras de Simeón venían a derramar gotas de hiel en la copa de sus goces de madre. No le fue con­cedido a María lo que es dado a todas las ma­dres: gozar en paz del amor de sus hijos e in­demnizarse de los rigores de la suerte con una sonrisa amorosa de sus labios entreabiertos por la inocencia. Ella veía a todas horas escrita en la frente de Jesús la sentencia de muerte que los hombres habían de fulminar contra él en recompensa de sus beneficios. Esa idea lúgu­bre la sorprendía en el sueno, la molestaba en las vigilias, la perseguía durante el trabajo y la perturbaba durante las escasas horas del descanso. ¡Ah! ¡La túnica de Jesús, tejida por sus propias manos, antes de ser tenida con la sangre del Hijo, fue empapada en las lágrimas de la Madre!...

Los tormentos de los mártires, los rigores de los penitentes, las penas interiores de las almas atribuladas nada tienen de comparable con este dolor. Los mártires sufrieron por un momento, pero María sufrió durante su vida entera. Sin embargo, a esos presagios sinies­tros, a esas imágenes sombrías y desgarradoras, ella opone una fe generosa y una resigna­ción heroica. Adora de antemano los designios de Dios y saluda con efusión la hora de la sal­vación del linaje humano efectuada por los padecimientos del hijo de sus entrañas. Hija ilustre de Abrahán, ella se prepara a trepar a la montaña del sacrificio, a aderezar el altar y a poner fuego al holocausto. Todo eso era pre­ciso para la salud del mundo y exigido por la gloria de Dios, y no trepida un momento en sacrificarse con tal de dar cima a tan gloriosas empresas.

En su largo y prolongado martirio soporta­do con tan heroica resignación, María nos en­seña a sufrir y a sobrellevar con alegría la cruz de los pesares de la vida. La verdadera gloria y el verdadero mérito se fundan princi­palmente en el sufrimiento y en la cruz. El sacrificio es la corona y el perfume del amor, y quien ama a Dios no puede menos que resig­narse a los trabajos y penalidades a que so­mete la virtud de sus siervos y prueba los qui­lates del amor que le profesan. Quien ama a Dios anhela sufrir por él para darle la prueba de la firmeza de su amor. Servir a Dios en medio de los consuelos es servirlo por interés y amarlo sin merecimientos. Por eso las almas amadas de Dios son las que arrastran una cruz más penosa, porque él se complace en habitar cerca de los que padecen. Se engaña quien crea alcanzar el cielo sin sufrir. Después que Jesucristo y después que María alcanzaron el triunfo a fuerza de padecer, ningún elegido podrá conquistar la victoria sino padeciendo. Si queremos ser los discípulos de Jesús, es preciso que tomemos su cruz y marchemos sobre sus huellas ensangrentadas, pues no seria justo que el discípulo fuera de mejor condición que el Maestro.

El sacrificio es necesario, porque sin él la santificación es imposible. El hombre que no se somete a esa ley imperiosa, renuncia a su felicidad, que no puede obtenerse sino a costa del sufrimiento. Por más que trabajemos, la desgracia y los pesares nos seguirán a todas partes como nuestra propia sombra. El rey en su trono, el rico en sus palacios, el labriego en su rústica morada, el menesteroso bajo su techo de paja están asediados de penalidades. Dios lo ha dispuesto así para que no nos ha­gamos la ilusión de que la tierra es el paraíso y de que esta aquí el término de la jornada. Y bien, si nadie esta exento de padecer, ¿cómo es que no hacemos provechoso el sufrimiento, aceptándolo con resignación y con espíritu de penitencia? ¿Cómo es que el dolor nos arranca injustas quejas y nos sumerge en la desespe­ración? No nos quejemos y desesperemos cuan­do sobrevengan sobre nosotros las olas de la tribulación; levantemos al cielo nuestros ojos llorosos en busca de consuelo, de resignación y de fuerza; pero al mismo tiempo bendigamos a Dios, que nos concede los medios más segu­ros para alcanzar la posesión de la felicidad y que nos permite de esa manera asemejamos a Jesús y a María.

 

EJEMPLO

 

María, Arca de paz y alianza eterna

 

Uno de los testimonios más espléndidos de predilección en favor de sus devotos, dados por María en la serie de los siglos, es la insti­tución del Santo Escapulario del Carmelo.

Cuando los solitarios que vivían desde la mas remota antigüedad en la célebre montaña del Carmelo se vieron obligados a trasladarse a Europa a causa de las hostilidades de los Sarracenos, ingresó en su piadoso instituto un varón ilustre llamado Simón Stok, que bien pronto llegó a ser el mayor ornamento de la Orden.

Deseoso desde muy niño de la perfección evangélica, fue transportado por el espíritu de Dios a la soledad de un desierto, a la edad de doce anos, donde tuvo por celda y santuario la concavidad de un añoso tronco carcomido por el tiempo.

Treinta y tres anos hacia que moraba, desconocido de los hombres, en aquella apartada soledad, cuando una revelación de la Santísi­ma Virgen, de quien era enamorado devoto, le hizo saber el arribo de los ermitaños del Car­melo a las playas de Inglaterra y el deseo que ella abrigaba de que ingresase en esta orden tan grata a sus maternales ojos.

Admitido entre los solitarios del Carmelo, creció su entusiasmo por María y su celo por dilatar su culto y hacerlo amar de los hom­bres. Elevado mas tarde al rango de Superior general de la Orden, suplicó durante muchos años a María que atestiguase su predilección por sus hijos del Carmelo con alguna gracia que atrajese a su regazo mayor número de de­votos. Al fin accedió María a las instancias de su siervo, y un día que oraba fervorosamente al pie de su venerada Imagen, vio abrirse el cielo y descender a su celda la Reina de los ángeles, resplandeciente de luz y de belleza.

Traía en sus manos un escapulario, y po­niéndolo en las de Simón le dijo con amorosa sonrisa: -«Recibe, amado hijo, este escapulario para ti y para tu Orden, en prenda de mi espe­cial benevolencia y protección - Por esta libren se han de conocer mis hijos y mis siervos; en él te entrego una señal de predestinación y una escritura de paz y alianza eternas, con tal que la inocencia de vida corresponda a la san­tidad del habito. El que tuviere la dicha de morir con esta especial divisa de mi amor no padecerá el fuego eterno, y por singular mise­ricordia de mi Divino Hijo gozara de la biena­venturanza.»

Basta considerar estas palabras para com­prender que la Santísima Virgen distingue a los hijos del Carmelo con una especial predi­lección entre todos los redimidos con la sangre de su Hijo. Ella ha firmado una escritura de paz y alianza eterna: es decir, una promesa de protección que se extiende hasta las regiones de la eternidad, con tal de que por su parte procuren evitar el pecado, los que visten el Esca­pulario.

Y como si esto no bastase, todavía añadió una nueva promesa en favor de los carmelitas, hecha al Papa Juan XXII.

Este insigne devoto de María y decidido protector de la Orden carmelitana fue favore­cido con una aparición de la Santísima Virgen en la que le dirigió estas palabras: «Yo, que soy la Madre de misericordia, descenderé al Purgatorio el primer sábado después de la muerte de mis cofrades, los carmelitas y li­braré de sus llamas a los que estén allí, y los conduciré al monte santo de la vida eterna.”

¿Quién será el hijo de María que, sabedor de los insignes privilegios de que esta revesti­do el santo Escapulario deje de revestir con él su pecho como con un escudo de protección?

 

JACULATORIA

 

Fuente de todo consuelo,

Envíame desde el cielo

Tu maternal bendición.

 

ORACION

 

¡Oh María! la más atribulada de las ma­dres, permitid que nos unamos en este día a los dolores que experimentó vuestro Corazón desde el momento en que os fue anunciada la amarga suerte de vuestro Hijo. Vos sois bella y amable desde vues­tra aurora, ya sea que llevéis en vuestros brazos a éste divino niño cuyas gracias os embellecen, ya sea que seáis glorificada en el cielo entre los resplandores de la glo­ria; pero más bella y más amable aparecéis a nuestros ojos, cuando os contemplamos sumergida en un mar de angustias y pesares y cuando vemos que dolorosas lágrimas inundan vuestros ojos. ¡Es tan dulce para el que sufre encontrar en el objeto de su amor y de su culto los mismos do­lores y las mismas penas! Virgen afligida, nosotros tenemos en Vos una madre que ha compartido sus lágrimas con nosotros y que ha acercado a sus labios una copa mas amarga que la nuestra. Vos habéis sido víctima del dolor, por eso sois tan mi­sericordiosa; y como sabéis por experien­cia lo que es el sufrimiento, sabéis com­padeceros de los que sufren, ofreciéndoles vuestros consuelos. Oh María! alcanzadnos de vuestro Hijo la gracia de la resig­nación para soportar con santa alegría las aflicciones, los pesares, las miserias y las desgracias de la vida, a fin de unirnos a Vos y mezclar con los vuestros nuestros dolores y merecimientos, y para que, llo­rando en vuestra compañía, podamos al­canzar también las recompensas que están reservadas a los que padecen con verdadero espíritu de penitencia. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Rezar siete Salves en honra de los dolores de María, pidiéndole que nos enseñe a su­frir con fruto.

2. Hacer un acto de mortificación de los sentidos uniéndose a los dolores de María.

3. Sufrirlo todo de todos sin incomodarse ni quejarse.

 

 

DIA DUODÉCIMO

 

CONSAGRADO A HONRAR EL DOLOR DE

MARÍA EN LA HUIDA A EGIPTO

 

CONSIDERACION

 

Era la mitad de una apacible noche. José y María rendidos por la fatiga del trabajo, dormían el dulce sueno de la inocencia y del deber cumplido. Repentinamente José despier­ta sobresaltado y se levanta de prisa: era que un ángel le acababa de dar la orden de empren­der un viaje a Egipto para poner a salvo la vida del recién nacido, amenazada por la sana de Herodes. María, sin desplegar sus labios para proferir una queja, corre a la cuna de su Hijo, que dormía tranquilamente el sueno de los ángeles, fija sobre él una mirada de angus­tia, lo envuelve cuidadosamente en sus pana­les, lo carga amorosamente en sus brazos, lo cubre con un pobre manto y se aleja con paso presuroso de la tierra de sus antepasados para encaminarse al país del destierro.

Un silencio sepulcral dominaba en las ca­lles: todos reposaban en el sosiego de sus abrigados albergues y nadie transitaba alo largo de los solitarios caminos que conducían a Jerusalén. Entre tanto, una tierna don­cella y un triste anciano marchaban en silen­cio, temerosos hasta del ruido de sus propios pasos, a la luz de los suaves rayos de la luna que brillaba en un cielo síu nubes. “Erase to­davía en la estación del invierno, dice San Buenaventura; y al atravesar la Palestina, la santa familia debió de escoger los caminos más ásperos y solitarios. ¿Dónde se habrá alojado durante las noches? ¿qué lugar habrá podido escoger durante el día para reponerse un poco de las fatigas del viaje? ¿dónde habrá tomado la frugal comida que debía sostener sus fuerzas?”

Caminos solitarios, senderos quebrados y peñascosos, colinas empinadas, bosques espesos, arenales abrasados, desfiladeros peligrosos, si­nuosidades en que los bandoleros espiaban al viajero, cavernas oscuras que servían de gua­rida a los malhechores: he ahí lo que debían atravesar los desvalidos peregrinos y tristes desterrados de Israel. Pero no sólo era la naturaleza con sus desiertos sin sombra, sin agua y sin ruido, con sus altas montañas y tupidos bosques v solitarias hondonadas, lo que hacia en extremo penosa la marcha de los viajeros: eran el miedo, el frío, el hambre y la sed. Ellos debían ocultarse a las pesquisas de los espías de Herodes y alejarse de las poblaciones y seguir los senderos menos frecuentados. El frío entumecía sus miembros, porque no tenían ni un techo que los guareciera de las brisas húmedas de la noche, ni más lecho que las yerbas empapadas por el rocío, ni más abrigo que sus sencillos mantos. Sus provisiones eran escasas, y el hambre se dejó sentir más de una vez sin que encontraran, para satisfacerla, ni una fruta silvestre, ni un tallo de hierba. Al través de aquellos paramos abrasados por el sol, ni una fuente di agua les ofrecía sus co­rrientes cristalinas para humedecer sus fauces, secas por el cansancio, el calor y la fatiga, y ni siquiera un soplo de fresca brisa venia a templar el ardor de aquella temperatura de fuego.

Por fin, después de un viaje largo y penoso, llegaron a Egipto, la tierra de la proscripción, donde no encontraron ni un pariente, ni un amigo, ni una mano generosa que les prestase amparo. Era un país de idólatras y donde se miraba con desdén e indiferencia al extranjero. En su patria los santos Esposos habían llevado una vida humilde y laboriosa; pero jamás faltó el pan en su mesa. Mas ¡ay! en el país del destierro sus privaciones eran continuas y un trabajo asiduo durante el día y una par­te de las noches no era bastante a proveerlos de lo necesario. “¡Con frecuencia, dice un es­critor, el Niño Jesús acosado por el hambre, pidió pan a su Madre, que no podía darle otra cosa que sus lágrimas!...”

No dejemos perder ninguna de las saludables enseñanzas encerradas en este misterio de su­prema angustia y de maravillosa resignación a la voluntad divina. La prudencia humana habría podido alegar mil especiosas excusas y oponer al decreto del ángel numerosos inconvenientes. Era de noche; convendría esperar la claridad de la aurora, los caminos estaban poblados de bandidos; carecían de todo recur­so para emprender un largo viaje; iban a un país extraño, dejando patria, hogar, parien­tes, amigos. ¿No habría otro medio que ofreciera menos dificultades para salvar al niño? ¿Por qué se les exige tan penoso sacrificio?

He aquí lo que hubiera dictado la pruden­cia humana. Pero los santos Esposos ni siquie­ra preguntan al ángel si el cielo se encargaría de protegerlos durante tan larga jornada. Bástales saber que tales son los designios de Dios para inclinarse sumisos y adorar su vo­luntad, abandonándose sin reserva en los bra­zos de su providencia. Si María nos ofrece en el curso de su vida maravillosos ejemplos de perfecta sumisión a la voluntad de Dios, nun­ca brilló con luz más viva esa virtud que en la huida a Egipto. ¿Adónde os encamináis ¡oh doncella desvalida! con vuestro pequeño niño en medio de una noche fría y solitaria? Yo voy a Egipto, al país lejano del destierro. Pero, ¿quién os obliga a encaminaros al lugar del destierro y abandonar el suelo que os vio nacer, el techo que os guarece, los amigos, los parientes y cuanto ama vuestro corazón? La voluntad de Dios. -Pero ¿vuestra ausen­cia se prolongara mucho tiempo? -Tanto como Dios quiera. ¿Cuándo tornaréis a vuestros lares abandonados y volveréis a aspirar los aires de la patria?-Cuando Dios lo ordene; yo no tengo otra patria, ni otro gusto, ni otro deseo que el cumplimiento de la voluntad de Dios.

¡Ah! y cuanto acusa nuestra conducta la resignación de María. Ella se abandonaba en los brazos de la Providencia, porque sabía que Dios se encarga de proveer a nuestras necesidades y de darnos los medios de cumplir sus designios. Nosotros, al contrario, pretendemos conformar la voluntad de Dios a nuestros pro­pios gustos y la contrariamos audazmente toda vez que así nos lo aconsejan las convenien­cias terrenales. Dios no anhela otra cosa que nuestro bien, y cuando permite que seamos atribulados, es porque así conviene a los intereses de nuestra santificación. Sírvanos la conducta de María de saludable lección para que sepamos adorar en todo tiempo la Volun­tad divina.

 

EJEMPLO

 

La confianza filial recompensada

 

En el Seminario de Tolosa habla un niño de muy felices disposiciones para la virtud, y entre otras prendas que lo adornaban, se distinguía por una confianza ilimitada en la protección de María.

Una noche, al pasar el superior la visita de inspección acostumbrada para asegurarse de que todos los alumnos estaban recogidos, lo encontró arrodillado en su cama.-¿Por qué no se ha acostado V., mi querido amigo? le dijo el superior.-Porque he dado mi escapulario al portero para que me lo remiende con el cargo de que me lo devolviese antes de acostarme; y como no me lo ha traído todavía, no me atre­vo a recogerme sin él.-¿Y por qué no podría V. pasar una noche sin su escapulario? repu­so el sacerdote. -Porque temo morirme esta misma noche; y no quisiera que me sobreviniera este trance sin tener en mi poder este escudo de protección: pues la Santísima Virgen ha prometido que el que muera con esa especial di­visa de su amor no padecerá el fuego eterno

-No tenga V. temor, le dijo el superior pues nada nos induce a creer que esté tan próximo su fin: mañana, a primera hora, yo haré que se le devuelva su escapulario; y entretanto, acuéstese y duerma tranquilo.-Padre mío, replicó el joven, yo no puedo acostarme sin mi santo escapulario; no tendría tranquilidad ni ven­dría el sueno a mis ojos, de temor de morirme sin él.

El buen sacerdote, profundamente compa­decido de la aflicción del santo joven y no menos edificado de aquella confianza verdaderamente filial en la protección de María, bajó al aposento del portero, recogió el escapulario y lo entregó al ni no, quien1 después de be­sarlo devotamente, lo colgó alegremente de su cuello, diciendo: Ahora si que dormiré tranquilo; y se durmió, invocando tiernamente el nombre de María.

Al día siguiente, el mismo superior, al pasar la revista ordinaria para ver si sus alum­nos se habían levantado a la hora señalada, entró al cuarto del devoto niño y lo halló to­davía en la cama, lo que no le sorprendió, creyendo que estaría reparando la pérdida de sueno de la noche anterior a causa de la falta de su escapulario. Se acercó a él, lo llamó dos o tres veces, y viendo que no respondía, le re­movió suavemente para despertarlo; y nada... Aplicó su mano en la boca para percibir su aliento, y pudo cerciorarse con indecible sor­presa que el piadoso niño había pasado del sueno de la vida al sueno de la muerte. Había espirado teniendo estrechado fuertemente al corazón el santo escapulario que con tan vivas instancias había reclamado.

María había querido recompensar la filial confianza de su joven devoto no permitiendo que muriese sin el precioso documento por el cual sus devotos quedan libres de las penas eternas. Este hecho nos demuestra la benevo­lencia con que mira la Madre de Dios a los que se revisten de su santo hábito.

 

JACULATORIA

 

Danos ¡oh dulce María!

Tu maternal protección,

Y acepta desde este día

Mi vida y mi corazón.

 

ORACIÓN

 

¡Corazón de María, Madre de Dios y Madre nuestra! ¡Corazón amabilísimo, ob­jeto de las eternas complacencias de la Santísima Trinidad y digno de la venera­ción de los ángeles y de los hombres! disi­pad el hielo de nuestros corazones, encen­ded en ellos el fuego del amor divino y comunicadnos un santo entusiasmo por la imitación de vuestras virtudes. Sobre todo haced que os imitemos en esa heroica con­formidad con los designios de Dios y en esa perfecta sumisión a su adorable vo­luntad. Bien sabéis ¡oh Corazón humilde y resignado! que nuestros corazones son re­beldes a los decretos divinos resistiendo muchas veces a ellos para seguir nuestras inclinaciones. Haced que jamás hagamos otra cosa que lo que sea del agrado de Dios y bien de nuestras almas, y que en nada nos busquemos a nosotros mismos ni demos satisfacción a nuestros gustos.

¡Oh santos Esposos de Nazaret! Vosotros que protegisteis durante el largo y penoso destierro al divino Fundador de la Iglesia, dignaos velar sobre esa sociedad de salva­ción y de vida; protegedla y sed para ella torre inexpugnable que resista heroicamente a los ataques de sus enemigos.

Sed nuestro camino para llegar a Dios, nuestro socorro en las pruebas, nuestro consuelo en las penas, nuestra fuerza en la tentación, nuestro refugio en la perse­cución. Asistidnos especialmente en el momento de nuestra muerte haciéndonos experimentar en esa hora, decisiva de nuestra suerte, los efectos de vuestro po­der, dándonos un asilo en el seno de la misericordia divina, a fin de que podamos bendecir al Señor eternamente en el cielo en vuestra compañía. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Repetir varias veces en el día la tercera petición del Padre nuestro, llagase tu volun­tad así en la tierra como en el Cielo; prome­tiendo a María imitarla en su perfecta conformidad con la voluntad de Dios.

2. Rogar a Dios por la persona o personas que nos hacen mal, perdonándolas de todo corazón.

3. Rezar las Letanías de la Santísima Vir­gen, pidiéndole por las necesidades actuales de la Iglesia católica.

 

 

DÍA TRECE

 

DEDICADO A HONRAR EL DOLOR DE MARIA POR LA PERD1DA DE JESUS

 

CONSIDERACIÓN

 

Un incidente doloroso acibaró el corazón de María después de la feliz cesación de su destierro y de la vuelta a su patria y a su hogar. Fieles observadores de la ley, los dos santos Esposos se dirigieron un día a Jerusalén en la época del tiempo pascual. Confundidos entre la multitud de piadosos peregrinos que iban a visitar el templo, partieron de Nazaret llevan­do a Jesús en su compañía cuando frisaba en los doce anos de edad. Después de cumplir los deberes religiosos, dejaron la Ciudad santa, formando parte de grupos diferentes, según era costumbre: José en el grupo de los hombres y María en el grupo de las mujeres; pero los niños podían indiferentemente agregarse a cualquiera de los grupos.

Las sombras de la noche hablan caído ya so­bre la tierra cuando José y María se reunieron en el lugar de la primera jornada. Al reunirse, la primera pregunta de uno y otro fue la misma:

¿Dónde está Jesús? Ni uno ni otro pudieron contestarla. Jesús había desaparecido, y la más amarga desolación se apoderó del corazón de los afligidos Esposos. Si la tierra hubiera temblado anunciando su completo desquicia­miento, y si las trompetas del juicio hubieran señalado el momento de la última hora, el corazón de María no habría sufrido la conmoción que experimentó al notar la pérdida de su Hijo. Interrogaron a sus parientes y amigos, penetraron desolados entre la multitud con la esperanza de que el niño los hubiera perdido de vista. ¡Vanos esfuerzos! De todos los labios se desprendían respuestas negativas; nadie daba razón de Jesús. La noche era tenebrosa como la pena que embargaba a los dos despedazados corazones. Muchos dolores se ocultarían bajo las sombras de esa noche; pero no habría ninguno como el de María.

Tomaron entonces solos y silenciosos el camino de Jerusalén sin que los arredrase ni el cansancio ni los peligros. Las lágrimas de la afligida madre iban señalando la solitaria ruta, y de trecho en trecho se dejaba oír su voz dolorida que llamaba a Jesús con la esperanza de que respondiese a sus clamores. Así llegaron a la Ciudad, y desde las primeras luces de la aurora recorrieron diligentemente sus calles, preguntando a los transeúntes si por acaso habían visto al amado de su corazón; pero, ilusorias esperanzas, vagas probabilidades era todo el resultado de sus investigaciones.

Cada momento que pasaba hacía más agudo el dolor de María; había perdido su tesoro, la luz de su vida, el solo embeleso de su corazón; en una palabra, era una madre que habla perdido al único hijo de sus entrañas. Todo le era soportable con Jesús, todo le era amargo sin él. ¿Dónde estaría? ¿Habría caído en manos de sus enemigos? ¿Se habría hecho indigna de su amor y de su compañía? Mil dolorosos pensa­mientos cruzaban por su mente, despedazando su alma. Por tres veces vio venir la noche y nacer el día; y el día y la noche transcurrían dejándola sumergida en su dolor; hasta que dirigiéndose otra vez al templo para derramar allí sus dolorosas lágrimas, vio a Jesús que, rodeado de los doctores 4e la ley, los maravi­llaba con la sabiduría que a raudales brotaba de sus labios.- ¿Quién es este prodigioso niño? exclamaban algunos a pocos pasos de la Madre. -Es Jesús, mi hijo, dijo María, en los transportes de su inmenso gozo; y acercándose al Mesías, le dice con una dulzura que revelaba aún los últimos dejos de su pesar: “Hijo mío, ¿por qué has obrado así con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos llenos de aflicción...»

¡Ah! ¡Y con cuanta facilidad perdemos nosotros a Jesús por medio del pecado! Por un placer momentáneo, por la satisfacción de alguna pasión mezquina, por seguir las máximas del mundo, por el respeto humano, por un interés sórdido, perdemos su gracia y su amistad bienhechora, sin pensar por un mo­mento que perdiendo a Jesús, todo lo perde­mos. ¿Qué importan entonces todos los bienes de la tierra, todos los honores del mundo, to­dos los goces de la vida? “¿Qué importa al hombre ganar un mundo si pierde su alma?» Pero lo que es más triste, es ver la indiferen­cia con que se mira la p6rdida de Dios. Si se pierde la fortuna, cuántas lágrimas y sacrificios para recuperarla; si se pierde la salud, cuántos afanes por recobrarla; si se pierde la estimación de los hombres, cuánta solicitud por encontrarla de nuevo. Pero si se pierde a Dios, que es el sumo bien, se ríe y duerme sin cuidado, sin que se derrame una lágrima y sin que se haga diligencia alguna por volver a su amistad. Veamos en este dolor de María cuan­to debe ser nuestro empeño por encontrar a Jesús cuando tengamos la desgracia de per­derlo por el pecado.

 

EJEMPLO

 

Desgraciado del que olvida a María

 

Hubo en una ciudad de Francia un joven, como tantos otros, que olvidando los principios de la religión, se entregó con avidez febril a la lectura de libros impíos y licenciosos.

Como siempre acontece, la fe y la inocencia naufragaron en ese mar de errores y máximas funestas que llenan las páginas de esas infa­mes producciones del infierno.

Perdida la fe, comenzó a resbalar por la pendiente del vicio y acabó por precipitarse en el abismo del crimen, cometiendo uno que com­prometió gravemente su honor.

Devorado por los remordimientos y asustado de su propia obra, se echó en los brazos de la desesperación, en vez de buscar los del arre­pentimiento, y llegó a concebir la realización de un crimen mucho mayor que el que causaba su desesperación: el suicidio. En el paroxismo de su desesperación, no comprendía que el sui­cidio en vez de salvar su honor, lo enlodaba más y más añadiendo un crimen a otro crimen.

Agitado por este sombrío pensamiento, y sin dar lugar a la reflexión, se precipitó un día des­de lo mas alto de la ribera al fondo de un cau­daloso río, creyendo que su mala acción permanecería secreta. Pero, por un prodigio inex­plicable, su cuerpo flotaba sano y salvo sobre las corrientes del río, a pesar de los esfuerzos que hacia para sumergirse. Un pescador que arreglaba sus redes en la ribera, al ver que un hombre era conducido por la corriente se apresuró a prestarle socorro, creyendo que habría sido víctima de algún accidente involuntario. Mas, cuando el generoso pescador estaba a punto de salvarlo, el demonio, sin duda, sugi­rió al infeliz la idea de que la causa que le impedía sumergirse era un Escapulario que llevaba al cuello, último y único resto de las santas creencias de su infancia. Acto continuo, el desgraciado joven se lo arranca del cuello y lo arroja a la corriente, y en el mismo ins­tante se sumerge en el fondo de las aguas sin que el pescador pudiera impedirlo.

Este hecho nos manifiesta que la Santísima Virgen no olvida ni a sus hijos mas ingratos, si se visten con la sagrada insignia de su Es­capulario y que esta dispuesta a procurarles hasta el último momento medios de salvación.

 

JACULATORIA

 

Sálvanos, Madre piadosa,

De una vida disipada

Y una muerte desastrosa

 

ORACION

 

¡Oh María! por la dolorosa angustia que experimentó tu corazón de madre al verte separada por tres días de tu idolatrado Hijo, dígnate alcanzarnos la gracia de llorar siempre con amargas lágrimas nues­tros pecados, que han sido la causa de ha­ber tantas voces perdido la amistad divi­na. ¡Oh mil veces desventurados los que pierden a Jesús sin deplorar su ausencia y sin echar de menos su dulce y amable compañía! No permitas jamás ¡oh madre nuestra! que insensibles a tan dolorosa pérdida, disfrutemos tranquilos de los pér­fidos goces del mundo, sin pensar que lejos de Dios existe abierto a nuestros pies un profundísimo abismo. ¡Ah! perdiendo a Jesús, te perdemos también a ti que eres nuestra mas dulce esperanza, nuestro con­suelo mas puro y nuestra mas segura tabla de salvación. ¡Qué haríamos sin ti, ¡oh es­trella de los mares! en medio de las tor­mentas que agitan la vida llenándola de peligros! ¡Qué haríamos sin ti, ¡oh consola­dora de los afligidos! en medio de las des­gracias y contratiempos que siembran de pesares el camino de la vida! ¡Qué haría­mos sin ti, ¡oh inexpugnable fortaleza! en medio de las tentaciones que suscitan pa­ra perdernos los enemigos de nuestra sal­vación! ¡Oh María! somos tus hijos no nos desampares; somos tus siervos, no nos ol­vides; somos tus vasallos, no nos desco­nozcas. Llena de piedad y de misericordia alárganos tu mano protectora en la hora del peligro; y si por desgracia sucumbiéra­mos, no tardes en venir en nuestro auxilio y en ponernos a salvo hasta dejarnos en posesión de la tierra feliz donde disfruta­remos eternamente de tu amabilísima com­pañía. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Hacer un acto de contrición detestando de corazón todo pecado.

2. Practicar la virtud de la humildad eje­cutando algún acto humillante o hablando bajamente de nosotros mismos.

3. Hacer una confesión con todo esmero pa­ra recobrar la amistad divina, si la hubiése­mos perdido por el pecado, o para afianzarla con el aumento de gracias que se nos comuni­ca por medio de los Sacramentos.

 

 

DIA CATORCE

 

CONSAGRADO A HONRAR LA VIDA OCULTA DE MARÍA EN NAZARET

 

CONSIDERACIÓN

 

Desde su vuelta del destierro, la santa fami­lia volvió a habitar la solitaria estancia de Nazaret en el más completo apartamiento del mundo, oculta y desconocida de los hombres. Esta época fue, sin embargo, la más venturosa de la vida de María, porque no es la más feliz la vida que “pasa con estruendo como un arro­yo de invierno, sino cuando se asemeja a una corriente de agua que se desliza en plateados hilos por entre la hierba de las praderas.” Po­bre y humilde era su condición, continuo su trabajo y escaso su alimento; pero en cambio poseía el tesoro más preciado de la tierra, vivía al lado de su Hijo, se embebecía en su contemplación, escuchaba atenta sus palabras, reco­gía sus sonrisas, velaba su sueño, y eso la ha­cía más feliz que los príncipes y reyes en medio de los esplendores de la grandeza. Enteramente dedicada a su servicio, todo lo dejaba y todo lo olvidaba por él, y hasta las privaciones y contratiempos le parecían placenteros, porque Jesús todo lo endulzaba con su ternura de hijo. La oración y el trabajo compartían sus días y sus noches, y sólo eran interrumpidos para recibir las lecciones de santidad y perfección que recibía de los labios de su Hijo y de su Dios. María fue la primera y más aprovechada discípula del Maestro divino. En la escuela de Nazaret se ejercitó en la práctica de las más heroicas virtudes y penetró hondamente en el conocimiento de los grandes misterios de la bondad y de la sabiduría divinas. Jamás hubo en el mundo criatura mas honrada. Pobre y humilde en la apariencia, tenía, sin embargo, bajo su dominio al Criador del Cielo y de la tierra, el cual, como hijo fiel y sumiso, la obe­decía con amor y con respeto. Al considerar este espectáculo, no se sabe qué admirar más, si la humildad del hijo o la grandeza y digni­dad de la madre. Si ser esclavo de Dios es un honor incomparable, ¿cuánto mas debería ser­lo el de tenerlo por súbdito y ser obedecido por él? -Así transcurrieron los años silenciosos, pero fecundos en lecciones y enseñanzas de la vida oculta de María. Treinta años de felicidad y de sosiego ocupados en el servicio de Dios y en la práctica de las más heroicas virtudes.

Grandes son las ventajas de la vida oculta y apartada del mundo. Nada hay que turbe tan­to el espíritu como el tumulto atronador de los pasatiempos y diversiones del mundo. La paz huye lejos del alma que vive en medio del ir y venir de los negocios humanos y de los intereses materiales. No hay descanso ni reposo en la Babilonia donde se agitan los mundanos en busca de una felicidad, que no es más que una sombra fugitiva. La paz y el reposo sólo moran en la Jerusalén silenciosa, cuyos mora­dores hallan la felicidad dentro de si mismos, en el testimonio de una conciencia pura y del deber cumplido. Sin esta condición, la felici­dad es una palabra vana. Dios no hace oír su voz sino en el recogimiento y el silencio del alma que se aparta del bullicio del mundo. Sólo esas almas silenciosas y recogidas tendrán la dicha de recibir sus inspiraciones y gustar de sus consolaciones. Los ricos per­fumes sólo se conservan en vasos bien cerra­dos; del mismo modo la gracia divina sólo fructifica en almas cerradas para las disipacio­nes mundanales. Es imposible servir fiel­mente a Dios y hacer el negocio de la propia santificación, cuando se ocupa la mayor parte del tiempo en satisfacer las multiplicadas exigencias del mundo. Es imposible no olvidar a Dios y cumplir los deberes del propio esta­do, cualquiera que sea, cuando se esta pen­diente de las caprichosas exigencias de la vanidad, que no conoce límites en su aspiracio­nes. El mundo es un tirano cruel cuyos anto­jos son leyes imprescriptibles y cuyas veleida­des no dejan tiempo para ocupaciones mas serias. Quien quiera servirlo, necesita consa­grarle la vida entera, descuidando por necesi­dad el cumplimiento de los deberes que tiene para con Dios, el prójimo y su propia santifi­cación. De todos esos peligros se aleja el que, como María, vive sin estrépito ni disipaciones en el apartamiento del mundo.

 

EJEMPLO

 

María, estrella del mar

 

Por los años de 1541 el Obispo de Panamá se embarcó, en viaje para España, reclamado por asuntos de su ministerio, en una flota que llevaba el mismo rumbo. Un cielo sin nubes, brisas bonancibles y un mar sereno presagia­ban un viaje felicísimo en los primeros días. Pero estos signos de bonanza no duraron mu­cho tiempo: señales evidentes de tormenta aparecieron en el cielo y no tardó en desencadenarse una terrible tempestad que puso en in­minente riesgo a los antes alegres navegantes. Espantados pasajeros y tripulantes por lo re­cio del temporal, llegaron a perder toda espe­ranza humana de salvación. Conociendo el venerable Prelado la gravedad dala situación, se revistió de sus ornamentos pontificales y se subió sobre cubierta para exhortar a todos los que allí estaban para que implorasen la protección de la Estrella de los  mares y se arre­pintiesen de sus culpas. Todos entonaron de rodillas las Letanías Lauretanas con el fervor que inspira la inminencia del peligro: y confundíanse los ecos de la flébil plegaria y los sollozos de los afligidos navegantes con los bramidos de las agitadas olas que se precipita­ban sobre los navíos como fieras enfurecidas.

Terminada la invocación, divisaron con es­panto una ola gigantesca que crecía a medida que se aproximaba; y al verla llegar, un solo grito de ¡María! ¡Sálvanos que perecemos!... se arrancó de todos los labios. Y ¡oh prodigio! Aquel monte de agua que amenazaba concluir con el navío, convirtióse repentinamente en manas ola, que vomitó de entre su nevada espuma, un bulto como de una caja de madera que iba golpeando el costado derecho del bastimento. Bien pronto aparecieron en el cielo señales de bonanza, disipáronse las nubes y el sol brillé en el cielo límpido y sobre un mar sereno

Atraídos por la curiosidad, recogieron los marineros el bulto que flotaba al lado del na­vío; ¡y cual no fue su sorpresa al ver que aque­lla caja contenía una preciosa imagen de Ma­ría con su Hijo Santísimo en los brazos!... Aquellos felices navegantes no hallaban expresiones de gratitud que correspondiesen a sus sentimientos, considerando que la Santísima Virgen, no solamente los había salvado de una muerte segura, sino que además les daba un nuevo signo de su amor, enviándoles de una manera tan prodigiosa una imagen suya, haciendo mensajeras de este don a las mismas olas que momentos antes los amenazaban con el naufragio y la muerte.

Esta imagen fue trasladada con gran vene­ración a Panamá por el afortunado Obispo, donde se le venera bajo el nombre de Nuestra Señora del Rosario en Medina de Ríoseco.

María jamás desoye las súplicas de los hijos que la invocan en el peligro.

 

JACULATORIA

 

Gloriosa Reina del cielo

en la aflicción mi consuelo.

 

ORACION

 

¡Oh María! vos que durante treinta anos no os separasteis ni un solo momento de Jesús vuestro Hijo, viviendo íntimamente unida a él y enteramente consagrada a su servicio en el albergue apartado de Naza­ret, otorgadme la gracia de comprender las dulzuras divinas de la unión con Dios. Que Jesús viva conmigo bajo los velos de la fe, como vivió con Vos bajo las sombras de la vida oculta y retirada del mundo; que viva en mi por la unión amorosa de mi corazón con el suyo, como vivió en Vos no formando sino un solo corazón y una sola alma; que yo no sepa en adelante amar, ni desear, ni gustar nada fuera de Dios; que él sea siempre mi vida, mi fuerza, el corazón de mi corazón y el alma de mi alma, de modo que pueda exclamar con el apóstol: “Yo vivo, pero no soy yo quien vivo; es Cristo el que vive en mí”. Haced, Señora mía, que muera en mi el amor desordenado a las criaturas y que, desocupado de todo afecto a los honores, riquezas y pasatiempos del mundo, pueda consagrar a Dios, el dueño legitimo de mi alma, todos los instantes de mi vida en el apartamiento de la vida oculta, sin que desee ni aspire a otra cosa que a servirlo, agradarlo, y gozarlo en esta vida para embriagarme después en el cielo en las inefables delicias de la eterna bienaven­turanza. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1.  Recitar el Oficio parvo de la Santísima Virgen uniéndose a las alabanzas con que los ángeles la glorifican en el cielo.

2.  Saludar a María con el Angelus por la mañana, a mediodía y por la tarde.

3.  Abstenerse, por amor a María, de toda palabra de murmuración o de crítica.

 

 

DIA QUINCE

 

DESTINADO A HONRAR EL CUARTO DOLOR DE MARÍA

 

CONSIDERACIÓN

 

Había llegado la hora fatal, anunciada por el anciano Simeón, en que el corazón de María seria despedazado por una espada de dos filos. Jesús habla caído en poder de sus enemigos, quienes espiaban desde largo tiempo el momento oportuno para hacerlo la víctima sangrienta de sus venganzas. Arrastrado de tribunal en tribunal, como un homicida o in­cendiario sorprendido en el acto de perpetrar su crimen, fue en todas partes el blanco de las injurias, de los baldones y de los más crueles e inhumanos tratamientos.

Descargaron sobre sus espaldas una lluvia de rudos azotes, ciñeron su cabeza con una corona de punzadoras espinas y cargaron sobre sus hombros chorreantes de sangre una pesada cruz, instrumento de su cercano suplicio. Así, cargado con aquel enorme peso, lo obligaron a recorrer el largo y áspero sendero que me­diaba entre el Pretorio y el Calvario, apresu­rando a fuerza de golpes su marcha lenta y fatigosa. De esa manera se arrastraba penosamente aquella figura de hombre, dejando mar­cadas sus huellas con un reguero de sangre, mientras que a lo largo del camino se agrupa­ban multitud de espectadores, que demostra­ban en sus rostros o la satisfacción del odio, o una estéril compasión.

Una mujer llorosa, sumergida en un dolor inexplicable, penetró por medio de la multitud para salir al encuentro del divino ajusticiado; y desafiando las iras de los verdugos, se acer­ca a él y clava en su rostro ensangrentado los ojos anegados en lágrimas. Es María que va en busca de su Hijo. En la víspera de ese día funesto, lo había dejado sano y lleno de vida; pero apenas habían transcurrido unas cuantas horas lo ve convertido todo en una pura lla­ga. ¡Cuál sería su dolor y su sorpresa! Jesús levanta sus ojos para verla, su mirada se encuentra con la de su madre, y aunque sus labios nada hablan, sus ojos y su corazón la di­cen: «¡Oh madre desolada! ¿cómo habéis venido hasta aquí sin temer las iras de mis verdugos? Apartaos, que vuestra vista redobla mis tor­mentos; dejadme morir en paz por la salvación de los pecadores y pagar con exceso de amor el exceso de su ingratitud.» -Y María con sus ojos, mas bien que no con sus labios, le diría: «¡Oh hijo muy amado! ¿Quién os ha reducido a tal extremo de sufrimiento y de dolor? ¿Qué habéis hecho ¡oh inocentísimo cordero! para ser tratado de este modo? Porque resucitabais los muertos, ¿os conducen al suplicio? porque sanabais a los enfermos, ¿os han azotado cruelmente? porque dabais vista a los ciegos, oído a los sordos, movimiento a los paralíticos, ¿os han coronado de espinas, y cargado con esa cruz? ¡Ah! permitidme padecer con Vos y mo­rir con Vos en ese madero. Yo no quiero vivir ya; la vida sin Vos me es aborrecible y la muerte seria mi único consuelo... »

El dolor de María no sólo es grande por su intensidad, sino sublime por el heroísmo con que sabe soportarlo. Ella, lejos de rehusar el sufrimiento, le sale al encuentro y con paso resuelto va a buscarlo a su misma fuente. María pudo evitar, huyendo a la soledad, la vis­ta de ese espectáculo sangriento. Pero no, ella vuela en alas del amor que todo lo vence y que todo lo soporta; se abraza con la cruz, y olvidándose de si misma para no pensar más que en el amado de su corazón, desafía los peligros para ir a ofrecer algún alivie a su hi­jo perseguido.

¡Ah, cuánto acusa este heroísmo nuestra cobardía, no ya para buscar, sino para aceptar el sufrimiento y el sacrificio! Muy distantes de amar la cruz, la rechazamos con repugnancia, y si la aceptamos, es porque no esta en nues­tra mano rechazarla. Y sin embargo la cruz es la llave del cielo y cargados con ella hemos de atravesar el camino de la vida, si queremos recibir recompensas inmortales. Y ¡qué tesoro de paz se oculta en el sufrimiento voluntariamente aceptado! No hay dulzura compara­ble con la que saborea el alma amante de Je­sús, cuando carga sus hombros con la cruz que él arrastró a lo largo del camino del Calvario. Gozar cuando el amado sufre, no es gozo, es amargura; sufrir cuando el amado padece, es dulcísimo gozo. Unamos nuestros pesares, tra­bajos y desgracias a los de María y hallaremos fuerza, aliento, Valor y hasta alegría en medio de las espinas de que esta sembrado el camino de la vida.

 

EJEMPLO

 

La medalla milagrosa

 

Conocida es en todo el mundo la medalla que, por los portentos que se operaron con ella, ha recibido el nombre de milagrosa. Su forma fue revelada en 1830 por la misma Santísima Virgen a una Hermana de la Caridad de Paris. Representa en el anverso a María en pie y con los brazos extendidos, haciendo brotar de sus manos un haz de rayos, símbolo de las gracias que María derrama sobre los hombres. Al rededor se lee esta inscripción, dictada por los labios de la bondadosa Madre. ¡Oh María, concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!

Llenos están los anales de la piedad cristia­na con los prodigios de todo género obrados por esta medalla, que parece ser como un talismán que encierra el secreto de la más decidida protección de María. Entre otros innumera­bles hechos que atestiguan esta verdad, referi­remos una conversión verificada en la isla de Chipre en 1864.

Vivía allí un hombre acaudalado que, a cau­sa de la pérdida de una hija muy amada, había abandonado toda practica de religión y había caldo en la más completa indiferencia religiosa. Este caballero enfermé gravemente, hasta el punto de que fueron inútiles todos los esfuerzos para restituirle la salud. Uno de los sacerdotes de la isla lo visitaba frecuentemen­te con la esperanza de que aceptase los auxi­lios de la religión. Pero el corazón del buen sacerdote se llenaba de amargura al ver que todas sus exhortaciones obtenían la misma respuesta dilatoria: «Ya tendremos tiempo; lo veremos dentro de algunos días; por ahora no tengo disposiciones; espero mejorarme. »

Mientras tanto los síntomas de la muerte se hacían cada vez más próximos. Ya la respiración era fatigosa y el hielo mortal comenzaba a hacerse sentir en las extremidades. Y sin embargo, el endurecimiento de aquel corazón continuaba, y siempre la misma respuesta: Después... por ahora no... Los labios lívidos apenas tenían fuerzas para articular una palabra, y las pupilas negábanse ya a recibir la luz del día, y en pocas horas se cerrarían para siempre; y sin embargo la obstinación conti­nuaba.

En esos momentos angustiosos tuvo el buen sacerdote la inspiración de acudir a la medalla milagrosa. Sentado estaba junto al moribundo sin atreverse a hablarle de aquella medalla, porque pocos momentos antes le había dicho terminantemente que no quería oír hablar de religión ni de Sacramentos. No sabiendo que hacer, encomendó fervorosamente a la Santísi­ma Virgen la suerte de aquel pecador obstina­do y colocó disimuladamente la medalla sobre la almohada. ¡Oh maravillosa clemencia de María! pocos momentos después, el enfermo se vuelve a él y le dice: «Y bien ¿cuándo comen­zamos?»

-«¿Qué es lo que desea comenzar? le pre­guntó el sacerdote, temiendo que el enfermo se refiriese a otra cosa.» -Mi confesión; pues que si se ha de hacer alguna vez, convendría hacerla pronto.

La confesión comenzó desde aquel mismo instante, pareciendo que aquella vida que tocaba a su término, hubiese recobrado toda su fuerza. Terminada la confesión, el sacerdote le presentó la medalla, diciéndole que a esa prenda de la protección de María debía el cambio operado en su corazón. El moribundo la cogió en sus manos trémulas y la llevó a sus labios, cubriéndola de ósculos de ternura y de lágrimas de arrepentimiento. En esa actitud escapóse suavemente de su pecho el último suspiro.

Si esta medalla lleva consigo tan admira­bles tesoros de gracias, procuremos llevarla siempre sobre el pecho, y repetir con frecuen­cia la jaculatoria que lleva al pie para ase­gurar en nuestro favor la protección de María.

 

JACULATORIA

 

Yo quiero también, María,

Llevar la cruz en mis hombros

Y ayudarte en tu agonía.

 

ORACIÓN

 

¡Oh dolorida Madre de Jesús! qué triste es para mí contemplaros en la calle de la amargura, sumergida en el mas acerbo desconsuelo al ver tratado a vuestro Hijo como un malhechor y arrastrado ignomi­niosamente a la muerte. Pero, más que vuestros mismos dolores, me asombra el heroísmo con que desafiasteis los peligros y salisteis valerosamente al encuentro de Jesús. Alcanzadme, os ruego por los méri­tos de la pasión de Jesús y de vuestros Dolores, la gracia de sobreponerme con santo valor a todas las aflicciones, disgus­tos, enfermedades, miserias y dolores de la vida. Hacedme sentir ¡oh Virgen santa! en medio de los pesares la paz y consuelos celestiales que gustan las almas que saben sufrir por Dios; que yo mire esta tierra co­mo un doloroso destierro y que no tenga otro amor ni otro deseo que unirme a Jesús y a Vos en el padecimiento, aceptando con satisfacción la cruz que Dios se digne cargar sobre mis hombros. Aceptad ¡oh afligida Madre! las lágrimas de compasión que vierto, que es dulce para la madre ver que sus hijos participan de sus dolores y unen sus lágrimas con las suyas. En recom­pensa de este signo de mi filial amor, dad-me fuerzas para arrastrar mi cruz y no desfallecer hasta dejarla en el Calvario, donde, muriendo con Jesús, tendré la di­cha de resucitar con El para gozar eterna­mente en el cielo. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Hacer el santo ejercicio del Via Crucis uniéndose a los dolores de Jesús y Maria en el camino del Calvario.

2. Hacer un cuarto de hora de meditación sobre la pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

3. Imponerse alguna mortificación corporal en honra de los padecimientos del Hijo y de la Madre.

 

 

DIA DIECISÉIS

 

MARIA AL PIE DE LA ORUZ

 

CONSIDERACIÓN

 

La víctima destinada al sacrificio había tre­pado ya trabajosamente el áspero recuesto del Calvario. Llegado a su cumbre descargó de sus hombros el pesado madero y recibió la orden de tenderse sobre él. Jesús miró con amor el instrumento del suplicio y se reclinó en él como en el tálamo nupcial, donde había de en­gendrarse la salvación de la humanidad. Ex­tendió sus brazos sobre la cruz; rudos golpes de martillo cayeron sobre los clavos que ho­radaron sus manos y pies, ligándolos fuertemente al duro madero. Momentos después, la cruz se levantaba en los aires, como se desplie­ga un estandarte de victoria sobre los restos hacinados de un ejército vencido.

Jamás se presentó a la vista de los hombres un espectáculo más horroroso que el que ofrecía el cuerpo despedazado del Redentor. Gruesos hilos de sangre manaban de sus pies y de sus manos; su cabeza coronada de espinas caía lánguida y sin fuerzas sobre el pecho; sus ojos derramaban lágrimas enrojecidas de sangre; sus labios entreabiertos parecían aguardar que por momentos se escapase el último suspiro.

Entre tanto, la naturaleza comienza a gemir y una oscuridad lúgubre empieza a empañar los resplandores del día. Los más animosos de los espectadores se sobrecogen de espanto y abandonan apresuradamente aquel teatro de sangre. Sólo una mujer, inmóvil como una estatua de mármol, permanece de pie junto a la cruz. Indiferente a cuanto acontecía en tor­no suyo, tiene clavados sus ojos en el ensan­grentado madero, y despidiendo ríos de lagri­mas, parece contar una a una las heridas del divino ajusticiado. Dibujase en su frente un dolor que la lengua humana jamás podrá ex­plicar, cruzan su rostro sombras de tan terrible angustia, que conmovía a los mismos verdugos.

Es una madre que presencia el horrible espectáculo de la muerte de su único hijo. Es María que ve morir a Jesús. ¡Ah! ¿Quién podrá ex­presar la intensidad del dolor que experimenta una madre al ver espirar a un hijo tranquilamente entre sus brazos aunque le sea permiti­do prodigarle todos los amorosos cuidados que dicta el amor? Vedla desolada y llorosa herir los aires con sus lamentos, estrechar entre sus brazos al hijo moribundo cual si quisiera co­municar a sus miembros fríos el calor de sus entrañas. ¡Madres! vosotras lo sabéis.

Pero a esa madre desconsolada no le es dado lo que a todas vosotras, el consuelo de prodi­gar a su hijo espirante sus maternales cuidados y con ellos hacerle mas soportables sus últimos instantes. Lo ve cubierto de llagas y ninguna puede curarle; quisiera estrecharle contra su pecho para recibir en su seno sus úl­timos suspiros; levanta sus brazos con la esperanza de alcanzarlo, pero bien pronto los deja caer dolorosamente y los cruza sobre el pecho en ademán amoroso.

Jesús es el hijo único de María; es un hijo que vale inmensamente mas que todos los hijos de todas las madres juntas, y por tanto lo ama mil veces mas que lo que todas las madres pueden amar a sus hijos. Era todo para ella, y perdiéndolo, lo pierde todo: padre, esposo, hijos. Ella lo ve morir; sus ojos son testigos de la crueldad con que se le maltrata; escucha sus últimas palabras y recoge su postrer alien­to. Sin embargo, vedla: para ella no habría mayor dicha que la muerte, porque la vida es odiosa cuando se esta separado de lo que mas se ama; no obstante, soportando con resignación heroica su dolor, permanece de pie junto a la cruz, como el sacerdote en el altar, para ofrecer al Eterno Padre el sacrificio de su pro­pio Hijo por la salud del mundo.

El ejemplo de María nos enseña a sufrir. Cuando la espada del sufrimiento atraviese nuestro corazón, fijemos nuestros ojos en María al pie de la cruz, anegada en un mar de angustias y dolores, y digámonos: si ella sufrió tanto siendo pura e inocente, ¿qué extraño es que suframos nosotros algo, siendo como somos pecadores dignos de eternos castigos? -Ella busca su consuelo en la cruz, y su va­lentía para presenciar la muerte de su hijo es la mejor prueba de su amor y una fuente de incalculables merecimientos. Busquemos tam­bién nosotros nuestro consuelo en la cruz, por­que las llagas que ella abre en el corazón atribulado atraen sobre él el bálsamo de la divina misericordia y son fuentes de gracias y de merecimientos para los que sufren. «La cruz reanuda admirablemente en la región de la gracia los lazos que ella ha roto en el orden de la naturaleza.» - En los momentos de prueba, lejos de entregarnos a la desesperación que hace perder el mérito del sufrimiento sin ali­viarlo, digamos con amor: «Dios mío, yo acep­to de vuestra mano la desgracia, como he recibido los beneficios; éste es un medio de agradaros y de probaros mi amor y os lo ofrezco como un débil tributo de mi reconoci­miento.»

 

EJEMPLO

 

María no abandona a los quo en ella confían

 

Había en los Países Bajos una familia de judíos, de la cual nació una niña llamada Raquel, dotada de las más admirables disposi­ciones para la virtud.

Era costumbre en esa época y en ese país que los pobres implorasen la caridad pública entonando a la puerta de las casas de familias acaudaladas, canciones religiosas, muchas de ellas en honra de María. La niña, por un mo­vimiento interior de la gracia, sentía una complacencia inexplicable al oír esas devotas can­ciones y en especial cuando llegaba a sus oídos el nombre de María. Las prácticas de piedad cristiana la embelesaban, y siempre que le era posible eludir la vigilancia de sus padres, se asociaba con niños cristianos para aprender las oraciones de la Iglesia. A pesar de la ternura de sus años, y de no conocer los rudimentos de la fe, invocaba fervorosamente a la Reina del cielo a quien llamaba su madre.

Sorprendiéronla sus padres en estas inclina­ciones a la religión católica, y trataron por distintos medios de apartarla de lo que ellos llamaban el veneno de las malas doctrinas. Viendo que los halagos, amenazas y castigos no hacían más que enardecer el amor que su hija sentía por la religión, resolvieron llevarla lejos del país y hacerla instruir y educar en un lugar en que no pudiese tener comunicación alguna con los cristianos. Sabedora Raquel del proyecto de sus padres, invocó con el alma afligida a la Santísima Virgen; pidiéndole du­rante la noche que viniera prontamente a su socorro. La Madre bondadosa se le apareció en sueño, y le dijo que huyera de la casa de sus pa­dres, si quena salvarse. Obedeció la niña inme­diatamente, y salió de su casa sin ser sentida alas primera luces de la alborada.

Una vez fuera de su casa no sabía adónde dirigirse, pero la mano maternal que la guiaba desde el cielo le inspiró el pensamiento de ir a tocar a la puerta de un convento de religiosas Benedictinas que había en la ciudad. Luego que los padres advirtieron la fuga de su hija comenzaron a practicar las más prolijas diligen­cias para descubrir su paradero. Luego que supieron donde estaba la reclamaron con la au­toridad de padres. Las religiosas hicieron presente que ellas la habían dado asilo a instancias de la niña y que, si ella consentía en volverse con sus padres, no tenían dificultad para entregarla. Pero Raquel, que habla ha­llado en el convento todo lo que ansiaba su corazón, dijo que no saldría de allí, porque el derecho que tenía a salvarse en la única reli­gión verdadera era superior al derecho que so­bre ella tenían sus obcecados padres.

Estos llevaron la cuestión ante el tribunal de Lieja, y sabiendo la niña que debía fallarse su causa ante ese tribunal, pidió a la Superiora le permitiese ir a defenderse por si misma.

No pudo la Superiora negarse a esta solici­tud, pues comprendía que aquella admirable niña era manifiestamente guiada por el cielo. En efecto, el día señalado para conocer este asunto ruidoso, Raquel se presentó sola a abo­gar por su propia causa contra los defensores de sus padres. Estos hicieron presente al tribu­nal que la poca edad y falta de discernimiento de la niña, la imposibilitaba para obrar en tan grave materia sin el consentimiento de sus padres.

Terminado el alegato de sus adversarios, la niña, visiblemente asistida por el Cielo, desvaneció los argumentos de sus contrarios con tanta destreza y elocuencia que no parecía hablar una niña de pocos años, sino un ángel. Los que refieren este hecho aseguran que jueces y espec­tadores no acertaban a darse cuenta de aquel prodigio, ni contener las lagrimas de admira­ción y ternura.

El tribunal sentenció en su favor, y en con­secuencia, fue restituida al convento donde fue bautizada con el nombre de Catalina; allí vi­vió y murió santamente, mereciendo por sus heroicas y excelsas virtudes ser colocada en los altares, siendo conocida y venerada con el nombre de Santa Catalina de Judea.

¡Felices los que escogen a María por conduc­tora en los caminos del cielo!

 

JACULATORIA

 

Junto a la cruz consolarte

Y en tu llanto acompañarte,

Quiero, madre dolorida.

 

ORACIÓN

 

¡Quién me diera ¡oh madre atribulada! torrentes de lágrimas para llorar con Vos al pie de la cruz y acompañaros en vuestra amarga desolación! Jamás mujer ni criatura alguna fue víctima de más terri­bles sufrimientos: parece que Dios se hu­biera complacido en inventar tesoros de dolores para atormentaros. Yo veo vuestra alma sumergida en un océano insondable de amarguras, mil agudas espadas despe­dazan vuestro corazón de madre; ríos de lágrimas se derraman de vuestros ojos y se arrancan de vuestro pecho ayes tan lastimeros, que conmueven a los mismos fero­ces verdugos de Jesús. ¿Quién ha sufrido más que Vos? ¿Quién ha experimentado Jamás dolores más intensos? ¡Oh corazón virginal, corazón llagado por el amor, Corazón abrevado de hiel y coronado de espinas! yo os adoro, os amo con todas las efusiones del amor de un hijo amante y agradecido: Vos sufristeis por mí; por mi amor y por mi salvación entregasteis a la muerte a vuestro adorado Hijo; por salvar al hijo culpable, sacrificasteis al hijo ino­cente. ¡Oh gran sacerdotisa del Calvario y corredentora de los hijos de Adán! recibid hoy el homenaje de nuestro amor recono­cido en las lágrimas que nuestros ojos vierten al contemplaros tan atribulada al pie de la cruz. Yo en adelante quiero com­partir con Vos vuestros dolores y no olvi­daré Jamás la sangrienta tragedia que desgarró vuestro corazón maternal. Con­cededme la gracia de vivir y morir abrazado con la cruz del sacrificio, como un débil reflejo de la heroica abnegación con que Vos presenciasteis las agonías y los padecimientos de Jesús, a fin de que su­friendo valerosamente por Dios, merezca algún día la recompensa decretada para los mártires del sufrimiento y los dignos discípulos de la cruz. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Hacer una visita a Jesús Sacramentado en acción de gracias por el inmenso beneficio de la Redención.

2. Rezar siete Salves en honra de los dolo­res de María al pie de la cruz.

3. Dar una limosna a los pobres en obsequio de la generosidad con que María se asoció a los misterios de nuestra Redención.

 

 

DIA DIECISIETE

 

CONSAGRADO A HONRAR EL SEXTO DOLOR DE MARIA

 

CONSIDERACIÓN

 

La muerte habla puesto término a los dolores de Jesús, pero no así a los de María. Los judíos querían que el sagrado cuerpo del Sal­vador fuese bajado de la cruz para que el sangriento espectáculo del Calvario no turbase la solemnidad del siguiente día, que era el de Pascua. Con este fin, poco después de haber espi­rado, presentase allí un grupo de soldados que empuñaban aceradas lanzas. A la vista de aquella soldadesca indisciplinada, María que tenía aún fijos sus ojos en el ensangrentado cadáver de Jesús se siente estremecer, sospe­chando la ejecución de alguna nueva barbarie. ¿Qué vais a hacer, desapiadados verdugos? Ese hombre ha muerto ya; respetad al menos sus mortales despojos, dejad siquiera ese mez­quino consuelo a su pobre madre.-Esto les diría la desconsolada Señora, cuando un soldado levantando en alto su lanza, la enristra contra el desnudo costado del Salvador. Con la violencia de tan rudo golpe, estreméce­se la cruz, tiembla el exánime cadáver y grue­sas gotas de sangre y agua desprendidas del corazón de Jesús caen a la tierra. Eran las postreras gotas que quedaban en el sagrado cuerpo, era su corazón la única parte que ha­bía conservado sana.

María lanza un grito de angustia; pero la punta de la lanza había penetrado ya en el cora­zón divino y lo había dividido en dos partes. Esta fue, dice San Bernardo, la espada que le profetizó Simeón, no de acero, sino de dolor. Porque en los demás dolores tenía al menos a su Hijo, que se compadecía de sus penas, y que templaba su amargura con el amor que la demostraba. Pero ahora no ve ya en su presencia sino un cadáver yerto, ya no escucha su voz ni mira fijarse en ella sus divinos ojos. Sola y desamparada, no ve en torno suyo sino orne-les verdugos que se ensañan todavía, no ya en un enemigo indefenso, sino en un cadáver despedazado. Sus ojos buscan en vano una mano compasiva que pueda impedir aquellas indignas profanaciones. ¡Nadie responde a sus clamores, nadie se compadece de su dolor!

Un doctor escritor afirma que, según los prin­cipios de la ciencia, era imposible que pudiese existir sangre y agua en el corazón de Jesús. Por manera que el haber derramado esas dos sustancias es un claro prodigio de la omnipo­tencia divina, que ha querido indicar con tan apropiados símbolos los efectos de la pasión. Con la sangre aplacó la divina indignación y con el agua purificó la tierra de los crímenes que la afeaban, haciéndola digna de ser presentada a Dios como una ofrenda. Quiso Jesús que la última herida que lacerase su cuerpo fuese la de su corazón, para poder así saborear todas las amarguras de una agonía lenta y trabajosa; pues si su corazón hubiera sido he­rido antes de esta manera, eso habría bastado para hacerlo espirar instantáneamente. Ese corazón amante rebosaba de amor por los hombres, aun después de haber dejado de latir. No le había bastado morir de amor, quiso todavía ser alanceado después de muerto para hacernos comprender que su amor sobrevive a la misma muerte. ¡Ah! ¿Y quién no amará a ese corazón que tanto sufrió por amar a los hombres? ¿Cómo ser insensible a tan esplén­didas manifestaciones de caridad? Para nos­otros fueron todos los latidos de ese corazón llagado mientras vivió; para nosotros fue tam­bién la honda herida abierta en él después de muerto. Quiso dejarnos en esa llaga un refu­gio en las adversidades de la vida, un puerto en medio de las tempestades y un blando ni­do en que pudiéramos reposar nosotros, aves fugitivas del tiempo, fatigadas de volar en busca de los bienes instables y de los falsos goces del mundo.

 

EJEMPLO

 

María es inagotable en sus misericordias

 

No hace muchos anos que un caballero resi­dente en Paris, después de haber manifestado en su infancia disposiciones para la virtud, abandonó a los dieciocho años las practicas religiosas y se dejó arrebatar por los tempes­tuosos halagos de las pasiones, en cuya triste vida se agitó, como una barca sin timón, du­rante veinte anos. En el largo transcurso de este tiempo, no entró jamás en un templo ni levantó hacia Dios un latido de su corazón. Esto no obstante, llevaba siempre consigo una medalla milagrosa, que conservaba, mas como recuerdo de su madre, que como objeto de pie­dad. Algunas veces tomándola en sus manos, habla repetido la jaculatoria que lleva al pie: ¡Oh María! concebida sin pecado, ¡rogad por nosotros!.. A menudo la conversión de grandes pecadores es debida a algún resto de devoción a María.

Este caballero tenía una hermana religiosa carmelita que no cesaba de rogar a la Santísima Virgen por su conversión. Esta Madre de misericordia, que tiene la llave del arca santa de las gracias divinas, oyó propicia las ora­ciones de la buena religiosa y resolvió llamar a la puerta del corazón del pecador. Una no­che que salía de la casa de tino de sus amigos de impiedad, oyó una voz clara y distinta, que le decía: -«Augusto, Augusto, la misericordia de Dios te espera.» El caballero miró a su alrededor para ver quien le hablaba, y no vio a nadie... la calle estaba solitaria y el silencio era absoluto. - «Esta voz, decía él narrando después lo que le habla acontecido, esta voz era positivamente la de mi hermana religiosa. En ese instante vino a mi mente el recuerdo de Dios y el horror de mi vida. Parecióme que mis pecados llenaban el platillo de la balanza di­vina y que no faltaba mas que un grano de arena para colmar la medida y atraer sobre mí las venganzas del cielo...»

Este nuevo Saulo, sorprendido por la voz de la gracia en el camino de la perdición, llegó a su casa profundamente preocupado de lo que acababa de sucederle. «Esto no es natural, decíase para sí; aquí se oculta necesariamente un misterio.» Por espacio de ocho días la gracia luchó con este corazón obstinado.

El domingo siguiente por la tarde salió de su casa, mas que nunca agitado por los contrarios pensamientos que batallaban en su alma; Dios y el mundo le solicitaban en opuestas direcciones. Así caminaba, abismado en estas ideas, cuando acertó a pasar por un templo en que se rezaba el Santo Rosario, ofreciendo ca­da decena por distintas clases de pecadores. El que llevaba el coro dijo al comenzar una decena. «Recemos esta decena por el pecador más próximo a su conversión.»

El caballero, al oír esto, exclamó: -«Este pecador soy yo... » cayendo de rodillas y derramando lagrimas de arrepentimiento, prometió a Dios volver al seno de su amistad.

Al día siguiente se dirigía a un convento de trapenses para hacer allí, al amparo del silencio y del retiro, una prolija y fervorosa confe­sión.

Después de ocho días, dejó con pesar aquellos claustros silenciosos, asilo de la penitencia y santa morada de la paz. Volvió al mundo: pero el recuerdo de la Trapa y de aquellos días venturosos no lo abandonaban un momen­to. -Dios me llama a la soledad, decía para si... Este pensamiento, lejos de amedrentarle, calmaba las agitaciones de su espíritu y derramaba bálsamo dulce y suave en las heridas de su corazón. Un mes después tomaba nuevamente el camino de la Trapa; pero esta vez no iba ya a buscar la purificación en las aguas de la penitencia, sino la santificación en las austeridades de la vida cenobítica. Allí vivió con la vida de los ángeles y murió con la muerte de los predestinados.

Si anhelamos la conversión de algún pe­cador cuyos extravíos nos sean particularmente dolorosos, pongamos su causa en manos de la que es fuente inagotable de misericordias y seguro refugio de pecadores.

 

JACULATORIA

 

¡Oh corazón sin mancilla!

Sé nuestro amparo en la muerte

Y nuestro asilo en la vida.

 

ORACION

 

¡Oh María! ¡Oh madre dolorida! recoge en tu seno amoroso esas gotas de purísima sangre que destilan del corazón de tu Hijo al golpe de la lanza, para que no caigan sobre la tierra. Pero no, Señora mía, deja que empapen esta tierra maldita, regada con las lágrimas de tantas generaciones desgraciadas y manchada por los crímenes de tantas generaciones culpables. Esa san­gre clamara al cielo como la del inocente Abel; pero no para pedir venganza contra los delincuentes, sino para alcanzar paz y bendiciones sobre el mundo. Deja ¡oh María! que el hierro aleve abra honda herida en el corazón de Jesús, porque esa haga preciosa será el refugio del desvalido y el puerto contra las tempestades de la vida; allí ira el pobre en busca de la riqueza que jamás se agota; allí iremos todos a beber el agua que purifica y conforta. Concéde­nos, por el dolor que sufriste al ver lanceado a tu Hijo, un amor ardiente y gene­roso al corazón de Jesús, que tanto sufrió por nosotros; que jamás olvidemos sus be­neficios y paguemos con la ingratitud o la indiferencia sus admirables finezas; que nuestro corazón, herido de amor por él, se desprenda de los lazos que lo atan al mun­do y lo hacen esclavo de las criaturas. Dadnos alas, como de paloma, para volar hacia él y construir en esa cavidad amo­rosa nuestro nido, donde descansaremos de las persecuciones de nuestros enemigos y disfrutaremos de esa unión dulcísimo que comienza en la tierra por el amor y se consuma en el ciclo por el eterno desposorio del alma con su Dios. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Ingresar en alguna Cofradía o Congrega­ción que tenga por objeto honrar al Sagrado Corazón de Jesús, o si esto se hubiese hecho, renovar su consagración a este su divino Corazón.

2. Hacer una comunión espiritual en agradecimiento del amor que nos profesa el Sagrado Corazón de Jesús y de sus inmensos beneficios.

3. Hacer un acto de reparación y desagra­vio por las injurias de que es objeto en el Sacramento del Altar.

 

 

DIA DIECIOCHO

 

CONSAGRADO A HONRAR EL SEPTIMO DOLOR DE MARIA

 

CONSIDERACIÓN

 

Temerosos los discípulos de que el sagrado cuerpo del Salvador sufriera nuevos ultrajes, si permanecía por más tiempo en la cruz, soli­citaron de Pilatos autorización para bajarlo del suplicio y darle honrosa sepultura. Pilatos consintió sin dificultad en ello; Jesús fue desenclavado de la cruz por manos de sus dis­cípulos.

 

En este instante redóblanse las penas de María. El mundo iba a devolver a sus brazos maternales los fríos despojos de su adorado Hijo; pero ¡ay! ¡en qué estado le devuelven los hombres a aquel que con tanto gozo conci­biera en sus entrañas! afeado, denegrido, ensangrentado. Era el más hermoso entre los hijos de los hombres; mas ahora apenas con­serva la figura de hombre. ¡Recibe, ¡oh Madre! el triste presente que te da el mundo en pa­go de los beneficios que ha recibido de tu mano. .!

María alza ansiosamente sus brazos para re­cibir al Hijo que hacia tanto tiempo que anhelaba estrechar contra su pecho. Toma en sus manos los clavos ensangrentados, los mira, los besa y los deja silenciosamente al pie de la cruz. Coloca sobre sus rodillas el cuerpo despedazado de Jesús; lo estrecha amorosa­mente en sus brazos; le quita las espinas de su cabeza, como si quisiera de este modo ali­viar los pasados dolores de su hijo ya difunto; contempla, llena de espanto, las profundas heridas que las espinas, los clavos y la lanza habían abierto en su frente, manos y costado -Mézclanse sus rubios cabellos con los ensangrentados de Jesús; empapa con sus lagrimas el exánime cadáver e imprime en él ósculos llenos de amor y de ternura. “Hijo mío, ex­clama, ¿qué ola ha sido ésta que te ha arrebatado violentamente del seno de tu madre? ¿Qué mal has hecho a los hombres que te han puesto en tan lamentable estado? -Responde, Hijo mío, responde por piedad.” -Pero ¡ay! muda esta esa lengua que habló tantas maravi­llas; cárdenos esos labios que pronunciaron tantas palabras de vida, de amor y consue­lo; oscurecidos los ojos que con una sola mirada calmaban las tempestades; heridas las manos que dieron vista a los ciegos, oído a los sordos y vida a los muertos- ¿Qué haré yo sin ti? ¿Quién tendrá piedad de una madre desam­parada? ¡Oh Belén! ¡Oh Nazaret! apartaos de mi memoria, los goces que en días lejanos disfruté en vuestro seno se han convertido en espinas punzadoras...”

De esta suerte se lamentaría la dolorida Ma­dre teniendo en sus brazos el cuerpo de Jesús. ¡Pobre madre! aun le quedaba que apurar otro no menos amargo trago. Los discípulos arrancan de los brazos de María el cuerpo de su Hijo para conducirlo al sepulcro; y ella tie­ne el dolor de seguir hasta la tumba esos res-tos queridos, y después de acariciarlos por última vez ve colocar sobre ellos una pesada losa. No hay nada más cruel para el corazón de una Madre que ver entregar a la tierra el fruto de sus entrañas. ¡Oh, cuanto hubiera dado María por tener el consuelo de ser sepulta­da con Jesús en el sepulcro! - -

En el corazón atribulado de María se levan­taba un pensamiento que hacia aún más penoso su martirio. Ella veía, a través de los si­glos venideros, que los padecimientos y la muerte de Jesús habían de ser ineficaces para un gran número, y que a pesar de los azotes, las espinas y la cruz, multitud de pecadores se habían de condenar. Veía que la pasión de su Hijo no estaba aún terminada y que en la serie de los siglos sus heridas hablan de ser mil y mil veces nuevamente abiertas -No contriste­mos con nuestra ingratitud y con nuestros pe­cados el lacerado corazón de María, que bastante ha padecido ya por nosotros. Ella nos dice amorosamente desde el cielo: Pecadores, volved al corazón herido de mi Jesús. -Venid; contemplad las llagas que en él han abierto vuestros pecados; no renovéis esas llagas, mirad que renováis también mis dolores y que así demostráis sentimientos mas crueles que los de los verdugos. Ellos no lo conocían; pe­ro Vosotros sabéis que es vuestro Dios, vuestro Redentor. Ellos obedecían a las órdenes de jueces inicuos, vosotros obedecéis a vuestras pasiones y a vuestros desordenados deseos. Ellos, en fin, no habían recibido ningún be­neficio de Jesús, pero vosotros habéis sido res­catados con su sangre.

 

EJEMPLO

 

María, Salud de los enfermos

 

En 1872 había en una comunidad de Nuestra Señora de los Dolores de la ciudad de Cholón una religiosa que padecía, desde siete años, una parálisis que la colocó al borde del sepul­cro. Rebelde a todos los recursos de la ciencia, los médicos hablan declarado que no les quedaba nada que hacer. La enferma era muy devota de María, y a Ella clamó en el extremo de su aflicción. Una noche se le apareció en sueno la superiora del Convento, que habla muerto hacía algunos meses, y le dijo que quedaría curada de su enfermedad si hacía una peregrinación al santuario de Nues­tra Señora de l'Epine, situado a una jornada del Convento.

La enferma pidió con vivas instancias que se la condujera a este santuario animada de la más segura esperanza de que allí obtuviera su curación. Pero el mal, que cada día tomaba mayores creces, hacía poco menos que imposi­ble la traslación a un lugar tan distante, pues tenía todo un lado del cuerpo sin acción ni movimiento. Pero fue preciso acceder a los reiterados ruegos de la paciente y transportarla con indecible trabajo en un vehículo, acompañada y sostenida de varias personas. Du­rante el trayecto su estado se agravé considerablemente y se redoblaron sus padecimientos hasta el punto de inspirar muy serios temores por su vida. Pero, al fin, venciendo innumera­bles dificultades, llegó al santuario y fue acomodada como mejor se pudo en la capilla de la Santísima Virgen.

El capellán de la comunidad subió al altar para celebrar el santo sacrificio de la misa, después de haber rezado con los circunstantes una parte del Rosario y cantado el Salve Regina. Poco antes de terminar la misa, sintió la enferma una conmoción violenta en toda la parte enferma de su cuerpo, y poniéndose de rodillas por si sola, exhaló un grito de júbilo, diciendo. ¡Estoy sana! En seguida se levantó sin ningún auxilio extraño y fue a arrodillarse a la tarima del altar para dar gracias a su soberana bienhechora. Al verla, todos los circunstantes quedaron estupefactos, y derra­mando lágrimas de ternura y admiración, exclamaban: ¡Milagro, milagro! - El cura, testi­go presencial de aquel prodigio, entonó el Te Deum y levantó un acta que firmaron to­dos los que lo habían presenciado.

La que acababa de tener la dicha de ser objeto de un favor tan especial de la Santísima Virgen fue sacada en triunfo de la Iglesia. Nadie se cansaba de mirarla, como si no pudie­sen dar crédito a sus propios ojos. No fue menos patética la escena al llegar al monas­terio. Todos prorrumpieron en entusiastas aclamaciones, cuando vieron bajar del carrua­je con la firmeza y precipitación de la que nun­ca ha estado enferma, a la que pocas horas antes habían visto partir arrastrándose traba­josamente, como un cuerpo a quien la vida abandona de prisa.

Se dirige en seguida a casa del médico, que pocos días antes la había abandonado, desesperando de su curación. Jamás hombre alguno se hallé más perplejo; y rindiéndose a la evi­dencia declaró que aquella curación instantánea y completa no era obra natural.

¿Con cuánta razón la Iglesia saluda a María con el titulo de Salud de los enfermos? Ella, que tiene siempre remedios divinos para curar las dolencias del alma, los tiene también para poner término a los males del cuerpo que aquejan a sus devotos cuando la invocan con confianza filial.

 

JACULATORIA

 

Haz que en mi alma estén de fijo

Para que siempre llore,

Las llagas del Crucifijo.

 

ORACION

 

¡Oh María! permíteme que yo pueda acompañarte siempre en tu amarga sole­dad; yo no quiero dejarte sola, quiero unir mis lágrimas a las tuyas para llorar la muerte de mi Redentor. ¡Ah! madre atribu­lada, tú no lloras sólo por la muerte de tu Hijo, que lloras también por mí; porque yo he muerto muchas veces por el pecado y muchas veces he contristado tu corazón de madre con mis ofensas; mil veces he renovado los tormentos de la pasión con mis ingratitudes y he pisoteado la sangre ver­tida por mí en la cruz. Pero tú que eres misericordiosa y compasiva, tú que per­donaste a los verdugos que crucificaron a Jesús, tú que amas a los pecadores con en­trañas de madre, alcánzame la gracia de ser en adelante el compañero de tus dolo­res y de tu soledad, por mi fidelidad y amor a Jesús y por la compasión de sus padecimientos. Haz nacer en mi corazón un horror sincero al pecado que fue la causa de tus dolores y de los de Jesús; que viva siempre arrepentido de todas las culpas con que he manchado mi vida pasada, para que, llorándolas amargamen­te en la tierra, merezca gozar un día de la eterna bienaventuranza. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1.   Hacer una lectura espiritual que nos re­cuerde los padecimientos de Jesús y los dolores de María.

2.   Rezar una tercera parte del Rosario para honrar esos mismos padecimientos y do­lores.

3.   Mortificar el sentido del gusto, privándose de comer cosas de puro apetito.

 

 

DIA DIECINUEVE

 

CONSAGRADO A HONRAR EL GOZO DE MARIA POR LA RESURRECCION DE JESUS

 

CONSIDERACION

 

Después de la tempestad el día brilla mas sereno y el sol se levanta en un cielo sin nubes. Pasada la tempestad que sumergió el corazón de María en las olas de la más amarga tribulación, brilló el día feliz en que le fue permitido contemplar a Jesús vivo y triunfante de la muerte y del infierno. Al clarear el alba del tercer día, Jesús rompe la losa de su sepulcro, derriba en tierra a los guardias que custodiaban el sepulcro y un ángel con radiante frente y blancas vestiduras se sienta allí para anun­ciar a las santas mujeres la fausta nueva de la Resurrección.

Entre tanto, María retirada en la soledad, suspiraba por el momento dichoso de ver a su Hijo resucitado como lo había predicho. «Mientras que oraba y derramaba dulces lagrimas, dice San Buenaventura, el Señor Jesús se le presenta repentinamente vestido de blanco, con la frente serena, hermoso, radiante de go­zo y de gloria y le dice: «Dios te salve, madre mía.» -Ella, volviendo apresuradamente la vista y mirando a Jesús a su lado exclama en los transportes de su alegría: «¿Sois Vos Hijo mío? ¡Ah! ¡Cuánto tiempo que te aguardaba desolada, contando una a una las horas que re­tardaban este momento dichoso! -Yo soy, replicó Jesús, heme aquí resucitado y otra vez en tu compañía.-Después de adorarlo como a su Dios, María se levanta y anegada en la­grimas de gozo, lo estrecha amorosamente y reposa sobre su corazón. Imaginándose tal vez que podía ser víctima de alguna ilusión, mira una y otra vez sus llagas para convencerse de que ya todo dolor y todo padecimiento se había alejado de él.»

La lengua humana es impotente para expli­car el gozo de María al ver a su Hijo resucitado. Ese gozo sólo puede medirse por la intensidad de su dolor al verlo padecer. Imaginad, si podéis, cual seria el júbilo de una madre al en­contrar al hijo que había perdido, al ver volver a la vida a aquel que había llorado muerto, al mirar sano al que había visto herido y despe­dazado. Es, sin duda, el mayor de los gozos que puede caber en el corazón de mujer, como el dolor de perder a un hijo único es el mayor dolor que puede soportar el corazón de madre.

El gozo que experimentó María en la Resu­rrección de Jesús nos manifiesta que en el mundo moral hay días de tribulación y días de gozo, horas sombrías y horas serenas. La tempestad, por ruda que sea, pasa al fin y la más dulce calma la sucede, y el gozo y el contento son tanto más intensos, cuanto fueron más acerbos el dolor y el sufrimiento. Esos dos licores de la copa de la vida, la tribulación y el contento, se suceden sin cesar.

Esta verdad, que nos enseña la experiencia, debe alentarnos para sufrir, porque sabemos que después del dolor soportado con resigna­ción, Dios nos dará a probar una gota de esos celestiales consuelos en cuya comparación son humo y paja los goces de la vida. Pero, aunque no nos fuere permitido aquí en la tierra disfru­tar de momentos de calma y de horas de alegría, podemos estar seguros de que en el cielo so­brenadaremos en gozo y anegados en dulcísima paz descansaremos para siempre a la sombra del árbol de la vida.

 

EJEMPLO

 

María, Puerta del cielo

 

Cuéntase en la Vida de Sor Catalina de San Agustín que en la misma población en que residía esta sierva de Dios, vivía una mujer, lla­mada María, que desde su juventud habla sido por sus desórdenes el escándalo de la ciudad. La edad no habla hecho más que envejecería en el vicio; por lo mismo, su corrección se hacia cada día más difícil. Al fin, abandonada de Dios y de los hombres, murió la infeliz de una enfermedad espantosa, privada de Sacramentos y de todo socorro humano; de tal mane­ra que se la juzgó indigna de ser sepultada en tierra bendita.

Tenía sor Catalina la piadosa costumbre de encomendar particularmente a Dios las personas conocidas que morían; pero con respecto ala pecadora de nuestra referencia, ni siquiera pensó en hacerlo, pues, participando de la opi­nión general, la suponía condenada. Hacia ya cuatro anos que aquella mujer había muerto cuando hallándose un día en oración la sierva de Dios, se le apareció un alma del purgatorio, y le dijo estas palabras:-Sor Catalina ¡qué desgracia es la mía! ¡ruegas por todos los que mueren, y sólo de mi pobre alma no has teni­do compasión!.. ¿Y quién eres tú? le pregun­tó la santa religiosa.-Yo soy aquella pobre mujer, llamada María, que murió, hace cua­tro años, abandonada en una gruta. - ¡Pues qué! ¿te has salvado? preguntó admirada sor Cata­lina.

-Sí; me he salvado, contestó el alma, por la inagotable misericordia de la Santísima Virgen.

En mis últimos momentos, viéndome aban­donada de todos y culpable de tantos y tan enormes crímenes, me dirigí a la Madre de Dios, y la dije desde el fondo de mi corazón arrepentido: ¡Oh Vos, que sois el refugio de pecadores, tened compasión de mi; en el extremo de mi aflicción y desamparo, acudid a mi socorro!...

-No fue vana mi súplica, pues por la inter­cesión de María, que me alcanzó la gracia de un verdadero arrepentimiento, pude librarme del infierno. La clementísima Madre de Dios me ha alcanzado además la gracia de que mi pena sea abreviada, disponiendo la Divina Justicia sufra en intensidad lo que debía sufrir en duración. No me faltan más que algu­nas misas para verme libertada del Purgatorio: cuida tú de que me las apliquen, y te prome­to que una vez en el cielo, no dejaré de rogar por ti a Dios y a su Santísima Madre.

Sor Catalina hizo aplicar las misas, y algún tiempo después aquella alma se le apareció de nuevo, brillante como el sol, y le dijo: -El cielo se me ha abierto ya, donde voy a celebrar eternamente las misericordias del Señor; pa­garé con oraciones la merced que me has he­cho.

Invoquemos nosotros a María durante nues­tra vida para que Ella, que es la Puerta del cielo, nos asista en la hora de la muerte y nos introduzca en la mansión del gozo eterno.

 

JACULATORIA

 

Por tu Hijo resucitado

Aléjanos, dulce Madre,

De la muerte y del pecado.

 

ORACIÓN

 

¡Oh dulcísima Virgen María! después de haber contemplado tus dolores y de ha­berte acompañado en tus horas de deso­lación, permíteme que te acompañe tam­bién en tus horas de alegría. Nada hay mas grato al corazón de un hijo amante que asociarse A los dolores y gozos de su tierna madre, porque jamás puede ser un hijo indiferente A la suerte de la que lo engendró a la vida. Por eso, yo me gozo ¡oh María! de la gloria de Jesús y de la alegría que inundó su alma al verlo resu­citado; yo me gozo del triunfo que alcan­zó sobre la muerte y el pecado, porque el triunfo de tu Hijo es mi propio triunfo, la causa de mi alegría y la prenda de mi dulce esperanza. Alcánzame, Señora mía, la gracia de abrigar siempre en mi alma un odio intensísimo al pecado que fue la causa de los padecimientos de Jesús, y un santo horror por todo lo que puede aciba­rar tu corazón de madre. No más infideli­dad y olvido de mis deberes: no más desprecio de las santas inspiraciones con que Dios me ha favorecido; no más ingratitud por sus beneficios y deslealtad en el servicio de mi Redentor. Llore yo siempre las manchas que afean la triste historia de mi vida y la negligencia con que he corres­pondido a los divinos llamamientos, para que alejando todo motivo de sufrimiento para Jesús y para tu corazón maternal, no sea en adelante, sino causa de tu alegría y de tus gozos. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Hacer una visita a la Santísima Virgen felicitándola por el gozo que tuvo al ver a su Santísimo Hijo resucitado.

2. Abstenerse cuidadosamente de toda falta venial deliberada.

3. Rezar siete Avemarías en honra de los gozos del Corazón de María.

 

 

DIA VEINTE

 

MARIA EN LA ASCENSION DE JESÚS

 

CONSIDERACIÓN

 

Jesús había terminado ya su misión sobre la tierra, había llegado la hora en que los decretos eternos lo llamaban al cielo a recibir las coronas y palmas del glorioso triunfador. Cuarenta días hablan transcurrido desde su resurrección cuando, en compañía de su Madre y de sus apóstoles y discípulos se encaminó Jesús al monte Olivete. El teatro primero de sus padecimientos debía ser también el último testigo de su gloria y la tierra que recibió las primeras gotas de sangre, conservó la última huella marcada por sus pies durante su peregrinación terrestre.

Allí, después de haber fijado sus amorosas miradas en Maria, como si le dijera: ¡hasta luego! y de haber bendecido a sus discípulos, se levanta majestuosamente en los aires y vue­la por los espacios llevado en las plumas de los vientos, entre los acordes ecos de las ar­pas angélicas y mientras las nubes, abriéndo­se a su paso, iban agrupándose a sus pies para formar digna peana al libertador del linaje humano. Esas mismas diáfanas y blanquísimas nubes agrupadas en torno suyo lo arrebataron a las miradas absortas de los discípulos, hasta que un ángel, desprendido de la celeste turba, vino a sacarlos de su arrobamiento para decir­les: «Varones de Galilea, ¿por qué os entrete­néis mirando al cielo? el mismo a quién habéis visto subir volverá un día rodeado de gloria y majestad.»

Los discípulos bajaron los ojos asombrados a la vista de tan estupendo prodigio; pero Maria vería sin duda penetrar a su Hijo en la mansión del gozo eterno cuyas puertas acababa de abrir con su muerte para dar entrada en ella a los desventurados hijos de Adán. Ella lo verla tomar posesión del trono que le estaba apare­jado como vencedor de la muerte y del pecado, verla la corona inmortal con que fue ceñida su frente por mano del Eterno Padre. La que ha­bla bebido en toda su amargura el cáliz de la pasión, era conveniente que bebiese también en el cáliz de eterno gozo que Jesús acercaba en ese momento a sus labios. La que iba a que­dar todavía en la tierra, como una enredadera privada de su arrimo, era justo, que para con­solarse en su orfandad contemplase anticipa­damente la gloria que coronaba a su Hijo.

Penetremos también nosotros como María en esa morada feliz, término dichoso de nuestra amarga peregrinación. Fijemos en ella nuestra vista para avivar nuestros deseos de alcanzarla por el mérito de nuestras buenas obras, y no separemos jamás de allí nuestro pensamiento. ¡Patria querida! ¡Quién pudiera respirar tus brisas perfumadas, descansar a la sombra de tus árboles de vida y beber en tus fuentes de di­cha inmortal! ¡Ah! qué necios somos al poner nuestro corazón en la tierra, al cifrar nuestra felicidad en los vanos gozos del mundo y al fijar nuestros ojos en este valle de miserias, donde la desgracia es nuestra herencia, el llanto nuestro pan de cada día y la vaciedad el resul­tado de nuestros locos afanes. En el cielo todo es bienaventuranza: allí no hay hambres que atormenten, ni fríos que entumezcan, ni ardo­res que abrasen, ni dolencias que martiricen. Allí no hay mas que una sola edad, -la ju­ventud; una sola estación,- la primavera; un día sin noche, un cielo sin nubes... Allí el al­ma siente saciados todos sus deseos; la inteli­gencia, contemplando a Dios, conoce toda verdad; el corazón amando a Dios, se embriaga en océano de amor. Y todos esos goces serán eternos como el mismo Dios, allí no habrá ja­más ni cambios, ni mudanzas, ni temores; lo que se poseyó desde el principio, será eterna­mente poseído.

 

EJEMPLO

 

Nuestra Señora de la Saleta

 

Una de las últimas apariciones con que la Santísima Virgen ha demostrado su inagotable amor por los hombres es la que tuvo lugar el 19 de septiembre de 1846 en la montaña de la Saleta en Francia. Los favorecidos con esta maravillosa aparición fueron dos pastorcitos de aquellos contornos, llamados Melania Mat­thieu y Maximino Girant, hallados dignos por su angelical candor de ser ecos de la voz misericordiosa de María que llama al mundo a penitencia.

Cuando el sol había disipado las brumas que en la mañana coronan las alturas de la montaña, los dos pastores treparon por sus laderas guiando las ovejas confiadas a su cuidado. Cuando llegó la hora de hacer sestear el ganado, los dos niños bajaron a una hondonada donde brotaba un manantial de purísimas co­rrientes. Hallábanse en aquel sitio agreste y silencioso, cuando vieron cerca de ellos, senta­da junto al barranco, a una esbelta y hermosísima Señora cercada de una luz suave como la de la luna, que tenía los codos apoyados en las rodillas y el rostro oculto entre las manos en la actitud del que padece un gran dolor. Sorprendidos los inocentes niños con esta apa­rición en aquellos parajes solitarios y absortos, tuvieron miedo y se preparaban a huir cuando la Señora, poniéndose en pie, les dice con una voz dulcísima que serenó sus corazones: «No temáis, hijos míos, acercaos, que quiero anun­ciaros una importante nueva.»

Estas dulces palabras infundieron valor en el pecho de los tímidos pastores, y acercáronse a la Señora y se colocaron el uno a su diestra y el otro a su siniestra. En esta disposición, con el acento de una persona oprimida de dolor les habló mas ó menos en estos términos: «Hijos míos, vengo a deciros que mi divino Hijo esta irritado con los que, por su culpa, no observan la ley, y va a castigarlos pronto. Si no lo ha hecho antes, es porque yo detengo su brazo vengador; pero pesa ya tanto que no bastan mis fuerzas a contenerlo, si mi pueblo no se enmien­da. Nadie en el mundo es capaz de comprender las penas que sufro por los hombres, cuyos crímenes provocan la justa indignación de mi Hi­jo. Sólo a mi intercesión debéis la dilación del castigo; porque las súplicas de cualquier otro mediador no son ya bastantes, y por esto las mías son continuas... »

«Mi Hijo, dio a los hombres seis días para trabajar, y se reservó el séptimo; pero los hombres se lo niegan, no absteniéndose de trabajar los domingos... Las blasfemias son Otro crimen con que irritan a Dios en gran manera; viendo que se profana indignamente su santo nombre, mezclándolo con palabras obscenas o injuriosas, por el más leve motivo... Innumerables cristianos desprecian la obser­vancia del ayuno y de la abstinencia, y se arrojan, como perros voraces a la comida, sin hacer distinción de días ni de manjares prohibidos. »

Después de estas quejas y amenazas, la ce­lestial Señora comunicó separadamente a los dos pastores ciertos secretos que debían reser­var por algún tiempo: pero que al fin, fueron comunicados al Papa Pío IX, de inmortal me­moria, el año de 1851. Súpose entonces que los secretos confiados a Melania consistían en el anuncio de grandes castigos, silos hombres y los pueblos continuaban en el mal camino, de los cuales más de uno ha tenido ya cabal cumplimiento; y los secretos de Maximino anun­ciaban la misericordia y rehabilitación de todos.

Terminada la entrevista con los pastorcillos, la Reina del cielo les añadió: «Os encargo que participéis a mi pueblo todo lo que os he dicho...» Luego comenzó a alejarse y a elevarse en los aires llena de majestad, hasta que vuelto el peregrino rostro hacia el Oriente fue desapareciendo como un a visión fantástica ante los ojos atónitos de los pastores que la seguían con ávidas miradas, quedando iluminado el espacio con una claridad deslumbradora.

Hoy corona aquellos agrestes y memorables sitios una suntuosa basílica en honra de la bienaventurada Virgen María, para eterna memoria de esta dulce aparición, cuya verdad ha sido confirmada por la voz de los milagros y la aprobación de la iglesia.

Acudamos a María para que continúe siendo nuestra abogada e intercesora delante de la Divina Justicia, justamente irritada por nues­tras culpas.

 

JACULATORIA

 

Jamás perece ¡oh María!

Quien a tu seno se acoge

Y en tu protección confía.

 

ORACIÓN

 

¡Oh amorosísima Maria! ¡Qué dulce es para los desgraciados levantar hacia Ti sus miradas suplicantes e invocar tu protec­ción en medio de las aflicciones de la vida! Hay en tu seno de madre consuelos que en vano se buscan en la tierra y bálsamo tan celestial que cura por completo las llagas mas hondas que el pesar abre en el alma. No en vano todos los que padecen te invocan como a la soberana consolado­ra de todos los males, como el remedio de todas las dolencias, como el refugio en to­das las necesidades públicas y privadas. Felices los que en Ti confían, felices los que te llaman y más felices aun los que te aman como madre y te veneran como rei­na. Por el gozo que experimentaste al ver subir al Cielo a tu Hijo para recibir las co­ronas del triunfo, te ruego que no me de­jes jamás desamparado en medio de las tinieblas, de los peligros y de las desgra­cias que siembran el camino de la vida. No me desampares, Señora, basta dejarme en posesión de la patria celestial; templa con tu mano cariñosa las amarguras de mi vida, y si fuere del agrado de Dios que yo padezca, dígnate sostenerme en las horas de la prueba para que no desfallezca an­tes de tocar el término de mi jornada, a fin de que sufriendo con Jesús, merezca go­zar también de las eternas recompensas. Amén.

 

PRACTICAS ESPIRITUALES

 

1. Hacer un cuarto de hora de meditación sobre la felicidad del cielo, a fin de avivar en nuestro corazón el deseo de alcanzarla con nuestras buenas obras.

2. Oír una misa en sufragio del alma mas devota de María.

3. Sufrir con paciencia las contrariedades ocasionadas por las personas con quienes vivimos y tratamos.