Aspatos

 

 

La gaviota ha vuelto en alas de mariposa, con la gracia de una libélula multicolor que estrena hélitros fabricados con pompas de jabón. Sus pies descalzos vuelven a adornar la playa dejando huellas en mi paisaje que el mismo mar quisiera respetar. El martirio está aquí, con nueva fuerza, aumentando día a día mientras la musa de mi desesperación se recrea en su interior, cuando sonríe, sus labios suaves se sonrojan y el viento coquetea con su cabello exhalando notas de perfume que atraviesa mi mente con la delicadeza de un murmullo. Siento que mi razón escapa cuando veo su frágil cuerpo recreándose con la brisa, robando todo el aire a mi espíritu, acaparando el oxígeno que necesita mi corazón. Sin embargo, no puedo dejar de venir como cada atardecer a este risco donde puedo observar sin ser visto, donde puedo gozar de este castigo divino que me ha regalado el Señor.

 

Incluso Aspatos, mi corcel alado contempla a la ninfa con anhelo y suplica en silencio que libere la rienda para reunirse con la niña cuyo nombre empieza con M, cual melancolía, como miedo, como martirio, con nostalgia de mar.

ĦOh, Dios!, finalmente me haces pagar mis pecados atraves de la belleza, tan hermosa que duele, tan segura que destruye, tan sutil que huele a amor.

Sin embargo hoy no es lo mismo, la niña de ojos fuertes y mirada vaga , parece observar lo invisible en la penumbra, que arranca a tajos magia atrapada en agujas del tiempo, hoy no sonríe con esa mueca que retiene al día. Ahora llora con lágrimas de cristal, aferrando sus brazos tersos, el cielo comprensivo prepara una tormenta. Sí, porque el mundo la ama aún más que yo, la protege, la conmueve mientras se burla de mis desventuras. Quisiera bajar y romper su soledad enjugando sus tristezas, coronar sus ojos y enarbolar sus sueños.

El sol enrojece el cielo en su caída agregando un toque místico a las mejillas de la musa. Arranco una flor, la más hermosa, la beso para colocarla luego en las fauces de Aspatos y liberar las riendas.

El corcel se levanta en vuelo con la celeridad de un trueno, con la premura de un colibrí, para posarse a centímetros de la naturaleza con formas de rubí.

La musa, mi niña, acaricia a Aspatos y sonríe, lo acaricia, sueña. Ha sacado un terrón de azúcar casi de la nada, desnuda su cuerpo y monta al caballo. Siento un poco de ira, el corcel nunca había dejado subir a su lomo a nadie más que a mí, luego de una feroz disputa por su voluntad, ahora una chiquilla lo ha domado con una caricia y la promesa de un beso fugaz. Siento deseos de matar a Aspatos, más aún al comprender que la niña imagina al jumento como un regalo del cielo y no piensa en mí. El animal levanta el vuelo demostrando su portento, transportando con suavidad su preciada carga. Mientras observo, callo, ni un músculo de mi rostro cambia de lugar. En eso, el cielo abre sus compuertas y el mar se derrama desde arriba. La musa entra en éxtasis mientras su cuerpo tiembla, cierra los ojos y se deja amar.

Llamo a Aspatos con la voz de un lobo, con el aleteo de un búho, con el corazón hecho pedazos por sentirme de pronto insatisfecho; el corcel pese a todo deja a la musa en la playa y regresa a mí, su dueño, odiando su fidelidad. Lo consuelo con un juramento, mañana volverá a ella por otro fugaz encuentro. La niña en la arena extraña ya al pegaso.

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Otro día más de batallas, muchas de ellas perdidas, en esta procesión de violencia que arrebata la paz tan anhelada. He agregado 5 cicatrices más a mi espalda, fiel recordatorio de que soy mortal. Incluso Aspatos sangra ahora, el poderoso animal ostenta una enorme herida que por poco es mortal.

Hoy merece las caricias de la musa más que nunca, así que lo libero sin mandar la flor entre sus dientes y el corcel que ya no siento tan mío, parte a la anhelada cita. La niña ve la llaga, llora de nuevo con ternura y Aspatos deja de sangrar. Me retiro a buscar consuelo en el bosque, rogando al cielo por un nuevo enemigo que despeje mi alma, horas después, el pegaso vuelve consolado.

 

Hoy he llegado tarde a mi castigo, la musa yace dormida junto al mar. El día ha muerto del todo. Una luna llena arrogante ilumina el cuerpo desnudo de la niña, dejando al descubierto el vaivén rítmico de sus generosos pechos mientras respira. Puedo ver desde aquí el tenue vello entre sus piernas que da vuelo a mi codicia. Aspatos me mira desdeñoso temiendo un abuso de mi parte. Aprieto los puños para detener al deseo, con tanta fuerza que uno de mis anillos me abre la piel. Doy la espalda al mar y su princesa, cierro los ojos para cantar una melodía romántica que mi abuela solía entonar para aplacar al viento. Un relincho de bravata me regresa de mi idilio con el pasado, sigo la dirección marcada en los ojos del jumento y descubro tres siluetas avanzando con cautela en la penumbra. Espero.....

Los hombres toman por sorpresa ala musa, mi musa y se jactan de su proeza. Juegan con huesos de castor para decidir quien de ellos sellará primero su destino.

No se en que momento la jabalina apareció en mi mano, de pronto siento tan cálido el contacto de su madera, percibo como emana poder al presionarla, parece zumbar, parece vibrar por si sola, quiere emprender la marcha con vida propia. Extiendo la otra mano al frente para equilibrar el peso, retrocedo un poco para tomar vuelo. Suplico a Apolo, el que mata de lejos y emprendo la carrera que ya tanto conozco. La jabalina se desliza alejándose de mi sostén., por un momento brilla con el negro de la noche, cantando con un siseo en su trayectoria.

El misil atraviesa el pecho de uno de los truhanes, destrozando su corazón, el moribundo observa el asta preguntando como llego hasta ahí mientras trata de sacarla. Es increíble, aún se sostiene en pie unos segundos más, antes de caer de bruces escupiendo su último lamento. Los otros dos desenvainan sus espadas mientras me acerco al galope, he prohibido a Aspatos volar, esta sera una batalla en el tierra.

Un malhechor me recibe con el acero al aire, es muy lento, lástima, su cabeza rueda por la arena mucho antes que el resto de su cuerpo. Esquivo un mandoble del tercero, evito un tajo, desvio un estoque, este es un buen contrincante, que tristeza, no vivirá para escucharlo, descargo toda mi furi, todo mi coraje, todo mi deseo en un golpe de mi espada para hacer pedazos el acero adversario para finalmente partir en dos al último oponente.

Dirijo a la musa una mirada fría que esconde mi sentimiento y me sorprendo porque en sus ojos solo encuentro rencor, ya que monto el corcel que ella considera suyo. Ordeno a Aspatos que emprenda el vuelo y me alejo. La musa aprende el nombre del pegaso.

Esa noche, a la luz del fuego no puedo dormir, deseperado busco y no encuentro lágrimas para lava mi aflicción. Los hombre de mi ejército murmuran preocupados, temen el resultado de esta soledad que me procuero. Me buscan, sin éxito, para llevarme hermosas mujeres y regalos, alguno de ellos incluso desea ofrecerme, temeroso, el corazón de un enemigo que arrancó con sus propias manos. Aspatos se mueve intranquilo y me rehuye, lo busco y lo se perdido.

La sangre en mis armas aún esta tibia, de pronto su peso es excesivo. En un acto de compulsión regreso al acantilado desde el cual puedo observar sin ser visto al ángel que se recrea al atardecer. Me dirijo a pie, me repugna la cercanía de Aspatos.

Bajo a la playa cuando la luna, a media noche, desciende por el horizonte cediendo la potestad del firmamento a las estrellas.

Arrojo lejos las sandalias y dejo que los últimos fragmentos de las olas se estellen en mis pies descalzos, busco en el negro mar una respuesta, una salida, un desencanto y solo puedo recordar su risa y el color de sus brazos, el amor de un guerrero es asunto doloroso, ojalá todo fuera tan fácil como blandir una espada y destruir. En mi recuerdo veo sus ojos oscuros y descubro un suplicio que no logro discernir, y es en su pena que me enamoro mucho más.

Siento a mis espaldas una presencia imponderable, una mirada penetrante que quiere atravesar mi pensamiento, me vuelvo en vilo dispuesto a cobrar con vida aquella intromisión a mi tristeza y recuerdo de súbito que no llevo arma alguna. Es mi peor enemigo el que me vigila, con toda la nostalgia en sus pupilas, es el verdugo de mis sueños quien llega a retarme, el cancerbero de mi paraíso, el atroz guardían de mi lamento. La musa me analiza con sus ojos oscuros. La diosa está aquí, frente a mí, es una pena que yo sea ateo.

 

La chiquilla de cuerpo breve, sutil, se acerca a mí con pasos que no dejan huella, se detiene a un beso de distancia y me contempla con curiosidad. Recorro el espacio en un tiempo que parece eterno y poso mis labios en us boca tibia. Ella cierra los ojos. Yo siento que desfallezco.

El viento irreverente, pega su vestido de gasa dibujando los contornos de su cuerpo. Aún así, con el aire en contra percibo su aroma y su calor. Mi mente se ofusca mientras acaricio su cabello, recorro con los labios el contorno de sus oídos y del cuello. Ella jadea mientras mis manos vencen al vestido de gasa destruyéndolo por momentos. Ahora esta desnuda frente a mí con toda la magia al descubierto. Caemos en la arena en un abrazo abrumador que no ha perdido sutileza, cierro los ojos para recordar, solo por el tacto, la tersura de su vientre. A golpes de sudor y saliva construyo en mí un nuevo hombre sólo para ella. Ahora estoy dispuesto ha dejar salir la furia que me embarga, la pasión que me transforma. Ahora ella está expuesta , preparada para recibirme.

Sin embargo en el último momento un dolor desconocido estalla en mi mente abatiendo mi corazón. Me pongo en pie a punto del desmayo, llamo con rabia a Aspatos , que pronto aparece. Tomo las riendas y las deposito en manos de la ninfa, idilio del mar ante su mirada sorprendida. Beso al pegaso y me despido dandole la última orde que recibiría de mí, no seguirme e impedir que alguien me siguiera. Doy la espalda a la niña de arena y me alejo olvidandome de mi ejército, de mi corcel, de mi musa y de mí mismo, suplicando a Dios que guiara mis pasos hacia una nueva y terrible batalla. Sí, el amor de un guerrero, es un asunto de tristeza.

Javier Orozco.