Hacia el rostro de Dios en clave ecuménica*

 

1. El ecumenismo ante la cita jubilar

Dos compromisos se hacen especialmente ineludibles durante el tercer año de preparación al Jubileo: la confrontación con el secularismo y el diálogo con las grandes religiones. Al primero habrá que oponer la civilización del amor, y en el segundo aportar lo que la Nostra aetate indica para el diálogo interreligioso, mayormente judíos y musulmanes, aunque sin descuidar otras grandes religiones monoteístas. El Papa desea también que el carácter ecuménico del acontecimiento «sea un signo concreto del camino que, sobre todo en estos últimos decenios, están realizando los fieles de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales», de modo «que la conmemoración bimilenaria sea vivida como camino de reconciliación y signo de genuina esperanza para quienes miran a Cristo y a su Iglesia, sacramento "de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" [LG, 1]».

Precisamente a tan íntima unión se refería este año la Semana de la Unidad con el lema «Habitará con ellos, ellos serán su pueblo y él será el Dios con ellos» [Ap. 21, 1–7: 3], lo cual es tanto como implorar para el quehacer unionista toda la fuerza bíblica de providencialismo y presencia de lo alto que subyace en la palabra Emmanuel (=Dios–con–nosotros). Pudiera ser útil a quien se proponga estudiar de modo riguroso un tema de suyo apasionante como el de la divinidad, centrar las reflexiones en cuanto el Catecismo de la Iglesia Católica resume acerca de Dios Padre, sobre todo por los números de su profesión de fe. Sin menospreciar en modo alguno éste u otros procedimientos al uso, tan diversos ellos como válidos, de tan socorrido análisis como relativa eficacia, prefiero acudir, no obstante, a la pauta ecuménica que vienen marcando los últimos tiempos finiseculares que nos ha tocado vivir, por donde se adivina como una cierta incitación a redescubrir el verdadero rostro de Dios a base de redefinir lo religioso, y viceversa: a redefinir lo religioso redescubriendo con ello el genuino rostro de Dios.

2. En la Iglesia de los primeros siglos

Todas las épocas, en realidad, han tenido, y tendrán, su particular visión de Dios, conformada ella no sólo por lo que él es en sí, cosa que siempre escapará a la criatura, por avisada que ésta sea, sino ante todo por lo que ese Dios que es, y que de nadie necesita para ser, deja traslucir de sí mismo al objeto de que se le conozca y se le entienda por quien de suyo no es y, en consecuencia, de Él necesita para ser. La respuesta a qué es Dios, o mejor dicho todavía: quién es Dios empieza siendo extraordinariamente problemática por diversa y equívoca según la emitan religiones, bien sean ellas politeístas, bien monoteístas, o simplemente las Iglesias que conforman el cristianismo. Unas y otras, al fin y al cabo, desfilan por este valle de lágrimas y suspiros dentro de la contingencia, sometidas al cambio que los ciclos históricos imponen con el correr de los siglos.

La complejidad crecerá si a dicha pregunta le añadimos otras de igual o no menor peso que con ella guardan estrecha relación, como, verbigracia, de qué manera puede ser Dios conocido de las criaturas, hasta dónde entendido, por dónde analizada su actuación en la Historia, de qué va su plan salvífico entre los humanos, en qué sentido interpretar su voluntad, etcétera. Las respuestas a todo esto, si las queremos al menos de algún modo concluyentes, van a depender en mayor o menor medida de autores, épocas, geografía, cultura y cien condicionantes más que pudiéramos añadir. En cada uno de los mencionados elementos las apreciaciones pueden cambiar según se responda desde la sociología, el derecho, la historia, la filosofía o la teología.

Incluso limitada la respuesta al ámbito intereclesial, objeto preferente de cuanto aquí expongo, es preciso reconocer que aún resulta, por mucha ilusión que se le quiera echar a la cosa, compleja en demasía. Y si no, veamos: dentro de la Iglesia de Jesucristo (en la que de algún modo todas las Iglesias están involucradas), decir qué o quién es Dios puede obedecer, además de a lo ya dicho, que no es poco, a un planteamiento multidisciplinar: bíblico, apologético, patrístico, catequético, dogmático, homilético, teológico, ascético, místico y ecuménico. Tratar de Dios en la Iglesia, sea ésta la que fuere, es, por de pronto, como adentrarse por el corazón de la teología, puesto que teología, desde el punto de vista semántico (Theou–logos: discurso en torno a Dios), no es otra cosa, en resumen, que la ciencia de Dios (Scientia de Deo), entendido aquí Dios, salta bien a la vista, como el objeto y no el sujeto de tal ciencia. En cuanto intellectus fidei, la teología designa la reflexión sobre la fe revelada. Ahora bien, acotar los campos y hacerlo sólo en una Iglesia concreta, llámese católica u ortodoxa o protestante, requiere acudir a una teología específica, la de dicha Iglesia: porque, a la hora de analizar conceptos, hay también teología protestante, y anglicana, y ortodoxa, es decir enfoques y análisis teológicos acatólicos, muchas veces tan válidos, si no más, que los católicos.

Desde la profesión de fe, nada hay que diferencie a la Iglesia católica de las otras en el artículo de Dios. Iré más lejos aún: ésta comparte su fe en un solo Dios incluso con las religiones monoteístas. La primera gran inflexión de semejante discurso teológico, bien trascendental por cierto, se produce justo al dar el paso del Dios uno al Dios unitrino. O dicho de otra forma, al profesar que, dentro del teísmo, no sólo confesamos que hay un solo Dios (monoteísmo), sino que ese uno y solo Dios es Trinidad, o sea tres personas (monoteísmo unitrino). Pero ésta, cumple avanzarlo, es diferencia interreligiosa, o sea entre el cristianismo, religión en cuyo variado mosaico de Iglesias sobresale la católica, y las demás religiones monoteístas. De qué índole sea la revelación de marras, de la que parte la reflexión es lo que la tradición bíblica no deja del todo claro: la apocalíptica, por ejemplo, ve la revelación de Dios en sus hechos de salvación; mientras que la rabínica, por el contrario, la ve sobre todo en la Ley, en la Tora. La primera, pregunta mayormente por el plan de Dios en la Historia; la segunda, en cambio, por el camino que el hombre debe recorrer para agradar a Dios. La revelación, pues, se funda en esperas y preguntas y por ellas se interpreta.

El modo de conocer, adorar, hablar de Dios en la Iglesia católica, pues, equivale sustancialmente al de las Comunidades eclesiales protestantes, comprendido, sirva de ejemplo, el Consejo Ecuménico de las Iglesias, y la Comunión Anglicana y la Iglesia ortodoxa. Los principales diferendos que las antedichas Iglesias comparten durante las centurias de los siete primeros concilios ecuménicos, entonces Iglesia una e indivisa, no afectan al primer artículo del Credo. Y, sin embargo, la Iglesia católica entiende a Dios de forma relativamente distinta de las otras Iglesias. Relativamente, digo, porque las diferencias no son dogmáticas, ni puede que, en el fondo, siquiera disciplinares, ni tampoco, en consecuencia, insalvables. Y menos aún para la Iglesia de los primeros siglos, cuando ésta era, repito, una e indivisa o la Grande Iglesia. Dimanan en su mayoría, eso sí, de la cultura, o culturas (Oriente y Occidente, ya se sabe, tuvieron siempre distinta mentalidad); de la historia, bien diversa, quién lo duda, según sitios y regiones/religiones y pueblos; del método teológico, con múltiples raíces culturales y religiosas; y, en fin, de tantos otros factores imposibles ahora de referir por menudo.

3. Entre la herencia judaica y los préstamos helénicos

La fe cristiana hace suya desde el principio la confesión de Israel (shemà): «Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» [Dt 6, 4–5]. El propio Jesús confiesa que Dios es «el único Señor» y que es preciso amarle con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu y todas las fuerzas [Mc 12, 29–30]. La fe cristiana del alborear de la Iglesia será deudora, pues, de esta herencia judaica. Lo novedoso irrumpe con la modificación del cristianismo, al añadir Hijo y Espíritu Santo. Bien atestiguado queda ya, en línea bautismal [Mt 28, 19; Did. 7, 1] por el Símbolo Apostólico, que se remonta a fórmulas del siglo II: «Creo en Dios Padre omnipotente, y en su Hijo unigénito, Nuestro Señor Jesucristo... y en el Espíritu Santo». Los primeros cristianos, en resumen, cuando se refieren al primer artículo del Credo, hablan de Dios en el sentido del NT. Más aún, alargan la titulación divina al Hijo; e incluso al Espíritu Santo. Sólo andando el tiempo entenderán con el término Dios toda la Trinidad, o sea, la divinidad única y eterna. A ello han de contribuir las reflexiones dogmáticas sacadas a flote con ayuda no sólo de la Biblia, sino también de la filosofía y, en general, de la cultura. A las categorías rabínicas se suman las helenísticas.

Helenismo es el tiempo en que la lengua y cultura griegas imponen su hegemonía en todo el Oriente Medio y, más tarde, en el Imperio Romano. La cristiandad de los primeros tiempos, por tanto, sale de sus fronteras naturales para ganar los más insospechados horizontes primero de la Hélade y luego de Roma: nace en Judea, sí, pero se afianza luego, se consolida y se desarrolla dentro del universo simbólico de la cultura helenística. Para el pensamiento filosófico griego (Platón, Aristóteles), Dios es el arquitecto supremo, ser inmaterial, Acto puro, motor inmóvil, el constitutivo metafísico de la naturaleza. Al «Yo soy el que soy» de la Biblia [Ex 3, 14], se incorpora, pues, el Dios motor inmóvil de la filosofía griega. Es, en suma, el Dios de la Teología, ciencia especial de fe y razón con el consiguiente cortejo de cuestiones culturales y religiosas contenidas en dicho sintagma, a cuyo adecuado entendimiento contribuyó el Magisterio en el pasado, y Juan Pablo II ahora con su reciente encíclica Fides et Ratio [14–IX–1998]. Pero vengamos a lo ecuménico.

4. El Medievo escolástico y las grandes escisiones

Debilitada hasta desaparecer con el siglo VIII la influencia de la Patrística, emerge tímida al principio y decidida después la Escolástica, cuya vigencia se extiende hasta el XIV. Si el príncipe de la primera es san Agustín, el de la segunda será santo Tomás de Aquino, con sus célebres vías y métodos y normas para llegar al conocimiento de Dios. Entre los teólogos es archiconocido el lema escolástico cree para entender – entiende para que puedas creer. Dios es, para la Escolástica, el centro de sus reflexiones. Y de su vida. Se habla de todo a propósito de Dios, y de Dios a propósito de todo. Es el ser que existe por sí mismo en oposición a las cosas que no tienen en sí la razón de su existir, por contingentes. Ven los escolásticos en Dios, por decirlo de una vez, la causa increada, al Ser en quien esencia y existencia se identifican. A las categorías platónicas de los Padres de la Iglesia, suceden las aristotélicas del tomismo aquinatense con la potencia, el acto, las causas, el motor inmóvil, la distinción real entre la esencia y la existencia, los conceptos de virtud, y de ley natural. El que ahora entra en escena, por tanto, es un Dios intelectual, abstruso, con ribetes inaccesibles, más de cátedra universitaria y de escuela que de vida litúrgica y de ambón, arropado por la rigurosa objetividad escolástica, pero sin el proverbial subjetivismo de la Patrística, cuyos grandes maestros habían sido a la vez pastores y doctores.

Y estalla como terrible colofón de un estado de cosas que se había venido arrastrando desde tiempo atrás el Gran Cisma Oriental en el siglo XI: las Iglesias bizantinas y la católica se distancian hasta la total separación. Profesan, es cierto, la misma fe en la divinidad, rezan el Padrenuestro, rinden culto a Dios Padre, miman su Divina Liturgia, se acogen incluso, cuando de justificar la separación se trate, y como pretexto de la misma, al amparo de tan paternales y misericordiosas alas divinas, es verdad, pero ninguna de las partes da su brazo a torcer. Las páginas evangélicas del perdón y de la reconciliación son objeto de piadosa lectura en los templos sagrados de una y otra Iglesia, pero, ante la plurisecular pertinacia escisoria, ya se ve con qué espíritu. Esto revela cuán diverso es hablar de Dios y actuar según Dios, o predicar de Dios y hablar con Dios, y cómo una cosa es predicar y otra dar trigo.

La fórmula Extra Ecclesiam nulla salus (fuera de la Iglesia no hay salvación), máxima desde cuando ésta era una e indivisa, empieza a colorearse de matices muy particulares según la apliquen católicos, ortodoxos o protestantes. En el fondo es un principio rigorista de la controversia bautismal del siglo III. Opuesto por temperamento a un enfoque así, san Agustín había rebajado bastante su crudeza, sin conseguirlo del todo, frente a donatistas y pelagianos. Y el dicho eclesial prosiguió dale que te pego con el fluir de los siglos hasta prácticamente nuestro XX que ya termina. Hoy ha quedado aparcado por inservible. Pero en la época que aquí contemplo funcionaba a toda vela, condicionando, sin duda, muchas conductas y debilitando con su conminatorio aguijón coercitivo, por supuesto, la fuerza de no pocas voluntades. Hoy, en cambio, a la vuelta de tantos siglos, se percibe, insisto, su inviabilidad, al menos desde el punto de vista de una interpretación radical.

Decir que sólo hay salvación en la Iglesia implica, a fin de cuentas, reducir las infinitas posibilidades salvadoras de Dios, cuya voluntad salvífica es incuestionablemente universal. Equivale cuando menos a decir que su voluntad salvífica debe pasar por pertenecer a la Iglesia. Si a ello sumamos que la Iglesia católica se autodefinía entonces la Iglesia de Jesucristo, comprenderemos que lo referente a Dios debiese llevar aires de catolicismo. Esto explicaría la pertinaz obstinación de algunas gentes, ya de la Iglesia católica, ya de las ortodoxas, por negarse en redondo a cualquier actitud condescendiente o de abierta colaboración intereclesial en la santa causa ecuménica. Otro tanto sucedía, claro es, aunque a su manera, por supuesto, con las Iglesia ortodoxas y, de algún modo, con las Comunidades eclesiales protestantes. Tan peregrino modo de pensar fue siempre consecuencia de un reduccionismo clavado como rejón a la divinidad. Lo que importaba era que Dios fuese católico, para que, de ese modo, todos tuvieran que volver a la Iglesia católica, en vez de aspirar a que la Iglesia católica fuese siempre de Dios y como tal actuase. Nacía con ello, está claro, un ecumenismo de capitulación, enarbolado por las altas esferas de la Iglesia católica romana hasta bien pasado el pontificado de Pío XI. Cualquier intento reconciliador debía traducirse en rendición sin condiciones y vuelta al regazo maternal de Roma. Pero vengamos a otro asunto de no menor importancia.

En los siglos XI, XII, XIII y XIV la cristiandad organizó aquellas expediciones militares, aventura cristiana dicen unos, «peregrinaciones armadas» insisten otros, denominadas cruzadas con el propósito de luchar contra quienes la mismo religión cristiana consideraba infieles, de modo particular contra los musulmanes, claro, cuyo Alá resulta ser no otro que el Yahvé de los judíos, de Abrahán, Isaac y Jacob [Ex 3, 6], y el Dios Padre Todopoderoso, el Clemente y Misericordioso de los católicos. Bendecidas a veces por los Papas, eran guerras de religión con las que se pretendía conseguir sobre todo tres bienes: la paz de los cristianos, la penitencia de aquellos aguerridos soldados y la salud espiritual o eterna de muchos sarracenos hechos prisioneros y obligados al bautismo. Dios así, desde el ser y quehacer de los cristianos, era como el trágala contra los infieles del Islam. Tan grandes fueron algunas veces los abusos y a tal punto de crueldad llegaron en ocasiones los atropellos perpetrados en nombre de Dios que Juan Pablo II ahora no duda en pedir por ello perdón. No extrañe, pues, que los jefes musulmanes, evocando estas cruzadas, rehusaran encontrarse con él en Nigeria [febrero de 1982] y en Kenia [septiembre de 1995].

Es preciso, pues, ¡y de qué manera!, volver página purificando antes la memoria histórica. Será el modo de no confundir las cosas y de que los mismos musulmanes no lleven el péndulo al otro extremo: ambientes integristas árabes calificaron el Sínodo para África celebrado en Roma en 1994 como «cruzada contra el Islam». Lo que ahora mismo está ocurriendo en Argelia desborda los límites de la tolerancia y el aguante de la paciencia, y revela cuán pernicioso vicio es ése de leer los libros sagrados con mente obtusa, sin el indispensable discernimiento que la hermenéutica impone. Mientras los musulmanes no apliquen al Corán lo equivalente a los géneros literarios en la Biblia, el fundamentalismo magrebí, o cualesquiera otros del mundo árabe, porque los hay de muchos colores, y energúmenos no faltan (entre cristianos también, por supuesto, y si no ahí están los Balcanes o Irlanda para probarlo), seguirán creyendo que rinden culto a Dios con tanta sangre sin fin que se derrama, a menos que no lo remedie antes Alá deteniendo la degollina.

5. El Renacimiento

Entendemos por Renacimiento el «período histórico que abarca el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna. Se inicia en Italia durante el siglo XIV y se extiende por Europa en los siglos XV–XVI. Coincide con el desarrollo de los absolutismos, nacen los Estados nacionales modernos que acaban con el feudalismo. Se produce la separación entre el poder del Papa y del emperador, aunque el papado lucha por afianzar sus intereses temporales por encima de los religiosos [...]. Desde el punto de vista religioso se produce la Reforma de Lutero, a la que la Iglesia católica responde con la Contrarreforma (Concilio de Trento, Tribunal de la Inquisición, fundación de la Compañía de Jesús por san Ignacio de Loyola, etc.)». Se afrontan los principios latentes de la gracia, del pecado original, de la Redención, de la Justificación. Dios es así punto de obligada referencia y la religión algo fundamental e insustituible. Dios y religión le pertenecen al hombre, forman parte de su dignidad. De ahí que la Iglesia católica vigile, celosa, el tesoro de sus creencias, empezando por la suprema: Dios. Verá ella con buenos ojos la rendición de Granada, los tribunales inquisitoriales, la expulsión de los judíos y el cerrado acoso a los moriscos. Recela de los judaizantes, temidos a causa de su fuerza intelectual, y por lo tanto un serio peligro para la fe. Parece que el Dios de los católicos y de los protestantes fuera dos dioses distintos. ¡Se diferencian tanto las apreciaciones, incluso dentro de una misma comunidad eclesial determinada!

Pero es también el Dios de los místicos, el de la época en que ascética y mística triunfan sobre el mundo heroico, el del Siglo de Oro español a quien invocan santa Teresa de Jesús, con Moradas del Castillo interior, san Juan de la Cruz, con la famosa Subida del Monte Carmelo, san Ignacio de Loyola, con los tantas veces practicados Ejercicios Espirituales, fray Luis de León, desde su ciencia teológica salmantina, la de la serenidad y la armonía, la compostura y la proporción y el logrado equilibrio de sus monumentales Nombres de Cristo. «Ninguna cosa es más propia a Dios que el amor —sentencia espléndido en el prólogo a la Exposición del Cantar de los Cantares, para explicar unos renglones más abajo—: Señaladamente se descubre este beneficio y amor de Dios en el hombre, al cual crió en el principio a su imagen y semejanza, como a otro Dios, y a la postre se hizo a la figura y usanza suya, volviéndose hombre últimamente por naturaleza, y mucho antes por trato y conversación, como se ve claramente por todo el discurso de las Sagradas Letras». Es la época de la Evangelización de América, donde el Dios de los encomenderos difiere tanto del que los misioneros predican a los indios. Estamos, en resumen, ante un Dios íntimo, que se entra corazón adentro por los pliegues del alma, que se abaja contemplativo y misericordioso al alto vuelo de los místicos. El hombre de esta época, por eso, no puede entenderse prescindiendo del papel que Dios y la religión juegan en su vida. Pero lo curioso es que ese Dios a quien santa Teresa invoca y presiente merodeando por los tinteros del escritorio y hasta los pucheros de la cocina es el mismo en cuyo nombre los cruzados cometen los antedichos atropellos y la Inquisición perpetra las atrocidades que hoy todos —¿todos?— lamentamos. Más que el Dios de unos u otros, por eso, cabría empezar ocupándose de los múltiples y diferenciados rostros que desde ambas partes se le atribuyen a Dios.

Pero ni el Gran Cisma Oriental durante la Edad Media, ni este otro no menos grande y devastador de Occidente durante el Renacimiento, o sea la Reforma, responden, y es lo curioso, a censurables cuestionamientos dogmáticos acerca de Dios Padre. El artículo primero del Credo está bien consolidado en el roquedal de la fe cristiana, pero los enfoques que luego se aducen, propios de las distintas culturas y de las diversas Iglesias, hacen, eso sí, que el modo de entender la divinidad, la manera de ver a ese Dios entrando, actuando como Padre por medio de Jesucristo bajo la acción amorosa del Espíritu, en la vida de un país o de una comunidad eclesial disten no poco, y aun mucho, según pueblos y comunidades.

Más lacerante y bochornosa, si cabe, que las cruzadas, o por lo menos tanto, fue la Inquisición. El Rey Nuestro Señor Felipe II, católico a machamartillo y amo del mundo en el siglo XVI, no toleraba en sus dominios, donde no se ponía el sol, fisuras doctrinales ni veleidades religiosas. Tampoco, desde luego, los jefes protestantes, calvinistas sobre todo, en los suyos. De modo que por no creer al modo católico en Valladolid o Sevilla, pongo por caso, o al calvinista en Ginebra y Países Bajos en general, por citar de la otra parte, podía uno ser víctima de la más despiadada tortura, acabar en un calabozo inmundo y hasta pasto de las llamas. Cárceles, hogueras, procesos públicos y castigos con la pretensión de afinar y repulir una fe en Dios Padre —¡qué sarcasmo!—, terminaban arrimando material, caldo de cultivo de una Leyenda Negra posterior, sobre persecuciones, temores, angustias a causa de una fe raquítica en vez de cristiana y robusta y de puro Evangelio. Había que meter a Dios en las conciencias como fuera, recurriendo si ello cumplía a la ley del embudo, a costa de una inviolable libertad de conciencia, no siempre por fuerza de la misma verdad. ¿Cómo conciliar con tan bárbara actitud de autos y de hoguera bien atizada el rezo del Padrenuestro, el rostro adorable de Dios amor, la mano paternal de un Dios misericordioso, el Abba, de Jesús al Padre, las clarividentes consideraciones de la Dignitatis humanae?

Parece como si el diálogo de Jesús con la samaritana [Jn 4, 5-42] estuviese condenado a no ser jamás entendido. «Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís...» [Jn 4, 20]. El monte Garizin sobre el que los samaritanos habían construido un templo, rival del de Jerusalén, sigue teniendo continuidad y relectura en estos tiempos intermilenarios. Como ocurre, en otro orden de cosas, con Babel, torre de la confusión y dispersión [Gn 11, 1–9] contra la que pareciera no tener fuerza demoledora suficiente ni acoso y derribo bastantes la Ecumene de Pentecostés [Hch 2, 1–13; AG 4]. La inquisitiva pregunta de aquella despierta mujer de Samaria ha continuado formulándose a menudo en la Historia como si una parte, la que fuere, ortodoxa, católica, protestante, tuviese la razón ella sola, sin caer en la cuenta de lo que Jesús responde acto seguido: «los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad» [Jn 4, 23]. Sobrado motivo para reputar inútil el pretender adorarlo en templos materiales cuando no se le tiene, y por obligada consecuencia tampoco se le adora, en el corazón. Afortunadamente Dios no es, ni podrá serlo nunca, monopolio de nadie, precisamente por que es, y no puede por menos de serlo siempre, Padre de todos, que por algo somos sus hijos.

6. La Edad Moderna

Historiográficamente sigue a la Edad Media. Es el inicio del pensamiento moderno [ss. XVI–XVII], la época en que prevalece la afirmación del sujeto, del mundo y de la ciencia. Se hace a la vela en el siglo XVII alentada por filósofos como Descartes, Spinoza, Leibniz, Voltaire, Kant, y por científicos de la talla de Kepler, Copérnico, Galileo, Newton y Boyle. Representa un cambio de paradigma en los órdenes todos de la vida. El sujeto adquiere primacía y se sobrepone al objeto, la conciencia al ser, la libertad personal sobre el orden cósmico, la inmanencia sobre la trascendencia. Desde un punto de vista religioso se desmorona con ella el viejo concepto de cristiandad. Si en la Edad Media el mundo y la historia de los hombres habían sido interpretados desde Dios, en ésta, por el contrario, el fundamento de la realidad ya no es el Ser, ni Dios, pues quien deviene en protagonista de la historia es el hombre. Las funciones antes atribuidas a la divinidad (creación del mundo, dirección de la historia) ahora pasan al hombre, interpretado como Razón soberana (de ahí la «diosa Razón») y como el único Absoluto. Asistimos, pues, al proverbial racionalismo cartesiano.

Galileo y Descartes bastan para ilustrar lo que digo y darían materia, ellos solos, para un largo discurso acerca de Dios. Aquellos tribunales eclesiásticos de entonces, lo sabemos bien, condenaron a Galileo por defender éste una teoría científica juzgada poco o nada conforme con las leyes del universo impuestas por Dios. ¡Hasta en lo científico se sentían capaces de sentenciar sin andarse por las ramas! Diríase que ni se les pasaba siquiera por las mientes un remoto adarme de relativismo, una prudente llamada a la contingencia o, ya puestos en su radical postura, el admitir que Dios está por encima de sus propias leyes —¡faltaría más!—, pues éstas al fin, suyas y sólo suyas, dadas están para que funcionen. De haber reparado en que tan autor es Dios de su divina Palabra como de las leyes del universo, es probable que no hubieran dado el patinazo de meterse, y nunca mejor dicho, en camisa de once varas, ni Juan Pablo II se hubiera visto en el enojoso trance de tener que admitir que se equivocaron.

Sería curioso repasar los diversos rostros de Dios que los humanos nos hemos inventado a lo largo de la Historia y comprobar qué poco, por decir algo, se parecen a los que de modo permanente el propio Dios deja traslucir por la Sagrada Escritura y, para decirlo desde el principio agustiniano de la interioridad, por la conciencia limpia, silenciosa, delicada y dócilmente rendida al acatamiento de su divino amor de los humanos. Las catequesis papales en la audiencia de los miércoles del año en curso 1999, consagradas al tema de Dios, empezaron llamando la atención por afrontar cuestiones que hasta la fecha parecían vedadas a la genial sensibilidad del artista (léase Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, por traer un botón de muestra) o al riguroso quehacer teológico de manuales preconciliares. Una de ellas fue precisamente la idea que ya Juan Pablo I había largado desde la ventana de su despacho al día siguiente de su elección cuando, con el consabido escándalo de pusilánimes aferrados a viejos moldes, llamó Madre, además de Padre, a Dios. El Papa Wojtyla —decía ahora un titular de periódico— se ha atrevido a cortarle las barbas a Dios Padre y le está dejando en estas primeras audiencias del año rostros hasta la fecha poco menos que desconocidos. Sorprende, sí, la nueva importancia de la tríada Padre/Madre, Hijo y Espíritu Santo en determinadas teologías que hacen crítica de la sociedad y de la cultura, tríada, por lo demás, que, contrariamente a cuanto de pronto pudiera parecer, nunca se opone —ni mucho menos— al diálogo interreligioso. Mientras que las teologías escolástica y universitaria posteriores se centraron en la formulación de enunciados sobre las esencias, el interés vuelve ahora por la práctica de la fe cristiana.

7. La Edad Contemporánea

Superado el XVIII, siglo de las luces o de la Ilustración, cuyas principales características apuntan al optimismo, la confianza en la razón, la organización racional de la sociedad y, en lo religioso, el deísmo o defensa de una religión natural, y luego de haber sido superada —¿del todo?— la crisis modernista de fines del XIX y principios del XX, tras los primeros balbuceos de la misionología moderna y mientras los totalitarismos de entre guerras van engordando para mal de muchos y provecho de nadie, empiezan a levantarse los polvos secularistas, materialistas y agnósticos, de cuyo enfrentamiento a lo religioso, sobremanera en los tiempos de la reconstrucción de Europa y de la Guerra fría, dieron cuenta más tarde los molestos y conturbadores lodos del ateísmo contemporáneo.

Como contrapartida, tampoco se hicieron esperar los vientos propicios, brisa primaveral cabría decir más bien, del Concilio Vaticano II, acontecimiento eclesiástico de primera magnitud, dentro de su escala el que más tal vez del siglo XX, lo que vuelve todavía más incomprensible su omisión dentro de la lista de las diez principales noticias que en fechas recientes ofrecía la Prensa americana. Con la convulsión religiosa posconciliar los acontecimientos religiosos se precipitaron: alud de la llamada muerte de Dios, teologías de la liberación y de la negritud, desplome de las ideologías, caída del Muro y desaparición de la Unión Soviética; acabaron abriéndose paso de igual modo la modernidad y la posmodernidad. El sucederse de las nuevas teologías ha sido tan vertiginoso como sorprendente, tan imprevisible como, a veces, inmaduro y confundidor. El celérico y ruidoso cambio ha exigido con frecuencia acuñar a vuelapluma nombres nuevos que definieran y ayudaran a calificar las sucesivas etapas o corrientes: modernidad, posmodernidad y, ¡de momento!, ultramodernidad.

Conocer la génesis de las teologías antes aludidas no es fácil; habría que retroceder hasta el deísmo que surge en Inglaterra a mediados del XVII, término que los enciclopedistas franceses emplean para afirmar la existencia de un Dios creador, causa y principio del universo, pero que para nada influye en el mundo. Se niega a la religión todo elemento sobrenatural (la revelación) y cualquier forma de culto. Sólo una religión así, natural (racional), tiene patente de corso. Es la del «Dios relojero», de Voltaire; la del Dios máquina, que la Razón descubre; «una religión sin misterios para una vida sin enigmas». Y la Razón fue, sin duda, término clave para la Ilustración. Detengamos un poco la mirada en los principales movimientos apenas mencionados. Vengamos, por ejemplo, al modernismo.

Es la exaltación de lo moderno, el movimiento progresista surgido a principios del XX en la Iglesia católica por obra de un grupo de teólogos que pretendían armonizar fe y cultura, inquietudes sociopolíticas y principios religiosos. Se trata de una crisis de la intelectualidad católica. G. Daly lo define como «el término empleado por Pío X y sus altos consejeros curiales en su intento de describir y condenar ciertas formas del pensamiento liberal, antiescolástico e histórico–crítico que se dieron en la Iglesia católica aproximadamente entre 1890 y 1910». Aquello fue, a juicio de no pocos expertos, un ateísmo disfrazado de misticismo afeminado, aunque tampoco falten críticos a cuyo entender la medidas antimodernistas hicieron recordar la Inquisición de pasados tiempos. La desfiguración del rostro divino por causa de quienes pretendían pulverizar las tesis escolásticas de antaño, lejos de recobrar la deseada figura evangélica de Dios, se veía con ello, si cabe, aún más distorsionada como consecuencia de los métodos empleados por quienes, cancerberos de la ortodoxia católica, pretendían guardar el Dogma como un fortín. Lo más penoso y triste de actitudes así es que a menudo pretendan sacar adelante contra viento y marea, limpiar, repulir, fijar y dar esplendor a cuestiones de fe con detrimento de la más elemental caridad. Nunca dijo Dios ser Ortodoxia, ni Dogma, ni Catolicismo, pero sí nos dice la Sagrada Escritura, por el contrario, que «Dios es Amor» [1 Jn 4, 8].

En el período de entre guerras irrumpe la Nouvelle théologie, un modo nuevo de entender a Dios en la Iglesia católica, de hacer teología con categorías nuevas, de enfocar la realidad sobrenatural de las cosas. Maduro fruto suyo serán el Vaticano II, la vuelta a las fuentes, la reivindicación de los Padres de la Iglesia, la promoción de la Sagrada Liturgia y el cultivo de la divina Palabra, pasos a los que ortodoxos y protestantes contribuyeron lo suyo. Siglo de contrastes, pues, el que acaba, con las dos guerras más espantosas de la Historia, y a la vez una Declaración de Derechos humanos, cuyo 50º aniversario el pasado 98 coincidía con nada menos que treinta guerras abiertas sólo en África, interétnicas muchas y la mayoría religiosas o con las religión por medio. Siglo de una revolución industrial y proletaria, la bolchevique, desoladora y letal para medio mundo, y un país, Albania, oficialmente proclamado ateo, pero al mismo tiempo con el gozoso despertar del fenómeno de las religiones, de los diálogos ecuménico e interreligioso, aparte de un avivar el fuego de los valores éticos, hoy tan cuestionados, y de un estímulo, en fin, al sentido de la reconciliación y la esperanza.

El Vaticano II definió el ateísmo como «fenómeno de cansancio y de vejez», y si bien es cierto que su virus ha discurrido como triglicéridos por las venas de los siglos, no es menos verdad que en el XX se ha dejado sentir más ponzoñoso y dañino. Fue Nietzsche quien atizó el fenómeno nihilista, pero ha sido en los sesenta cuando por el ámbito angloamericano llegó a escena una corriente de teología que proclamaba el fin de la era religiosa (secularización). Su título es bien elocuente: Teología de la muerte de Dios, máxima expresión del nihilismo. «El hombre moderno, en amplios sectores y un poco en todos los continentes, se ha descubierto como un hombre sin Dios. Ya no tiene necesidad de Dios y le considera con frecuencia como enemigo». El fenómeno de un ateísmo disolvente, no sólo vivido sino proclamado también, organizado y militante por los sesenta es hoy de otro cariz: más que combate hay desdén; más que enfrentamiento a Dios, hoy se pasa de Dios.

8. El eterno problema de Dios

Cuando hablamos de Dios empleando el término problema, es preciso puntualizar que el problema no es Dios ni de Dios, sino el hombre y del hombre que con Dios se relaciona. Así al menos aquí. Diríase que el hombre y Dios conformaron siempre lo nuclear de la Humanidad, la base central del edificio religioso cuya realidad bifronte se agudiza difícil y cuestionadora en el devenir antropológico de los últimos tiempos inconclusos. Y es que «nuestra época —lo decía por los setenta en la Universidad Gregoriana de Roma Zubiri—, que se halla caracterizada por aquellos que no admiten la realidad de Dios, se halla caracterizada no tanto por las ideas negativas o positivas que de él se tienen, sino porque el hombre de hoy estima que en la realidad de su vida no existe el problema. Ciertamente no existe el privilegio del ateísmo —explicaba luego—. El noventa y nueve por ciento de los creyentes tampoco se ponen a Dios como problema. Quiere esto decir que si el creyente tiene su problema resuelto en la fe, también el ateísmo es una solución, porque el ateísmo no es nunca un punto de partida. Se trata de hacer ver —concluía— que el hombre en su estructura radical y formal está constituido por un problema de Dios y que las elaboraciones del problema de Dios constituyen una primera consideración de lo que es Dios».

Pero sale de suyo que ese Dios que no es problema en sí, puede serlo, a pesar de todo, desde el contexto humano. Dios permanece inmutable; no cambia, pues. Lo tornadizo, cambiante y fenecedero es el hombre y cuanto el hombre piensa de Dios. Desde este punto de vista, el concepto de Dios que nutren las culturas occidentales está sometido las últimas décadas a transformación, pero más que en las culturas mismas, en la mente de los etnólogos y estudiosos occidentales de la religión. Es el resultado a que J. Kamstra llega desde su lúcido análisis de las religiones tribales, nacionales, universales e individual: «No es una evolución hacia el cristianismo —precisa concluyente—. En Japón, por ejemplo, tanto el budismo como el cristianismo están de vuelta. Pero sigue siendo fascinante vivir en una Humanidad que, más que nunca, ha salido en busca del verdadero Dios». Esta Humanidad en búsqueda del verdadero Dios puede significar la más apasionante aventura que el hombre del 2000 se apreste a emprender no ya desde el punto de vista de las religiones únicamente, sino también, y sobre todo, entre Iglesias. Los últimos decenios se habla mucho de una Iglesia samaritana, comprometida con el hombre de nuestros días, malherido por los salteadores de turno al bajar de Jerusalén a Jericó [Lc 10, 30–37]. Ese hombre necesita de la diaconía en el dolor, puesta por Cristo como ejemplo a seguir, es verdad, aunque, para el caso que nos ocupa, sería no menos definitorio de una Iglesia buscadora de Jesús, seguidora de Dios, acogedora del Espíritu, el episodio de la Magdalena buscando al Señor en la mañana de Pascua junto al sepulcro, en diálogo con quien a ella se le hace sólo ser el hortelano [Jn 20, 15–17].

Las controversias sobre la existencia de Dios y las funciones, en él, de la fe han intranquilizado los últimos lustros a numerosos cristianos, los cuales andan desorientados, perdidos entre tópicos como «Dios ha muerto» o «Dios no puede morir». De ahí que, en la lucha por una nueva Iglesia y una nueva sociedad, algunos hayan intentado cortar por lo sano excluyendo simplemente el problema de Dios, sin caer en la cuenta de que así no se alcanza la solución ideal, pues conexo a la idea sobre Dios va el problema del hombre, a vueltas siempre con la divinidad, más aún, preguntando a cada paso cuál sea el Dios que motiva la existencia cristiana, si el Crucificado o los ídolos de la religión.

El profesor evangélico reformado y teólogo de la esperanza Jürgen Moltmann escribía por la década de los setenta que tras las controversias de los últimos años habían surgido en el seno de numerosas confesiones tendencias convergentes del pensamiento teológico que permitían vislumbrar una doctrina cristiana nueva acerca de Dios. Analizado este aspecto a fondo, se enfrentaba luego al tremendo reto de hablar de Dios, pensar sobre Dios y, sobre todo, probar a creer en un Dios que todo lo rige con sabiduría, pese al dolor por la injusticia en el mundo y al desamparo en el sufrimiento: «La experiencia y la percepción del dolor en y del mundo —dice— nos conduce más allá del teísmo o del ateísmo. Ante el sufrimiento en este mundo es imposible creer en la existencia de un Dios todopoderoso y lleno de bondad que "todo lo rige magníficamente". Una fe que justifica el sufrimiento y la injusticia del mundo y no protesta contra ellos es inhumana y aparentemente satánica. Pero, por otra parte, la protesta contra la injusticia pierde toda energía si cae en un trivial ateísmo para el que todo quedase reducido a este mundo y a su situación concreta. El airado aliento del clamor está sostenido por la nostalgia del "enteramente Otro"». Se trata, en resumen, de encarar el misterio de Dios desde el espinoso y siempre conturbador asunto del mal o, como ahora se dice, desde la irrupción de los anticristos, cuya combinación de mito, historia y leyenda ha estado siempre al servicio de la necesidad humana de comprender la persistencia del mal en el mundo.

9. El Emmanuel para la Humanidad del 2000

El lenguaje católico acerca de Dios es tan variado y lleno de recursos, tan polisémico y rico de sentidos que, a menudo, da la sensación, sobre todo cuanto se utiliza un poco a la ligera, de confundir en vez de esclarecer, de alborotar más que serenar. Nadie cuestiona que lo referente a Dios haya pasado a ser, de un tiempo a esta parte, objeto de la presencia divina, máxime cuando se pretende buscarle soluciones, más que desde el abierto enfrentamiento a Dios, como antes sucedía con el ateísmo sistemático sobre todo, desde una actitud, ya digo, de indiferencia a base más bien de pasar simplemente de Dios, pero es de igual modo indudable que la presencia de Dios en la vida humana como creador y redentor, o sea el siempre incitante argumento del significado y destino de la historia personal y social, ofrece múltiples facetas interpretativas para el buen entendedor y depende, como es de ley, del modo en que el hombre lo contemple y lo entienda. Perduran, pues, los distintos rostros de Dios, consecuencia de los factores aludidos al principio de este ensayo.

Para no extenderme demasiado, citaré sólo el caso que protagonizan el maniqueísmo y el pelagianismo. El teísmo maniqueo proclama la existencia de dos reinos originarios, el del Bien (reino de la luz) y el del Mal (príncipe de las tinieblas). Los dos principios —se explica en la dogmática maniquea, tan deudora ella del gnosticismo— estuvieron separados primero, están mezclados en el presente, y volverán a la separación original en el futuro. Pues bien, la ética maniquea manda no procrear, evitar todo contacto carnal, no adulterar, no poseer, ni cultivar, ni cosechar, ni matar, ni comer carne, ni beber vino. Los fatalismos que de su dogmática se derivan han dejado huella incluso en el léxico: una de las acepciones del diccionario define el maniqueísmo como la «tendencia a interpretar la realidad según una valoración en la que todo es bueno o malo (dicotómica, escribe textualmente el de la RAE), sin grados intermedios». Del maniqueísmo proceden el priscilianismo, el catarismo, y numerosas herejías centradas en absolutos rigoristas.

Pero tenemos enfrente al pelagianismo, cuyas tesis nodulares propugnan que la perfección es posible y, en consecuencia, obligatoria; que el individuo es y se siente libre para crear sus propios valores; que el hombre no tiene excusa ni para sus propios pecados ni para los males que lo rodean; y, en fin, que la naturaleza humana es esencialmente libre y no está contaminada por el pecado original. Cada hombre puede salvarse, por sus propias fuerzas, sin necesidad de la acción redentora de Jesucristo, sin la gracia, o sea.

La Iglesia católica ha vivido prácticamente desde sus orígenes condicionada más o menos y acosada en mayor o menor medida por estos dos extravagantes y desorientadores modos de entender a Dios; también, por supuesto, en el siglo que termina. Tal vez en éste más que en otro ninguno, pero a la postre, en todos, quizás por aquello de que la naturaleza humana se mueve en permanente dialéctica de los dos opuestos. Hasta el Vaticano II predominaba el modo maniqueo de entender a Dios: a fuerza de antojarse a un Dios sinaítico, austero, espía, juez implacable con el infractor/pecador, como severo pantocrátor al que todo asomo de acercarse constituía un peligro; casi como un centinela dispuesto a ordenar de nuevo al ángel del paraíso desenvainar la espada flamígera en cuanto hubiese tropiezo. Y se terminaba considerando pecado cualquier nimiedad.

Un modo maniqueo, es decir rectilíneo y casi matemático, de enfocar la moral se dejaba sentir en muchas personas escrupulosas, afanadas en contentar a Dios a base de rezos milimétricamente tasados, con temor de que, si no se hacían así, Dios se airase: había que confesar hasta las más pormenorizadas circunstancias y los más nimios detalles. Era el de tales planteamientos un Dios leguleyo, terrible, que iba calando en la doctrina cristiana impartida en parroquias, noviciados y teologados. El cura era un señor con cierto halo de misterio, encargado de comunicarnos con ese Dios, a quien se debía acudir para despachar asuntos de Iglesia, y en este plan. Recuerdo la visita que hicimos un grupo ecuménico por tierras de la Ortodoxia —Bulgaria, Grecia y Turquía— en 1981: era el 5 de julio, domingo. Habíamos puesto rumbo a Delfos. Llegamos a Eptálofos (= Siete colinas), un pueblo recogido, de luminosidad helénica y cielo azul, en las primeras horas de la mañana. Acordamos hacer allí un alto y ver la iglesia del pueblo —ortodoxa, naturalmente—: el pope había concluido la Divina Liturgia y estaba cantando dentro del iconostasio la salutación angélica en griego. Acabada ésta, y prestos nosotros a cantar en nuestra lengua, con harta sorpresa nos lo prohibió para ofrecerse él mismo a cantar algo en nuestro nombre, pues tenía que ser él quien hiciese de puente entre la divinidad y el pueblo. Todavía me parece ver al barbudo pope con su estolón de fiesta, cantando brazos en alto por nosotros una sencilla plegaria al Dios misericordioso.

Es de todos conocida la nueva época del Vaticano II. Los excesos maniqueos en el enfoque de las cosas divinas dieron paso, por atenerme también aquí a la caricatura, en plan estereotipo, a los pelagianos, rebosantes de optimismo creacional. Si el hombre puede salvarse con sus fuerzas como el pelagianismo dice, si la creación es buena y el pecado original «no existe», si el hombre fue puesto al frente de la creación para desarrollar el cosmos, entonces, dados los adelantos que la Humanidad va experimentando, y el optimismo que los nuevos hallazgos de la ciencia procuran, Dios está de sobra. Este planteamiento subyace, es bien claro, en no pocos movimientos contemporáneos: secularismo, agnosticismo, nihilismo. O sea que, aun siendo tesis pelagiana, figura en sistemas que, a primera vista, pudieran tener poco en común con el pelagianismo en sí. Juan Pablo II empleó hace unos años, al final del Víacrucis en el Coliseo, una expresión muy de san Agustín contra los pelagianos, cuando previno al mundo moderno para que no vacíe de sentido/contenido la cruz de Cristo.

Este modo de entender la divinidad tenía que repercutir forzosamente en el apostolado de la Iglesia. Y también, por consecuencia, en su manera de acercarse al mundo contemporáneo. Convencida con el Vaticano II de que los hombres todos, todos, son hijos de Dios, apostando por un diálogo inteligente y sereno con el mundo, llegó en ella la hora también a las estrategias del apostolado. Lo dijo Juan XXIII en el discurso inaugural del Concilio: «Vemos, en efecto, al pasar de un tiempo a otro, que las opiniones de los hombres se suceden excluyéndose mutuamente y que los errores, apenas nacidos, se desvanecen como la niebla ante el sol. Siempre se opuso la Iglesia a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos». Este lenguaje roncalliano revela un cambio profundo en el lenguaje intereclesial sobre Dios.

Y se incorpora igualmente a la escena de las novedades el fenómeno de las religiones, ante cuyas experiencias la Iglesia de Jesucristo tiene un reto para el 2000. A propósito, pues, de Dios Padre, las Iglesias cristianas comparten entre sí el argumento de la divinidad unitrina. Y en cuanto a Dios sin más, con las religiones monoteístas, de modo especial las del Libro. El mismo Dios Padre a quien los cristianos adoramos, invocamos, amamos, preside con su amorosa mirada la base doctrinal que aglutina a los miembros del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Sería deseable, claro es, pero esto desdichadamente todavía está por ver, que las Iglesias todas, unidas en la fe monoteísta y unitrina, lo estuviesen tanto por lo menos o más, si cabe, en la fe del Dios Padre misericordioso, del Dios amor, que nos entregó a su Hijo para nuestro rescate. De ese modo harían creíble al mundo el mensaje de Iglesia formando la gran familia de Dios, presente en ellas como Emmanuel.

Entre los antedichos excesos de las visiones maniquea o pelagiana puede abrirse paso, porque existe de hecho, un laudable equilibrio, que pasa necesariamente por el amor, la ternura y la misericordia. Frente a los secularismos, la posmodernidad, los olvidos de Dios; frente a los desastres naturales que siguen dando pie a tantos para dudar de la paternidad divina; frente a los que pretenden un mundo de jauja, en el que todo estuviera permitido; frente a los desvíos que el fenómeno sectario y hasta el mismo desbordamiento del hecho religioso pueden originar, pretendiendo un Dios hecho como a retazos desde la fe de los diversos monoteísmos, los cristianos venimos esforzándonos por hacer triunfar la hermosa realidad del Dios amor, que nos salva en su divino Hijo y nos envía el Santo Espíritu, que nos reclina divinamente en su regazo: Dios Padre tierno y misericordioso, vida de nuestra vida, Emmanuel en gozos y esperanzas, sufrimientos y alegrías, culto y religión.

La Gaudium et spes contiene un texto clave de la marcha ecuménica hacia el redescubrimiento del verdadero rostro de Dios. Dice así: «Como a la Iglesia se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los elementos terrenos. Sabe también que el hombre, atraído sin cesar por el Espíritu de Dios, nunca jamás será del todo indiferente ante el problema religioso, como lo prueban no sólo la experiencia de los siglos pasados, sino también múltiples testimonios de nuestra época. Siempre deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte. La presencia misma de la Iglesia le recuerda al hombre tales problemas; pero es sólo Dios, quien creó al hombre a su imagen y lo redimió del pecado, el que puede dar respuesta cabal a estas preguntas, y ello por medio de la Revelación en su Hijo, que se hizo hombre».

Pedro LANGA, OSA.

 

* El presente trabajo fue publicado por la revista «Religión y Cultura», 208 [enero–marzo 1999], 123–145. Agradecemos a su director y al autor del mismo el permiso para ser reproducido por Pastoral Ecuménica dada la importancia del tema en el año dedicado a Dios Padre por la Iglesia católica.