PERFIL ECUMÉNICO DEL GRAN JUBILEO*

Antes de hacerme a la vela, y para que mejor se me entienda, una observación acerca del giro perfil ecuménico que figura en el epígrafe. Cuando nos referimos al ecumenismo, es preciso saber que se trata de un término acuñado en el siglo XX con el que designamos el movimiento que aspira a restablecer la unidad de las Iglesias, o de los cristianos en cuanto comunidades eclesiales. Es, por tanto, vocablo que apunta a la eclesiología.

Recientemente, sin embargo, a partir sobre todo del pontificado de Juan Pablo II, se le viene incorporando también, unas veces como apéndice, otras como integrando incluso de pleno derecho su definición, la expresión diálogo interreligioso, con la que se indica los esfuerzos de unidad entre religiones. Que el ecumenismo y el diálogo interreligioso no son la misma cosa es evidente. Y la Iglesia católica lo deja traslucir cuando mantiene en la Curia Romana dos organismos distintos: el PCPUC, o sea el dicasterio propiamente dicho del ecumenismo; y el PCPDI, es decir, el organismo encargado de relacionarse dicha Iglesia con las religiones.

Una religión no es lo mismo que una Iglesia. Y entre las religiones monoteístas —dejémonos de politeísmos, porque sólo enumerarlos sería como perderse en la tupida selva del hecho religioso— destacan sobremanera las que llamamos del Libro, a saber: el Judaísmo, el Budismo, el Islam y el Cristianismo. Puestas así las cosas, tendremos que el movimiento ecuménico se centra, estrictamente hablando, en la religión cristiana, ese variado mosaico de Iglesias cuya mayoría ostenta la católica. Pero Iglesias hay a centenares, desde las ortodoxas a las comunidades eclesiales protestantes, de cuyos esfuerzos unionistas trata, ya digo, el ecumenismo. Afronta, en cambio, las antedichas religiones el diálogo interreligioso. El que de un tiempo a esta parte venga entendiéndose también como ecumenismo lo que no pasa de diálogo interreligioso obedece a que un diálogo así puede plantearse no ya sólo entre religiones [Judaísmo, Budismo, Islam, Cristianismo], sino entre éstas y una, o varias, o muchas Iglesias del Cristianismo. Juan Pablo II, por ejemplo, ha desplegado en su pontificado un mantenido esfuerzo de la Iglesia católica por dialogar con el Judaísmo, el Islam, y el Budismo, e incluso con otras religiones de más compleja denominación.

Hechas las precedentes clarificaciones, no me queda sino abordar ya el Perfil ecuménico del Gran Jubileo, incluyendo al hacerlo ambos extremos, a saber: el de las Iglesias y el de las religiones. Procederé aportando las siguientes claves: la Bula del Año jubilar, la Carta sobre la peregrinación papal a los Santos lugares, el ecumenismo del Año de gracia, la ceremonia del 18 en San Pablo extramuros, el lema de la Semana de Oración u Octavario 2000, las gracias del Jubileo y del ecumenismo, y la dimensión trinitaria de la Unidad.

1. Al son de la Bula de indicción

El 29–XI–1998 (Iº. Domingo de Adviento) es la fecha de la Incarnationis mysterium, documento de capital importancia para lo que me propongo decir. Su autor, el Papa, lo enriqueció de abundantes llamadas ecuménicas y de tonos coloristas acerca del movimiento en sí. Afronta el ecumenismo como una de las relevantes facetas jubilares, de modo que el Año Santo 2000 debe tener, sin ningún género de dudas (esa es su tesis), perfil ecuménico. He aquí lo más saliente de sus pinceladas.

De entrada, desea el Papa « que el carácter ecuménico del Jubileo sea un signo concreto del camino que, sobre todo en estos últimos decenios, están realizando los fieles de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales. La escucha del Espíritu debe hacernos a todos capaces de llegar a manifestar visiblemente en la plena comunión la gracia de la filiación divina inaugurada por el Bautismo: todos hijos de un solo Padre. El Apóstol no cesa de repetir incluso para nosotros, hoy, su apremiante exhortación: Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos [Ef 4, 4–6]».

Refiriéndose luego a la ceremonia de la Puerta Santa, anuncia que «la apertura de la puerta santa de la Basílica de San Pablo se traslada al martes 18 de enero siguiente, inicio de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, para subrayar también de este modo el peculiar carácter ecuménico del Jubileo» [IncM 1]. En pleno corazón de la Bula ya, introduce otros dos factores más, fundamentales ellos y a ser compartidos por el Jubileo y el ecumenismo, es a saber: «Que en este año jubilar nadie quiera excluirse del abrazo del Padre [...]. Que la alegría del perdón sea más grande y profunda que cualquier resentimiento» [IncM 11].

«La alegría jubilar no sería completa —dice refiriéndose al papel ecuménico de la Virgen María— si la mirada no se dirigiese a aquélla que, obedeciendo totalmente al Padre, engendró para nosotros en la carne al Hijo de Dios. La Virgen María es invocada por todas las generaciones como dichosa, porque supo reconocer las maravillas que el Espíritu Santo realizó en ella. Nunca se cansarán los pueblos de invocar a la Madre de la misericordia, bajo cuya protección encontrarán siempre refugio» [IncM 14]. Implícito modo de suplicar la sonrisa de su mirada para cuantos, hermanos de su Hijo, trabajan por la Iglesia.

Si a lo dicho añadimos las citas deducidas mediante directo estudio textual descubriremos sin esfuerzo que el lema de la Semana de oración por la unidad de los cristianos correspondiente al 2000 es un texto paulino que Juan Pablo II cita en la Bula: « Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido, etc...» [Ef 1, 3–5.9–10].

«De estas palabras se deduce evidentemente que la historia de la salvación tiene en Cristo su punto culminante y su significado supremo. En Él todos hemos recibido gracia por gracia [Jn 1, 16], alcanzando la reconciliación con el Padre [cf. Rm 5, 10; 2 Co 5, 18] [...]. La encarnación del Hijo de Dios y la salvación que Él ha realizado con su muerte y resurrección son, pues, el verdadero criterio para juzgar la realidad temporal y todo proyecto encaminado a hacer la vida del hombre cada vez más humana». Detrás del término proyecto descubro yo ahora el ecumenismo. Porque si la historia de la salvación tiene en Jesucristo su punto culminante y su significado supremo, cabe imaginar qué no pasará con el ecumenismo, cuya carta fundacional hay que buscar en Jn 17, 21, o sea en la oración de Jesús por la unidad. Jesús, pues, criterio definitivo para juzgar también la cosa ecuménica. Pero, cabalmente aquí, surge la dificultad del diálogo interreligioso, para cuyas aspiraciones Jesús se antoja como la «señal de contradicción» de la que habló el anciano Simeón a la Virgen María [Lc 2, 34].

Hay, en efecto, religiones en cuyo credo la figura de Jesús no entra, o si entra es rebajada, cuando no abiertamente rechazada. La dificultad sube de punto desde el momento en que se sabe que hay teólogos hoy para quienes la salvación puede alcanzarse con sólo pertenecer a una religión, sin que sea preciso integrar la Iglesia. Esto, de ser tratado ahora in extenso, me llevaría lejos, bien lo sé. Pero lo que yo sí quiero dejar claro, ya puesto a ello, es que, en el ecumenismo, Jesús, lejos de ser piedra de toque, o de escándalo, o de reprobación, como sucede, a veces al menos, en el diálogo interreligioso, es, más bien, la piedra angular [cf. Mc 12, 10; Mt 21, 42; Sal 118, 22–23], de suerte que un ecumenismo sin Cristo es impensable. Y entiendo aquí ecumenismo en su más radical sentido, a saber: el que estudia dicho concepto desde el punto de vista de la eclesiología, como adelanté al principio.

Precisamente otro matiz en consonancia con lo que digo se trasluce por este texto de la Bula:

«El Jubileo será, pues, celebrado, además de Roma, en la Tierra llamada justamente santa por haber visto nacer y morir a Jesús. Aquella Tierra, en la que surgió la primera comunidad cristiana, es el lugar donde Dios se reveló a la humanidad. Es la Tierra prometida, que ha marcado la historia del pueblo judío y es venerada también por los seguidores del Islam. Que el Jubileo pueda favorecer un nuevo paso en el diálogo recíproco hasta que un día —judíos, cristianos y musulmanes— todos juntos nos demos en Jerusalén el saludo de la paz».

Tampoco es baladí que se nos recuerde cómo «en el Concilio la Iglesia tomó conciencia más viva de su propio misterio y de la misión apostólica que le encomendó el Señor. (Porque) esta conciencia compromete a la comunidad de los creyentes a vivir en el mundo sabiendo que han de ser «fermento y el alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios. (Y es que) para corresponder eficazmente a este compromiso debe permanecer unida y crecer en su vida de comunión».

Encierran más densidad todavía los reclamos patrísticos de san Gregorio Nacianceno y san Ireneo. El Papa, tras citar unas poéticas palabras del primero, exhorta: «Que este himno a la Trinidad por la encarnación del Hijo pueda ser cantado juntos por quienes, habiendo recibido el mismo Bautismo, comparten la misma fe en el Señor Jesús. Que el carácter ecuménico del Jubileo sea un signo concreto del camino que, sobre todo en estos últimos decenios, están realizando los fieles de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales. La escucha del Espíritu debe hacernos a todos capaces de llegar a manifestar visiblemente en la plena comunión la gracia de la filiación divina inaugurada por el Bautismo: todos hijos de un solo Padre. El Apóstol no cesa de repetir hoy su apremiante exhortación antes citada [cf. Ef 4, 4–6]».

«Según san Ireneo —continúa con el segundo—, nosotros no podemos permitirnos dar al mundo una imagen de tierra árida, después de recibir la Palabra de Dios como lluvia bajada del cielo; ni jamás podremos pretender llegar a ser un único pan, si impedimos que la harina se transforme en un único pan, si impedimos que la harina sea amalgamada por obra del agua que ha sido derramada sobre nosotros» [IncM 3].

«Este Jubileo puede considerarse ciertamente grande, y la Iglesia manifiesta su gran deseo de acoger entre sus brazos a todos los creyentes para ofrecerles la alegría de la reconciliación. Desde toda la Iglesia se elevará un himno de alabanza y agradecimiento al Padre, que en su incomparable amor nos ha concedido en Cristo ser conciudadanos de los santos y familiares de Dios (Ef 2, 19). Con ocasión de esta gran fiesta, están cordialmente invitados a compartir también nuestro gozo los seguidores de otras religiones, así como los que están lejos de la fe en Dios. Como hermanos de la única familia humana, cruzamos juntos el umbral de un nuevo milenio que exigirá el empeño y la responsabilidad de todos» [IncM 6].

Otro elemento ecuménico a subrayar es la condición de la Iglesia peregrina hacia Dios. El Jubileo es impensable sin peregrinación. Del ecumenismo se dice que es recorrer un camino: el de la Unidad. Camino a veces recto, en zigzag a menudo, con frecuencia empinado, en ocasiones tortuoso, con maleza y cardos tal vez, nunca fácil de andar, jamás sencillo de hacer, siempre apasionante, ilusionante, fascinante; siempre con idéntica meta: el corazón de Dios. La Iglesia ha de recorrer ese camino como el de la vida: hacia Dios.

2. Carta de Juan Pablo II sobre su peregrinación a los Santos Lugares

«La peregrinación ha sido siempre un momento significativo en la vida de los creyentes [...]. Evoca el camino personal del creyente siguiendo las huellas del Redentor: es ejercicio de ascesis laboriosa, de arrepentimiento por las debilidades humanas, de constante vigilancia de la propia fragilidad y de preparación interior a la conversión del corazón » [IncM 7]. Recuerda también, por supuesto, el camino personal del ecumenista, ni fácil ni corto él, ni recto ni llano.

Y dígase igual del signo de la puerta santa, evocadora del paso que cada cristiano está llamado a dar del pecado a la gracia. Jesús dijo: « Yo soy la puerta » [Jn 10, 7], para indicar que nadie puede tener acceso al Padre si no por Él. Hay un solo acceso que abre de par en par la entrada en la vida de comunión con Dios: este acceso es Él, Jesús, única y absoluta vía de salvación. Sólo a Él se pueden aplicar plenamente las palabras del salmista: « Aquí está la puerta del Señor, por ella entran los justos » (Sal 118 [117],20). Dígaseme si lo que afirmo no subraya maravillosamente la centralidad de Cristo en el ecumenismo. Pero vuelvo a la peregrinación.

Un jubileo sin peregrinación, decía, no parece jubileo. Es lo cierto, sin embargo, que sin orillar en modo alguno semejante punto de vista, central desde luego, las disposiciones del que ahora celebramos permiten que se prescinda del elemento físico para cargar el acento, en cambio, en el espiritual. Juan Pablo II gusta de realizar en espíritu tales viajes. Hace unos años —bien lo recuerdo allá en Roma— dedicó todas sus alocuciones del ángelus a peregrinar idealmente cada domingo desde la plaza de San Pedro a un santuario mariano. Al aproximarse este Jubileo anunció que pretendía hacerlo, en lo posible, de manera física y real.

El 30–VI–1999 escribió una carta sobre la Peregrinación a los lugares ligados a la historia de la salvación. Es un documento primoroso en el que su autor va desgranando, a la manera de las cuentas del rosario, los santos lugares de la Historia de la Salvación: Ur de los Caldeos, el Sinaí, Horeb, el Monte Nebo. Y con Nazaret luego, desfilan Belén, Jerusalén, el Cenáculo, el Calvario, y lo lugares que fueron significativos para la Iglesia naciente y conocieron la expansión misional de la primera comunidad cristiana. Mas como de seguir a san Lucas en los Hechos, multiplicaría las ciudades del itinerario, el Papa destaca dos a las que le gustaría ir, ligadas al Apóstol de las Gentes. « Pienso sobre todo —dice— en Damasco, lugar que evoca su conversión, y Atenas, en cuyo Areópago él pronunció un admirable discurso [cfr Hch 17, 22-31]».

Cada una de las citadas ciudades encierra un concreto sentido espiritual valedero para la finalidad del Jubileo y del ecumenismo. Sirvan de prueba las ya nombradas Damasco y Atenas. ¿Quién no ve en estas dos ciudades la voluntad papal porque se aproveche el Jubileo en su faceta de conversión (Damasco) y en su no menos subyugadora y valiente perspectiva de la nueva evangelización (Atenas: Areópago)? «Si se considera el papel de Grecia en la formación de la cultura antigua, se comprende cómo aquel discurso de Pablo pueda considerarse de algún modo el símbolo mismo del encuentro del Evangelio con la cultura humana».

Se dirá que esto sólo puede hacerlo el Papa, que para eso viaja en avión. Pero resulta que ni al Papa le salen a veces las cuentas como él quisiera: y si no, ahí está su renuncia definitiva, u obligado aplazamiento al menos, a viajar hasta Ur de los Caldeos (actual Iraq). Claro que ahí sigue, de igual modo, su exhorto a peregrinar hasta el corazón: « Todos deberemos, en cualquier caso, cumplir aquel viaje interior que tiene como finalidad el alejarse de aquello que, en nosotros y en torno a nosotros, es contrario a la ley de Dios, para ponernos en grado de encontrar plenamente a Cristo, confesando nuestra fe en Él y recibiendo la abundancia de su misericordia». Un viaje, éste del corazón, segregatorio y electivo, de salida y abandono, como Abrahán, del Ur de los Caldeos de nuestras antiguas costumbres, de nuestra vieja condición, del pasado, de las divisiones, en fin; y, a la vez, de proyección al futuro, de acogida de la gracia, de comunión, de hombres nuevos. Un viaje pascual: que nos permite, como al antiguo Israel, atravesar el Mar Rojo, vagar espiritualmente por el desierto de la vida, hasta entrar en la tierra de promosión de la unidad en la diversidad, de la gran familia cristiana, de la familia Dios.

El Evangelio pinta a Jesús siempre en camino. Parece que tenga prisa por moverse de un sitio para otro, de una ciudad a otra, anunciando la proximidad del Reino de Dios. Evangeliza y llama; visita y convoca, suplica y ora al Padre que los suyos sean todos uno [Jn 17, 21]. Su « sígueme » recogió la pronta adhesión de los Apóstoles [cfr Mc 1, 16–20]. Ojalá el Jubileo sea la ocasión propicia de sentirnos todos interpelados a conformar la única y sola Iglesia de Cristo.

De muchos viajes informa la Sagrada Escritura. Por tierra y por mar los hacía Jesús. El último Sínodo de los Obispos propuso como paradigmático el de los discípulos de Emaús [cf. Lc 24, 13–35]: Empieza bajo la desesperanza (los discípulos se alejan de Jerusalén). Prosigue con la hermosa catequesis del extraño Personaje que ha salido al camino (los discípulos notan que su corazón despierta y, gozoso, se pone en pie ante la Buena Nueva del misterioso Peregrino [¿quién será?]). Acaba, en fin, regresando aquellos discípulos, recobrada la esperanza, al espíritu pascual del Cenáculo. Y es que los viajes se pueden hacer de buena o mala gana, forzada o libremente, con tristeza o con alegría. El mensaje del Sínodo fue la esperanza. El del Jubileo, la alegría. Si a ello añadimos la base teológica que nos habla de peregrinar al regazo de Dios, habremos conseguido tal vez la mejor definición de este Año 2000, y del ecumenismo, a saber: Jubileo/Ecumenismo del viaje alegre y esperanzado al corazón de la Trinidad adorable.

3. Año de Jubileo, año de ecumenismo

Como si dijéramos, al aire de la musiquilla de los refranes binarios: «año de nieves, año de bienes». Y es que avanzar en el diálogo ecuménico es uno de los grandes retos jubilares. Con el escenario privilegiado de Roma y Tierra Santa, las razones para la esperanza, de acuerdo con lo que hasta la fecha hemos visto, son muchas. Por primera vez en la historia, los jefes de las doce comunidades cristianas de Jerusalén, congregados días antes de la apertura de Nochebuena, participaron en una celebración comunitaria sin precedentes: los patriarcas y arzobispos católicos y ortodoxos de cada uno de los diferentes ritos, el custodio franciscano de Tierra Santa, y los obispos luterano y anglicano.

Aspecto ecuménico esencial hoy en Tierra Santa, este que gloso, dado que es mucho lo que las distintas confesiones cristianas tienen que celebrar. Pero estas Iglesias se han propuesto además mejorar su convivencia con las otras dos confesiones abrahámicas, Judaísmo e Islam. La Asamblea de obispos católicos de Tierra Santa ha declarado valiente: «Los fieles de cada una de las tres religiones monoteístas que aquí viven veneran profundamente y están vinculados a la tierra que cada uno considera sagrada y una fuente de inspiración. Para los tres, Jerusalén es la Ciudad de Dios, sobre la que se ha dicho: Aquí descansaré para siempre; aquí levantaré mi hogar tal como he deseado. Desgraciadamente, las visicitudes políticas han sido tales que viven en mutua ignorancia, si no en desprecio y odio hacia el otro. Esperamos que el año 2000 brinde la oportunidad de que los tres lleguen a conocerse mejor, de modo que puedan entenderse y encontrarse en reconciliación y colaboración».

No menos valor reviste la reciente inciciativa que congregó a representantes de las veinte religiones más importantes del mundo: «En el espíritu del Jubileo, los aquí reunidos nos hacemos mutuamente un llamamiento a buscar el perdón por los errores pasados, a promover la reconciliación allí donde las experiencias dolorosas del pasado han provocado divisiones y odio, a comprometernos personalmente en la superación del abismo que existe entre los pobres y los ricos, y a trabajar por un mundo de verdad y de paz duradera». Aunque sin abdicar de la propia identidad religiosa, el documento enumera una serie de problemas que requieren un trabajo en común: «La pobreza, el racismo, la contaminación ambiental, el materialismo, la guerra y la proliferación de armas, la globalización, el sida, la falta de asistencia médica, la ruptura de la familia y de la comunidad, la marginación de mujeres y niños...» [Alfa y Omega n.º 193/30–XII–1999: R. Benjumea]. Lo que antecede es de tanto más interés cuanto que Tierra Santa suele ser el sitio donde más se acusa el escándalo de la división. Me pregunto si no sería necesario, porque conveniente lo es, fijar de una vez por todas la fecha de la Pascua. Es hora de hacer algo, de ir más allá de los simples gestos, de poner manos a la obra.

Para los cristianos la persona de Jesucristo es central, recapituladora y unificadora de todo posible esfuerzo unionista. Ello quiere decir que cualquier iniciativa tendente al diálogo con las otras religiones deberá contar con Jesucristo como punto alfa y omega también de tal esfuerzo. La Ut unum sint no deja margen a la duda: «Creer en Cristo —se nos dice en ella— significa querer la unidad; querer la unidad significa querer a la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al deseo del Padre de toda la eternidad» [n. 9].

Nos ofrece el Jubileo, sí, la ocasión propicia de elevar al Señor una doxología común e implorar juntos su ayuda, para ser capaces de anunciar con una sola voz su gloria. Es el deseo ardiente de la Iglesia católica y del Obispo de Roma, que, sin abandonar en modo alguno su fraternal mirada a las demás Iglesias hermanas de la católica, no ha vacilado en acercarse a otras religiones.

No podía faltar, dentro de un diálogo teológico a veces árido y difícil, el bonito gesto del diálogo de la caridad: «A propuesta de Su Santidad Bartolomé I —explica Juan Pablo II—, he pedido que se introduzca en el calendario de las celebraciones romanas del año 2000 la proclamación de un día de oración y de ayuno jubilar en la vigilia de la fiesta de la Transfiguración de nuestro Señor Jesucristo. He querido mostrar así no sólo la voluntad de asociarnos a las iniciativas de nuestros hermanos en la fe, sino también nuestro deseo de verlos participar en las nuestras».

En realidad, el Jubileo, más que unos objetivos a cumplir, que pueden estar admirablemente programados, consiste en una gran experiencia interior a vivir, y esto es lo que de veras importa. Porque las iniciativas exteriores tienen sentido en la medida en que son expresiones de un empeño más profundo, que se allega corazón adentro hasta tocar las más profundas fibras del alma. El obispo de Livorno y vicepresidente de la Conferencia episcopal italiana, monseñor Ablondi, fue terminante en su intervención del pasado Sínodo:

«Tras decenios de enfrentamientos y confrontaciones, diálogos y encuentros, parece oportuno que el Sínodo haga unas propuestas ecuménicas claras. Es urgente proponer de nuevo, de forma positiva, con redoblado entusiasmo, los valores ecuménicos. Es necesario que cada comunidad, abriéndose al camino ecuménico, se pregunte de verdad si ama a los hermanos de otras confesiones. De hecho, toda acción ecuménica pierde signicado y eficacia por la indiferencia, los rencores, la memoria no superada. Más aún, los fieles de una confesión deben tratar con los hermanos de otras. De este modo, el ecumenismo será la peregrinación difícil, no sólo hacia la verdad y la caridad sino, como dice san Juan, en la caridad y la verdad».

4. Apertura de la Puerta Santa de San Pablo Extramuros

El perfil ecuménico del Jubileo brilló esplendorosamente el pasado 18 de enero. A las 11 de la mañana de ese día, presentes los representantes de veintidós Iglesias cristianas y Comunidades eclesiales (la mayor concentración de Iglesias cristianas después de la celebración del Concilio Vaticano II.), Juan Pablo II, junto con el metropolita de Heliópolis y Theira, Athanasios, y el arzobispo de Canterbury y presidente de la Comunión anglicana, George Carey, empujó y abrió la cuarta y última Puerta santa, la de la patriarcal basílica de san Pablo extramuros. Su homilía fue un renovado apremio a la Unidad. Especialmente emotivo resultó el abrazo de paz a cada uno de los representantes de las demás confesiones cristianas. Asistieron a la celebración veintiséis cardenales, numerosos arzobispos y obispos, así como el Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Era la primera vez que un Papa abría la Puerta santa de esta basílica [OR, 21–I–2000]. Y la primera que lo hacía con líderes de otras Iglesias.

«Nosotros, representantes de diversos pueblos y naciones, de diversas Iglesias y comuniones eclesiásticas —dijo entonces— sabemos que todavía somos hermanos separados, pero nos hemos situado con convicción decidida en el camino que lleva a la plena unidad del Cuerpo de Cristo». Calificó el encuentro de «paso adelante hacia la unidad del Espíritu en el que hemos sido bautizados», y subrayó como puntos ecuménicos de unión el bautismo, «vínculo sacramental de unidad entre todos aquellos que han sido regenerados por este medio » y «Cristo, puerta de nuestra salvación, que conduce a la reconciliación, a la paz, a la unidad». Citando las palabras de san Pablo: «Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo», se preguntó: «¿Puede un cuerpo estar separado? ¿Puede la Iglesia, Cuerpo de Cristo, estar dividida? Desde los primeros concilios, los cristianos han profesado juntos que la Iglesia era una, santa, católica y apostólica. Ellos saben, con Pablo, que uno solo es el cuerpo, uno solo es el Espíritu, una sola es la esperanza a la que han sido llamados».

Año propicio, pues, para que se afiance la conciencia de responsabilidad personal en las fracturas que jalonan la historia de la Iglesia. «En esta Basílica edificada en honor de San Pablo -insistió- pedimos perdón a Cristo por todo aquello que en la historia de la Iglesia ha dañado su designio de unidad. A Él, puerta de la vida, de la salvación, de la paz, pedimos con confianza que sostenga nuestros pasos, que haga que los progresos ya llevados a cabo sean duraderos, que nos conceda el apoyo de su Espíritu, para que nuestro compromiso sea siempre más auténtico y eficaz. Mi deseo en este momento solemne es que el año de gracia del 2000 sea para todos los discípulos de Cristo ocasión para dar un nuevo impulso al compromiso ecuménico».

El final devino en improvisado recuerdo del viaje a Rumanía: «Unidad, unidad, este grito que oí en Bucarest durante mi visita me viene a la mente como un fuerte eco. Unidad, unidad, gritaba el pueblo recogido durante la celebración eucarística; todos los cristianos católicos, ortodoxos y protestantes evangélicos, todos gritaban juntos unidad, unidad. Gracias por esta voz consoladora de nuestros hermanos y de nuestras hermanas. Quizá, también nosotros podemos salir de esta Basílica gritando como ellos: Unità, unidad; unité, unity. Gracias».

Ya los días anteriores había el Papa preparado el ambiente. El 16 de enero antes del rezo del ángelus, recordaba que el martes siguiente, 18, iba a iniciarse la Semana de oración por la unidad de los cristianos, la que, «con ocasión del Año jubilar cobraba una importancia aún mayor », pues, «el Gran Jubileo del 2000 —puntualizó— tiene un marcado carácter ecuménico». «Para subrayar este aspecto fundamental del Año Santo —continuó—, iremos junto con las delegaciones de numerosas Iglesias y Comunidades eclesiales a la Basílica de San Pablo extramuros, para abrir la Puerta santa con una solemne celebración ecuménica».

«Doy gracias al Señor —agregó—, porque en la Basílica de San Pablo tendré la alegría de encontrarme y de rezar con los representantes de las principales Iglesias y Comunidades eclesiales. Pediremos perdón a Dios y recíprocamente por los pecados cometidos contra la unidad de la Iglesia, y al mismo tiempo, daremos gracias por el camino de reconciliación realizado, especialmente en el último siglo. Invito a todos los creyentes a unirse a nuestra oración, para que el inicio del tercer milenio pueda conocer un desarrollo prometedor en las relaciones ecuménicas».

Detallista él recordó que al día siguiente se celebraría en Italia la Jornada para el diálogo entre judíos y cristianos. El 17, durante la audiencia a la Delegación ecuménica de Finlandia, llegada para el acto, deseó que al pasar por la Puerta santa, «podamos dar otro paso hacia la unidad en Cristo que Pedro y Pablo proclamaron, y que el Señor mismo desea tan claramente. Estoy —dijo— profundamente agradecido por la entrega y la voluntad con que perseguís la tarea ecuménica ». En el programa de las lecturas rezaba que la primera sería bíblica [1 Cor 12, 4–13]; la segunda, del sacerdote ruso ortodoxo Georgij Florovskij [1893–1973], que subraya el carácter dinámico de la unidad de la Iglesia; la tercera, del teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer, ajusticiado por los nazis en 1945, dedicada a la identificación entre la Iglesia y el Cuerpo de Cristo. «La Iglesia —dice Bonhoeffer en clave agustiniana— no es la comunidad religiosa de los adoradores de Cristo; es Cristo mismo que ha tomado forma entre los hombres».

5. Lema de la Semana de Oración por la Unidad 2000

Atrás afirmo el estrecho vínculo entre Jubileo y ecumenismo. Al aire de un ritmo binario, cabría insistir con acento de versillo litúrgico: gracia de la unidad – gracia del jubileo. La verdad es que si empezamos escribiendo la palabra Gracia con mayúscula, o sea significando con ella a Cristo, sale de suyo que estamos ante la misma realidad, es decir, ante el propio Cristo, ya en perspectiva unionista, ya en planteamiento jubilar.

Lo curioso del asunto es que podemos seguir pensando lo mismo si la escribimos con minúscula, pues así lo permite la referencia explícita a su derivados: gracia de la reconciliación, gracia de la conversión, gracia de la comunidad de amor, gracia del camino a recorrer, gracia de la meta a conseguir, gracia de la iniciativa a emprender, gracia del misterio a revivir..., etc. En estos y otros supuestos la conclusión es incuestionable de puro evidente: estamos ante dos conceptos profundamente relacionados, estrechamente unidos, armoniosamente concertados.

Si el Jubileo se funda en Cristo, Cristo es igualmente la base del movimiento ecuménico. Si Cristo es la Puerta Santa por la que hay que pasar para que se nos conceda la gracia jubilar, Cristo es de igual modo la Puerta de la Unidad. ¿Qué clase de unidad, si no, cabría en la Iglesia, de no ver en Cristo la roca, la base, el fundamento, la piedra angular, la puerta por donde entran las ovejas? ¿Y no estamos dale que te pego con el asunto de la peregrinación? En el ecumenismo hablamos un día sí, y otro también, yo mismo acabo de hacerlo, del camino. Camino que se hace al andar, como el inolvidable Machado cantó. Pero un camino que san Agustín había entendido muchos siglos antes como sinónimo del propio Jesús de Nazaret, quien se autodefinió Camino, Verdad y Vida. Sí, hay muchos, muchísimos conceptos que nos permiten relacionar estrechísimamente Jubileo y ecumenismo. De ahí el título de mi trabajo: el Jubileo, en efecto, tiene un perfil atractivo y retador, indeclinable y apasionante: el perfil ecuménico.

Intentaré probarlo con uno de los argumentos que mejor acreditan este perfil. Aludo a la Trinidad. Por disposición de Juan Pablo II el principal objetivo de este año de gracia no es otro que el de este Misterio de los misterios, omnipresente y consolador, ecuménico de principio a fin, por ser fuente de unidad y pluralidad, serenidad y calma, inefable deleite y gracia infinita, de koinonía unitrina. Posiblemente el misterio que menos comprendemos y al que más acudimos, de ribetes unionistas por los cuatro costados: navega entre doxologías, himnos, introitos y salmos. Arquitrabe de la base doctrinal del CEI, cuyo contenido proclama que « el CEI es una asociación fraternal de Iglesias que creen en nuestro Señor Jesucristo como Dios y Salvador según las Escrituras y se esfuerzan por responder conjuntamente a su vocación común para gloria de sólo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo ». Preside y a la vez inspira y asimismo se deja sentir en el Decreto de ecumenismo Unitatis redintegratio. Ha entretenido, deleitado y enriquecido lo mismo a incontables peregrinos jubilares que a prestigiosos ecumenistas de todo el orbe.

Pero me queda por recordar, para remate del argumento, lo que no pocos de mis lectores habrán podido contemplar, y también admirar por supuesto, luciendo en escuelas, iglesias, capillas, coros, sacristías y demás lugares de culto. Me refiero al icono de la Santísima Trinidad, de Rublëv. Veneradísimo en las Iglesias ortodoxas, es la sublime catequesis pictórica de la Teofanía de Mabré [Gen 18, 1–5]. El relato genesíaco de los tres Ángeles que visitan a Abrahán en la encina de Mabré se interpretó siempre en Oriente como anuncio del misterio del Dios trino. El monje ruso Rublëv, acostumbrado a contemplar las cosas celestes, nos dejó a principios del siglo XV este icono lleno de simbolismo, en cuyo centro, en vez del ternero, aparece la copa eucarística ante la cual están los Tres reunidos en supremo consejo. Se duda si el del centro sea el Padre o el Hijo. De cualquier modo, el iconógrafo no pretendía que el fiel se fijase en una persona de la Trinidad, sino que, apoyado en la imagen bíblica, llegase a la contemplación de la esencia del misterio del Dios trino.

De este icono ha llegado a escribir P. Evdokimov que « no existe en parte alguna nada semejante en cuanto a capacidad de síntesis teológica, riqueza de simbolismo y belleza artística» [La teologia della belleza, Roma 1971, p. 282]. Los mismos colores despiden luminosidad y transparencia insólita, y el conjunto da una sensación de paz profunda, indescifrable, incluso en el movimiento circular donde la escena se inscribe. Las líneas arquitectónicas convergen en él, como viniendo del infinito. Y es que encierra, evidentemente, una teología trinitaria profunda.

Este icono es la cara estética más serena y aplaciente y sobrecogedora que de la vida compartida en, y desde, la Trinidad nos queda, tal vez, en el arte. Parece que san Sergio de Radonez, místico ruso de la Trinidad y maestro de Rublëv, hubiera querido exhortarnos, a través del discípulo, a compartir la vida trinitaria: « Venced la dolorosa división de este mundo contemplando a la Santísima Trinidad ». Todo arranca del ruego de Abrahán: « Señor mío, si te he caído en gracia, no pases de largo cerca de tu servidor. Ea, que traigan un poco de agua y lavaos los pies y recostaos bajo este árbol (...) » [Gen 18, 3–4]. Es la hospitalidad en su laudable expresión del compartir que fluye de la eterna Trinidad. Su teología preludia la luz del Reino de los cielos. Es la suya una teología bañada de celeste luz, de alegría pura, de gracia indeficiente, de gloria divina, por el simple hecho de que la Trinidad existe y que nosotros somos amados y que todo es gracia. El alma entonces calla, presa de estupor.

Es hora de que también yo lo haga, entregado de cuerpo y alma al silencio misterioso de esa divina fuente de unidad, que es el Dios "Trespersonas", el Dios unitrino. Los argumentos con que probar mi punto de vista podrían ahora multiplicarse, bien es cierto, pero me parece que ni es preciso, ni fue ese, desde luego, mi propósito al empezar el trabajo. Creo haber dicho lo suficiente para considerar probado el epígrafe. Y por no apartarme ya del manantial jubilar y trinitario que propuse antes, y para incorporar a la discípula y madre de Cristo, la Virgen María, oyente de la Palabra y Madre de la Iglesia (¿quién puede querer más que Ella que la Iglesia de su divino Hijo esté unida?), cierro estas reflexiones con un fragmento de la bellísima oración compuesta por Juan Pablo II para el presente Jubileo:

«Concede, Padre, que los discípulos de tu Hijo,

purificada la memoria y reconocidas las propias culpas,

sean una sola cosa para que el mundo crea.

Se extienda el diálogo entre los seguidores

de las grandes religiones

y todos los hombres descubran la alegría

de ser hijos tuyos.

A la voz suplicante de María,

Madre de todos los hombres,

se unan las voces orantes de los apóstoles

y de los mártires cristianos,

de los justos de todos los pueblos y de todos los tiempos

para que el Año Santo sea para cada uno y para la Iglesia

causa de renovada esperanza y de gozo en el Espíritu.

¡Gloria y alabanza a Ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios! ».

Pedro LANGA, OSA.


* Hechas las debidas adaptaciones, reproducimos aquí el trabajo editado por el Instituto de Teología San Alberto Magno y Centro Bíblico Santa María Madre de la Iglesia, conjuntamente con la Parroquia de la Inmaculada Concepción y San Alberto Magno de Córdoba. Agradecemos al director del centro, don Manuel González Muñana, y al autor de estas líneas, el permiso para publicarlo en Pastoral Ecuménica, dadas su importancia y oportunidad en este año del Gran Jubileo 2000.