FALLAS EN PLENO DESPEGUE

por el H.Aureliano Brambila de la Mora

El 1º de noviembre de 1805 iniciaba nuestro Marcelino su estudios en el seminario menor de Verrières. Le había costado no poco dar ese paso, que supone tanto desprendimiento. En efecto, no le era fácil dejar su pequeño mundo del Rosey: las praderas, los campos tan verdes y el aire tan puro, el arroyuelo saltarín que cruzaba la propiedad, sus corderitos, sus hermanos, su tía, y sobre todo, su querida mamá. Y se había resuelto, no sin dificultad, a no volver a la vieja casona que le vio nacer y crecer, y que estaba tan poblada de recuerdos...

Al entrar por las puertas del seminario menor, en la última semana de octubre, su corazón venía cargado de ilusiones y también de miedos. Y eso sí, en su alma, firmemente anclada, se anidaba la decisión de ser sacerdote. Pasaron los primeros días, en que todo es novedad y bienvenidas, y empezó luego la vida ordinaria, con sus grandezas y sus opacidades. Las lecciones en clase se complicaban cada vez más. Los esfuerzos para responder a las exigencias académicas tensaban su ánimo; traía a cuestas un retraso considerable. Total, que más pronto de lo que esperaba se dio en él una bajada de tono ante lo infructuoso de sus esfuerzos.

El ambiente del seminario le resultaba no del todo favorable. El P. Périer, director del seminario y párroco de Verriéres simultáneamente, aunque lleno de solicitud paternal era bastante desorganizado. Además, como en toda institución juvenil, había ahí esos muchachos, inteligentes y vivarachos, que, saliendo bien en sus estudios sin mayor esfuerzo, les sobra tiempo para poner la nota alegre, y habían integrado una especie de “pandilla feliz”.

Marcelino, supera de cuatro años la edad media del grupo. Ingenio no le falta, ni habilidad para lo manual y lo práctico. Y, por su carácter franco y alegre, le gusta reír. Por otro lado, en el aula se ve en desventaja. Es fácil imaginarse lo que da esta combinación: fracaso en clase y acierto en los patios. Por una simple ley de compensación lo que se pierde por un lado se recupera por el otro. Pertenecer, pues, a “la pandilla feliz” le ofrece una oportunidad de autoestima. Sin embargo, en su caso concreto lleva aparejada una contrapartida: le hará perder tiempo. Nada extraño, pues, que al final del curso su aprovechamiento no ande muy alto y su conducta no venga calificada sino de “regular”. Y entonces, deberá renunciar al seminario para el curso siguiente.

El avión de Marcelino había tomado pista para despegar. Pero por más que bufaron los motores, faltó la potencia necesaria para levantar el aparato del suelo. Hubo fallas en pleno despegue. La torre de control indicó que el avión regresase a su base. Y es lo que hará Marcelino. ¿Y su decisión de ser sacerdote? Ya de vuelta en el Rosey, de inmediato se presentan los mecanismos típicos de superación: Asimilación del fracaso: llamar las cosas por su nombre, sin asustarse. Aceptar que ha fallado la estrategia, y examinar las causas del fallo.

Una mamá inteligente, llena de sano realismo. María Teresa Chirat sabe que perder una batalla no es perder la guerra. Más interesada en la vocación de su hijo que en el propio renombre, sale al rescate de Marcelino porque ha comprendido bien lo que le sucede. Una peregrinación al santuario de la Louvesc, la oración fervorosa e insistente a María y algunas recomendaciones prácticas son su gran contribución. Y Marcelino es readmitido en el seminario para el curso 1806-07. Sus dos mamás, la de la tierra y la del cielo, se habían unido para ayudarlo.

Y ahora, un nuevo y definitivo intento: Una confrontación saludable: El Padre Antonio Linossier, profesor del seminario, le hace sentir al seminarista Marcelino, recién vuelto a ingresar, que si quiere resultados positivos tiene que poner medios concretos. Y ser constante en ellos.

El impacto de un deceso: Dionisio Duplay, uno de los integrantes más activos de la “pandilla feliz”. Joven inteligente y aventajado en sus estudios. Y de una alegría desbordante. Muy amigo de Marcelino. Atacado por una pulmonía fulminante muere en plena adolescencia. Marcelino quedará altamente impactado. El buen empleo del tiempo le resulta fundamental. Se esforzará en aprovecharlo bien.

Una serie de resoluciones: Las hará por escrito y muy concretas, evitando ese tipo de deseo vago: “seré mejor”. Atenderá las actitudes internas y no las conductas externas. Sabe que aquellas no aparecen pero están a la raíz de todo. Las segundas pueden ser pura fachada, de índole negativa o positiva.

Todo esto sumado hace que nuestro Marcelino vaya superando la crisis con éxito. En él había un ideal que a toda costa había que implementar: responder a su vocación sacerdotal.

Sí, el avión de Marcelino tuvo que retomar la pista. No se había levantado al primer intento. Tuvo que soportar seguramente, como en estas circunstancias suele suceder, la rechifla de los “entendidos”, la desazón de los pasajeros, los presagios negros de los pesimistas. Hubo que volver a la base, hacer los ajustes, y retomar la pista... Y ahora sí despegará, y tomará altura, mucha altura, una altura inmensa...

¿Qué enseñanza podemos sacar de todo esto? Pues que los grandes ideales no nos dispensan de tomar medios sencillos, concretos y eficaces. Y que todos los medios del mundo, sin ideales grandes, no conducen a ningún lado. Nunca en nuestro mundo había habido tantas facilidades y “técnicas” para todo. ¿Por qué tanta infelicidad, pues, en los que gozan de tantos medios y son expertos en tantas “técnicas”? ¿No será porque están “viviendo” sin ideales? Marcelino nos enseña a todos no tanto cómo superarnos, sino porqué superarnos.

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