La Batalla de Lepanto

Las fuerzas

Para su mayor empeño de aquel año, la conquista de Chipre, los turcos habían movilizado más de trescientas naves, de las cuales unas cien eran galeras de guerra al mando del almirante Alí Pachá y de los hábiles marinos Mohamed Bey y Uluch Alí. Este último, por cierto, era un antiguo fraile italiano que había apostatado y se había metido a corsario en Argel.

La situación de la guarnición veneciana sitiada en Chipre era bastante apurada, aislados como estaban y sin posibilidad de recibir refuerzos pues la escuadra turca señoreaba sus aguas e, incluso, devastaba las costas adriáticas. En Venecia cundió el pánico. Más de la mitad de la población evacuó la ciudad. Los ricos ponían tierra por medio y huían tierra adentro con el oro y la vajilla.

Mientras tanto la lenta maquinaria de la Liga se puso por fin en marcha. El plan era simple: reunir las fuerzas, salir con ellas al mar, buscar la escuadra turca, enfrentarse a ella y destruirla.

Galeras y naves menores procedentes de Barcelona, Cartagena, Palma de Mallorca, Venecia, Nápoles, Génova, Malta y Creta fueron concentrándose en el puerto de Mesina. En total eran 208 galeras de guerra (90 españolas, 106 venecianas; 12 pontificias) apoyadas por seis galeazas venecianas y unos ochenta navíos de servicio españoles (entre naos, fragatas y bergantines).

El 23 de agosto llegó don Juan de Austria y después de reunirse con Veniero, el comandante veneciano, revistó la flota. En conjunto las galeras españolas estaban bien equipadas, pero las venecianas, aunque dotadas de excelente artillería, eran naves mediocres, algunas con el casco medio podrido por haber permanecido largo tiempo en los arsenales, otras deficientemente construidas a causa de las prisas cuando se vio que la guerra contra el turco era inevitable. Todas en conjunto andaban cortas de dotación, un elemento que no se improvisa, así como de defensa. Don Juan de Austria las reforzó con cuatro mil soldados propios y asignó quinientos arcabuceros a cada una de las seis galeazas. Cada galera de la flota llevaría cincuenta marineros y ciento cincuenta soldados.

En total los efectivos humanos reunidos por la Liga ascendían a 50.000 marineros (en los que incluimos los galeotes), y 31.000 soldados (20.000 españoles, 8.000 venecianos, 2.000 pontificios y mil voluntarios).

żY los turcos? Informados por sus espías de la concentración de Mesina, suspendieron las operaciones en el Adriático y concentraron su flota en el puerto de Lepanto. Las órdenes de Selim II eran enfrentarse al enemigo.

Alí Pachá, previendo un duro enfrentamiento, reclutó cuantos jenízaros pudo en las guarniciones otomanas repartidas por Grecia. Además confiscó provisiones por toda la costa y reforzó sus equipos de remeros con levas forzosas de civiles.

Entre los dos campos iban y venían espías con noticias del enemigo. A Mesina había llegado el nuncio de Su Santidad con un cofre de preciosas reliquias y astillas de la Vera Cruz, una para cada flotilla de la escuadra. A Lepanto había llegado un estandarte o san-yac, de seda verde, adornado con la Media Luna y versículos del Corán, confeccionado en la propia Meca, el lugar más santo del Islam. También era Guerra Santa para los cristianos. Habían prohibido embarcar mujeres y habían decretado tres días de ayuno seguidos de comunión general.

El 16 de setiembre, el gran día de la partida, amaneció con repique general de todas las campanas de Mesina y salvas de despedida desde los castillos del puerto. Con viento favorable las galeras salieron del puerto y desfilaron ante el bergantín del nuncio pontificio para recibir la bendición individual.

En el mar las galeras de distintas nacionalidades se mezclaron de manera que la suerte favorable o adversa quedara repartida armónicamente entre los tres miembros de la Liga. La gigantesca armada, dividida en cuatro cuerpos, tenía forzosamente que navegar a la velocidad de sus naves más lentas. Además, las galeazas, cuando no soplaba viento favorable, que les permitiera usar las velas, habían de ser remolcadas por otras galeras que se iban alternando en este cometido para no agotar a sus remeros.

Don Juan de Austria, aunque no tenía idea del paradero de la escuadra turca, se resistió a dar crédito al testimonio de varios pesqueros griegos que aseguraban haberla visto huir rumbo a África. En realidad los turcos no habían salido de Lepanto como confirmarían, días después, las galeras de reconocimiento de Gil de Andrada. Aquellos pescadores habían sido enviados por el propio Alí Pachá que pretendía agotar a la escuadra cristiana en navegaciones inútiles y ganar tiempo para ultimar sus preparativos.

El 27 de setiembre, después de capear algunos temporales, las galeras cristianas llegaron a Corfú, que encontraron muy destruida de los ataques turcos del mes anterior, con las iglesias incendiadas. Unos prisioneros turcos aseguraron que la escuadra del sultán alcanzaba las ciento sesenta galeras, pero el Consejo de la armada pensó que exageraban.

La escala siguiente fue en Gomeniza (Albania), territorio turco, donde los de la Liga hicieron aguada protegidos por algunas galeras fondeadas cerca de la costa. Allí se demoraron unos días para dar tiempo a que las galeazas y las naos de transporte, que venían retrasadas, se les unieran.

En Gomeniza ocurrió un incidente que puso de manifiesto las rivalidades que latían soterradas en el campo cristiano. Juan de Austria, materialmente imposibilitado para revistar cada una de las unidades de la flota, delegó este cometido en colaboradores suyos. A Andrea Doria, almirante al servicio de España, le cupo visitar la nave capitana de Venecia, pero el comandante veneciano, Veniero, enemistado con él, se lo prohibió taxativamente y le advirtió que lo haría ejecutar si pisaba su nave. Don Juan, conciliador, envió entonces a Colonna, el comandante pontificio.

El incidente siguiente fue más grave. Uno de los capitanes que reforzaban las galeras venecianas, un napolitano al servicio de España llamado Mucio de Cortona, tuvo una trifulca con el comandante de la nave y Veniero mandó prenderlo. Se resistió el napolitano argumentando que Veniero no tenía autoridad sobre él y Veniero, iracundo, lo mandó ahorcar junto con tres de sus hombres que lo apoyaban, sin ni siquiera permitirles que se confesaran previamente y se pusieran a bien con Dios. Don Juan, joven impulsivo, pensó en ahorcar también a Veniero, un acto que podría haber dado al traste con la Liga, pero se contuvo y decidió templar gaitas hasta ver en qué acababa el asunto del turco.

La escuadra prosiguió su marcha y fondeó en Cefalonia. Allí una patrulla encontró a un bergantín que se dirigía a Venecia y supo que Famagusta se había rendido a los turcos dos meses antes. Los turcos habían degollado a los oficiales y condenado a la esclavitud a los soldados. En cuanto al general que dirigió la defensa de la plaza, Marco Antonio Bragadino, le habían dado a escoger entre apostatar o morir. Bragadino se mantuvo fiel a su fe y fue bárbaramente torturado: le cortaron la nariz y las orejas, lo hicieron servir como esportillero y finalmente lo desollaron vivo y colgaron su piel rellena de paja en una yerga del navío insignia del turco.

Una noche, mientras la escuadra permanecía fondeada en Famagusta, el corsario turco Kara Kodja realizó la notable hazaña de infiltrarse, con dos fustas pintadas de negro, entre los navíos de la Liga y tomar nota de los efectivos cristianos. Kara Kodja, mejor soldado que contable, se equivocó en la suma y regresó con noticias fehacientes de que el número de galeras cristianas era bastante menor que el real. Además confundió las galeazas venecianas, fuertemente artilladas, con pacíficas y panzudas naos de transporte y, por si fuera poco, apresé a unos soldados de la armada que habían salido a pescar y los interrogó con tal habilidad que lo reafirmaron en su errónea creencia de que el número de tropas cristianas era aproximadamente la mitad del real.

A bordo de la galera Real se celebró un consejo de guerra. Andrea Doria y Requesens eran partidarios de rehuir el combate; don Juan de Austria, Alvaro de Bazán y Alejandro Farnesio preferían salir al encuentro de los turcos. Finalmente don Juan de Austria zanjé la discusión diciendo: «Señores, no es hora de deliberar sino de combatir.»

El plan de Álvaro de Bazán consistía en desplegar la escuadra a la entrada del golfo de Patrás y esperar allí al enemigo. Si no aparecía en dos horas, la escuadra haría una descarga general de artillería y arcabucería en señal de desafío e izaría banderas de combate. Si a pesar de ello no recibían respuesta del enemigo se retirarían.

También los generales turcos habían celebrado su consejo de guerra. Las últimas noticias sobre los efectivos reales de la escuadra cristiana, tan distintos a los que supuso Kara Kodja, habían desalentado a algunos. Por otra parte, la situación de las fuerzas distaba mucho de ser satisfactoria: la escuadra cristiana les cortaba el acceso a mar abierto y limitaba su capacidad de maniobra a su centro y ala derecha.

Pertau Pachá, general de las tropas, y Aluch Alí, lugarteniente general, recomendaban rehuir el combate y permanecer en Lepanto bajo la protección de los castillos pero Alí Pachá se negó. El sultán había rechazado días atrás aquel plan con cajas destempladas. Ensoberbecido por la racha de victorias de su armada, el gran turco estaba convencido de que ningún poder cristiano era capaz de vencerlo.

Al amanecer del día siguiente, 7 de octubre, domingo, salió la escuadra. Los vigías turcos apostados a lo largo de la costa dieron inmediatamente la alarma a la flotilla de observación del intrépido Kara Kodja, el cual partió a toda vela hacia Lepanto para llevar la noticia a Alí Pachá. El almirante dio orden de levar anclas. Los turcos salían al encuentro de los cristianos.

A las siete de la mañana, cuando la escuadra de la Liga estaba doblando la punta Escrofa, el horizonte se llenó de velas. Cundió la alarma: ˇel Turco! Los expertos que rodeaban a don Juan torcieron el gesto. El enemigo tenía el viento a su favor. Esto suponía que podían navegar a vela, que sus remeros podrían descansar y llegarían más frescos a la batalla. No obstante el enemigo se encontraba todavía a más de quince millas de distancia y daba tiempo a completar el despliegue antes de trabar contacto con él.

Era la escuadra turca mayor que la cristiana, 275 naves frente a las 209 de la Liga, pero en términos reales la diferencia quedaba compensada por la superioridad artillera de los cristianos: 1 215 cañones frente a sólo 750 de los turcos (las galeazas, verdaderos castillos flotantes, iban muy artilladas).

Los efectivos humanos eran equivalentes: unos 34000 soldados turcos frente a los 31 000 de la Liga, y 13 000 marineros y 45 000 remeros turcos frente a 12 000 y 43 000 de la Liga. De los veinte mil soldados aportados por el rey de España, solamente 8 160 eran españoles de nacimiento. Los restantes eran alemanes e italianos a sueldo de España.

La calidad de la tropa venía a estar igualmente equilibrada pues tanto unos como otros embarcaban a la mejor infantería del mundo: los cristianos a los tercios españoles; los turcos a sus temibles jenízaros. De todos ellos cabía esperar que llegado el cuerpo a cuerpo se batieran como leones. Si nos atenemos al armamento individual, pudiera parecer que los turcos llevaban algo de ventaja pues, aunque contaban con 2 500 jenízaros armados de arcabuces, fiaban su potencia ofensiva en sus arqueros que eran capaces de lanzar más de veinticinco flechas (muchas de ellas envenenadas) en el tiempo que un arcabucero cristiano invertía en volver a cargar su arma después de cada disparo. Pero en términos reales esa desproporción entre la potencia de disparo de unos y otros no resultaba tan abrumadora. Las flechas sólo eran efectivas a distancias cortas mientras que un disparo de arcabuz acertaba de lejos y, dado el hacinamiento en que se combatía, podía herir a varios individuos. Por otra parte, las galeras cristianas iban provistas de empavesadas (según el Diccionario de Autoridades: «reparo y defensa hecho con redes espesas y también con lienzos») donde el personal podía guarecerse de la lluvia de flechas, mientras que las galeras turcas no llevaban parapeto alguno que protegiera de las balas.