XIX. Mayo es para los viejos amantes

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Hoy de mi hacia ti, hoy de ti hacia mi
quiero hacerte un regalo viejo.
Desempolvemos algo las pasiones lejanas
algo de aquellos sueños en ventanas.
Vivamos de corrido, sin hacer poesía,
aprendamos palabras de la vida.

Desnudémonos pues como viejos amantes
que lo mismo de siempre nos quede delante.
Desnudémonos pues como viejos amantes
que se apague la luz y que el sol se levante.

Te quiero salvar de tu desnudez
en pleno centro de la soledad.
Me quiero salvar haciendo revolución
desde tu cuerpo de cristal.

Algo nos está pasando, ayer te leí una mano
y cada dibujo al verme me interrogó.
Algo no está pasando, ayer apreté el interruptor
de encender la luz y encendí el sol.

Hoy de ti hacia mi, hoy de mi hacia ti
vamos a hablar en voz muy baja.
Dime lo que te pasa, déjame levantarte,
déjame darte un beso y curarte.
Vivamos de corrido, sin hacer poesía,
aunque no esté de moda en estos días.

Aunque no esté de moda te pido una mano,
mis entrañas no entienden de estética y cambio.
Aunque no esté de moda repite conmigo:
quiero amor, quiero amor,
quiero amor compartido.

Te quiero salvar de tu desnudez
en pleno centro de la soledad.
Me quiero salvar haciendo revolución
desde tu cuerpo por variar.

Algo nos está pasando, un ruido como de pasos
viene en la oscuridad y se vuelve a ir.
Algo nos está pasando, desde que la gente está empeñada
en quererse amar y en poder vivir.

Silvio Rodriguez.
Aunque no esté de moda.

 

Ésta puede parecer (o acaso es) sólo una historia de amor; me la contó Enriqueta un día que estaba inclinada a compartir su secreto. Guardaba su secreto en un relicario de silencio, tejía rememorando hechos que no se permitió. Es la historia del brujo Ernesto también, y trata de cómo ellos terminaron amándose y perdiéndose en lo infinito. Eran dos ensoñadores impecables, majestuosos en sus reinos de fábulas y transparencias. Fueron desdichados, se dieron luz mutua, se catapultaron a los abismos de los que no se vuelve, tras la bruna incertidumbre que tiene lo abstracto impersonal. Su historia es pequeña y no admite ir y venir como barata moneda de comadre en comadre. Su historia es gigante porque en ella se combinan los elementales ingredientes de la perfección y el trepidante delirio del amor. También la mansedumbre y la fidelidad, también la furia, también los ocasionales desencuentros.
    Enriqueta era una mujer de clase acomodada, su padre un comerciante hábil que pagaba diputados en el Senado y se daba a largas tertulias con poderosos, donde el tufo a oligarquía hacía estornudar hasta los retratos de los próceres unitarios. Ella se aburría en esas reuniones, pero no desdeñaba la frivolidad y el lujo. Se ataviaba de ropa que laboriosas modistas le hacían a medida con telas exóticas, fue una adolescente empecinada en llevar parejas la inteligencia y las buenas costumbres, asistió sin falta cada domingo a misa, se persignaba ante las iglesias, evitaba a la gente vulgar, tenía pocas amigas, desdeñaba demasiado. Estudiaba canto, era una mezzo-soprano digna. A los veintitrés, un testamento prematuro la hizo poseedora de tierras y haciendas, conoció hermanos bastardos, padeció la rapiña de los parientes, contrató mayordomo, compró caballos y duendes de yeso para los jardines de la casa de campo. El hijo de un diputado que trabajó para su padre, a ciegas y sin conocerla, le compuso una canción, por zalamero y para ver si se hacía con una mecenas. Ella deploró la canción de Ernesto Rojas. Mandó llamarlo: señor, eso no se puede cantar, no sin exponerse gratuitamente a la vergüenza. El tal Ernesto bajó los ojos, prometió una nueva canción, compartió un te de Ceylán y masas finas, alabó las orquídeas, preguntó por la identidad de un hombre cejijunto que se asomaba desde un cuadro familiar, pidió el teléfono para llamar a su amada, Cristina. Entonces Enriqueta le dijo al despedirlo: está bien, haga una canción como la gente y llámeme. Ella me confesó que fue su primer estrategia para retenerlo.
    Cuatro meses pasaron, ella no supo nada de él. Un sábado de julio, se preparaba para asistir en el Colón al estreno de Lucía de Lamermoor, cuando una criada como al acaso le comentó que los Rojas estaban de casamiento. Eso precedió a los siguientes comentarios, que palabras más, palabras menos, daban la noticia de que se casaba Ernesto, y la perfidia alcanzó como para secretear que lo hacía de apuro, que su Cristina tenía un niño en la barriga que se le iba a notar apenas pisara la entrada de la iglesia, sin que se inmutara Gounod con su Ave María ni salieran los santos a los brincos para hacerse barnizar por carpinteros de muebles bastos. Tuvo Enriqueta una mueca en el rostro, no es que le preocupara el entrevero, pero le daba mala espina. Es cierto que cualquiera la hubiera notado irritable esa tarde y el día que le sucedió, pero su constante caer en caprichos disimulaba bastante, y ni siquiera ella se permitió preocuparse. Olvidó pronto el asunto. Ernesto le había escrito dos cartas, una formal y una encendida de rara pasión. La primera nunca llegó, la segunda nunca la envió.
    Ella consiguió novio como al año. Un tal Francisco, de piel muy blanca y apariencia tísica, de ojos inmensos de cachorro de pantera, de buena reputación en el ambiente y prometedor político. Eran muy formales, sus encuentros eran un ritual donde se conjugaban gestos como la puntualidad y cosas accesorias como la prolijidad de la vestimenta o la selección afortunada de una confitería. También se veían en misa, no se miraban a los ojos dentro y jamás se darían la mano. Como desconocidos se sometían al empalagoso sermón de turno. Al mediodía y después de cumplir con Dios, almorzaban en algún restaurant muy caro rodeados de gente grande con joyas de más y brillo mezquino en la comisura de los labios. Acaso en la tarde, en la intimidad de un té de jardín, él probaría decir alguna palabra dulce y ella ensayaría sonrojarse y decirle que sí con una sonrisa que no alcanzaba nunca a ser provocativa, pero sí gentil. El cuidado de las apariencias los llevó al trance de casarse; cedieron. Salieron en sociales de todos los periódicos y revistas del jet set. Se habló mucho de la torta y del vestido de la madrina. Se especuló con los gastos, unos pocos envidiaron su luna de miel en Marruecos.
    Una vez que acaba la escalera del tobogán sólo cabe deslizarse por él: llegaron los hijos. Tuvieron nombres que no recuerdo, la primogénita sé que vino a llamarse Josefina. Reconstruyendo la historia lo mejor que puedo, temo llenar de remiendos el relato, pero no quisiera mentir. Josefina tendría cuatro o cinco años cuando Enriqueta recibió un llamado inesperado. Ernesto tenía una canción para ella; ella no se acordaba de él. Era peor: ya no cantaba. Se había entregado al vicio de la solidaridad, su sociedad de beneficencia y sus partidas de bridge colmaban sus horas. Ante la desnuda verdad que la voz del teléfono dejaba en su oído, Ernesto dijo pocas, tímidas e intrascendentes palabras. Pero confesó que ya no componía, que estaba en la miseria, que había plagiado una copla popular de otras latitudes. Enriqueta nunca dejó de ser cortés, pero no proporcionó ninguna puerta abierta. Dejó claro que le tenía sin cuidado todo eso. Una semana después, enredando un poco su cabello pelirrojo con un peine incómodo pero con glamour, mirándose mejor en el espejo al deslizar una lágrima, recordó la conversación con Ernesto y se permitió un moderado insulto.
    No era feliz, pero ¿qué con eso? ¿Alguien lo era? Quizás una devota entregada al éxtasis, quizás la mujer de un dictador, quizás una soprano de oro en los cabellos y pies pequeños. Su matrimonio era estable, pero cuando el menor cumplió trece y la mayor veinte, a su esposo se le dio por morirse. Era un día oscuro y frío, el invierno estaba de cacería por las calles vacías, la ambulancia demoró, el infarto no dio concesiones. Ella asumió su viudez con protocolo, casi con pompa. La vida todavía sería más dura: exactamente a los dos años, Josefina acusó los signos de una enfermedad desconocida. Súbitamente se retorcía en convulsiones, se arañaba la cara frente a los espejos y la grifería pulida de los baños públicos, sólo se calmaba si le gritaban obscenidades. Enriqueta conoció la desesperación, contrató exorcistas, orientales de kimono alquilado, predicadores que tenían soldada la biblia en una mano, médicos de terapias alternativas y sin alternativas, gitanas que se pasearon con sus estridentes vestidos por la habitación y se llevaron casi todo el ajuar de cubiertos de plata; vino un obispo, vino una bruja adicta al tabaco, vino una enfermera de posguerra, vino Ernesto Rojas.
    Estaba muy usado por la vida, maltratado de alcohol. Pero era espiritista. Vestía un traje oscuro y casi elegante, unos anteojos que disimulaban su ternura, unos cincuenta años encima no muy bien llevados, no después de perder su casa y sus hijos por enamorarse de una mujer que se lo llevó a conocer Granada y lo paseó por París y lo dejó tirado en Madrid, sin dinero, sin pasaje de vuelta, sin remedio. Con el corazón en guiñapos, con la garganta seca. Allá lo había sacado de la calle una gitana que lo quería para fornicar, y cuando no lo soportó más, lo dejó en manos de una secta de magia negra wicca que lo llevaba como testigo bueno de infames rituales a la luz de la luna. Su pasaporte vencido, su nostalgia espantosa por el Río de la Plata, su debilidad, lo hicieron indeseable a los demonios. Pero una bruja que desertó lo conectó con una logia masónica, de la cual terminó siendo tesorero. Eso lo estabilizó, aunque apenas empezó a respirarse el aire de las conspiraciones, tomó prestado el dinero de las recaudaciones y diezmos y se vino como una fiera al país de Gardel y Roberto Arlt. Anduvo como una sombra por barrios poblados de Buenos Aires, adoleció de una paranoia curiosa que lo hacía evitar los ascensores y sospechar de los invidentes. Al poco tiempo empezó a oír voces, alquiló una casa inmensa y muy vieja donde se congregaba gente neptuniana, desesperados, amantes en bancarrota y niñas púberes de ojos trastornados que agobiaban sus brazos con rosarios y estigmas. Las sesiones duraban cuatro o cinco horas, el espectáculo era grotesco, al borde de la epilepsia y el simple exhibicionismo, sublime ocasionalmente, con espíritus sacudiendo la alfombra y haciendo graves las voces de las docellas en trance o proyectándose como criaturas terroríficas hechas de ectoplasma que brotaban de sus oídos o sus vaginas. Ernesto descubrió que en alguna sesión, el espíritu de un médico del renacimiento, amigo de Paracelso, se le había metido en el cuerpo, y curaba paralíticos de siete a nueve, invocando al galeno y bebiendo cognac. Pronto ganó cierta fama, le decían milagrero. El mayordomo de Enriqueta acudió a pedirle ayuda, así fue como Ernesto regresó a la casa de ella, que estaba muy cambiada, muy ultrajada por las sombras y con telarañas en los rincones de las altas paredes.
    Cuando ella lo vio, lo hizo echar. El vociferó pero no pudo evitar ser conducido por la fuerza hasta la salida. Su mesianismo, su orgullo herido, lo obligó a hacer guardia en la vereda frente a la casa. De allí acechaba lo que pasaba en la casa. Ella sabía que Ernesto estaba afuera. Lo ignoró cuatro o cinco días. Josefina estaba grave: no comía, pesaba menos de cuarenta kilos. Era inminente su retorno al sanatorio, pero los médicos le habían dicho que el problema era mental y que Josefina sólo necesitaba paciencia y cuidados. La medicaban sin piedad, casi siempre calmantes; le habían puesto suero. Josefina despertaba de golpe viendo murciélagos que revoloteaban por la casa y la rozaban con alas viscosas, entonces se sacudía rabiosa y brincaba en la cama hasta levitar. Una mañana llegó un hombre alto, de espaldas anchas y sombrero a lo gangster, que venía acompañado de una mujer delgada de paso firme y pelo por la cintura atado por una cuerda azul. Eran el nagual Zacarías Ulloa y su bruja acechadora del sur, Angélica Zaldívar Irusta. No iban por Josefina, iban para aclarar unos asuntos del orfanato, ya que Enriqueta era una de las benefactoras económicas de nuestra comunidad.
    En la puerta, estaba Ernesto sentado en el cordón de la vereda, con cara de sueño y manos cansadas. El nagual le dijo que se levantara y lo acompañara. Que tenía que hacer una obra de bien. Parece que Ernesto, por el alcohol o por otra razón, asintió con obediencia. Y los tres entraron en la casa de Enriqueta, esperaron en la sala de visitas. Hasta que Josefina se puso insoportable y echó a fuerza de insultos a los sacerdotes de turno y a la enfermera de posguerra, que salieron despavoridos de la habitación de la enferma. Enriqueta ya no lloraba, pero su pudor de señora bien la puso al límite del deshonor. El nagual no esperó explicaciones, subió las escaleras y llegó hasta la posesa. Se le oyó decir "carajo", luego subió Angélica y volvió pronto, llamándolo a Ernesto. A todo esto, él estaba sentado con postura triunfal y Enriqueta no ocultaba su resentimiento. Cuando se sintió necesitado, Ernesto vengó tantos desdenes diciendo que ahora no, que no iba a subir ni mierda. Angélica lo abofeteó, pero el maldito no se privó del regocijo. Entonces tuvo Enriqueta que rogarle y cuando tuvo suficiente, subió lentamente las escaleras y cerró tras de sí la puerta.
    Pasaría una hora, todo en silencio total. Volvió el nagual con Ernesto. Estaban como abrumados. Ya Angélica había hablado con Enriqueta: no había nada que hacer. Sólo aliviar la agonía de Josefina. Ernesto no dijo palabra, no sé qué aprendió con el nagual junto a la cama triste de la pobre muchacha. Pero estaba menos altanero y más sobrio. El nagual aseguró que Josefina estaba perdida, pero que el Poder lo llevó allí para convocarlos. Le pidió a Enriqueta que cuando su hija finalmente muriera, permitiera las visitas de Ernesto, prometiéndole que sería un gran amigo en su tristeza y un consuelo enorme. Y cuando el Espíritu termine de madurarlos, cuando los otros hijos estén grandes y tengan su vida, quiero que vendan todo, les dijo, quiero que se vengan a nuestra casa y empiecen una vida diferente. No pueden negarse, les dijo, está escrito a fuego en el destino de ambos. Cuando sea el tiempo, les dijo. ¿Cuándo quiso saber Ernesto? Ella sabrá cuando, le dijo. ¿Y cómo sabré cuándo yo?, dijo angustiada Enriqueta. Y el nagual dijo: él sabrá cuándo, señalando a Ernesto.
    Yo era chico cuando nos juntamos todos detrás de la ventana grande del comedor a ver los ancianos que venían en taxi a la comunidad. Vestían con mucha elegancia y sus ademanes eran los esperados. Nos preguntábamos quiénes serían, entre risas y bromas. Traían una mirada muy seria pero que traslucía una remota algarabía. Venían de la mano, como si todo lo que tuvieran fuera al otro. Lo decían sus manos y el modo en que se cuidaban. Nunca los vimos besarse o permitirse un abrazo. Los cuatro o cinco años que estuvieron entre nosotros, fueron gente muy educada y casi siempre dada a quedarse largo rato mirando las estrellas en el patio, o cantando canciones olvidadas que los niños desconocíamos. Un día de mayo, como a las tres de la tarde, se mudaron al ensueño y nunca más supimos de ellos. Los besó la siesta en la boca y los desdibujó del camino por el que se fueron andando despacito, con todo el tiempo del mundo, desamparados y radiantes.

Mendoza, 31 de diciembre de 1999
 

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Agradezco tu visita, al fin y al cabo, por vos me tomé el trabajo
y sin vos no tiene sentido que esté fuera del agua.
Galo

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