Religiosidad

El sacerdote budista de Chou tiene una mandolina:
baja del Monte de las Cejas hacia el poniente,
y hace sonar sus cuerdas en mi honor.
Sus vibrantes notas se parecen al alboroto
de un bosquecillo de pinos mecidos por el viento.
Mi corazón se siente purificado
como si lo hubiesen lavado las aguas del río.
La dulce melodía se une a los lejanos tañidos de una campana.
Insensiblemente desciende, en torno, el crepúsculo,
y los montes se esfuman en la bruma ligera.

Li Po.
Escuchando la mandolina de un sacerdote budista.


El sentimiento religioso hacia el mundo nada tiene que ver con la acatación de mandatos o la aceptación incondicional de ideas que prometen alguna manera de salvación.


    El guerrero evita estos espejismos con cierta astucia en las maniobras evasivas. Elabora su fe con el material de sus acontecimientos y aquello que parece un augurio de libertad total, es para el guerrero, una especie de plenitud que no se explicaría con los términos habituales de las creencias. La acción del guerrero tiene por motor la fe, y se cuida serenamente de que no se contamine su energía al acercarla a fuentes de agua rancia donde se queda prisionera la comprensión de lo que nos rodea. Manantiales de falsía son las ideologías y sectarismos que amparados en la gigantesca palabra Dios procuran torcer voluntades masivas y llevarlas a rumbos poco claros, donde el entendimiento se va quedando sin oxígeno y la mirada se va quedando opaca o demasiado efusiva en sus afanes sacrosantos.


    El guerrero no condena ajenas creencias porque eso compromete su impecabilidad, es decir, su ejercicio de la fe. Pero si su camino lo pone en la encrucijada de decidir o ayudar a optar, debe ser claro y terminante, pues su conducta de poco compromiso le puede significar un desmedro de virtud. El guerrero no agita a sus pares con fundamentalismos, pero tampoco los revuelve a sublevarse contra el sectarismo de otros, porque en todo esto las fuerzas de la turbulencia acabarán con el sosegado control del timón.


    La religiosidad del guerrero tiene su único asidero en la contemplación de la hermosura y en la lucha perpetua contra los poderes aberrantes de la percepción. Unos sentidos victimados por la aberración transmiten un mundo distorsionado, y ponen al ser en desigualdad frente a lo desconocido, porque al mismo tiempo que le niegan el goce del mundo conocido tal como es, le envenenan el intento al difuminarle los colores, al conminarlo a prejuicios que le deparan falsos cielos y falsos infiernos.
En la abstracta ética del guerrero, la religiosidad es vivir con ánimo de homenaje hacia la naturaleza que lo contiene y a sus semejantes que lo ayudan a verse. El templo del guerrero es el aire libre, allí donde el espíritu halla ese espacio de silencio en el que juego y ser son atributos interrelacionados, dándose entre sí un sinfín de significados que tejen la vida.


    La fe del guerrero es más que su religiosidad cuando significa intento, inteligencia de la voluntad, y es menos porque no goza, como aquella, del imperio de cielo que le cabe, aún cuando esa religiosidad es tan sobria que no se arrodilla frente a palabras como Dios o moral, y carece por completo de utópicas leyes de justicia cósmica y razones de pecado.


    Lo más parecido a la religiosidad del guerrero es eso que deberíamos llamar amor, si ésta pobre palabra no hubiera andado por tan tristes caminos que le han robado la profundidad y la identidad.

Mendoza, 26 de noviembre de 1999


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Agradezco tu visita, al fin y al cabo, por vos me tomé el trabajo
y sin vos no tiene sentido que esté fuera del agua.
Galo

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