...así de fácil...
Aquella amable viejecita se acercó al gerente quien, antes de poder voltear la cabeza, sintió el frío cañón de un revólver en la nuca. El maquillaje que llevaba aquel hombre era perfecto.
  Segundos más tarde, los tres ejecutivos que realizaban depósitos tenían la cara cubierta con máscaras blancas y sus dedos rozaban los gatillos de hermosas ametralladoras.
  Los histéricos gritos de algunas mujeres dibujaban sonrisas en los rudos rostros de aquellas figuras, disfrutaban su trabajo plenamente. Una de las cajeras deslizó su mano por el mostrador hasta alcanzar el botón de la alarma. No pudo oprimirlo. Cayó de bruces con un orificio entre las dos cejas.
     Dos de los hombres se dirigieron, con paso tranquilo, hacia la bóveda. El gerente se negó a acompañarlos y la anciana hizo brotar sangre de su nariz y boca con un certero golpe. Lo arrastró, jalándole por el pelo, hasta la puerta de la bóveda e hizo que escupiera los números de la combinación.
     En un abrir y cerrar de ojos, los hombres tenían dos bolsas llenas de papel y caminaban, bromeando y jugueteando, hacia la entrada del banco. Los tipos con máscara salieron y se introdujeron en una camioneta. La viejecita caminó de espaldas hasta la puerta, encañonando a los clientes, aventó un beso y desapareció, envuelta por los rayos del sol.
     Yo permanecí tendido sobre mi espalda, con un orificio a la altura del esternón y mi uniforme bañado en sangre...
Carlos Cid Guillén
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