MANUEL MEJÍA VALLEJO  ¡LO IMPORTANTE ES LA CANCIÓN!

 

 

La novela Tarde de verano fue finalista en el concurso «Plaza y Janés» de 1979 y apareció en librerías, publicada por la misma editorial, en mayo de 1981. Coincidió su lanzamiento con el de Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez y como ha ocurrido con otras tantas obras, la novela de Mejía Vallejo pasó prácticamente desapercibida para un público obnubilado por el aparataje publicitario que acompaña la aparición de los libros del premio Nóbel. Sólo unos pocos críticos comprendieron en su momento la importancia que la novela representaba dentro de las letras colombianas.

Quince años después de su primera edición, y como parte de la Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República, Tarde de verano regresa en medio de la discreción y austeridad que caracterizan las publicaciones del autor.

Tres tipos de personajes conforman la novela: Eusebio y Paula Morales, últimos y decadentes herederos de la dinastía Herreros sobre los cuales se basa la narración; en segundo término aparecen los habitantes de Balandú atados a su monótona rutina, y como presencia permanente a través de los recuerdos de Paula y Eusebio, los Herreros, aquella mítica y trágica familia de los fundadores, que Manuel ha historiado en su último ciclo creativo.

En efecto, Tarde de verano hace parte de lo que se podría denominar la «saga de los Herreros», conformada además por La casa de las dos palmas y Aire de tango y los libros de cuentos  Las noches de la vigilia y Otras historias de Balandú. En estas obras, se fue definiendo desde una geografía y un tipo humano hasta una forma de narrar.

Las obras han aparecido de manera inversa a un orden lógico de narración. Es decir, de un pasado reciente se han ido adentrando en un pasado remoto cada vez más difuso, más etéreo, en donde recuerdo y sueño se confunden en el mundo de la poesía. Es como si el autor hubiera buceado en la materia de los recuerdos en busca de su razón de ser como hombre y como pueblo.

Los personajes de La casa de las dos palmas (1988) conforman la segunda y tercera generación de Herreros; destinos atravesados, trágicos, en fuga, que repiten como una maldición la azarosa vida de los fundadores, presentes de manera permanente a través de los recuerdos. La casa de las dos palmas, como espacio anunciado, presentido casi en otras obras, adquiere su identidad plena.

Tarde de verano narra la decadencia de Balandú a través de la última generación representada en Paula y Eusebio. Atrás ha quedado el vigor, casi el furor de los tiempos de la fundación. Aquella actividad frenética, aquellos tiempos de construcción y conflicto han desaparecido. Ahora, en la monotonía y en la decadencia sólo queda la nostalgia. Como pasó con la mayoría de los pueblos colombianos, Balandú quedó  a la orilla de la historia que se escribe ahora en las ciudades. Eusebio resume aquella situación con un nuevo verbo: aldear.

«Estar  aldeado: triste, jodido, hastiado, solo, en vísperas de morir sin trascendencia. Aldea es un estado del alma, rabia diluida, angustia cuadrada como la plaza, gris como los tejados. Modorra y soledad, chisme, lentitud, días en blanco... Los periódicos llegan tarde y cuando llegan ya todo ha sucedido...

Desde una torre el reloj de la iglesia espesaba las  horas en miel inútil y amarga: los ojos parroquianos lamían con desgano ese tiempo lento, sus miradas de los muros de piedra al atrio sin feligreses. El silencio los atragantaba, boquiabierta el alma ante la espera de cualquier suceso. Días de la aldea dormida. Énfasis desmesurados, tertulias sin tema donde cada cual tenía que inventar sus propios recuerdos...

A las ocho y veinte daba el reloj las ocho...».

Ante aquella inercia no queda más camino que emigrar a la ciudad. Estos personajes venidos de los pueblos conforman Aire de tango (1973). Son las ciudades habitadas por campesinos que adoptan el tango, expresión de otros emigrantes, no sólo en la canción sino como forma de vida. En Aire de tango Balandú y sus fundadores son una referencia nostálgica.

Como en toda la obra de Mejía Vallejo, los personajes que se perfilan a duras penas en alguna referencia, en otra de las obras adquieren su plena identidad. Tal es el caso de Jairo, hijo natural de la repudiada Rocío Peláez quien en Tarde de verano anuncia: «Voy a tener un hijo y lo cuidaré. Se llamará Jairo. Me voy de Balandú». Este personaje, cual vaso comunicante, conduce a Aire de tango que empieza cuando Ernesto Arango, el narrador, cuenta que Jairo «nació el día que allí en el aeropuerto se tostó Carlos Gardel...».

Históricamente, el ciclo Herreros se enmarca dentro del proceso social denominado «Colonización Antioqueña» que se gesta en las postrimerías del siglo XVIII y adquiere toda su vigencia a finales del XIX. Este proceso migratorio rompió las selvas que cubrían las vertientes de las cordilleras Central y Occidental y generó el poblamiento de vastas regiones de los actuales departamentos de Caldas, Risaralda, Quindío, norte del Valle del Cauca y del Tolima y el denominado Suroeste Antioqueño, región de la cual es oriundo Mejía Vallejo.

La euforia colonizadora, favorecida por el cultivo del café, empieza a declinar a principios del siglo, cuando el modelo económico concentra todos los recursos en Medellín y en otras pocas ciudades que absorben de los pueblos recién fundados la mano de obra que requieren las industrias, dejando a medio camino los esfuerzos colonizadores.

Este proceso está íntimamente ligado con la biografía de Manuel: hijo y nieto de fundadores, criado en una hacienda ubicada en las estribaciones de los Farallones del Citará, es lanzado a la ciudad en plena juventud. De ese desgarre, de ese rompimiento con la tierra se nutrirá en adelante una obra que refleja el sentimiento colectivo de un pueblo.

Los solos títulos de las primeras novelas reflejan el desarraigo: La tierra éramos nosotros, Al pie de la ciudad...

Algo quedó inconcluso, algo sucedió de una manera tan vertiginosa que no hubo tiempo de asimilación. Indagar ese pasado borroso, ese momento de la historia que se esfumó, es la materia de la que se nutren el recuerdo, los sueños, el estado febril, en fin, la literatura.

La topografía vivida en la infancia, esa «Antioquia arrugada y escabrosa» de que hablara Carrasquilla, será determinante en el último ciclo creativo de Mejía Vallejo. Las cordilleras del trópico permiten la diversidad de climas y vegetación en cortas distancias. Cuatro territorios, cuatro estados del alma se encuentran en el último ciclo Herreros.

En las tierras bajas se ubica «La casa de las cadenas» o «casa del río». Allí nace el tamarindo y ensordece el agudo canto de la chicharra. El sol agobia el cuerpo y alborota las pasiones. Por allí pasan los grandes ríos cargados de muertos y de presagios. Son las tierras del ganado arisco y poblado por «tipos de tierra cálida con ponchos veraneros y caballos briosos, para vaquería». Es el Cauca que alucinó a León de Greiff en Bolombolo.

Balandú, «pueblo en vía de sueño», queda en la ladera de la montaña, en las alturas medias donde los fundadores construían los pueblos para esquivar el zancudo y en busca de las aguas torrentosas y saludables que bajaban de la cordillera. Habitado por «tipos de tierra templada expertos en manipular granos de café en tiempos de cosecha; tipos de mulera y zurriago, sus labios llenos de historias de arriería». Balandú tiene un clima mucho más benigno que el sofocante calor de Tambo, el pueblo de El día señalado.

En las tierras altas está la casa de las dos palmas, construida por Juan Herreros, uno de los fundadores y lugar propicio para la leyenda. «Nadie habitó el caserón de las dos palmas sin meterse en la noche más honda de la vigilia». Ubicada al pie del páramo, donde crece la palma de cera y el yarumo y donde cantan las mirlas y las soledades, la casa de las dos palmas está en el límite entre la realidad y el sueño. No sobra recordar que en la primera versión, la novela se dividía en dos grandes capítulos: Las tierras bajas y las tierras altas.

Y más arriba, «en lo más alto de la cordillera que corresponde a Balandú hay un páramo de vegetación escasa y extraña. Enormes  piedras soltadas por una explosión -que destruyó el mismo volcán que la produjo- ayudan a esta imagen de abrupta soledad y apretado abandono. Las plantas crecen hechas al viento frío y a la sequedad: su aire conciso, su viento de cristal, su hielo seco, han propiciado aquella persistencia heroica de la vida en un medio negado al crecimiento». Este es el territorio de Las noches de la vigilia, libro de cuentos publicado en 1975.

En este espacio cubierto de neblina, habitan seres de la zoología fantástica que emanan de la imaginación del autor y que conviven con aquellos otros que surgen del recuerdo y del sueño. «Nada se pierde en el páramo, todo queda flotando por ahí... a veces oíamos hablar a los antepasados...».

En  Las noches de la vigilia se presenta un cambio en la forma de narrar de Mejía Vallejo. Recurriendo a su imagen de que el cuento es como un puño cerrado, a partir de ese momento la narración, en armonía con la anécdota, se concentra, se contrae en sí misma.

Atrás ha quedado la narración adjetivada. A partir de Las noches de la vigilia el sustantivo basta para enunciar y describir. La pausa y el silencio, como anota Marino Troncoso, cobran toda la importancia dentro de la narración. La sugerencia reemplaza la metáfora. El autor sugiere, propone y a partir de allí, el atento lector con su propia imaginación debe enriquecer la anécdota, construir su propia historia.

Este es el lenguaje de Tarde de verano que desconcertó a muchos lectores acostumbrados a una tradición narrativa donde los autores describían desde el entorno hasta los sentimientos. Con gran economía de lenguaje, con un diálogo reducido a su mínima expresión, la novela narra la insustancial vida de Eusebio y Paula Morales, describe el monótono transcurrir de Balandú y reconstruye a trozos la historia de los Herreros. El relato continuo, que da la sensación de un texto homogéneo, está en realidad conformado por varios cuerpos que se estructuran a partir de los días de la semana, nombrados por uno de los personajes del pueblo, al que no en vano apodan Almanaque. «Buen lunes», «Buen martes» va saludando el bobo y así el autor da un respiro a la narración e inicia otro capítulo en el que se entretejen las tres líneas narrativas.

Ante la decadencia de los personajes y la inercia del pueblo, la novela se desarrolla hacia atrás, hacia los recuerdos. Se podría afirmar que este ciclo creativo de Mejía Vallejo es una amplia reflexión sobre el recuerdo/olvido. «Cuando recordamos aplazamos eso de morir»...

«Tal vez el recuerdo en otros sea la vida que nos quedará a los muertos» son afirmaciones que reiteran la certidumbre de Manuel según la cual sólo se muere cuando desaparece el último hombre que nos recuerda, cuando se ingresa al olvido.

Por eso en  Tarde de verano son una constante los objetos que reflejan, los que remiten al recuerdo y permiten la evocación. Los espejos, por ejemplo. «En el espejo está la bravura, toda la historia, todo el remordimiento... el espejo es la noche, detrás del espejo vigilan fantasmas... No hay hechos pasados. La gente queda en los espejos».

O el viejo álbum que contenía las fotografías de los Herreros. «El álbum está vivo» afirmaba Eusebio. «Revivían las figuras que un día fueron las que todavía sonambuleaban en sus recintos... Seres que nacían, que morían y quedaban en las cartulinas del álbum, historia encerrada, puerilidades, fechas trascendentes... Y en el álbum y en los espejos rostros solemnes, rostros crueles y desamparados, rostros de bondad fotogénica, hipócritas, santos y cínicos. Nunca en ninguna familia hubo tantos rostros tan hermosos ni tantas almas tan desoladas».

Y las sombras, presencia constante en la obra de Mejía Vallejo. De nuevo los títulos hablan de las obsesiones. Dos de sus obras las nombran: La novela La sombra de tu paso y el libro de cuentos Sombras contra el muro. En Tarde de verano, antes que los personajes están sus sombras. Así entiende la vida Paula Morales: «Y más importante que las mariposas, sus sombras sobre el enladrillado, sobre la cal de las tapias y las hojas del jardín: desde tiempo atrás había aprendido a ver, antes que las cosas, la sombra de las cosas... Son como los recuerdos».

Pero el mayor poder evocador lo tiene la canción. En su tremenda soledad, Eusebio busca en ella el refugio que le permite gritar su amor contenido, que le revive gratos momentos de la infancia, que le habla de seres cuyo recuerdo se resume en una tonada. Como en algún poema de Borges, la música es «misteriosa forma del tiempo». En la guitarra y la canción Eusebio encuentra el sosiego pero a la vez el tormento. Por eso, durante todo el relato resuena permanente la invocación de su voz pastosa. ¡LO IMPORTANTE ES LA CANCIÓN!

 

Juan Luis Mejía Arango Rionegro, julio de 1996.