GIROS
Noche
de concierto; pero nadie lleva trajes y ningún director de orquesta hace
inclinaciones frente al público. En la oscuridad, tratando de no enredarse con
los cables, los músicos corren hacia sus instrumentos y cada uno comienza a
tocar junto a los chiflidos y aplausos de los que se agrupan abajo. Euforia. El
cantante llega al micrófono y dice buenas noches, ya verán lo bien que la
vamos a pasar y se rasca la nariz, mientras los otros agudizan el ritmo y se
desplazan seguidos por el juego de las luces. Las muchachas comienzan a subirse
en los hombros y a saltar y a corear al compás de las notas que desprende el
bajo. «Kike, súbeme», le gritan a un joven que lleva el nombre grabado en la
parte trasera del pulóver. No hay respuesta; piensa en la probabilidad de una
broma y continúa el chasquear de sus dedos y las palmaditas con ritmo en una de
sus piernas, abstraído totalmente del bullicio y la pedantería. Domina los
giros menos perceptibles de la canción y los va tarareando; tropiezan, pasan
por su lado una y otra vez como si él no existiera. Acaso la razón de la
existencia tendría que ser sólo que grite y pronuncie en alta voz,
desorbitado, el nombre del cantante, piensa y recuerda que no pocas personas han
reflexionado sobre el modo de existir, termina sonriendo. Quizás ayer que no
hubo concierto Renato Descartes se hubiese colocado entre la sien y sus orejas
repitiendo: pienso, luego existo, pero usted también existe porque anda colgado
de una veintidós, en camiseta y short de flores, aunque vaya uno a saber en qué
usted piensa. Pues, en asegurarse las dos piernas en la escalerilla de la guagua
pidiendo dar un paso para atrás, que debe llegar vivo a MARIANAO, es de música
o muerte, hasta que cierran las dos hojas engrasadas de la puerta y los demás
no tienen más razón para colgarse, pero así permanecen; y yo soy menos feliz,
porque pienso (luego existo) vender una Remington que salta algunas letras o
canjearla por una guitarra a una joven que le gusta escribir versos muy largos y
no sé cómo va a verme sentado advirtiéndole que la zeta y la jota son las únicas
que saltan por no ser muy usuales en la lengua, problemas de semántica, tú
sabes y hacer dos chistes del transporte muy serio para dispararme entre hasta
luego, chao preciosa, ya nos vemos, esta vez con la mochila vacía y el
instrumento debajo del brazo. Luego, repetir antiguas madrugadas en los parques,
con la realidad de extraer música de una guitarra propia y poder sonarse la
nariz sin el temor de que alguien se moleste si toca sin secarse las manos.
Ahora vive reventándose las yemas en cualquier Casa del Té de Habana Vieja,
con un grupo de socios que hacen grandes poemas mitológicos para pasar el
tiempo desde la tarde hasta la tarde. No fuma, pero se acuesta con Ángela de
vez en cuando y ésta lo presentó a sus amigos para que lo conocieran y también
se ha quedado perplejo por la gran cantidad de poetas inéditos que existen y se
ha dado cuenta de que no es el único que lucha por revolucionar: dentro del
arte. Lo conoció por una amiga que estudia con su hermano en la Universidad. El
no es estudiante, pero conoce de filósofos y músicos de antaño. Primero le
gustó su blusa y luego madrugaron, ahora toca con ellos entre poema y poema,
pero en ocasiones dice que éste no es su mundo, que no nació para andar con
tantos locos de té frío. Y vuelve al día siguiente para tocarles lo compuesto
en esa madrugada, de paso termina acostándose con Ángela, prometiéndole lo
que nunca le pide, para volverse a perder. Así es Kike, el muchacho que cantó
el otro día, es amigo de ellos y como todos dicen promete llegar. Llegar a
levantarse temprano, porque en su casa no lo soportan un segundo más con ese
pelo largo haciendo ruido con la maldita guitarra, y si no consigue donde
trabajar va a tener que largarse con su música a otra parte, y nadie sabe a qué
parte, así que habló con un compañero del barrio, responsable de obras que le
dijo: ve por allá y ahí lo ven, dejándose llevar por las orientaciones de un
mulato viejo, porque él no era el primero que pasaba por allí dispuesto a
engullirse el mundo por unos días y luego la cintura, las ampollas y el siempre
padecí de la garganta terminaban por vencer. Llegar a levantarse temprano y no
quejarse a sus anchas delante de los otros, porque ha leído que en otros
tiempos, un hombre como él, hacía poemas y se juntaba los domingos con la
mezcla y con la zafra y con el banco y quién sabe si hasta en una que otra
madrugada que no recogen los documentales, rodeando una guitarra, haya escrito
canciones, con las manos ampolladas, así como él ahora muy dichoso de que el
ruido que antes molestaba a su familia, esté sirviendo para que queden
completamente dormidos sin siquiera una protesta. Incluso han llegado a
proponerle recortes de periódico que contienen concursos musicales y le
alientan los domingos entre tragos, llegando a comprender que en esa música,
algo nuevo reclama nacimiento. Por eso ahora, en el concierto, cuando le vuelven
a gritar: «Kike, súbeme», quizás pueda imaginarse que él no es Kike, ni que
forma parte del mundo que aplaude. Irá a la micro brigada y saludará a los
compañeros y hasta cantará y sudará para ellos, recordando viejos tiempos.
Ahora sonríe con ganas de morirse de dicha, de espaldas a los instrumentos y
seguido por las luces, invitando a corear un estribillo. Cuando concluye la
tercera canción, corre y detrás de la banqueta tantea un vaso de cristal para
tomarse un trago. Lo aplauden más. Entonces los mira a todos y de un golpe
lanza al público el pulóver con Kike grabado en las espaldas y dice que es un
recuerdo de esta noche, dando paseítos desarticulados por la zona más cercana
a los brazos que tratan de tocarlo. Brotan los carteles en contra de la guerra,
la pereza y la ingratitud. Kike grita que se siente muy bien y llegan
retundantes los chiflidos con aplausos, el regocijo de las muchachas arqueadas
sobre hombros, abrazos y la inquietud radiante de una foto que era símbolo de
todas las virtudes. Así entonan la próxima canción. Kike dice que es un
estreno; canta sobre la mala suerte del que puede morir en su pistola sin
quererlo. Hace un paréntesis y recuerda las matanzas en las ciudades que se
acoplan para los incendios, pero se rasca la nariz y dice que no obstante la
vida cambiará. Aplauden y aplauden. Kike mueve las manos, alguien lucha por
tocarlo y le pide que le suba; él la recuerda, se le acerca sonriente y se
inclina, «Kike, súbeme», vuelve a decirlo y no lo piensa, le sostiene la mano
con su mano, en la otra la guitarra, pide que no haga ruido, que hay escalones
que delatan a cualquiera y en estos días está en baja con los viejos, por lo
del pelo largo y vaya, si tuviera al menos cinco pesos no la hubiese traído aquí,
pero bueno qué vamos a hacer, ya vendrán tiempos mejores…
Alberto Guerra Naranjo - La Habana, 1961