PENSANDO EN TI
De
"Chocolate
caliente para el Alma de la Pareja
Vivir
en los corazones que dejamos atrás significa no morir
Thomas
Campbell
La de Sophie
apenas se veía en medio de la gris luz invernal del cuarto de estar. Ella
dormitaba en el sillón de brazos que le había comprado Joe para su aniversario
cuarenta. La habitación estaba cálida y silenciosa. Afuera, nevaba un poco.
A la una y
cuarto, el cartero dobló la esquina de la calle Allen. Estaba atrasado en su
ruta, no por la nieve, sino porque era el día de San Valentín y había más
correo que de costumbre. Pasó frente a la casa de Sophie sin levantar la vista.
Veinte minutos más tarde, subió de nuevo a su camioneta y partió.
Sophie se movió
un poco que el vehículo del correo se alejaba, luego se sacó los anteojos y se
pasó por la boca y los ojos el pañuelo que siempre llevaba en la manga. Se
levantó, usando el brazo del sillón como apoyo, se enderezó lentamente y alisó
la falda de su vestido de entrecasa verde oscuro.
Sus pantuflas
hicieron un ruido suave al arrastrar ella los pies sobre el piso desnudo, camino
a la cocina. Sophie se detuvo frente a la pileta para lavar los dos platos que
había dejado sobre la mesada después del almuerzo. Luego llenó un vaso de plástico
con agua hasta la mitad y tomó sus píldoras. Era la una y cuarenta y cinco.
Había una
mecedora en la sala, frente a la ventana. Sophie se acomodó allí. En media
hora más los chicos comenzarían a pasar en dirección a sus casas, después
del colegio. Sophie esperó, hamacándose y contemplando la nieve.
Los varones
vinieron primero, como siempre, corriendo y gritando cosas que Sophie no podía
oír.
Ese día hacían
bolas de nieve mientras caminaban y se las arrojaban unos a otros. Una bola de
nieve no llegó a su objetivo y chocó con violencia contra la ventana de
Sophie. Ella se echó hacia atrás enseguida, y la mecedora se deslizó más del
borde de la alfombra rústica ovalada.
Las chicas
holgazaneaban detrás de los varones, de a dos y de a tres, cubriéndose la boca
con sus manos enguantadas mientras emitían risitas nerviosas.
Sophie se
preguntó si se estarían contando cuántos mensajes de San Valentín había
recibido en la escuela. Una chica muy bonita, de largo cabello castaño, se
detuvo y señaló la ventana desde donde Sophie escondió la cara detrás de la
cortina, de repente cohibida.
Cuando volvió a
mirar hacia fuera, los chicos ya se habían ido. Hacía frío junto a la
ventana, pero permaneció allí, observando cómo la nieve cubría las huellas
de los colegiales.
La camioneta de
un florista desembocó en la calle Allen. Sophie la siguió con los ojos. Se movía
lentamente. Dos veces se detuvo y volvió a avanzar.
Luego el
conductor estacionó frente a la casa de la señora Mason, su vecina.
“¿Quién le
enviará flores a la señora Mason?- se preguntó Sophie-. ¿La hija de
Wisconsin? ¿ O su hermano?. No, su hermano está muy enfermo. Debe de ser su
hija. Que gentil de su parte”.
Las flores
hicieron que Sophie pensara en Joe y, por un instante, ella dejó que el
doloroso recuerdo la invadiera. Al día siguiente era quince de febrero.
Habían pasado
ocho meses de su muerte.
El florista
estaba llamando a la puerta de la señora Mason. Llevaba una larga caja roja y
verde, una tablilla para hacer anotaciones. Parecía que no que no había nadie
en casa. ¡Claro!. Era viernes, y la señora Mason tejía en la iglesia los
viernes por la tarde. El repartidor miró a su alrededor, luego se dirigió a la
casa de Sophie.
Ella se
levantó de la mecedora con
algo dificultad y se paró junto a la cortina. El hombre golpeó. Las manos de
Sophie temblaban cuando se arregló el pelo. Llegó al vestíbulo delantero al
tercer golpe.
-¿Sí?- dijo,
espiando por la puerta ligeramente entreabierta.
-Buenas tardes
señora- respondió el hombre en voz bien alta-. ¿Aceptaría una entrega en
nombre de su vecina?.
-Sí- dijo
Sophie, mientras abría bien la puerta.
-¿Dónde quiere
que las ponga?- preguntó el hombre con cortesía, al entrar en la casa.
-En la cocina,
por favor. Sobre la mesa.
El hombre le
parecía muy grande a Sophie. Casi no alcanzaba a verle la cara entre la gorra
verde y la espesa barba. Sophie se alegró de que se fuera enseguida y cerró la
puerta detrás de él.
La caja era tan
larga como la mesa de la cocina. Sophie se acercó y se inclinó para leer la
etiqueta: “CASA NATALIE” – Flores para todas las ocasiones”.
El poderoso
perfume de las rosas la envolvió. Cerró los ojos y respiró con más lentitud,
imaginando unas rosa amarillas. Joe siempre las había elegido de ese color.
“Para mi rayo de sol”, decía, al presentarle un ramo fuera de lo común. Reía
complacido, la besaba en la frente, luego le apretaba las manos entre las suyas
y le cantaba “Eres mi rayo de sol”.
Eran las cinco
de la tarde cuando la señora Mason llamó a la puerta de Sophie. Ella estaba aún
junto a la mesa de la cocina. Pero, ahora, la caja con las flores estaba abierta
y Sophie sostenía delicadeza las rosas sobre su falda, balanceándose
ligeramente mientras acariciaba los
delicados pétalos amarillos. La señor Mason
volvió a golpear pero Sophie no la oyó, y al cabo de unos minutos la
vecina se marchó.
Sophie se levantó
poco después, dejando las flores sobre la mesa de la cocina. Tenía las
mejillas sonrojadas. Arrastró un banco sobre el piso de la cocina y sacó un
florero de porcelana blanca del estante más lato de la alacena. Con una copa,
llenó el florero de agua, luego, tiernamente, arregló las rosas y las hojas y
llevó todo al cuarto de estar.
Sonreía al
llegar al centro de la habitación. Dio una media vuelta y comenzó a inclinarse
y girar en pequeños círculos lentos. Con pasos livianos, llenos de gracia,
recorrió el cuarto de estar, fue a la cocina, al vestíbulo, y volvió. Bailó
hasta que se le aflojaron las rodillas, entonces se dejó caer en el sillón de
brazos y se durmió.
A las seis menos
cuarto, Sophie se despertó sobresaltada. Alguien estaba golpeando, esta vez en
la puerta trasera. Era la señora Mason.
-Hola Sophie –
dijo su vecina -. ¿Cómo está?.
Golpeé a las
cinco y me preocupé un poco cuando no contestó. ¿Estaba durmiendo una siesta?
– Siguió parloteando mientras se limpiaba las botas
en el felpudo de la entrada, para luego entrar en la casa.
-Odio la nieve,
¿ y usted? En la radio dicen que
tendremos quince centímetros hacia la medianoche, pero uno nunca puede confiar
en ellos, ya se sabe.
¿Recuerda el
invierno pasado, cuando pronosticaron doce centímetros y tuvimos treinta? ¡Treinta!
Y dijeron que ese año sería más suave. ¡Ja! Hace semanas que la temperatura
no sube a más de cero.
¿Sabe que el
mes pasado mi cuenta de combustible fue de 263 dólares? ¡Por mi casita!.
Sophie la
escuchaba a medias. De repente había recordado las rosas y se estaba poniendo
roja de vergüenza. La caja de flores vacía estaba detrás de ella, sobre la
mesa de la cocina. ¿Qué le diría a la señora Mason?
-No sé cuanto
tiempo más voy a poder seguir pagando las facturas. ¡Ojalá! mi Alfred, que
Dios lo bendiga, hubiera sido tan cuidadoso con el dinero como su Joseph!
¡Joseph! ¡Oh, caramba! Casi me olvido de las rosas.
Las mejillas de
Sophie ardían. Empezó a tartamudear una disculpa, haciéndose a un lado para
que se viera la caja vacía.
-Ah, qué bien
– la interrumpió la señora Mason – Ya puso las flores en agua. Entonces
vio la tarjeta. Espero que no la haya sobresaltado ver la letra de Joseph. Él
me pidió que le trajera las rosas el primer año, así yo podía explicarles en
su nombre. Joseph no quería alarmarla. Su “Fondo para rosas “, creo que lo
llamó. Lo arregló todo con el florista el pasado mes de abril. Un hombre tan
bueno su Joseph...
Pero Sophie había
dejado de escuchar. Su corazón latía a toda velocidad cuando ella tomó el
pequeño sobre blanco en el que antes no había reparado. Había estado junto a
la caja de flores todo el tiempo. Con manos temblorosas, sacó la tarjeta.
“Para mi
rayito de sol – decía -. Te quiero con todo mi corazón. Trata de estar
contenta cuando pienses en mí. Con todo mi amor, Joe”
Alicia von Stamwitz