UNA TIERNA CARICIA

  

De "Chocolate caliente para el Alma De Las Parejas

 

 Lo que viene del corazón, toca el corazón

Don Sibet

  

Michael y yo no nos dimos cuenta que la camarera había venido y había puesto los platos sobre la mesa. Estábamos sentados en un pequeño restaurante alejado del alboroto de la calle Tres, en Nueva York.  Ni siquiera el aroma de nuestros panqueques rellenos, recién llegados, resultó un impedimento para nuestra entusiasta charla. De hecho, los panqueques permanecieron hundidos en su crema durante bastante tiempo. Estábamos disfrutando demasiado como para pensar en comer.

La conversación, aunque no profunda, era vivaz.

Nos reímos al recordar la película que habíamos visto la noche anterior, y no estuvimos de acuerdo acerca del sentido del texto que acabábamos de leer para nuestro seminario de literatura. Él me habló del momento en que había dado el drástico paso hacia la madurez al convertirse en Michael y negarse a seguir respondiendo al nombre de “Mikey”. ¿Había sido a los doce o a los catorce años? No lo recordaba, pero sí recordaba que su madre lloraba y que había dicho que él estaba creciendo con demasiada rapidez. Mientras nos dedicábamos a nuestros panqueques de arándanos, yo le hablé de los arándanos que mi hermana y yo solíamos recoger cuando íbamos a visitar a nuestros primos al campo. Recordaba que siempre terminaba los míos antes de volver a la casa, y mi tía me prevenía acerca de algún fuerte dolor de estómago. Por supuesto, nunca tuve ninguno.

Mientras nuestra dulce conversación continuaba, mis ojos recorrieron el restaurante y se detuvieron en un pequeño reservado donde estaba sentada una pareja de edad. El vestido floreado de la mujer parecía tan falto de color como el almohadón donde ella había apoyado su gastada cartera. La cabeza calva del hombre brillaba tanto como el huevo duro que estaba comiendo a pequeños bocados. Ella también comía su avena con una lentitud casi tediosa.

Pero lo que me llevó a pensar en ellos fue su imperturbable silencio. Me pareció que un vacío melancólico invadía aquel pequeño rincón. Mientras mi charla con Michael fluctuaba de risas a susurros, de confesiones a opiniones, la intensa quietud de aquella pareja me llamó la atención. “Qué triste –pensé- haberse quedado sin cosas para decir. ¿No hay otra página que hayan vuelto todavía en la historia de cada uno? ¿Y si eso nos pasa a nosotros?”

Michael y yo pagamos nuestra modesta cuenta y nos levantamos para salir del restaurante. Cuando pasamos junto al rincón donde se encontraba la pareja de edad, por casualidad se me cayó la billetera.

Al inclinarme para recogerla, vi que sus manos libres estaban suavemente entrelazadas. ¡Habían estado de la mano todo ese tiempo!

Me incorporé y me sentí puesta en mi lugar por el simple pero profundo acto de unión que había tenido el privilegio de observar. La caricia de aquel hombre recibía de los dedos cansados de su esposa, llenó no sólo lo que yo había percibido como un rincón emocionalmente vacío, sino también mi propio corazón. El de ellos no era el silencio incómodo cuya amenaza uno siempre presiente detrás de una respuesta ingeniosa o el final de una anécdota en una primera salida. No, el de ellos era un estado de calma y serenidad, un amor gentil, consciente de que no siempre se necesitan palabras para expresarse.

Probablemente habían compartido esa hora de la mañana durante largo tiempo, y tal vez ese día no era distinto al de ayer, pero se hallaban en paz con respecto a eso, y también el uno con el otro.

Tal vez, pensé, mientras Michael y yo salíamos de allí, no iba a ser tan malo que algo similar nos pasara a nosotros algún día. Tal vez, incluso fuera agradable.

 

Daphna Renan