EN
LA CELDA
Cuando
apareció por primera vez, sentí una sensación admonitoria, como de viejo
augurio cumplido. Todo en ella delataba su conjura contra mí, sabia que a
partir de aquel momento no podría escapar a mi desgracia.
Nos
acomodamos en mi estrecho cuarto como pudimos, no le pregunté como había
llegado, ella no me preguntó como había vivido, firmamos un tácito acuerdo de
complicidad, era la única manera de sobrevivir.
Pero
el acuerdo no resultó equitativo, no por culpa de ella, sino por culpa mía, yo
necesitaba de alguien en mi vida, pero no de cualquier manera, lo necesitaba de
manera absorbente, ella así lo entendió, por eso no puedo culparla de nada, si
acaso hay un culpable, ese soy yo.
Diría
que ella se limitó a complacerme, desde ese punto de vista, fue una gran compañera,
casi una amante ideal.
Por
los hechos posteriores, al menos como los dio a conocer la prensa, podría
pensarse que nuestra intimidad era algo turbulenta, truculenta, sin embargo,
ahora puedo afirmar que fue una relación inocente. Sí, inocente, pues, ella
conocía esa otra parte de mí que me repugnaba por sucia y con un gran sentido
de la caridad dedicaba los mejores instantes de nuestra intimidad a complacerla.
Me asustaba su proceder, me reprochaba el permitirle hacerlo, sabía que con eso
caía en sus manos, entregaba mis armas, a veces llegaba a detestarla, pero el
placer era superior a mí, a mis intenciones. Su actitud en esos momentos me
remitía a su pasado, no podía imaginarla distinta de una puta, entonces me
sentía despreciable, rebajado al nivel de mi propia existencia.
Después
de esos momentos me sentía débil, incapaz de expulsarla, sabía que me
destruiría, que me acercaría al final, pero también sabia que no podría
evitarlo.
Estaba
vencido y ella lo sabia, se regodeaba con su victoria, jugaba con su dominio,
era un juego peligroso, pero ella no lo creía así, me consideraba un ser
inofensivo y sin embargo dispuesto a proteger. Fue su exceso de confianza en mí,
lo que la perdió, cuando lo comprendió ya era demasiado tarde, su suerte ya
estaba echada.
Muchas
veces quise tirarle sus trapos a la calle, pero su sumisión me vencía, quería
hacerle comprender que lo hacia por ella, por su seguridad, pero las palabras no
me alcanzaban, ella interpretaba esto como impotencia, como dominio de ella
sobre mí y quizás se reía en su interior, quizás se burlaba de mí, estaba
muy equivocada. Tal vez no estaba equivocada, tal vez estaba en lo cierto y el
equivocado era yo, por eso cuando lo comprendí, no quise darle la razón y
entonces cometí el acto supremo, el único acto que podría darme la razón.
La
vez que llamó un hombre preguntando por ella no quise averiguar quién era ni
qué quería, estábamos en una lucha sin cuartel y la indagación podría
perderme, así que la golpeé salvajemente, con ruindad, sin inmutarme. Después
de la paliza ella siguió limpiando el cuarto tranquilamente, me desplomé sobre
la cama, había cometido un gran error, ahora si estaba perdido, le había dado
su primer gran triunfo sobre mí, ahora ya nada podría salvarme.
Desde
ese día empecé a temerle, progresivamente fui sintiendo un gran temor, empezó
a asustarme su presencia, los días se me fueron llenado de pánico.
Segura
de su dominio se paseaba de manera amplia por el cuarto, yo trataba de ocupar el
menor espacio posible, por regla general siempre me recogía en un rincón, no
quería alterar su espacio, ni interrumpir su peregrinaje hacia todas mis cosas.
En
aquellos momentos deseaba con fervor una excusa para matarla, la presencia de un
amante por ejemplo, sin embargo, sabia que no tendría fuerzas para cumplirlo,
su pródigo desdén me desarmaba.
Una
vez intente el contraataque, ocurrió en la noche, me deslice como una babosa
por junto a su cuerpo, intente sujetarle los muslos desnudos pero la humedad y
el calor de su sexo tan próximo a mis manos me obligó a la retirada, sentí
temor de perder mi dominio personal, luego inicie el ataque por los hombros, me
sentía mas seguro por estos lados, recorrí su espalda y sus caderas, un ligero
estremecimiento de sus labios me indico que ganaba terreno, cuando abarqué su
vientre con mis manos, su piel se deshizo en un tenue oleaje continuo de rítmicas
sensaciones de colores sin mirar y fragancias sin oler, no pude resistir, me
hundí en aquellas carnes húmedas hasta el final; qué me importaban orgullo,
dignidad o seguridad personal, podía perder la vida allí mismo, no me
importaba, me habría sentido glorioso; había iniciado un viaje sin retorno por
el río de la degradación.
Cuando
desperté me sentí despreciable. Creo que llovía, al menos yo tenia húmedos
los huesos. La mire con horror, nunca antes me había parecido tan dominante,
era como un montón de redondeces que amenazaban con venirse encima. Con temor,
casi con veneración me escurrí por entre la cobija, cuando alcance el suelo,
una alegría infinita me acelero el corazón.
Me
observé en el espejo, sobrevivía, había sobrevivido a aquella tentativa
sobrehumana para mí, esto me llenó de valor y de esperanza, seguramente saldría
con vida de aquella encrucijada, en que me había metido.
Pero
esa frágil tentativa de libertad no borró el miedo que sentía por la mujer,
como habría sido mi deseo, antes por el contrario lo agudizó más, ya no me
atrevía a insinuarle nada de nada, ella se fue apoderando de mis cosas, empezó
a determinar mis acciones, a regularlas, no era difícil para ella, mis acciones
eran bien pobres por lo demás, no tenía mucho en que esparcir mis deseos, en
realidad todo se circunscribía al espacio que ella ocupaba, tal vez por eso se
sentía en la obligación de ordenármelo todo.
Cuando
yo intentaba decirle algo, recriminarle algo, me miraba con ojos apacibles, con
ojos cansados de comprender, su respiración me recordaba el pacto inicial,
pacto que yo había roto en la creencia de ser capaz de tener una mujer,
entonces no me quedaba otra alternativa distinta a callarme.
Una
vez más sentí ganas de tirarla a la calle sin explicarle nada, no quise
meditar mi resolución, simplemente cogí sus vestidos y los arroje a la calle,
me miró con ojos llenos de compasión, su mirada decía que lo entendía todo,
su actitud al empezar a recoger sus cosas mostraba un ser infinitamente
culpable, un ser que se sentía infinitamente despreciable, no pude soportar esa
visión, rápidamente recogí sus vestidos de la calle para luego acomodarlos en
el sitio que ocupaban en la habitación, me reprochaba a mi mismo este gesto de
debilidad, sabia que me estaba perdiendo, que me estaba hundiendo hasta que no
quedara de mí más que una superficie grasienta por medio de la cual se podría
adivinar que allí había existido un hombre, pero no podía evitarlo.
Me
consolaba y trataba de justificar mi situación diciéndome que vivía emociones
fuertes, en realidad la única emoción fuerte era el miedo. Tuve que confesarme
que el miedo siempre lo había experimentado, por eso no era una emoción
fuerte, puesto que no era una sensación nueva, ya que todo lo nuevo es lo que
sentimos como fuerte.
Desde
ese día todo fue un infierno para mí, había perdido la excusa principal para
justificarme, si acaso, sería un cobarde y sin embargo esto tampoco era nuevo,
pues, siempre había sido un cobarde y ella estaba ahí para recordármelo,
ahora lo comprendía todo, ahora comprendía el porque de mi miedo hacia ella,
no era por su posesión violenta a través de la sumisión, no era que ella me
hubiera quitado mi espacio, simplemente ella, desde que había llegado se había
convertido en el hecho permanente que recordaba mi cobardía, mi incapacidad, mi
inutilidad, ahora estaba todo claro, ahora solo restaba negar todo ello con un
acto supremo que me reivindicara ante mí mismo, así que tome un cuchillo, el
de la cocina, entre otras cosas, y la maté.
Sí,
la maté, no podía soportarla un día mas como el espejo de mi decadencia, de
mi realidad interior.
Ella
simplemente trataba de sobrevivir, yo era su plato de comida diario, sin embargo
¿no es esto más cruel todavía? es mejor no pensar más, ya no vale la pena
reflexionar sobre eso, después de todo... después de todo ya es de día y creo
que no ha cambiado mucho mi vida, por eso no me asusta mi situación actual, ya
tengo algo definido, muchos años en prisión.
Edgar Samboní Andrade – Colombia