UNA
LUZ AL FINAL DEL LARGO TÚNEL
Tenía
que pasar unos días en casa de sus padres. Su madre había ingresado otra vez
en el hospital y su padre, preocupado, la había llamado. Ella no podía ignorar
esa implícita petición de ayuda; ni lo deseaba tampoco. Eran sus padres y debía
ayudarles en todo lo que pudiera, a pesar de la opinión contraria de su marido.
Ella, su única hija, debía corresponder a los desvelos y cuidados que le habían
dedicado durante toda su vida. Era justo corresponderles en la medida que
pudiera y ellos necesitaran. Pero se encontraban tan lejos que a veces pasaban
meses sin verlos. Ahora, con su madre hospitalizada y su padre asustado y
perdido al perder el apoyo que su esposa le brindaba, no podía dejar de ir.
Pero Juan no comprendía eso, al igual que no entendía tantas cosas.
Paula
estaba agotada. No había podido descansar después de comer, como era su
costumbre, debido a los preparativos para el viaje y a su deseo de dejarlo todo
ordenado en casa para que no se notara tanto su ausencia. Por si todo ello no
fuese suficiente para agotarla, la tarde se presentó muy movida en la tienda y,
además, había tenido que ir andando a la estación al no encontrar un taxi en
aquella lluviosa y destemplada tarde.
Decidió
reservar una litera por teléfono; no le apetecía pasarse toda la noche
dormitando en un asiento por muy cómodo que éste fuese, a pesar de presentir
que no podría conciliar el sueño.
Cada
vez le costaba más trabajo dormirse. No sabía si debido a los problemas y
discusiones que últimamente habían aumentado, a los ronquidos de su marido o a
ambas cosas. Intentó mudarse a una habitación para ella sola con el pretexto
de no molestarle, pero Juan se había negado rotundamente alegando que una mujer
debe dormir siempre con su marido en la misma cama. Después de ello decidió no
insistir y sobrellevar el problema con resignación ya que éste era el menos de
los que le inquietaban.
La
estación estaba atestada de gente. Parecía como si todo el mundo hubiese
decidido viajar el mismo día, a la misma hora y, se temía, precisamente en el
mismo tren. Abundaban, sobre todo, los soldados que cumplían el servicio
militar en aquella pequeña ciudad costera y que marchaban a pasar el fin de
semana con sus familias o, tal vez, a parar esos días libres en alguna ciudad más
bulliciosa y con mayores atractivos lúdicos que la pequeña y tranquila población
en la que les había tocado desempeñar su deber de servir a la Patria.
Incluso
los había que se marchaban con su licencia definitiva, lo que se apreciaba en
la euforia de sus rostros y en lo abultado de su equipaje.
No
encontró sitio libre en la estación donde poder descansar sus doloridos pies
después de la caminata y tuvo que permanecer de pie la casi media hora que
restaba para la salida del tren. Cuando al fin pudo subir, se dirigió
directamente al coche restaurante con la intención de tomar alguna cosa antes
de retirarse a su litera e intentar descansar; al día siguiente, cuando llegara
a Barcelona, pensaba marchar directamente al hospital y pasar allí todo el día,
relevando a su padre de esa tarea.
Cuando
se sentó en una mesa con el bocadillo y el vaso de leche ante ella, se sintió
repentinamente débil, abatida e inexplicablemente desdichada.
Pensó
en sus hijos, a los que no había visto desde la mañana cuando los despidió
para el colegio. Recordó también la discusión con Juan a la hora de la
comida, surgiendo otra vez las dudas que siempre la torturaban y que su marido
se encargaba de incrementar recordándoselo a cada momento. ¿Era una buena
madre o, por el contrario, era tan egoísta que prefería su propio placer al
bienestar de sus hijos?.
Ciertamente
pasaba demasiado tiempo sin verles. Por las mañanas los dejaba en la parada del
autobús, no los veía al mediodía, pues ellos se quedaban a comer en el
colegio y, cuando ella regresaba de su trabajo, apenas tenía tiempo de verles
un rato antes de acostarlos. Juan siempre le reprochaba estas ausencias. Le hacía
sentir culpable por abandonar a sus hijos tanto tiempo, la recriminaba casi a
diario, hasta el punto que ya no le escuchaba, aunque no por ello se sentía
menos dolida.
Juan
no comprendía que ella necesitaba trabajar fuera de casa; no podía soportar el
estar todo el día sin ver a nadie, sin relacionarse con otras personas fuera
del escueto circulo de su familia, hasta enloquecer de aburrimiento y soledad. Sí,
podría apuntarse a algún gimnasio o a cualquier curso de manualidades y pasar
el tiempo charlando con las amigas de temas vacíos e inútiles; pero eso no la
satisfacía. Pensaba que si ella no era feliz, no lograba sentirse totalmente
realizada, trasmitiría su desdicha a sus hijos y los culparía por su
infelicidad, resultando de ese modo todos perjudicados. En cambio, aunque pasaba
pocas horas en casa con ellos, éstas eran horas de entrega absoluta, de total y
feliz dedicación a sus hijos. Ellos lo percibían y, aunque ahora no supiesen
apreciarlo, pensaba que con el tiempo se lo agradecerían.
Lo
de Juan era más problemático. ¿Que pasaba con él?. ¿Acaso ya no le amaba?.
Se habían casado enamorados. Habían sido felices al principio, antes de que la
apatía se instalara fuertemente en sus vidas y la pasión desapareciese, dando
paso al hastío y la incomunicación. Habían pasado varios meses desde la última
vez que hicieron el amor.
Juan
siempre estaba cansado, nunca tenía ganas y, cuando en alguna rara ocasión se
le ocurría poseerla, casi siempre coincidiendo con alguna celebración familiar
en la que había terminado bebiendo demasiado, lo hacía rápidamente, sin
ocuparse de ella, dejándola insatisfecha y frustrada. Paula ya se había
acostumbrado a satisfacer sus necesidades sexuales en solitario e incluso se
sentía aliviada de que no le exigiese muy a menudo sus deberes matrimoniales.
Se
había preguntado repetidas veces si él tendría una amante. No podía terminar
de creer que Juan, tan apasionado durante los primeros años de su matrimonio en
los que todo le parecía insuficiente y nunca parecía encontrarse saciado, se
hubiese vuelto tan apático. Era cierto que llevaban catorce años de matrimonio
y se conocían demasiado bien, mas eso no era excusa para que ya no la deseara,
para que ya no la considerara atractiva.
Pero
Juan siempre estaba enfadado, siempre recriminándola por la escasa atención a
sus hijos, a su casa, a su propia persona. A ella le dolía eso; no se lo merecía.
Hacía todo lo que podía por agradarle, por llevar la casa, por no descuidar un
detalle. Se consideraba buena madre, buena ama de casa, hasta buena esposa,
aunque él no la viera como tal, y lo único que pedía era que la dejase
continuar con su trabajo, con aquellas horas de expansión en la librería donde
estaba contratada, entre sus libros y su gente. Sólo pedía eso, pero Juan
estaba poco dispuesto a concederle aquel pequeño trozo de felicidad.
Aquel
mediodía, uno de los pocos en los que venía a comer a casa, habían vuelto a
discutir del tema. Había vuelto a escuchar sus recriminaciones, a percibir su
intolerancia, su falta de sensibilidad, su desamor; y ella había vuelto a
sentirse frustrada, vacía, infeliz.
-
Disculpe, ¿me puedo sentar?.
Paula
volvió la cabeza, desviando la vista de la ventana donde había estado
observando las negras sombras exteriores tan similares a su propio estado de ánimo,
y la fijó en aquel joven y atractivo rostro masculino que le sonreía.
-
¿Me puedo sentar? - repitió él, tras advertir la incomprensión en el rostro
de la mujer.
-
Sí, sí. Lo siento, no le había oído.
Paula
regresó de golpe de las oscuras profundidades en las que estaba sumida y estudió
con interés al hombre que se había sentado ante ella. Era joven y muy
atractivo. Rubio, con un magnífico cuerpo y de elevada estatura. No debía
superar en muchos los veinte años y parecía simpático y atrevido.
-
Perdóneme si la molesto, pero no queda ningún otro sitio libre.
-
No se preocupe; no me molesta.
Ella
continuó mirándole mientras se quitaba la cazadora vaquera y se acomodaba en
la silla.
Era
realmente atractivo, de anchas espaldas y breves caderas, que los ceñidos
vaqueros se encargaban de resaltar. Pero lo que más llamó su atención fue su
plano y musculoso vientre. Estaba acostumbrada a la oronda curva del vientre de
su marido que ya había olvidado lo que se sentiría al deslizar las manos por
esa tersa planicie cubierta, según imaginaba, de suave y rizado bello.
Con
un movimiento rápido de cabeza trato de ahuyentar esos peligrosos pensamientos,
volviendo a fijar la mirada en la negrura exterior y a concentrarse en sus
problemas.
-
Será una fría noche, ¿no cree?.
La
voz del chico la volvió a sobresaltar. Parecía dispuesto a entablar conversación,
pero ella no tenía ganas de hablar y, aunque le parecía simpático y tenía la
certeza de que pasaría un agradable rato a su lado, decidió que era más
sensato marcharse y fumar un último cigarrillo en la plataforma antes de
retirarse a su litera e intentar conciliar el sueño.
-
Sí, eso creo -le respondió con una sonrisa mientras guardaba el tabaco en el
bolso y recogía la nota para pagarla, a la vez que comenzaba a levantarse.
-
¿Se marcha ya?- se sorprendió él al observar sus movimientos.- La he
molestado con mi presencia, ¿no es cierto?. Deseaba estar sola.
El
tono apenado de su voz y el triste reflejo de sus claros ojos la hicieron dudar.
Parecía realmente desolado. Se le veía tan triste y confundido que
inmediatamente sintió una oleada de ternura invadiéndola y una agradable
sensación de placidez. Se volvió a sentar mientras le sonreía.
-
No, no es eso- mintió. Volvió a sacar el tabaco del bolso y le ofreció un
cigarrillo.-
Pensaba
retirarme ya, pero me he dado cuenta que aún es pronto para tenderme en la
litera.
-
Me alegro, así podremos charlar un rato- sonrió feliz.- Yo también viajo en
litera. Puede que estemos en el mismo departamento.
Estuvieron
charlando durante una hora más, hasta que cerraron el coche restaurante, y
continuaron en la plataforma mientras el encargado de las literas preparaba las
suyas, ambas en el mismo departamento.
Durante
todo el tiempo el chico le fue contando su vida a grandes rasgos. Era simpático
y divertido. Ella se encontró riendo en varias ocasiones sus graciosas
ocurrencias. Se llamaba Daniel, tenía veintitrés años y acababa de
licenciarse de su servicio militar. Se marchaba a casa donde le esperaba su
familia y un puesto de trabajo en el bufete de abogados de su tío, cuando
aprobara la última asignatura que le quedaba de la carrera. No, no le esperaba
ninguna novia. Tenía muchas amigas, pero aún no había encontrado su mujer
ideal; ni tenía prisa en encontrarla. Se encontraba maravillosamente libre en
su estado actual y no deseaba complicarse la vida antes de tiempo. Le habló de
sus proyectos, de sus ilusiones y esperanzas. Paula le envidió esa energía,
esa confianza en el futuro. Tenía toda la vida por delante; empezaba a vivir y
era libre. En cambio ella se encontraba atrapada en un matrimonio desastroso que
parecía una cadena perpetua. Si ella pudiera volver a ser libre; si pudiera
volver a ser dueña de su existencia.
Daniel
adivinó, a pesar de lo poco que ella le contó de su propia vida, que no era
feliz. Esa mirada ausente, esa sonrisa triste que había observado durante toda
la noche, delataban que algo la afligía. No podían ser sus hijos, pues cuando
se refería a ellos sus ojos se iluminaban, ni tampoco su trabajo en el que
parecía sentirse muy satisfecha. Sólo podía tratarse de su matrimonio. En las
breves referencias a éste, la tristeza se había acentuado en su rostro. Era
obvio; su matrimonio no andaba bien y ella estaba amargada por esa causa.
Había
conseguido hacerla reír con algunas anécdotas de su vida militar, pero esa
expresión de tristeza no se borraba de su rostro ni con la más amplia de las
sonrisas.
Era
muy atractiva. Se había fijado en ella nada más entrar en la estación y la
deseo desde ese mismo momento, teniendo que reprimirse en más de una ocasión
para evitar abrazarla, sobre todo al despedirse, cuando había detectado ese
brillo de sensualidad en sus ojos.
Sabía
que ella también lo deseaba y esa certeza, junto con su proximidad y su propia
excitación, le impedían conciliar el sueño. Tenía que intentarlo. Era
demasiado peligroso, pero a él nunca le habían asustado los riesgos. Ahora era
el momento preciso; los demás ocupantes del vagón estaban dormidos y con las
cortinas cerradas.
Paula
sintió un agradable cosquilleo en el bajo vientre y una lánguida sonrisa curvó
su boca. El sueño era tan agradable y real que no le hubiera importado no
despertar nunca. La mano que había estado acariciando su seno hasta endurecerle
los pezones, estaba bajando por su cadera derecha y describía amplios y lentos
círculos en esa zona. Por otra parte, una suave y tibia lengua estaba lamiendo
exquisitamente su oreja.
Un
gemido se escapó de sus labios; era un sueño tan real que notó como se
humedecía entre las piernas e imprimía unos involuntarios movimientos a sus
caderas para acompasarlos a los de aquella cálida mano. Ésta se volvió más
osada. Abandonó su muslo para posarse en su vientre y comenzar a desabrocharle
el pantalón y bajarle la cremallera, mientras a aquella experta lengua se unían
unos labios igual de sensuales que le besaban delicadamente el cuello. En su sueño
no conseguía ver el rostro de su delicioso amante, mas estaba segura de que no
era su marido; él nunca había sido tan tierno ni habilidoso.
Cuando
notó que los pantalones se deslizaban por sus piernas, comenzó a dudar de la
veracidad del sueño; era demasiado real, demasiado placentero. Al mismo tiempo,
una voz tenue que reconoció enseguida, le estaba murmurando tiernas palabras al
oído. No le quedó ninguna duda: era él, Daniel. Estaba allí, en su litera, y
pretendía hacerle el amor. Dio un respingo, ya despierta totalmente, e intentó
separarse. Él la sujetó con fuerza, al tiempo que le susurraba:
-Por
favor, no me rechaces. Te deseo tanto, te necesito tanto que, si no te poseo en
este mismo momento, voy a volverme loco.
Paula
fue relajándose poco a poco, aunque su mente se negaba a ceder totalmente al
fuerte deseo que su cuerpo sentía. No podía engañar a Juan, y menos con un
chico mucho menor que ella y al que hacía pocas horas que había conocido. Pero
era tan agradable sentirse necesitada, deseada, que todos sus prejuicios morales
se iban derrumbando al tiempo que aquella exquisita mano la acariciaba cada vez
más íntimamente, provocándole deliciosas sensaciones olvidadas mucho tiempo
atrás. Su mente comenzó a nublarse ante el intenso deseo que sentía y sus
temores a desvanecerse, al tiempo que sus manos se alzaban para acariciar aquel
hermoso rostro y acercarlo a su boca. De pronto recordó el lugar en el que se
encontraban y el peligro al que estaban expuestos. Si alguien los descubría el
escándalo sería mayúsculo. No, no podía arriesgarse tanto.
Él
intuyó su temor y la tranquilizó.
-
No temas, nadie se dará cuenta. Todos duermen y nosotros seremos muy
silenciosos- le susurró al oído al tiempo que continuaba con su delicioso
martirio.
Paula
no se resistió más. Era una locura, una maravillosa locura. Con una sonrisa de
complicidad abandonó todas sus reservas y se le entregó total y
apasionadamente.
Cuando
despertó tras un breve e intenso sueño, su cuerpo estaba satisfecho y su mente
había tomado la decisión que, a fuerza de buena voluntad, había venido
rechazando durante tanto tiempo: tenía que separarse de su marido.
Aquellas
horas de ternura y pasión, de comunicación, junto a Daniel le habían abierto
los ojos sobre la vaciedad de su matrimonio. En todos sus años de vida en común
nunca había sentido con su marido esa unión, tanto espiritual como física,
que había logrado en aquellas pocas horas con un desconocido. Daniel la había
comprendido, había entendido sus inquietudes, sus ilusiones, sus aspiraciones;
también sus dudas, sus temores y, sobre todo, su gran tristeza y soledad. En
realidad estaba sola. Sus hijos eran muy importantes para ella, pero también
necesitaba el apoyo, el estímulo, el cariño de un compañero, de un amigo, de
un amante. Todo eso nunca lo había tenido con su marido y, pensaba Paula con
pesar, no lo tendría jamás. Tampoco estaba dispuesta a renunciar a ello.
Cuando bajó del tren y el aire frío de la mañana le golpeó inclemente el rostro, su sonrisa se acentuó. Era una de esas sonrisas que sólo se pueden apreciar en las personas que, finalmente, han tomado una decisión; una decisión que cambiaría toda su vida.
Fuensanta Vidal - España