VARIACIÓN DE RECUERDOS

 

 

En la mesita de noche le esperaba la misma nota de agradecimiento que enturbiaba sus noches desde varios meses atrás. Meditó el punto: vivir por otra persona, para otra persona, las preocupaciones de otro, por una madre y un recuerdo. Le pareció absurdo, y casi sonrió amargamente, de no ser porque conocía demasiado bien su íntima flaqueza, su bronca y áspera conciencia de mármol.

La muerte debería haberme llevado a mí, pensó reflejándose en la goleta Belvedere en dos dimensiones de cartón y aceites. Pero si la muerte había sido la salvación de ella, igualmente lo era para él. No preguntarse acerca de esa urdimbre de sensaciones encontradas hubiera sido lo más sensato, pero cuando llegó aquel telegrama de agradecimiento seguía en el fondo de todos los pensamientos uno solo, uno que se bastaba para quemarle por dentro como un ácido.

Con la cabeza embotada, sudor en la nuca, sudor frío en la frente, volvió a tomar las palabras y a recolocarlas, volvió inútilmente a intentar dar otros significados. Una leve variación de palabras y su imagen en el espejo del cuarto de baño sería otra, volvería a su pureza original. Podía jugar a ser mil, pero a la hora de la verdad era sólo uno, uno que en verdad no servía, no llenaba, constituía un ente vacilante, un paso en falso, tal vez por un residuo de bondad o quién sabe si inocencia.

Cuando volvió al embarcadero un año después pensó que su espiritu se habría borrado, que la muchacha -pobre, tan joven- ya no sería una memoria, apenas un vago recuerdo; ni eso.

Pero pronto se dio cuenta de que no, y de que seguía viva, aún más viva que él.

Un anciano -ignorando con quién hablaba- le contó la historia. Le contó, mientras su mirada volaba sobre sus recuerdos y la superficie de oro del lago, cómo la muchacha había quedado atrapada en el fondo del lago por el tobillo, en un estúpido juego de críos, y un conocido se había sumergido tras ella, y que su búsqueda había sido de tal vehemencia que el mismo hombre había acabado en el hospital.

Y esa voz aparecía como su propia conciencia, su mirada preocupada, volver al lugar, volver a ese lugar maldito. Asintió a todo lo que el anciano decía, pero al final no le oía.

Sólo oía los gritos de los que estaban allí aquella tarde de junio. Es curioso... Y sobre todo, es difícil entender cómo puede pasar algo tan horrible en un día tan hermoso.

Luz verde. El anciano se aleja y él vuelve a sentir el agua en sus pulmones, las lágrimas, los gritos, el agua; pudo verla allí, en el fondo, antes de quedar inconsciente.

Se acercó a la orilla, bajo los robles. Sentado en una enorme piedra gris se quitó los zapatos y los calcetines. Los pantalones y la camisa. A veces pensaba en que haría esto, que comprobaría que aquel agua no se había transformado en un infierno de luz y mercurio. El agua estaba fría, su alma ardía. Porque la culpa seguía escrita en aquel telegrama, una culpa que sólo él podía leer. Cuando se sumergió fue como morir, o nacer. El agua se extremaba en su piel y volvía una y otra vez.

Recordó, siendo ya la corriente misma en la que estaba atrapado, cómo había preparado una broma para Lucía, aquella muchacha de la que apenas sabía el nombre de pila. Recordó cómo la incitaba a probar su capacidad. Maldito cabrón, maldito, ¿Qué has hecho? Desearía vomitar todo eso, desearía no volver a respirar, no volver a ver esa luz que no llega a tanta profundidad. Lo desearía, como desearía no ver en su mente su mano empujando entre sonrisas de burbujas el rostro aterrorizado de la chica.

Llega al fondo del lago, de su propia miseria, y no da marcha atrás.

Iago Rodríguez Dopico - España