SARTA
DEL RÍO CAUCA
Bajábamos
mi caballo y yo dos veces al año hacia el río Cauca.
De
las altas montañas bajábamos y al amanecer divisábamos el río entre piedras
negras y palmeras y era una gran alegría ver este río.
Viajábamos
de noche con la luna de agosto y con las lluvias de enero en enero.
Pero
mi caballo se sabía el camino de memoria o lo inventaba, el que veía –porque
yo no veía nada–.
Yo
tenía trece años, mi caballo tenía cinco; éramos muy jóvenes para andar
solos por ahí.
Qué
amigazo era mi caballo, más inteligente y más instruido que yo, y sin embargo
era yo el que llevaba las riendas del freno, sólo por ser el hijo del dueño
del caballo, como siempre sucede.
Pero
yo le ofrecía pedazos de panela en mi mano, mirándolo de frente, y nunca cometí
la torpeza de vaciarle una botella de cerveza en la testa coronada por sus dos
nerviosas orejas.
Yo
lo llamaba por su nombre y apellido y él venía a mí con un suave trote
amoroso, subiendo desde el fondo de la cañada donde la bruma no se levantaba aún,
dormida sobre los pastizales de yaraguá, grises y constelados de rocío a las
seis de la mañana.
Durante
el viaje, yo le recitaba a mi caballo todos los poemas de Porfirio Barba-Jacob,
los cuales se esparcían por las desiertas montañas.
No
recuerdo ningún comentario de mi caballo acerca de los poemas, pero si yo
dejaba de recitar, él se detenía.
Por
supuesto que antes de salir yo había bañado mi caballo, lo había tenido
conmigo en el patio de atrás de la casa, dándole de comer dulce caña picada,
aguamiel con salvado, bananos partidos, y lo había peinado, acariciado, dándole
palmadas en las ancas, con cepillos de raíz le había alisado el pelo y con un
peine de cacho le había peinado cuidadosamente la crin y la cola.
Y
había revisado los aperos: la alfombra roja para el lomo, el freno limpio, la
cincha suave pero firme, la montura adornada con grabados y bollones, los
estribos de cobre labrado, los zamarros de piel, mi sombrero de fieltro.
Mientras no me calara aquel sombrero, el caballo no entendía que pudiésemos
partir.
Mi
padre miraba todo muy despacio y muy serio.
Y
si no había ninguna falla aprobaba con la cabeza.
Yo
sé que ese caballo dejó de existir hace mucho tiempo y que yo le sobrevivo
injustamente.
Era
un caballo de largas crines, llamado don Palomo Jaramillo.
El
río Cauca no sabía nada de eso porque venía de muy lejos, de las tierras
llanas, tan sereno, tan colmado de grandes peces –entonces–.
El
río que había pasado por sus orillas donde negros bebían en quioscos de
palmiche, vivían en chozas, trabajaban, no trabajaban, peleaban entre sí con
larguísimas peinillas de acero inoxidable, marca Corneta, negros que habían
vertido su sangre en el río, su sudor, sus lágrimas, que celebraban el sábado
en los puertos, cada puerto con su estación del ferrocarril y esas botellas
verdes de Pilsen para la sed, para las ganas de beber, para el coraje de pelear.
A
la altura de Anzá las turbias aguas del río se cruzaban en canoa, llevando de
la brida a mi caballo para que no se ahogara.
Nadaba
pesadamente el caballo, pero tenía mucha resistencia a las aguas impetuosas.
Mi
caballo me vio tomar aguardiente, no dijo nada.
Me
llevó borracho a casa, me acarició con el belfo, con el lado de su cabeza.
Se
paraba muy firme, me miraba fijo, me decía. Vamos.
Al
galope corría con sus crines al viento para darme alegría, o me llevaba con
toda seguridad por los malos caminos, en aquellos inviernos.
Desde
que no tengo caballo y me veo obligado a rodar en auto, vivo completamente
extraviado dentro de mi auto.
Los
paisajes a cien kilómetros por hora no tienen pies ni cabeza y no pueden decir
nada porque se marean, pero mi caballo sí que sabía de paisajes, era un
caballo paisajista, un caballo de un solo caballo, pero más majestuoso que el
Rolls Royce de la Reina.
El
río más bello del mundo es el primer río, donde nos bañamos desnudos, y los
demás son los otros ríos, así como las otras mujeres, y los otros amigos.
Si
el río Magdalena no me dijo nada cuando yo estaba muchacho, ya para qué me
habla; que no me hable.
Yo
tuve una larga conversación con el río Cauca y me lo dijo todo, todo lo mismo
que hubiera podido decirme el río Magdalena, pero el río Cauca me puso la mano
en el hombro y me habló al oído.
Y
el río Magdalena no me gusta porque habla a gritos.
Yo
fui con mis amigos al río Cauca y lo atravesamos a nado, en Anzá, en Cangrejo,
Tulio Ospina, La Pintada, Cali, pero yo no he atravesado a nado ningún río
Magdalena.
El
río Magdalena me quiere ahogar, quiere hacer olas y taparme, si me pone un
brazo encima me aplasta. Temo mucho del río Magdalena.
Por
las orillas del río Cauca me paseaba como un rey en su baraja.
En
el puente de Bolombolo me atuve a conversar con gentes que pasaban, con un
amigo, con la noche solitaria.
El
puente de Bolombolo desaparecerá bajo las aguas de una presa, y con él todas
las casas y las grandes bodegas de techo de cinc.
Sólo
el nombre de Bolombolo perdurará en los poemas de León de Greiff, quien tuvo
el privilegio de ver nacer el puerto, cuando se construía el ferrocarril.
El
olor de la hulla desapareció con los trenes, sólo quedan las prostitutas.
Que
pronto desaparecerán bajo las aguas de la presa, con los billares patas arriba,
los restaurantes de caliente sopa, y mi revólver de inspector de policía.
Por
el puente de Bolombolo perseguí a un bandido una noche, el bandido se arrojó
al río, hice un disparo al aire para poder ir a tomar cerveza con el teniente y
conversar del asunto.
Agua
del río Cauca.
En
lindos vasos de cristal te bebo ahora, un poco amarillenta, seguramente no muy
bien purificada.
Si
mi caballo te bebiera se moriría de repente.
José Jaramillo Escobar – Colombia