EL HOMBRE SILENCIOSO

 

 

Era la tercera vez que tenía por delante una Navidad en soledad. Habían pasado ya tres años desde el fallecimiento de mi querido esposo. Él y yo amábamos la época de las fiestas  y por eso me había esforzado por mantener nuestras tradiciones. Conseguía un árbol de verdad, armaba debajo el pequeño pesebre y la caravana de peregrinos. Horneaba todas las especialidades de la familia e invitaba a nuestros hijos a la cena de Nochebuena, pero no era lo mismo. Nunca lo sería.

Construimos  una gran familia juntos: tres hijas mujeres y cinco varones. Y esos ocho hijos me han dado quince nietos. De modo que cada año, para las fiestas, se reúne en mi casa una multitud y todos echan de menos tanto como yo la presencia de su papá.

Ese año, como de costumbre, concurrí a la misa de gallo de nuestra parroquia. En realidad la misa estaba dedicada a  mi difunto esposo, un homenaje agridulce, que me hacía sentir mucho más su ausencia. Sentada en el liso banco de  madera, dejé que la música de los villancicos y las palabras del sermón me inundaran, mientras mis pensamientos, me remontaban a los años que había compartido con Dan, mi esposo.

Solíamos llamarle "el hombre silencioso", porque era más propenso a servirse de los gestos que de las palabras. Y los gestos a los que había recurrido durante años, habían sido memorables: Un ramo de flores porque sí o pequeños regalos que aparecían silenciosamente en la mesa del desayuno. Mi sorpresa favorita fue la que me dio la noche que se deslizó por detrás de mí y me colocó en el pecho un pequeño collar de diamantes.

-Una pequeñez para compensar los malos momentos dijo mientras lo  abrochaba. Oh, ese marido mío si que sabía como hacerme sonreír.

Después de su muerte, a veces me parecía que todavía estaba conmigo. La primera Navidad sin él fue la más difícil, al menos hasta que me arrancó una sonrisa.¿Cómo lo hizo? Ese día mientras volvía a casa en mi coche, desolada por mi nueva pérdida, decidí que tal vez un poco de música navideña podría distraerme de mi dolor. Encendí la radio y me dispuse a escuchar "Noche de Paz" o algo típico de la Navidad. Pero lo que apareció, suavemente, fue una versión de "Danny Boy" cantada por Andy Williams, un tema que no encajaba demasiado con la época de las fiestas. Estoy segura de que fue un gesto de Dan para alegrarme. Y me hizo sonreír.

Después de que la Misa especial de medianoche hubo terminado, uno de mis nietos se dio cuenta de la tristeza que me embargaba y se ofreció a pasar la noche conmigo. Le di las gracias. Pero preferí pasar la Nochebuena sola con mis pensamientos. Regresé a mi casa alegremente decorada, pero vacía, y me acomodé frente a un fuego acogedor. Leí, uno por uno, los afectuosos mensajes y tarjetas de salutación que había recibido. La tristeza que había sentido en las navidades anteriores dio paso a una sensación de paz. Esa noche antes de irme a acostar di gracias a Dios en silencio, por los cuarenta y siete años que Dan y yo habíamos compartido.

Llegó la mañana de Navidad y me dedique a preparar la casa para la llegada de mi familia. Mi primera tarea fue limpiar la chimenea y encender un fuego nuevo. Ésta siempre había sido la ocupación favorita de Dan, su principal preocupación era encender un fuego que durara mucho, y colocaba los troncos y las astillas con mucha meticulosidad. Traté de preparar todo igual que él, así que retiré los trozos de leña quemados que  habían quedado de la noche anterior y las cenizas antes de colocar los nuevos troncos y astillas. Esperaría a que mis hijos y nietos comenzaran a llegar para encenderlo.

Mi hija Giny fue la primera que apareció. Preparó un suculento desayuno. Puse mi pastel de Navidad en el horno y me senté a disfrutar ese banquete preparado por ella.

-Cielos mamá, que hermoso fuego has encendido-dijo Giny cuando comenzó a comer.

-¿Fuego?-pregunté ¿Qué fuego? Todavía no lo he encendido, lo haré más tarde, después de comer.

Bueno, vuélvete y mira-insistió Giny. Me di la vuelta: ahí en la chimenea ardía el fuego más hermoso que se pudiera imaginar. Un fuego al que yo no le había acercado ni siquiera un fósforo. Era uno de los fuegos de Dan.

Mi hija y yo, sentadas en la cocina, observábamos maravilladas la escena que teníamos delante. Sentíamos que, una vez más, el hombre silencioso, velaba por nosotros, mostrándonos con uno de sus pequeños gestos que estaba cerca y nos tenía muy presentes. Ese año, el calor del fuego, ayudó a disipar un poco más la tristeza que mi familia sentía por la pérdida de su padre. Porque ahora sabíamos que, por muy solos que nos sintiéramos, él estaba tratando de hacernos saber que todavía estábamos en su corazón.

 

Margaret H. Scanlon