LA
PENA DE MUERTE
Aparecido
originalmente en Clarín, 12 de septiembre de 1991
Fui
lapidada por adúltera. Mi esposo, que tenía manceba en casa y fuera de ella,
arrojó la primera piedra, autorizado por los doctores de la ley y a la vista de
mis hijos.
Me
arrojaron a los leones por profesar una religión diferente a la del Estado.
Fui
condenada a la hoguera, culpable de tener tratos con el demonio encarnado en mi
pobre cuzco negro, y por ser portadora de un lunar en la espalda, estigma demoníaco.
Fui
descuartizado por rebelarme contra la autoridad colonial.
Fui
condenado a la horca por encabezar una rebelión de siervos hambrientos. Mi señor
era el brazo de la Justicia.
Fui
quemado vivo por sostener teorías heréticas, merced a un contubernio católico-protestante.
Fui
enviada a la guillotina porque mis Camaradas revolucionarios consideraron
aberrante que propusiera incluir los Derechos de la Mujer entre los Derechos del
Hombre.
Me
fusilaron en medio de la pampa, a causa de una interna de unitarios.
Me
fusilaron encinta, junto con mi amante sacerdote, a causa de una interna de
federales.
Me
suicidaron por escribir poesía burguesa y decadente.
Fui
enviado a la silla eléctrica a los veinte años de mi edad, sin tiempo de
arrepentirme o convertirme en un hombre de bien, como suele decirse de los
embriones en el claustro materno.
Me
arrearon a la cámara de gas por pertenecer a un pueblo distinto al de los
verdugos.
Me
condenaron de facto por imprimir libelos subversivos, arrojándome semivivo a
una fosa común.
A
lo largo de la historia, hombres doctos o brutales supieron con certeza qué
delito merecía la pena capital. Siempre supieron que yo, no otro, era el
culpable. Jamás dudaron de que el castigo era ejemplar. Cada vez que se alude a
este escarmiento la Humanidad retrocede en cuatro patas.
María Elena Walsh - Argentina