COMO
SIEMPRE
De
“Esta mañana”
1.
A
María Luisa no le agradaba que la interrumpieran. Por lo demás, a nadie le
agradaba interrumpirla. Sin embargo, cuando esta vez descendió a referirse a «esa
tonta de Clara», y, empuñando el cigarrillo como una batuta, quiso comentar
con grosería sutil y llevadera, el apasionamiento con que aquélla defendía su
tranquilidad, Roberto no pudo contenerse.
-No
la imagino a Clara apasionada -dijo-. Por lo general, los que defienden su
tranquilidad, son los que están lejos de su propia furia. Ya sé, no estás de
acuerdo. Pero yo considero que si existe un reducto feliz sobre la tierra, no
debe ser de los inquietos.
-Oh,
querido, naturalmente... Cuanto más lejos de la tormenta, mejor. Se aprecia el
espectáculo sin abrir el paraguas. Nunca saldrás de ese centro tranquilo, a
menos que halles la bomba debajo de tu silla.
Aún
sobrevivía en María Luisa un rito adolescente. Siempre que reaccionaba como
ahora, recurría a imágenes de alguna estridencia, hechas para una acústica más
que familiar. Allí, sin embargo, donde las paredes merecían sus libros, donde
los pocos cuadros no eran cansadores y uno podía, sumergiéndose en los tímidos
sillones, quedarse del otro lado del bullicio, esas palabras se tornaban gritos,
y todos -mobiliario y personas- se miraban con un poco de pánico.
-Posiblemente
en mi quietud -dijo Roberto-, en mi centro tranquilo, haya más actividad que en
todas tus inquietudes. Te movés siempre. ¿Nunca te hace falta un
apaciguamiento?
Había
estado a punto de decir: «¿Nunca te pide el alma un apaciguamiento? », pero
sabía que María Luisa tenía reacciones particulares frente a algunas
palabras. En cambio, agregó:
-Además,
no deja de dolerme que trates tan poco amablemente a Clara, que aunque te
parezca irremediablemente estúpida, tiene mucho de lista en eso de no discutir
contigo.
-Más
que vos, por lo visto.
Él
la miró entristecido, como buscando en ella algo a que asirse, algo en que
confiar para -tan sólo eso- apostarse a la espera.
-Más
que yo, por lo visto.
Roberto
no tenía interés especial en defender a Clara. La apreciaba, sin duda, porque
era muy callada, pasablemente música, bastante sincera. No era bonita ni -a
primera o segunda vista- tampoco simpática. Lo mejor que podía conocerse de
ella, aparecía recién a los varios meses de trato cauteloso. Roberto, que así
la había tratado, reconocía en ella cierta impermeabilidad al enojo, cierto
gusto de ampararse en su ambiente interior y una evidente atracción por el
estudio racionado y severo. El reconocimiento de tales cualidades no había
bastado, empero, para acercar a Roberto. Se sentía mejor si había entre ambos,
cuando menos, alguna habitación de por medio.
Tampoco
tenía Roberto un interés especial en atacar a los inquietos. Ni -en el caso de
atacarlos- de incluir entre éstos a los famosos inquietos de espíritu. La
inquietud del espíritu, así, como frase, como lugar común, era algo que no
llegaba a comprender del todo ni se esforzaba en ello. Le parecía que para que
su parte anímica funcionara normalmente, el individuo debía llegar a la paz
interior. La paz interior y, de ser posible, también exterior, es decir, lisa y
ecuménicamente, la tranquilidad, constituía para Roberto un esbozo tal de lo
feliz, que se hubiera sorprendido de alcanzarlo algún día. Así de lejana
llegaba a parecerle la aquiescencia del destino para semejante anhelo. Creía,
como decía uno de sus ingleses preferidos, que las libertades particulares se
gozan a condición de cierta forma de esclavitud general, y, sin que pudiera
evitarlo, notaba cierta bambolla en el lujo de libertad con que se abrían paso
los inquietos. Al fin de cada historia, se hallaba con que todos caían en un
cogollito y comenzaban paulatinamente a suspender sus explosiones aisladas,
espontáneas y particulares, para integrar alguno de los muchos coros
disponibles. Y desde el momento en que el armatoste social se organizaba como ópera
italiana, la libertad pasaba a ser un estribillo que quedaba muy bien en la voz
del tenor ligero, y arrancaba alaridos, aplausos y pataditas de delirio allá en
la galería.
Por
eso le parecía preferible soportar la esclavitud general y defender su libertad
particular, a tolerarse reclamando una libertad sin límites ni aplomo,
demasiado general para ser asequible, demasiado altruista para no ser armada egoístamente.
Como libertad particular, la tranquilidad era un estado ideal, el único,
finalmente, en que el espíritu tenía derecho a revelarse inquieto.
Esta vez, su estallido mental había sido contemporáneo de otro intuitivo y ambos habían tenido por objeto a María Luisa. Pero ni durante el brevísimo, casi instantáneo proceso de intumescencia, ni durante la apenas esbozada discusión, tuvo Roberto tiempo y serenidad suficientes como para darse cuenta de cuánto se le había revelado. Ahora sí lo sabía. Había deseado que María Luisa lo traicionara.
2.
Hubo
un silencio de tres horas. Después de la cena, María Luisa, ya no tan
convencida de su indignación, se demoró tejiendo. Pero Roberto se fue al café.
El
café, como ritual, como misterio masculino, tenía para Roberto dos colores de
atracción. El de sus momentos solitarios (cuando, aislado en la niebla
perfumada que despedía el pocillo, llegaba inconscientemente a conquistar
cierto aspecto de visionario beatífico) y el de sus espaciados encuentros con
Asdrábal y Jaime, prolongados por lo común hasta la madrugada, cuando, cada
vez más desvelados, cada vez más despiertos, se aventuraban -sin método y sin
meta- hacia temas elásticos, limpios, potenciales.
Veinte
años atrás, se habían reunido allí durante una huelga de estudiantes,
mientras los otros derrochaban inútilmente la valentía del asueto en una grita
empalagoso. Tuvieron épocas malas y épocas peores, en las que debían hacer
treinta cuadras a pie (cuarenta, en el caso de Jaime) para ganar, con el ahorro
del tranvía, el derecho de permanencia en el local. Tres cafés. Durante años,
tres cafés. A poco de casarse, Roberto y Asdrúbal dejaron de estudiar. Jaime
se doctoró en derecho. No obstante, siguieron viniendo dos o tres noches al
mes.
Las
diez y media. Todavía quince minutos de soledad. Hay que aprovecharlos.
Aprovecharlos es sacarles el menor provecho. Dejarse estar. Ver. Escuchar. Al
mirar hacia la izquierda, cierta presencia física le provoca un choque. A los
treinta y cinco años no alcanza a recordar que él, a los veinte, haya sido tan
ridículo como ése, tan inconsciente fantoche. (Alto, pelirrojo. Ojitos de
ternero y patillas largas, color zanahoria. El pelo levantado en una instantánea
de gomina, desafiante como un gorro frigio. No está solo. Tiene su corte. Él y
la corte hablan de automóviles. De la cuarta para carreteras, del faro piloto,
de la banda blanca, del neblero, de las espigas en el paragolpe, del
buscahuellas, del...)
Roberto
fuma y piensa en María Luisa. Busca referencias sobre la historia de este
enfriamiento. Nada. Aquello se hizo solo. Empezó un poco antes de la muerte del
chico. Como si desde entonces ya lo vislumbraran. Que ese puente nada unía.
Después del accidente, las cosas empeoraron. No era dolor. En el caso de
Roberto, debido a que el hijo había sido absorbido por la madre y él se
encontraba fuera de su mundo. En el de ella, porque no podía ni quería evitar
un estremecimiento de egoísmo al hallarse sola frente al posible amor de
Roberto. Naturalmente que al sentirse sola, sin el auxilio de la competencia que
había representado el pequeño Andrés, aquel amor había dejado de
interesarle, porque en la puja de. sentimientos sus propios celos le servían de
estímulo.
Cuando
la encontró, hacía once años, ella era novia de Jaime. No exactamente novia.
En ese entonces, ellos no tenían -ni podían tener- novias. Apenas si disponían
de lo suficiente para sobrellevarse a sí mismos. Pero algunos tenían amigas.
Desde el más restringido significado sexual hasta el otro más amplio y
afectivo. María Luisa era amiga de Jaime. De parte de éste, en el sentido
amplio y afectivo. De parte de ella, ni ella misma sabía en qué sentido.
Simpatizaba con Jaime, lo deseaba moderadamente. Leían a Baudelalre, festejaban
a Nietzsche, se burlaban de Dios y de Renán. Se les veía juntos bastante a
menudo. Recorrían la Rambla, iban a la Biblioteca, entraban por un rato en la
iglesia del Cordón. Roberto’ lo sabía.
(El
de las patillas zanahoria y el gorro frigio lleva a su grey por otras sendas.
Diez minutos de fútbol, diez de cine, diez de política, diez de cualquier
cosa.)
Ahora
volvía a paladear su culpabilidad. Siempre que veía a Jaime, eso se le
renovaba. Se le renovaba también la duda. No quería ser injusto consigo mismo,
pero dudaba. Por aquel entonces tenía pensado no casarse con ninguna mujer a la
que deseara demasiado. Le parecía poca garantía y -sobre todo- poca previsión.
No obstante, desde el momento en que vio a Jaime con María Luisa, se dio cuenta
de lo que empezaba a madurar. A madurar en él, naturalmente. Se dio cuenta, se
estudió durante un cuarto de hora y se dijo: «Eso nunca.» Después se descuidó.
Cuando él «eso nunca» se transformó en «eso no», pudo apreciar la
diferencia que va de la negación total a la simple negación. Suave,
torpemente, comenzó a sorprenderse acechándola. Como ella, en cambio, no se
sorprendió en absoluto, Jaime renunció sin lucha ni vergüenza. Roberto estaba
casi seguro de que Jaime no le guardaba rencor. En realidad, entre éste y María
Luisa no había mediado nada, ni siquiera palabras comprometedoras, que después
de todo son el nudo más fácil. Jaime renunció, dio su enhorabuena y siguió
estudiando. Cuando se puso su tristeza, vio que le quedaba un poco grande. A los
veinte días estaba otra vez leyendo a Baudelaire, festejando a Nietzsche. Pero
sólo se burlaba de Renán.
(Silencio.
El guía sonríe. Los demás esperan. Uno, por decir algo, pide el cuarto café.
Otro, que reforma la ajena inspiración y la aprovecha, pide un «cortado». La
reunión se desmaya. Ya nadie tiene nada que decir. Pero como se quedan siempre
hasta las doce...)
3.
Hacía
ya mucho tiempo que el amor había quedado en tontería, y bastante también,
aunque no tanto, que la tontería había quedado en frialdad. El paso siguiente
podía llegar al odio. Ahora mismo, sin arraigo aún y sin motivo, el odio hacía
visitas tímidas, espaciadas, pero suficientes para ir formando el hábito de
retirar a medias la confianza.
María
Luisa no había cambiado mucho. ¿Qué pasaba entonces? Todos -¿cuántos eran
todos?- la encontraban tan alegre, tan completa, tan valiente, tan sencilla, en
fin y concretando, tan ricura como antes. Ni ella se creía ingenua ni los otros
la creían tal. Ni demasiado doméstica ni demasiado intelectual. Había
cambiado los ídolos siempre que fue oportuno. De Baudelaire había llegado a
Valéry, de Nietzsche a Camus. Estrictamente al día. ¿Dónde quedaba el pobre
Roberto, con su entusiasmo por los tartamudos en la novela inglesa, desde el
Brian de Huxley hasta el Anthony de Waugh?
En
el orden doméstico, hoy trabajaba tan poco como antes, y si sus relaciones con
la' servidumbre eran de menor tirantez, eso era debido en buena parte a la
filosofía solapadamente jocosa con que las últimas chicas habían encarado el
asunto. Daba gusto verlas trabajar, obedecer, divertirse y robar.
Todo
eso no llegaba a fastidiar a Roberto. Pero, en rigor, ¿qué le fastidiaba? Le
fastidiaba, por ejemplo, una discusión insulsa como la de esta tarde, una
discusión como ésa, pesadamente familiar. Lo que había dicho sobre los libres
y los inquietos, representaba sólo aproximadamente lo que había pensado, pero
aun así lo representaba bastante bien. En realidad, lo mismo habría sido
decir: «Estoy descontento», que discutir sobre furias a propósito de Clara. Sí,
estaba descontento, confusamente descontento. Con María Luisa, consigo mismo.
Le parecía haberse vuelto demasiado respetable y carecer de los medios legítimos
para quitarle empaque a ese respeto. Por lo demás, estaba poco acorazado para
habérselas con sus propias reacciones. De ahí que la sola presencia de María
Luisa le provocara una especie de calambre mental. En el subsuelo de su vida
matrimonial debía haber sin duda un desperdicio de conciencia del que a veces
le llegaba alguna oleada fétida.
-Hola.
Tuvo
que sonreír cuando, intimidado, sintió la mano de Jaime sobre el hombro.
-Hola.
¿Y Asdrúbal?
Era
la última esperanza. Podía haber pestañeado, pedido otro café, complicado
las cosas. Pero quería salvarse de una entrevista a solas con Jaime. 0, por lo
menos, saber a qué atenerse.
-Asdrúbal
me avisó que no viene.
Que
no viene. Ah. Siempre había pensado que algún día tendría que faltar Asdrúbal.
Pero ahora...
-Es
la primera vez que falla uno.
-O
que fallan dos...
Eso
lo dijo por algo. Entonces él también esperaba la oportunidad. Eso lo dijo por
algo. Tenía los ojos demasiado brillantes, los labios demasiado firmes.
Jaime
se puso a hablar de política. Mejor. No era un tema embarazoso. Pero al cabo de
una media hora de escuchar las opiniones de Jaime sobre la libertad de prensa,
la situación en los Balcanes, y el voto femenino, Roberto se escuchó diciendo:
«Parece increíble. Ni remotamente podés imaginarte con qué pensamiento
avergonzado estoy jugando. » Hipócrita. Uno respira y se siente hipócrita.
-Oh,
no es tan difícil. Siempre te has sentido culpable frente a mí. -¿Frente a
vos?
-Sí.
Te imaginas que me la quitaste.
Insoportable.
Que lo diga así, sin preámbulos, sin asco, sin enojo. -¿A María Luisa? Estás
loco. No pensé qué... -Podés estar tranquilo. No había nada.
-Ya
lo sé, ya lo sé. Por eso te digo que estás loco.
Llegó
la sonrisa de Jaime y Roberto se sintió inesperadamente ridículo. Tenía la
boca con saliva amarga. Cuando empezó a hablar, era ya de otra cosa.
(El grupito se levantó a las doce en punto. Primero pasó el guía, luego los seis discípulos. Ceñidos, bostezantes, intercambiando mimos.)
4.
Era
humillante pensarlo. Cuando el chico había muerto, ellos se habían encontrado
por primera, por única vez, tal como eran, tal como no predicaban ser. Roberto
se imponía ahora el recuerdo del rostro de María Luisa, de aquel sin cólera y
sin dolor, sitiado en sus contornos por los corderitos del empapelado. La mueca
de indiferencia, de ganas contenidas, de seriedad en hilvanes, había sido
insufrible y compacta, sin un solo resquicio para la duda en ciernes, ara la
duda mansa, vulgar, salvadera. ¿Y eso era un rostro de mujer? Él, que era el
hombre y por lo tanto no debía traicionar su abolengo de ojos secos, él, que
había sufrido derrotándose, sintiendo -no sabía dónde chasquear el dolor
como un látigo, él había condensado su angustia caudal en un tibio y
constante hilo de lágrimas. Y nadie había sabido el consternado fastidio, el
fastidio sin cálculo, irresistiblemente agudo, con que obtuvo la serenidad
indispensable y repasó, enumerándolas, sus decisiones. Una cosa era cierta.
Ese mismo día o más adelante, no importaba la fecha, dejaría a María Luisa.
No exigía nada en el presente, pero necesitaba a toda costa un futuro sin ella.
Un futuro sin ella. Consigo mismo.
Aún mucho tiempo después, aquel rostro de María Luisa rodeado de corderitos, en el cuarto del hijo, había permitido la evolución normal de su fastidio. Necesitaba representárselo para animarse. Hoy había deseado que María Luisa le traicionara. Con cualquiera. No era virtud de cornudo magnífico; era, simplemente, su egoísmo. Sobornar al examinador para terminar antes la carrera. Pero a la vez se había sentido generoso como un proveedor de futuros. Ningún accidente, ninguna enfermedad, ni siquiera la muerte. Sólo verse libre.
5.
Roberto
contemplaba sus propios pasos. Siempre había tenido la supersticiosa diversión
de esquivar determinadas baldosas, a las que iba señalando inconvenientes,
improvisando augurios. Pero ahora no ponía ningún esmero. Pisó una de las
prohibidas y ella dio un grito delicioso, pero corto, sin ecos.
La
calle estaba sola. Se puso a pensar en las cosas ridículas que había leído
sobre las aceras solitarias, sobre la medianoche, sobre los faroles, y se sintió
capaz de avergonzarse por ellas. La calle estaba quieta como en un cuadro. Acaso
estaba orando, acaso estaba arrepintiéndose de todos los automóviles, de todos
los caballos, de todos los tranvías con que había pecado en la jornada. Cuando
iba pensando el tercer disparate, su otra memoria reconoció la puerta. Halló
que su casa -además de la verja con encaje, del patético jardín de cámara,
de los balcones como palcos, de todos los otros síntomas de su actual y
embarazoso prosperidad económica-, halló que su casa era asimismo una idea
poco satisfactoria. ¿Qué le esperaba? Ni siquiera el hijo. Ni siquiera el
hogar.
La
actitud de Jaime había sido un obstáculo. Él había querido, a la vez que
darle una oportunidad de perdonar, darse también una oportunidad de quedar al día
con los escrúpulos. Pero el otro no había querido reconocerle la culpa.
Sencillamente, le había tornado el pelo.
A
él le quedaba el problema de qué hacer ahora con el pasado. No era cosa de
alimentarlo en silencio ni de estrangularlo. En el café se había sentido
bruscamente sin amistad. Quedaba Asdrúbal. Sí. Pero la certidumbre aminoró el
deleite. Quedaba Clara, con sus lamentables y místicas virtudes. No. Ni
siquiera estaba seguro de quedar él mismo para la amistad o para el amor.
Su
incomunicable silencio se estiraba en la calle. Cuando escogió la llave, se
sintió cobarde y desatinado. Y, a pesar de todo, indiferente. Recordó al
grupito del café. Ellos se asían por lo menos a un vínculo, precario, estúpido,
pero casi feliz en su medianía; ellos no estaban solos. ¿Para eso había
sostenido exigencias? ¿Para ser menos feliz que un fantoche? ¿Dónde estaba la
intimidad en que refugiarse, la vida ajena- que justificara la propia?
Como
siempre, cerró la puerta con cuidado. Había luz en el comedor. Había, como
siempre, sobre la mesa, queso y dulce, galletas, leche fría. Comió sin
recompensa y sin hambre. Miró los avisos del diario de la noche, recorrió las
noticias. Bostezó en tres etapas, triste de desaliento.
Cuando
entró al dormitorio, María Luisa dormía. Los ronquidos la sacudían a veces
como una carcajada incontenible. Roberto comenzó a desvestirse. Como siempre,
puso la corbata sobre el saco, los gemelos junto al vaso con agua. Fue el
impremeditado caída del segundo zapato lo que la despertó. El último ronquido
tuvo cierta emoción. Luego, abarcando la escena desde un solo ojo, murmuró:
«¿Qué tal, querido?» No esperó la respuesta. Salió al encuentro de la próxima
modorra.
Como
siempre. «¿Qué tal, querido?» o la reconciliación. Por un momento sintió
envidia de los pobres diablos que hablan de la patrona y le llevan cada sábado
una torta con merengue.
Cuando estalló en el reloj del comedor la acostumbrada campanada, comprobó -como siempre- la exactitud de su reloj. Entonces notó que era demasiado tarde. Como siempre.
Mario Benedetti