COMO
UN LADRÓN
De
“Esta mañana”
Yo
vivía relativamente cómodo, acaso porque no se me había ocurrido creer en
Dios. Ahora sé que muy pocos están en condiciones de aceptar esto que de tan
sencillo es casi estúpido. Los más se imaginan que cada uno tiene la obligación
de nacer con su pequeño dios. También se tiene el deber de nacer de cabeza y
sin embargo siempre hay algún díscolo que nace de trasero.
Entonces
no me gustaba enfrentarme a ciertos problemas ni tampoco tenía necesidad de
hacerlo. No discutía el prestigio de la muerte y sentía por ella un miedo
insignificante, sin escolta de libros, solitario. Después supe que mi miedo
privado era sólo una variante del terror general. Y ésta fue la primera vergüenza
de mi vida: que los otros usaran el mismo miedo que yo. Algo así como la rabia
inexplicable que nos acomete cuando vemos a otro individuo con nuestros
calcetines, con nuestros lunares o con nuestra calva.
Gracias
a la muerte se liquidaba la aventura y era preciso renunciar definitivamente a
los espejos, a los amaneceres, a la sed; retroceder hasta caer de espaldas, con
todo el peso de la vida en las sienes, sin cuerpo, sin tacto, sin luz.
Naturalmente, desaparecer así me llenaba de asco. Pero era un asco mórbido,
que al fin de cuentas resultaba una invención, una especie de tanteo, casi una
profecía particular.
A
los treinta años yo era un tipo mediocre. Había fracasado como corredor de
seguros, como periodista, como amante, creo que como hijo. De estos cuatro
fiascos sólo llegó a preocuparme el primero. En realidad pensaba que mi vocación
podía ser ésa: asegurar, es decir, hacer que los otros se aseguraran. Por otra
parte, me encantaba -tal vez me encantaría aún- hallar a una persona
verdaderamente segura. Para mí era un espectáculo tan absurdo ver a un pobre
hombre tomando sus prudentes y espléndidas medidas para que su muerte
beneficiase a alguien, que no podía evitar la risa, una risa increíblemente
generosa y sin burla. Pero ¿qué medidas? Pero ¿medidas en dónde, hasta cuándo,
en nombre de quién? Cuando uno adquiere la costumbre de la muerte, se habitúa
también a que el futuro carezca de sentido, de posibilidad, hasta de espacio.
¿Acaso pueden tener significado una esposa o unos hijos cobrando el precio de
algo que no existe? Por eso fracasé. Los presuntos clientes acababan por
mirarme angustiados, espiando la menor posibilidad de evasión para
abandonarnos, a mí y al formulario.
No
sé si hará de esto siete u ocho meses. Una tarde vino a verme Aguirre a la
pensión. Cuando abrió la puerta, yo me estaba secando la cara. Recuerdo esto
porque al principio me pareció que la toalla tenía olor a axila. Después me
di cuenta que venía de Aguirre. Era un olor agrio, penetrante, en medio del
cual, Aguirre me dijo pomposamente que había hallado un Maestro de Compasión.
Yo pensé que hubiera sido mejor que hallara un desodorante. Pero él insistió
y me dio un nombre: Rosales, Eduardo Rosales. Era un chileno de unos cuarenta años,
con barba y con discípulos, una especie de filósofo casero. Tres veces por
semana reunía en su casa a gente como Aguirre: entusiasta, supersticiosa, no
muy avispada. Precisamente, por no ser Aguirre muy avispado, no entendí un
cuerno de la doctrina de Rosales. Porque el tipo tenía su doctrina: algo de
herencia kármica, de evolución mental, de caridad sui géneris. En resumen:
una mezcolanza inofensiva de teosofía y rosacrucismo.
Aguirre
quería que yo fuese a las reuniones. Me sorprendí pensando que no estaría
mal; un rato después, diciéndole que sí. Entonces me dedicó una mirada tan
torpe como incrédula. Luego se iluminó. Le resultaba difícil admitir que me
había convencido, que podría ¡por fin! llevar su neófito. Además, yo debía
tener algún prestigio para él. Era, en cierto modo, un intelectual, es decir,
un tipo que había escrito algún artículo para los diarios y que a veces
trabajaba en traducciones.
Intenté
imaginar el color de las reuniones. Viejos ex teósofos que conocerían a
Blavatsky sólo de oído, algún espiritista que aún no se atrevería a
proponer la aventura que aquietase algún escozor de su confortable conciencia,
y mujeres, muchas mujeres esmirriadas y sin ovarios, que disfrutarían su placer
supersticioso zambulléndose graciosamente en un lenguaje de meditación y
esoterismo.
La
realidad no alcanzó a defraudarme. Simplemente era eso. Con el complemento de
algún enfermero jubilado que disfrutaba lo indecible al codearse con gente de
otra clase, de una dama de pasado glorioso, que cumplía allí su cantada vocación
de misericordia; de un jovencito casi miope, dotado de un convincente tic
afirmativo que parecía representar la aceptación tácita de la modesta
muchedumbre. Pero además estaba Rosales. A pesar de mi poco entusiasmo, tuve
que reconocer que me impresionaba. Tenía una voz grave, sonora; quizá por eso
sentí que mi pensamiento se distendía. Sin embargo, no expuso nada nuevo, es
decir, presentó como nuevo lo que había dicho Krishnamurti o Eliphas Leví o
el remoto Gautama. Naturalmente, yo tenía mis lecturas, pero nunca había
sentido nada de esto en una voz. Quizá resulte inexplicable, pero lo cierto es
que me venció sin convencerme.
Entonces
supe que hacía mal en obstinarme, en ocultar mi rostro a Dios, en hundirme en
el aburrimiento. Gracias a Rosales, o mejor, la voz de Rosales, un día me
encontré creyendo. Hasta hallé razones para cambiar de vida. No es lo mismo
una vida sin Dios que una vida con Dios. El secreto tal vez consistía- en que
yo lo tomaba como un juego. Rosales tenía una frase encantadoramente tonta: «Cada
alma es una partícula de Dios. » Mentalmente yo jugaba a sentirme partícula,
pero era notoria mi incapacidad para establecer contacto con el Todo.
Fue
en una de esas reuniones que conocí a Valentina. Generalmente nos íbamos
juntos y yo la acompañaba hasta su casa, un conventillo inverosímilmente
limpio de la Ciudad Vieja. Ella solía decir que sólo gracias a la existencia
nueva que Rosales nos descubría, podía parecerle soportable ese mezquino
ambiente familiar. Yo la conformaba con un «Sí, es tremendo» o cualquier otra
simpleza, a fin de que ella no interrumpiera la confidencia. Siempre que se ponía
patética me tomaba del brazo, y eso a mí me gustaba. Un martes se puso más
patética que de costumbre y entonces la besé. Pero el viernes siguiente
Rosales habló de la concupiscencia y echó mano de tales símiles, de tales
amenazas, que parecía un nuevo San Pablo amonestando a sus nuevos Gentiles. De
ahí en adelante me sentí concupiscente cada vez que Valentina se ponía patética
y, como no quise besarla más, ella abandonó las confidencias.
Después
de eso me dio por cavilar acerca de que mi nuevo estado no era en realidad tan cómodo
ni tan feliz como yo había esperado. Pensaba que de no haber sido por la arenga
de Rosales, habría podido desear moderadamente a Valentina, besarla de vez en
cuando y quizá algo más, exactamente como hubiera hecho con cualquier otra
muchacha que me pusiera al tanto de sus infortunios. A los treinta años uno
sabe que las mujeres hacen eso a fin de llevar a cabo su conquista pasiva por la
vía conmovedora. Yo nunca dejé que me conmovieran, pero siempre tuve el
prudente cuidado de aparentar lo contrario, de modo que tanto ellas como yo,
quedáramos conformes y orgullosos.
Fuera
de estas molestias, yo conseguía sobrellevar pasablemente mi fondo religioso de
mediana tortura, sin que, por otra parte, pudiera acomodarlo a un dogma en
particular. Sentía duramente que no podría hallarme a solas con el mundo, como
isla en el tiempo, entre los confines mediatos de mi nacimiento y de mi muerte;
que, por el contrario, debía ir más allá. Llegado el momento, me quitaría o
me quitarían el cuerpo como una caparazón inútil y podría ingresar en otra
ronda de existencia, acaso a la espera de otras caparazones. Seguro de mi
vergonzosa inmortalidad e incómodo ante la prerrogativa de no ignorarla,
llegaba a pensar que el secreto tal vez residiera en algo así como un
desprendimiento del cepo somático. Si era egoísta con mi cuerpo, si quería a
mi cuerpo, me costaría desprenderme de él, y desde el momento en que
mutuamente nos necesitáramos -mi cuerpo y yo- hasta sernos el uno al otro casi
indispensables, no podría abandonarlo y acaso me destruyese en su destrucción.
Pero si soportaba a mi cuerpo como se sufre una costumbre, como se tolera un
vicio menor, podría depositarlo en el pasado y acaso llegase también a
olvidarlo.
Algo
de esto le dije a Rosales en la primera oportunidad que se me presentó. Me
contestó que, evidentemente, yo había aprovechado su enseñanza. Recuerdo que
pensé que todo eso tenía muy poco que ver con ella, pero le dije, en cambio,
que efectivamente sus palabras me habían servido de mucho. Entonces lo vi
iniciar un gesto de menosprecio y obtuve la imprudente seguridad de que se
trataba de un tipo increíblemente sórdido.
Lo
natural hubiera sido que de inmediato me evadiera de su engranaje. Me quedé,
sin embargo. No podía tolerarme a mí mismo pronunciando mentalmente -basado en
un solo gesto- el juicio definitivo acerca de alguien.
Me
hallaba dispuesto, pues, a investigar sus procedimientos, cuando una noche me
encontré con Aguirre. Ya hacía unos dos meses que éste no aparecía por lo de
Rosales. Mostrando ahora la misma exaltación con que antes lo había puesto por
las nubes, me arrastró a un café y me contó todo. El chileno era
sencillamente un vividor. Aguirre se había enterado, gracias a una imprevista
relación, de que en Buenos Aires el Maestro había iniciado unas reuniones
semejantes a las que organizaba aquí, para concluir fundando un Instituto Esotérico
y escaparse más tarde con el fondo común. Se le acusaba además de bigamia y
falsificación. Toda una alhaja, en fin. Pero había algo más. Según la versión
de Aguirre, un viernes en que la reunión había estado poco concurrida (yo
mismo había faltado), los escasos adeptos se habían retirado muy temprano.
Aguirre, que también se había ido, volvió después a retirar un libro. Pero
cuando fue a entrar en el despacho de Rosales, se halló con un espectáculo
inesperado: el Maestro apretujaba a Valentina, sin mayor resistencia por parte
de ella. «Usted perdone que le informe con tanta claridad», agregó Aguirre,
«conozco cuáles son sus sentimientos respecto a la muchacha».
Estuve
por preguntarle cuáles eran esos sentimientos, puesto que yo mismo los
ignoraba, pero ya Aguirre había cerrado el paréntesis y seguía relatando el
enojo con que Rosales lo había echado. «Es un demonio», concluyó, «yo estoy
dispuesto a hacerle todo el mal que pueda». Inevitablemente me encontré
pensando bien acerca de Rosales. Tal era la poca confianza que me inspiraba su
antiguo iniciado.
El
martes, sin embargo, al salir de la reunión, me las arreglé para acompañar a
Valentina. Me parece recordar que la tomé del brazo. Ella me dejó hacer. Pero
yo dudaba. Francamente, no sabía si la necesitaba, si la necesitaría. No
obstante, me sentí seguro; seguro de la duda, naturalmente. Y eso era bastante.
Me contó un sueño. Creo que lo había inventado. Siempre inventaba los sueños
y yo no aparecía en ellos. Tal vez por eso los inventaba.
De
pronto le pregunté si se acordaba de Aguirre. Esto la tomó de sorpresa y sólo
rezongó: «Ya te fue con el cuento.» Únicamente por llenar las formalidades,
le pregunté si era cierto. Dijo que sí, y que no tenía vergüenza de
confesarlo, que Rosales era decididamente un hombre, un hombre inteligente; que
yo mismo, en vez de gastarme los ojos haciendo traducciones, bien podría
aprender de él, que con sólo unas palabritas convencía y estafaba a unos
pobres estúpidos como Aguirre y -¿por qué no decirlo?- como yo.
Lo
más lamentable de todo esto era su exactitud. Por cierto no precisaba que ella
me hiciera propaganda a favor de Rosales: yo le reconocía atributos de vileza
que siempre había considerado inalcanzables, hasta como utópico ideal. Con
todo, nunca deja de interesar el verse comentado, el ser objeto de una opinión,
por más hiriente que ésta pueda ser. Se adquiere conciencia del mediocre
existir, gracias a los ecos vulgares que despierta la palabra de uno, gracias a
las miradas -asombradas o compasivas- que despierta la presencia de uno. Se
llega a vivir como reacción de los otros, como muro donde las impresiones
ajenas aprenden a rebotar. Así, cuando yo escuchaba cómo Valentina me trataba
de estúpido, no podía dejar de apreciar la razón urgente que la asistía,
desde que yo me quedaba tranquilo -lo peor de todo: sin abofetearla- como si
ella estuviera haciendo mi apología en lugar de reducirme a cero. Creo que
cualquier palabra mía hubiera estado de más. Por eso me callé. Fue necesario
que me limitase al gesto persuasivo, casi conmovedor, ese que suele introducirse
en la caricia. A la media hora había hecho ante Valentina iguales o mejores méritos
que Rosales. Y esta vez respiré aliviado al no sentirme concupiscente, tan
luego ahora, cuando sin duda había llegado a serio.
Después,
habiendo dejado a Valentina relativamente conforme, tuve conciencia de ser un
tipo razonable, tan razonable como no lo había sido en muchos años. Vi
claramente que no la necesitaba para nada. Entonces me encaminé a casa de
Rosales. Era muy tarde ya, pero la luz del despacho estaba encendida. Me animé
a llamar. Sin demostrar asombro, por el contrario, con un gesto amable, Rosales
abrió la puerta y me hizo entrar. últimamente nuestras entrevistas habían
menudeado. Servían, entre otras cosas, para que él me tomara confianza y yo se
la perdiera. Afortunadamente, no había hecho de él un ídolo. Me sentía
convicto de soledad. En rigor, si nunca había menospreciado a los felices,
tampoco había ostentado mi propia infelicidad como un honor, como una dignidad
concedida por Dios a sus selectas minorías. De ahí que la posibilidad de
hablarle a Rosales poniendo las cartas sobre la mesa, fuera para mí un asunto
de vital importancia.
Como
primera medida, me hizo sentar en un sillón exageradamente bajo, de esos que
acentúan, hasta hacerla insoportable, la propia inferioridad. Al mismo tiempo,
él se puso de pie. Por primera vez me di cuenta del porqué de la barba. Visto
desde allí abajo, su rostro aparecía como realmente era: repugnante. Pero la
barba permitía un aplazamiento de esa repugnancia.
«Ayer
estuve con Aguirre», dije aquí también. Sin prestarme mayor atención,
Rosales se dio vuelta hacia la biblioteca. Me pareció que buscaba algo. Cuando
lo encontró, vi que era la Biblia. De pronto se dirigió hacia mí con
premeditada brusquedad y dijo que yo tenía una expresión incómoda. Un minuto
antes yo había estado pensando justamente en mi incomodidad. Después gritó:
«Diga de una vez, ¿qué le pasa? » Yo iba a recurrir al tradicional «Oh,
usted lo sabe mejor que yo», pero él agregó: «Vamos, sea franco, hace un mes
todavía creía que yo era un sabio, casi un Maestro, algo así como la salvación
de la humanidad. Ahora ya. no cree... ahora
está seguro de que soy un ladrón. » Le confesé que me había evitado la
violencia de decírselo. Aparentemente conservaba la calma, esa calma elástica
que sabía estirar hasta la desesperación. Pero ni siquiera había suavizado el
tono, cuando dijo: «Tiene razón. Soy lo que usted piensa. Pero no se alegre.
» Le aclaré que no me alegraba en absoluto. Entonces me preguntó por qué no
me iba y lo dejaba tranquilo. «No pida demasiados, dije. Rosales sonrió, como
quien se decide a tomar la iniciativa, como quien vuelve por fin a su lugar
después de una larga simulación, y me alcanzó la Biblia. Había un versículo
marcado con lápiz rojo. «Lea», ordenó. Yo no tenía inconveniente en jugar
un rato a la obediencia y empecé a murmurar: «Acuérdate de lo que has
recibido y has oído, y guárdalo y arrepiéntete. Y si no velares, vendré a ti
como ladrón y no sabrás en qué hora vendré a ti. » Cuando terminé la breve
lectura, vi que él había adoptado una expresión casi regocijada. De ahí en
adelante, yo sabía que iba a estar seguro de sí mismo. Y empezó: « ¿No se
le ocurre que acaso usted no haya velado, que tal vez sea por eso que yo vengo a
usted como ladrón? Pero voy a ayudarle en sus razonamientos. Usted es un
temperamento religioso, tiene respeto por la palabra de Dios. Ahora fíjese
bien: si la palabra de Dios le recuerda que Él vendrá como ladrón, ¿de qué
modo podrá reconocer usted en cuál de los ladrones está Dios? ¿Y si en este
ladrón que soy YO, estuviera Dios? No sabrás en qué hora vendré a ti. ¿No
puede ser ésta la hora? » Pensé que, efectivamente, podría ser. Mas, a pesar
de todo, me sentí con la calma suficiente como para fingir cierta repentina
nerviosidad. Incitado por ésta, Rosales se decidió a tranquilizarme con un
ademán generoso. Después, inopinadamente me despidió, no sin antes recordarme
que lo viera al día siguiente, «a fin de hablar -así dijo- de algunos planes
que tengo para un futuro próximo, en el que usted podrá convertirse en mi mano
derecha».
En
los últimos diez minutos la tensión había sido exagerada, al menos para mis
pocas fuerzas, y había llegado a sentirme molesto.. De modo que fue un alivio
encontrarme otra vez en la calle, sin nadie a quien saludar ni eludir ni
reconocer.
Pero
enseguida tuve que pensar en Valentina; como última defensa, la deseé. No
estaba errado al recurrir a ese deseo. Pero mi cansancio era mayor que mi
habilidad para engañarlo y ya no fue posible evitar el careo conmigo mismo.
Él
lo había dicho. Yo poseía un temperamento religioso. Un año atrás no lo
hubiera creído, pero era así. Ya no podía imaginarme viviendo sin Dios. Hasta
el momento de hablar con Rosales, eran para mí innegables el equilibrio y la
justicia integral del universo. Por eso debía admitir la posibilidad de varias
existencias para una sola alma. Las condiciones favorables o desfavorables en
que nacía cada uno, eran para mí el saldo acreedor o deudor de la última
existencia. Sí, el hombre se heredaba a sí mismo, y se heredaba a sí mismo
porque había justicia. Pero ¿y la cita del Apocalipsis? ¿Había justicia en
que tuviéramos que reconocer a Dios entre ladrones? No era tan complicado, sin
embargo. Si la palabra ladrón era allí una metáfora, una traslación de
significados a través de una imagen («vendré a ti como ladrón», es decir,
como viene un ladrón, subrepticiamente, sin que nadie lo advierta), entonces la
emboscada de Rosales no tenía efecto. Él no venía como ladrón sino que era
un ladrón, y yo lo hubiera podido matar sin violentar mis escrúpulos ni
torturar mi conciencia religiosa. Se trataría simplemente de eliminar a un
anticristo. Personalmente, prefería esa interpretación. Pero estaba la otra:
que el sentido no fuese metafórico sino literal, es decir, que Dios avisara
realmente que vendría como ladrón. De ser así, mi concepto de justicia
universal amenazaba derrumbarse sin remedio. Si Dios nos enfrentaba a todos los
ladrones del mundo para que reconociéramos Quién era Él, dejaba de ser justo,
dejaba de jugar con recursos leales; sencillamente, se convertía en un
tramposo. Claro que este Dios no me interesaba ni merecía que le amase, y, por
lo tanto, aunque Rosales fuese el mismo Dios, también podría matarlo.
Era
necesario preguntarse qué remediaba uno con esto. Imposible decir a sus discípulos
quién era Rosales. Nadie me hubiera creído. Además, su delito -el del robo,
al menos-, no podía demostrarse. El único documento que entregaba a cambio del
dinero ajeno, era su confianza, y ésta no servía como testimonio. Si yo decidía
finalmente eliminarlo, lo rodearían de un prestigio de mártir. Pero acaso esto
les ayudase a vivir. Por otra parte, él ya no estaría para destruirles la fe
con su realidad inmunda, con ese golpe brutal y revelador que podía
convertirlos repentinamente de cruzados del bien en miserias humanas.
Mientras
tanto, yo había llegado a la Plaza, a sólo dos cuadras de la pensión.
Recuerdo que me senté en un banco; apoyé la desguarecida nuca en el respaldo y
miré hacia el cielo, por primera vez en varios meses. Entonces me sentí
aplastado, inocente, infeliz. Comprendí que estaba a punto de llorar, pero
también que iba a ser un llanto vano, que nada me haría adelantar en la busca
de una escapatoria. Estaba todo demasiado claro; no había excusa posible.
No
quiero relatar cómo lo maté. Decididamente me repugna. Resultó en realidad más
atroz que lo más atroz que yo había imaginado. Me esperaba para hablarme del
futuro... Pero su futuro no existe ya. Lo he convertido en una cosa absurda.
Dicen que su gente creyó reconocer una última bendición en su boca milagrosamente muda, felizmente sellada por mi crimen. Cuando me interrogaron, no tuve inconveniente en confirmarlo. Entonces me pidieron que les transmitiera exactamente sus palabras finales. En realidad, sus palabras finales fueron tres veces «mierda», pero yo traduje: « Paz.» Creo que estuve bien.
Mario Benedetti