ESTA
MAÑANA
Lo
han arrojado del sueño con la piel estirada, los ojos desmesuradamente abiertos
a la luz inmóvil que aletarga el cuarto. Puede reconocerse, sin embargo,
nombrarse en alta voz. No bien dice «Jorge», retrocede el hechizo. Entonces le
es dado adivinar relativamente lejos su propio pie sosteniendo la sábana, y, más
cerca, su mano izquierda, sola, dormida aún, abandonada sobre el pecho, junto a
La estancia vacía, de Morgan, abierto en la página ciento cincuenta y tres.
Cuando la otra mano, la derecha, vuelve a tomar el libro entre sus dedos -el
pulgar inmiscuido entre las hojas como otro lector- Jorge prueba a leer: «Se lo
dije porque las palabras estaban llenas de vida para mí. ¿No ha escrito usted
nunca una carta sin la intención de mandarla, y la ha puesto en un sobre sin la
intención de mandarla, y ha salido con ella... todavía sin el propósito de
enviarla? ; ¿y entonces ha oído cómo caía en el buzón?» Sí, esto puede
entenderse. Él sabe por qué se ha detenido allí y aceptado el tema. Además,
se conoce resistente y lúcido, lo suficiente como para aplazar hasta hoy, sino
la interpretación, al menos la continuación de cierto anhelo de la víspera.
Todavía
sin plan, todavía desordenado y hosco, aparta la sábana con un ademán lento y
se sienta en la cama, los pies apoyados sobre el piso desnudo, lejos de la
alfombra. Es el momento oportuno para acercar los zapatos, los arqueados zapatos
negros. Pero no acaba de decidirse. Mientras el frío de las baldosas va piernas
arriba, caderas arriba, hasta lamer el vaho tibio de la cama, que aún perdura
en su espalda, en su pecho, en sus hombros, conserva todavía en la cabeza -no
tanto en la memoria- el sonido y el olor de anteayer, el olor y el sonido de la
figura aborrecida y admirada, del hombre alto, calvo y afeitado, con el enorme
vientre desafiante y las piernas firmes, un poco separadas. Aborrecido y
admirado, no. Ni aborrecer ni admirar. Más bien sentir en la conciencia...
menos que eso, en la boca, en las manos, en los ojos, la justificación del
propio pudor, el asco indiferente hacia el hombre alto.
Quién
sabe hasta dónde puede, podría obstinarse el pudor. Subsiste, pese al
retroceso de los pensamientos, pese al estancamiento o la deformación de la
vergüenza. El pudor tira hacia sí, porque es una especie de raíz de la raíz.
Acaso, finalmente, el único camino hacia el altruismo.
Uno
toma los calcetines de la víspera -pasos, umbrales, escalones-, uno toma los
calcetines e introduce en cada uno de ellos el pie frío, violáceo de varices
pequeñas, endurecido. Si comienza a vestirse es porque ha resuelto esquivar el
baño matinal, por un inexplicable temor supersticioso a quedarse limpio de todo
lo maquinado hasta ayer. Quedarse limpio, ¿por qué?, ¿de qué? Uno no tiene
mayormente dudas sobre el fondo, sobre el origen, sobre el color moral del
asunto. Las dudas -no vacilaciones: uno puede vacilar en dudar o lanzarse de
lleno a la duda-, las dudas sólo son acerca del procedimiento, de detalles del
procedimiento.
Sentirse
vestido es, en cierto modo, acabar de despertarse. Ayuda a ayudarse, a desalojar
la inseguridad, a ser. Uno se siente vestido y se halla listo para gobernar la
mirada, para encerrarse en uno o para salir de uno, para agonizar
irremediablemente o para estallar en la rutina. Percibe cómo la sangre reconoce
su mundo y corre y vive. Y uno se siente vivir al ritmo de la sangre: aunque
parezca mentira, uno se siente vivir al ritmo de la propia sangre. Aunque
parezca mentira, la sangre también conserva el sonido y el olor de anteayer,
cuando el hombre alto, calvo y afeitado que se llama Gálvez irrumpió en la
sala de escritorios verdes y metálicos (todos estaban comentando el último
partido y la original y atrevida tesis de Menéndez acerca del sistema M-W se
basaba enteramente en la sabiduría de un comentarista de radio) y nadie supo
que estaba allí, a tal punto que Silva le rozó el vientre enorme y desafiante
al intentar reproducir la ejecución de un corner. Pero él quiso apoyarse, él,
Gálvez, quiso apoyarse, antes de hablar, en un poco de desprecio, y para ello
sonrió. Y estuvo bien, porque los otros oyeron la sonrisa y entendieron que debían
sentarse cada uno detrás de su escritorio verde. Jorge le vio mover las cejas,
que Gálvez movió porque Jorge lo miraba. Y cuando dijo «Ayolas», Jorge no
dijo nada y los demás miraron y nada más. Era algo inexplicable, porque los
otros pensaban: «Éste es Jorge Ayolas y no dice nada. » Y entonces Gálvez se
irguió de veras y el vientre grande se estiró un poco al aumentar la distancia
entre los muslos y las costillas. Y preguntó: «¿Por qué no vino ayer?» pero
más bien preguntaba: «¿Usted se ha dado cuenta?», aunque en rigor él dijo
lo otro y casi todos entendieron lo otro. Jorge sí podía entender, porque
conocía al hombre alto, calvo y afeitado, y cuando estaba con él en el
despacho, se olvidaba a veces de Jorge y actuaba y hablaba y pensaba como si
Jorge no estuviera a sus espaldas, escribiendo o simplemente mirando la máquina.
Como
ahora mira la taza blanca. Desde que desayuna con té-con-leche, siente el
placer fácil de contemplar la taza blanca, rodeada de platillos con manteca,
queso, dulce, pan tostado. Es un momento de intimidad, de soledad provechosa y
desnuda. Se trata de algo simplemente creador, esto de acomodar la manteca en la
rebanada, esto de dejar penetrar lentamente en el líquido los terrones de azúcar
que sostiene la cucharilla. Ahora, con la taza a la altura de la boca y a través
de su aureola humeante, puede verse la ventana de cielo, puede verse la ventana
de nubes. Uno tiene en las manos el color de su día: rutina o estallido. Mas,
para empezar, uno tiene en las manos el olor y el sonido de anteayer, cuando el
hombre alto, calvo y afeitado preguntó: «¿Por qué no vino ayer?» Nada había
para responder. Porque Gálvez se dirigía a Jorge Ayolas y --claro-- había
olvidado que cuando entró en la sala ellos comentaban el último partido. Jorge
entonces hizo eso. Se levantó y pasó frente a Gálvez sin decirle nada y salió
hacia el despacho. Allí estaban los dos correveidiles: uno contador y otro
periodista. Teclas importantes del teclado de Gálvez. Sabían conseguir. El
contador conseguía mujeres. El periodista conseguía noticias. Solían
desmedrarse con un odio recíproco y Gálvez extraía de la callada competencia
un beneficio al margen: que a veces el contador consiguiera noticias, que a
veces el periodista consiguiera mujeres. Cuando Gálvez regresó al despacho,
los saludó --contra su costumbre- por encima del hombro. Ambos sintieron, cada
uno a su modo, tímida nostalgia por la amistosa palmadita de siempre, por el
alegre «¿Cómo va eso?», por el interesado «¿Qué novedades?» Conque el
jefe indicaba que podían comenzar. Se abstuvieron. Algo lamentable, porque el
contador sabía de una rubia de órdago, probablemente de no imposible acceso, y
para mayores garantías, casada. Algo lamentable, porque el periodista traía la
buena nueva de que el Ministro aceptaba la modificación del artículo tercero,
exigiendo solamente la participación de un inesperadamente módico
treinta-por-ciento de los beneficios que el cambio proporcionaría a Gálvez. El
periodista pensaba que el Ministro hacía mal en pedir ahora un porcentaje tan
por debajo del tácito arancel, pero la verdad era que el Ministro «no quería
comprometerse demasiado».
Ahora
que Jorge va en ómnibus, por la Avenida, el espectáculo lo distrae de nuevo,
mejor dicho, lo trae de su distracción. En la plataforma, la gente arracimada
grita, bromea, maldice. Más adentro, Jorge hunde irremediablemente su nariz en
la plétora de unos senos horizontales. Delante de él. Jorge ve una cruz. Es la
cruz que teóricamente debería colgar del pescuezo de la señora y que prácticamente
se apoya en la meseta de carne hundible, de carne de sudor y agua colonia.
Cuando en la Plaza Independencia bajen veinticinco o treinta pasajeros, acaso
quede entonces espacio suficiente como para mover un poco la cabeza, a tiempo
todavía para ver al guarda eructando provechosamente sobre la calvicie total de
un viejo breve y deslomado. Mientras tanto (todavía está en Dieciocho y
Paraguay) uno puede probar a apartarse de la obsesión de esta cruz que no es la
de Cristo. La de Cristo estaba erguida y acusaba al cielo. La de la señora está
echada y apunta al húmedo gaznate. Uno puede probar a apartar la atención de
la cruz obsesionante, uno puede probar a rehallar el sonido y el olor de
anteayer bajo las capas actuales del freno chirriante, del olor a sudor a agua
colonia. Uno puede probar y ver a Gálvez revisando las cuentas, aparentemente
revisando las cuentas y realmente pensando en que Jorge Ayolas está a sus
espaldas, en que Jorge Ayolas sabe que él pasó dos noches con Celeste, que el
periodista le consiguió a Celeste, que él pasó dos noches con Celeste, que el
periodista le mintió a Celeste, dos noches con Celeste... Probar y ver a Gálvez
levantándose y abriendo un cajoncito lateral que siempre está con doble llave
y dejarlo esta vez un poco abierto y ver asomar por la rendija una culata de revólver
y una novela de Pitigrilli. Probar y ver a Gálvez extrayendo del cajón un
frasco con pastillas y luego cerrarlo sin pasar la llave. (Dos noches con
Celeste.) Gálvez era amable, tibio, campechano (frío, egoísta, indiferente).
Sabía serio (no lo sabía). Pero esta vez estaba tieso; sincera,
inevitablemente tieso. Jorge podía mirarle la nuca, la nuca desnuda y sin
coraje (... sin pasar la llave...), no sabía qué miedo trémulo sobre los
hombros, qué antigua incertidumbre en las manos junto a aquel expediente que
nadie lee. (Dos noches con Celeste.)
Ahora
Jorge camina por Sarandí. «Soy otro», dice. Y lo es. El hombre que le
precede, el hombre de gacho verde y traje gris, el hombre y él tienen algo para
oír en común. Un chico que habla detrás de ellos. La voz del chico parece la
de un grande que imita a un chico. Naturalmente, inhábil. Naturalmente, tonto.
«Soy otro», dice. Y lo es (... sin pasar la llave...), La muchacha de adelante
tiene piernas bonitas, bien torneadas, algo de timidez en las caderas. Tiene su
propia dignidad. Uno puede pensar a capricho, puede formularse alguna invitación,
puede hacer lo corriente. Pero esta mujer joven tiene su propia dignidad. Uno
debe limitarse a mirar el pelo casi suelto rozándole la espalda, es decir, rozándole
el saquito celeste, el saquito de lana celeste. Celeste. Celeste tiene mejores
piernas, Celeste no tiene caderas tímidas. Uno no sabe si Celeste tiene su
propia dignidad. La simpatía es, naturalmente, otra cosa. Uno se siente a gusto
en la simpatía. Pero, naturalmente, es otra cosa. (Dos noches con Celeste.) Uno
tiene que decidir. La dignidad pesa. La simpatía también pesa. Uno tiene que
saber lo que hace «... y ha salido con ella... todavía sin el propósito de
enviarla». Eso decía el libro de Morgan. De todas maneras, Celeste era algo. A
veces, por la tarde, Jorge salía con ella, y hablaban. Alguna vez, la llevaba a
la confitería y hablaban. Él no podía confiarse ni confiar. Tenía fe sin
embargo en lo que ella no decía, en lo que ella ocultaba pensando que debía
tener vergüenza y mientras pronunciaba correctas tonterías, impúdicamente
correctas tonterías. Jorge tenía fe en su sinceridad -la de Celeste-, había
apostado a favor de esa sinceridad débil y embrionario, contra la hipocresía
robusta y evidente. Claro que si ella era hipócrita, la hipocresía era su
sinceridad. No obstante, él creía creer que la sinceridad era su sinceridad.
El
reloj de la Matriz da las nueve. Jorge dice: «Soy otro.» Y lo es. Hay algo
manso y a la vez definido en su ser de ahora. (Dos noches con Celeste.) Había
esperado moldearla de nuevo, mejor aún, poner su contenido en otro molde. Los
elementos eran buenos, eran queridos, podían ser amados. Sólo faltaba hallar
otra combinación. Una combinación que no fatigara al pudor. Al pudor de Jorge,
dato. Tal vez por eso no la había besado nunca. Antes debía educarla para el
beso. Para que no se engañe inconscientemente. Para que no besara sólo con los
labios. Había esperado en sí mismo la emoción del esfuerzo, el conflicto
entre educador y autoeducador. Cuántas veces había deseado oprimir la cintura
imprudente. Cuántas veces lo había deseado sin deseo. Pero ella no tenía un
talle tímido. Había esperado hacerla menos deseable, para desearla. Había
querido aligerarla de un lastre inútil, de un inútil sobrante de sexualidad.
En rigor, había querido dejarle su sexo a solas, un sexo puro sobre el que
levantar el sentimiento. Había esperado amarla en lo que creía creer que era,
y nada más. Que ella no inventara, que ella no agregara algo -pensando que era
sexo- a su sexo a secas. La quería sin suburbios, sin sexo de pensamiento, sin
sexo de imaginación, con su sexo a secas.
Ahora
la oficina está un poco agitada. Todos creen saber algo. Aunque hablan del próximo
paro del transporte, todos creen saber algo. Lo del paro es el recurso a que se
echa mano cuando viene Gálvez, cuando se acerca Ayolas. Lo del paro es un tema
de urgencia para cuando no se habla de Gálvez o de Ayolas. Los expedientes
llegan, pero no se trabaja con los expedientes. Hay temas, hay asunto, hay
comidilla. El clan moviliza sus veedores, el clan formula sus teorías, el clan
divídese en varios clanes. «Gálvez sabe lo que hace. » «Ayolas cayó en
desgracia.» «Es un inadaptado.» «Gálvez tiene la sartén por el mango.» «Al
otro no lo cazan así nomás.» «¿Será a causa de Celeste?» Ellos están
suaves con Ayolas. No quieren comprometerse. No le discuten. Él dice «Soy otro».
Y lo es. (Dos noches con Celeste.) Frente al escritorio verde, frente al
escritorio verde percibe, se siente cercado por el sonido y el olor de anteayer,
cuando Gálvez quiso hablarle sereno, en el despacho, quiso serenamente entrar
en su papel de cínico de afición, y por eso mismo tanto más admirable. Y le
dijo: «¿Qué tal va eso, Ayolas? ¿Cómo van esas conquistas? A su edad -¡qué
carajo!-, a su edad yo solía...” Pero no solía porque "vez no tuvo jamás
la edad de Jorge, porque no tuvo nunca el pudor de la edad de Jorge Ayolas. «A
su edad, yo solía atraer a las mujercitas -las buenas inclusive- como la miel
sus moscas. A su edad... (... el cajón cerrado, sin pasar la llave...). Ahora
me he tranquilizado. Soy un hombre de hogar.» (Dos noches con Celeste.) El
periodista y el contador habían sonreído, habían hallado a Jorge realmente cómico
en su papel de callado dueño de Celeste, habían recogido íntegramente la
abultada ironía del jefe.
Jorge
Ayolas está nuevamente en el despacho. Solo. «Soy otro», dice. Y lo es. Uno
puede pensar fríamente. Uno puede pensar fríamente en todo esto. Hay dos
hechos. El hecho Gálvez y el hecho Celeste. Aunque le afecte, el hecho Celeste
puede quedar así. Ella seguirá trabajando en la Oficina. Acaso Gálvez la
traslade a su despacho y a él lo mande al Archivo. Ella resultó sincera en su
hipocresía. Uno sólo puede culparse a sí mismo. Basta. El hecho Gálvez no le
afecta. Lo ve con serenidad. Sin duda, es un brote epidémico. No le odia, sin
embargo. ¿Por qué va a odiarle? ¿Porque pasó dos noches con Celeste? No, por
cierto. ¿Porque anteayer se burló de él frente a los adulones? No, por
cierto. El burlado fue Gálvez. Ayer Jorge no vino, para pensarlo mejor. Ayer lo
pensó bien. Hoy lo sabe. «¿No ha escrito usted nunca una carta sin la intención
de mandarla, y la ha puesto en un sobre sin la intención de mandarla, y ha
salido con ella... todavía sin el propósito de enviarla, y entonces...”
Ahora es la voz de Gálvez, del hombre alto, calvo y afeitado, con un enorme
vientre desafiante y las piernas firmes, un poco separadas. (Dos noches con
Celeste.) Escasamente a un metro de su mano, a medio metro quizá, está el cajón
sin llave. Está el cajón sin llave. Está el revólver. Uno piensa en lo que
uno pensó, en lo que uno pensaba. Que la religión puede ser útil y
perjudicial, según el temperamento de cada uno. Que la religión es útil
cuando no puede hallarse la conciencia, cuando es un sucedáneo de la
conciencia. Esto... abrir el cajón... esto ESTO ¿es la conciencia?
("vez".) ¿Hay Dios? (Cayó.) ¿Es la conciencia? (Cayó de espaldas.)
¿Hay Dios? ( ... «y entonces ha oído cómo caía en el buzón»)... ¿Es la
conciencia? (Sangra. Naturalmente, sangra.) ¿Dios? (Las piernas no están ya
firmes ni separadas.) ¿La conciencia? (Bueno.) ¿Dios? (Bueno, está hecho.) ¿La
conciencia? (El pudor. Sí. El pudor.)
Entran.
Ya entran. Son todos ellos. Menéndez, el primero. Tiene una teoría sobre...
Ella está también. Son veinte. Treinta. Ella está también... Ella. Celeste.
Mueve los labios. Pero él lo sabe. Ella dijo: «Asesino.» Ella pensó: «Asesino.»
Mejor. Algo menos para que uno rumie. Algo menos para que uno extrañe. Algo
menos, sin duda... Mejor. Así nadie se da cuenta que uno está llorando, que
uno no se da cuenta que uno está llorando.
«Soy otro», dice. Pero no lo es.
Mario Benedetti