LA ÚLTIMA NOCHE
En
un primer momento no supo identificar lo que le había despertado. Las saetas
del reloj aún no habían llegado al punto fatídico en el que harían sonar la
doble campana que coronaba su esfera laqueada en blanco; a su lado, Delia
roncaba suavemente, con ese ronroneo monótono pero confiado que se asemejaba al
de los gatos cuando los acaricia una mano amiga; al otro lado del pasillo, el
pequeño Luis se removió inquieto durante un instante, pero después de
encontrar la postura adecuada volvió a sumergirse hacia el sueño profundo.
Entonces,
¿qué había sido?
Lo
único que tal vez no encajaba dentro de la normalidad era esa ligera opresión
en el pecho, un poco hacia la izquierda. Intentó respirar hondo y le pareció
que al corazón le costaba un esfuerzo extra asimilar ese plus de oxígeno que
le llegaba desde los pulmones, como si el pim-pam, pim-pam, cojeara un poco de
alguna de sus patas, pero al intentarlo de nuevo el compás cardíaco se
estabilizó.
"Ya
estamos con esa dichosa arritmia", pensó con fastidio. Y es que el cardiólogo
se lo había avisado en la última visita: "Fumas demasiado, tienes un
trabajo sedentario y coges el coche hasta para ir a la panadería de la esquina;
si a eso le añades la copita de coñac después de las comidas y algún que
otro whisky el fin de semana, me temo que eres como una bomba ambulante. “Y la
arritmia no es más que un aviso”. Pamplinas. Su abuelo fumaba como un
bocanegra, su padre bebía como un cosaco y ambos llegaron hasta los ochenta en
plenitud de facultades. Eran hombres del campo, eso sí, que trabajaban de sol a
sol y a veces incluso más, pero eso no tenía importancia. Todos los matasanos
eran unos aguafiestas, siempre con sus chequeos, sus revisiones, sus avisos, sus
prohibiciones…
Pero
esta vez la opresión le estaba durando más de lo habitual. Tal vez fuera
suficiente con incorporarse un poco y esperar. Eso era: en cuanto levantó la
cabeza de la almohada comenzó a respirar mejor y su pecho volvió a subir y
bajar con normalidad. ¿Despertar a Delia por esa tontería? No tenía ningún
sentido asustarla. Tal vez por la mañana debería decirle lo que había pasado
para que, una vez que dejaran a Luisito en el colegio, le acompañara al médico.
No es que se encontrara mal, desde luego, pero en esta ocasión se sentía
preocupado.
Recordó
el libro aquel que había leído hacía poco, ese del médico americano que
escribía novelas policíacas… ¿Cómo se llamaba?… Robin Cook, eso es. En
"Miedo mortal" describía con todo lujo de detalles un ataque al corazón,
y Jesús sintió que se le ponían los pelos de punta al evocar aquellas líneas.
"El dolor era como un cuchillo al rojo vivo clavado en el pecho…".
Por fortuna no era este su caso, sino más bien como cuando su hijo se le subía
encima para jugar a caballito. Delia acudía enseguida a quitárselo de encima y
él hacía como que se enfadaba un poquito con ella por interrumpir el juego,
pero en el fondo agradecía que se acabara aquella pequeña tortura.
Luisito
dio una patada a las sábanas, encendió la lamparita de su mesilla y se levantó
con paso presuroso hacia el cuarto de baño. Hizo un pipí tan largo que pareció
que no iba a acabarse nunca y regresó a la cama, ahora con andares vacilantes
por la modorra. Jesús esperaba que le llamase par arroparle o para pedir un
vaso de agua, pero después de otra pequeña pelea con las sábanas volvió a
apagar la luz y unos instantes más tarde descansaba plácidamente.
"Será
mejor que intente dormir yo también antes de que me desvele por completo".
Volvió a acostarse y Delia, tal vez molesta por el movimiento, gimió en sueños
y se dio la vuelta hasta quedar hacia su lado. Tenía medio rostro oculto por la
almohada, pero Jesús pudo apreciar el otro medio gracias a la luz que se
filtraba por los ojillos de la persiana entreabierta (el vecino de la otra
escalera, el panadero, se levantaba temprano). Qué hermosa era. Aún con el
cabello revuelto. Todavía recordaba la primera noche que pasaron juntos, en
aquella habitación de un hotelucho del centro de Zaragoza dedicado a estos
menesteres y a otros menos poéticos; fue en plenas Fiestas del Pilar, y engañaron
a sus respectivas familias con la excusa de que iban a pasar la noche entera con
la pandilla del instituto, y que cuando el sol asomara por encima de los tejados
se irían a comer juntos el clásico chocolate con churros. Y es cierto que no
durmieron en toda la noche, pero dedicados a un descubrimiento mutuo en el que
ambos aprendieron mucho de la anatomía del sexo opuesto y más del amor hacia
el otro. Sólo de madrugada, vencidos y agotados, cayeron en un agradable sopor
del que despertaron sorprendidos de su propio aspecto, de los cabellos
encrespados, de los ojos hinchados y enrojecidos, de los rostros embotados por
la falta de sueño. Y rieron, y lloraron, y se abrazaron jurándose amor eterno.
Y aunque esa experiencia se repitió en varias ocasiones, en ese mismo hotel o
en otro semejante, en paradores o en tiendas de campaña, nunca olvidaron ese
primer despertar juntos.
Al
recordar aquellos encuentros, el cuerpo desnudo de Delia, sus pechos menudos,
sus nalgas rotundas, su vagina cálida y acogedora, Jesús sintió que el pulso
se le aceleraba involuntariamente, y la opresión en el pecho volvió a
asaltarle. Esta vez se asustó de verdad porque nunca antes le había ocurrido
eso, repetirle la arritmia, y volvió a pensar en despertar a su esposa para
consultarle. ¿Y qué iban a hacer? ¿Salir corriendo de casa hacia el servicio
de urgencias del hospital más cercano? ¿Y Luisito? No, sería mejor volver a
incorporarse y esperar a que se le pasara del todo. O, mejor todavía,
levantarse. Pero la casa estaba fría, la cama caliente y no le apetecía
empezar a rebuscar por el armario hasta encontrar el albornoz. A oscuras seguro
que tiraba alguna percha y con el estrépito despertaba a la familia. No, seguiría
en la cama, sentado si era necesario, hasta que se le pasase.
Para
distraerse, intentó acomodar la respiración al segundero del reloj de la
cocina.
Inspiración
de dos segundos por la nariz, expiración de tres segundos por la boca;
inspiración, expiración; inspiración, expiración… Poco a poco el corazón
volvió a latirle con regularidad, la opresión fue disminuyendo y él también
se relajó un tanto.
"Decididamente,
mañana iremos al médico. Y si me dice que tengo que dejar de fumar, lo haré,
aunque me cueste comerme una docena de chicles diarios. Qué coño,
la salud es lo primero".
Luisito
habló en sueños, Delia volvió a cambiar de postura y Jesús inició una vez más
el descenso hacia la almohada. Lo hizo despacio, atento a cualquier mensaje de
alarma de su corazón para incorporarse de nuevo, pero nada ocurrió. Acomodó
el cuerpo en el colchón, intentó aspirar hondo y esta vez ya no pudo moverse.
El
dolor, una puñalada trapera asestada a traición, le recorrió todo el cuerpo
como un calambre que forzara sus tendones hasta ponerlos tensos como cuerdas de
violín, hasta que una mano poderosa comenzó a apretar su corazón. Aquello sí
que tenía todos los visos de ser un infarto. Aferrado a las sábanas, gimiendo
en silencio, aterrorizado, fue contando las pulsaciones de aquel músculo
desbocado que le había mantenido con vida hasta entonces y que ahora comenzaba
a fallar de una forma tan desconsiderada. Sintió que la presión en el fondo de
sus ojos aumentaba hasta verlo todo rojo a pesar de la oscuridad, y en el último
instante, antes de que el corazón reventara como una flor, supo que se le había
parado definitivamente y que eso ya no tenía remedio. Y continuó consciente
mientras su propia luz se apagaba poco a poco, como si se encontrase en el palco
de un teatro y estuviera a punto de comenzar una función a la que él ya no iba
a asistir.
Cuando
todo acabó, su cuerpo crispado se relajó sobre las sábanas, las manos
adoptaron una postura completamente natural y en su rostro los labios casi sonreían.
-
Jesús, el despertador… No te hagas el remolón, que luego te tocará correr
para llegar a tiempo a la oficina… Venga, hombre, levanta de una vez… Qué
frío estás. ¿Es que no te encuentras bien?… ¡Jesúúús!
-
Menudo golpe.
-
Ya lo creo. Que suene el despertador y te encuentres a tu marido más seco que
un bacalao.
-
De todas formas, más vale eso que quedarse cruzado en una cama.
-
Desde luego.
-
Y no debió sufrir nada.
-
Nada. ¿No te has fijado en su rostro?
-
Chisst… Ya sale el cura.
- En el nombre del Padre, y del Hijo,…
Pablo
Palacin Pi – España