VERÓNICA DECIDE MORIR
Fragmento
El
día 11 de noviembre de 1997, Veronika decidió que había llegado, por fin, el
momento de matarse. Limpió cuidadosamente su cuarto alquilado en un convento de
monjas, apagó la calefacción, se cepilló los dientes y se acostó.
De
la mesita de noche sacó las cuatro cajas de pastillas para dormir. En vez de
juntarlas y diluirlas en
agua, resolvió tomarlas una por una, ya que existe gran distancia entre la
intención y el acto y ella quería estar libre para arrepentirse a mitad de
camino. Sin embargo, a cada comprimido que tragaba se sentía más convencida;
al cabo de cinco minutos, las cajas estaban vacías.
Como
no sabía exactamente cuánto tiempo iba a tardar en perder la conciencia, había
dejado encima de la cama una revista francesa, Homme, edición de aquel mes,
recién llegada a
la biblioteca donde trabajaba. Aún cuando no tuviese ningún interés
especial por la informática, al hojear la revista había descubierto un artículo
sobre un juego de ordenador (CD-Rom le llamaban) creado por Paulo Coelho, un
escritor brasileño que había tenido la oportunidad de conocer en una
conferencia en el café del hotel Gran Unión.
Ambos
habían intercambiado algunas palabras, y ella había terminado siendo convidada
por su editor a una cena que se
celebraba esa noche. Pero el grupo era grande,
y no hubo posibilidad de profundizar en ningún tema.
El
hecho de haber conocido al autor, sin
embargo, la llevaba a pensar que él formaba parte de su mundo, y leer algo
sobre su trabajo podía ayudarla a pasar el tiempo. Mientras esperaba la muerte,
Veronika comenzó a leer sobre informática, un tema que no le interesaba en
absoluto, y esto armonizaba con todo lo que había hecho durante toda su vida,
siempre buscando lo más fácil o lo que se hallara al alcance de la mano. Como
aquella revista, por ejemplo.
Para
su sorpresa, no obstante, la primera línea
del texto la sacó de su pasividad natural (los
somníferos aún no se habían disuelto en el estómago, pero Veronika
ya era pasiva por naturaleza) e hizo que, por primera vez en su vida,
considerase como verdadera una frase que estaba muy de moda entre sus amigos: «nada
en este mundo sucede por casualidad».
¿Por
qué aquella primera línea, justamente en un momento en que había comenzado a
morir? ¿Cuál era el mensaje oculto que tenía ante sus ojos, si es que existen
mensajes ocultos en vez de
casualidades?
Debajo
de una ilustración del tal juego de ordenador,
el periodista comenzaba su
escrito preguntando: «¿Dónde está Eslovenia?»
Nadie
sabe dónde está Eslovenia –pensó-. No tienen idea.
Pero
aun así Eslovenia existía, y estaba allí afuera, allí dentro, en las montañas
que la rodeaban y en la plaza delante de sus ojos: Eslovenia era su país.
Apartó
la revista: no le interesaba ahora indignarse con un mundo que ignoraba por
completo la existencia de los eslovenos; el honor de su nación
ya no le inspiraba respeto.
Había
llegado la hora de tener orgullo de sí misma, de saber que había sido capaz,
que finalmente había tenido valor y estaba dejando esta vida. ¡Qué alegría!
Y estaba haciendo eso tal como
siempre lo había soñado: mediante
comprimidos, que no dejan marcas.
Veronika
había estado buscándolos durante casi seis meses. Pensando que nunca lograría
conseguirlos, había llegado a pensar en la posibilidad de cortarse las venas, a
pesar de saber que terminaría llenando el cuarto de sangre, dejando a las
monjas confusas y preocupadas.
Un
suicidio exige que las personas piensen primero en sí mismas, y después en los
demás.
Estaba
dispuesta a hacer todo lo posible para que su muerte no causara mucho trastorno,
pero si cortarse las venas era la única posibilidad, entonces, lo siento, las
hermanas que limpiaran el cuarto y se olvidaran pronto del asunto, o si no tendrían
dificultades para alquilarlo de nuevo; al fin y al cabo, incluso a fines del
siglo xx, las personas aún creían en fantasmas.
Es
verdad que ella también podía tirarse desde uno de los pocos edificios altos
de Ljubljana pero ¿y el sufrimiento enorme que tal actitud terminaría causando
a sus padres? Además del impacto de descubrir que la hija había muerto, estarían
obligados a identificar un cuerpo
desfigurado: no, ésta era una solución peor que la de sangrar hasta morir,
pues dejaría marcas indelebles en personas que solo querían su bien.
«Terminarán
admitiendo la muerte de la hija. Pero un cráneo reventado debe de ser imposible
de olvidar.»
Dispararse
un tiro, lanzarse al vacío, ahorcarse, nada de eso estaba en consonancia con su
naturaleza femenina. Las mujeres, cuando se suicidan, eligen medios mucho menos
truculentos, como cortarse las venas o ingerir una sobredosis de somníferos.
Las princesas abandonadas y las actrices de Hollywood habían dado diversos
ejemplos a este respecto.
Veronika
sabía que la vida era una cuestión de esperar siempre la hora adecuada para
actuar. Y así fue: dos amigos suyos, compadecidos
por sus quejas de que no podía
dormir, habían conseguido -cada uno por su cuenta- dos cajas de una droga
poderosa que era utilizada por los músicos de un club nocturno local. Veronika
había dejado las cuatro cajas en su mesita de noche durante una semana,
flirteando con la muerte que se aproximaba y despidiéndose, sin ningún
sentimentalismo, de aquello a lo que llamaban Vida.
Ahora
estaba allí, contenta por haber ido hasta el final, y aburrida porque no sabía
qué hacer con el poco tiempo que le restaba.
Volvió
a pensar en el absurdo que acababa de leer: cómo era posible que un artículo
sobre un ordenador pudiera comenzar con una frase tan idiota: «¿Dónde está
Eslovenia?»
Como
no encontró nada más interesante en que preocuparse, decidió leer el artículo
hasta el final, y descubrió la causa: el tal juego había sido producido en
Eslovenia -ese extraño país que nadie parecía saber dónde estaba, excepto
quienes vivían en él-
por causa de la mano de obra más barata. Unos meses atrás, al
lanzarlo al mercado, la productora francesa había dado una fiesta para
periodistas de todo el mundo, en un castillo en Vled.
Veronika
recordó haber oído algo en relación con esa fiesta, que había sido un
acontecimiento especial en la ciudad, no sólo por el hecho de haberse
redecorado el castillo para acercarse al máximo al ambiente medieval del
CD-Rom, sino también por la polémica
que le siguió en la prensa local: había periodistas alemanes,
franceses, ingleses, italianos, españoles..., pero ningún esloveno había sido
convidado.
El
articulista de Homme, que había venido a Eslovenia por primera vez, seguramente
con todo pagado y decidido a pasar su tiempo halagando a otros periodistas,
diciendo cosas supuestamente interesantes, comiendo y bebiendo gratis en el
castillo, había decidido empezar su artículo haciendo un chiste que debía de
agradar mucho a los sofisticados intelectuales de su país. Inclusive debía de
haber contado a sus amigos de redacción algunas historias falsas sobre las
costumbres locales, o sobre la manera poco elegante de vestirse de las mujeres
eslovenas.
Problema
de él. Veronika se estaba muriendo, y sus preocupaciones debían
ser otras, como saber si existe vida después de la muerte, o a qué hora
encontrarían su cuerpo. Aún así, o tal vez, justamente, por causa de eso, de
la importante decisión que había tomado, aquel artículo la estaba molestando.
Miró
por la ventana del convento que daba hacia la pequeña plaza de Ljubljana. «Si
no saben dónde está Eslovenia, Ljubljana debe de ser un mito», pensó. Como
la Atlántida, o Lemuria, o los continentes perdidos que pueblan la imaginación
de los hombres. Nadie empezaría un artículo, en ningún lugar del mundo,
preguntando dónde estaba el monte Everest, aun cuando nunca hubiese estado allí.
Y sin embargo, en plena Europa, un periodista de una revista importante no se
avergonzaba de hacer una pregunta de esa clase, porque sabía que la mayor parte
de sus lectores desconocía dónde estaba Eslovenia. Y más aún Ljubljana,
su capital.
Fue
entonces que Veronika descubrió una manera de pasar el tiempo, ya que habían
transcurrido diez minutos y aún no notaba ninguna diferencia en su organismo. El último acto
de su vida iba a ser una carta para aquella revista, explicando que Eslovenia
era una de las cinco repúblicas resultantes de la división de la antigua
Yugoslavia.
Dejaría
la carta con su nota de suicidio. De paso, no daría ninguna explicación sobre
los verdaderos motivos de su muerte.
Cuando
encontraran su cuerpo, concluirían que se había suicidado porque una revista
no sabía dónde estaba su país. Se rió ante la idea de ver una polémica en
los diarios, con gente de acuerdo o en desacuerdo con su suicidio en honor a la
causa nacional. Y se quedó impresionada al reflexionar sobre la rapidez con que
había cambiado de idea, ya que momentos antes pensaba exactamente lo opuesto:
que el mundo y los problemas geográficos ya no le importaban nada.
Escribió
la carta. El momento de buen humor hizo que tuviera otros pensamientos respecto
a la necesidad de morir, pero ya se había tomado las pastillas y era demasiado
tarde para arrepentirse.
De
cualquier manera, ya había tenido momentos de buen humor como ése, y no se
estaba suicidando porque fuera una mujer triste y amargada que viviera víctima
de una constante depresión. Había pasado muchas tardes de su vida recorriendo
despreocupada las calles de Ljubljana o mirando, desde la ventana de su cuarto
en el convento, la nieve que caía en la pequeña plaza donde se hallaba
emplazada la estatua del poeta, Cierta vez se había quedado casi un mes
flotando en las nubes porque un hombre desconocido, en el centro de aquella
misma plaza, le había dado una flor.
Se
consideraba una persona perfectamente normal. Su decisión de morir se debía a
dos razones muy simples, y estaba segura de que si dejaba una nota explicándola,
mucha gente la comprendería.
La
primera razón: todo en su vida era igual y, una vez pasada la juventud, vendría
la decadencia, la vejez le dejaría marcas irreversibles, llegarían las
enfermedades y se alejarían los amigos. En fin, continuar viviendo no añadía
nada; al contrario, las posibilidades de sufrimiento se incrementaban
notablemente.
La
segunda razón era más filosófica: Veronika leía la prensa, miraba la
televisión, estaba informada de lo
que pasaba en el mundo. Todo estaba mal, y a ella le era imposible remediar
aquella situación, lo que le daba una sensación de inutilidad total.
Dentro
de poco, sin embargo, tendría la última experiencia de su vida, y ésta prometía
ser muy diferente: la muerte. Escribió la carta para la revista, dejó el
asunto a un lado, y se concentró en cosas más importantes y más propias de lo
que estaba viviendo -o muriendo- en aquel minuto.
Procuró
imaginar cómo sería morir, pero no consiguió llegar a ningún resultado.
De
cualquier manera, no tenía que preocuparse por eso, pues lo sabría en pocos
minutos.
¿Cuántos
minutos?
No
tenía idea. Pero le encantaba
pensar que iba a conocer la respuesta a lo que todos se preguntaban: ¿Dios existe?
Al
contrario de mucha gente, ésta no había sido la gran discusión interior de su
vida. En el antiguo régimen comunista, la educación oficial afirmaba que la
vida acababa con la muerte, y ella terminó acostumbrándose a la idea. Por otro
lado, la generación de sus padres y de sus abuelos aún asistía a la iglesia,
solía orar y hacer peregrinaciones y estaba absolutamente convencida de que
Dios prestaba atención a todo lo que le confiaban.
A
los veinticuatro años, después de haber vivido todo lo que le había sido
permitido vivir -y hay que
reconocer que no fue poco-. Veronika tenía casi la certeza absoluta de que todo
acababa con la muerte. Por eso había escogido el suicidio: la libertad, por
fin. El olvido para siempre.
En
el fondo de su corazón, quedaba la duda: ¿y si Dios existe? Miles de años de
civilización hacían del suicidio un tabú, una afrenta a todos los códigos
religiosos: el hombre lucha para sobrevivir, y no para entregarse. La raza
humana debe procrear. La sociedad precisa de mano de obra. Una pareja necesita
una razón para continuar unida, incluso después de que el amor se extinga, y
un país requiere soldados, políticos y artistas.
Si
Dios existe, lo que yo sinceramente no creo, sabrá que el entendimiento del
hombre tiene un límite. Fue Él quien creó este caos, donde reinan la miseria,
la injusticia, la codicia, la soledad. Su intención debe de haber sido
excelente, pero los resultados son nefastos. Si Dios existe, Él será generoso
con las criaturas que deseen alejarse más pronto de esta Tierra, y puede ser
que hasta llegue a pedir disculpas por habernos obligado a pasar por aquí.
Que
se fueran al diablo los tabúes y las supersticiones. Su religiosa madre le decía:
Dios conoce el pasado, el presente y el futuro. En este caso, ya la había
colocado en este mundo con plena conciencia de que ella terminaría suicidándose,
y no se sorprendería por su gesto.
Veronika
comenzó a sentir un leve mareo, que fue creciendo rápidamente.
A
los pocos minutos ya no podía centrar su atención en la plaza que se extendía
ante su ventana. Sabía que era invierno, debía de ser alrededor de las cuatro
de la tarde, y el sol se estaba poniendo rápidamente. Sabía que otras personas
continuarían viviendo; en ese momento, un muchacho que pasaba frente a su
ventana la miró, sin, no obstante, tener la menor idea de que ella estaba a
punto de morir. Un grupo de músicos bolivianos, ¿dónde está Bolivia?; ¿por
qué los artículos de las revistas no preguntan eso? tocaba delante de la
estatua de France Preseren, el gran poeta esloveno que marcara profundamente el
alma de su pueblo.
¿Llegaría
a poder escuchar hasta el fin la música que provenía de la plaza? Sería un
bello recuerdo de esta vida: el atardecer, la melodía que contaba los sueños
del otro lado del mundo, el cuarto templado y acogedor, el muchacho guapo y
lleno de vida que había pasado, había decidido detenerse y ahora se dirigía
hacia ella. Como se daba cuenta de que las pastillas ya estaban haciendo efecto,
él sería, con toda seguridad, la última persona que vería.
Él
sonrió. Ella retribuyó la sonrisa: no tenía nada que perder. Él la saludó
con la mano; ella decidió fingir
que estaba mirando otra cosa, al fin y al cabo el muchacho estaba queriendo ir
demasiado lejos. Desconcertado, él continuó su camino, olvidando para siempre
aquel rostro en la ventana.
Pero
Veronika se quedó satisfecha de
haber sido deseada una vez más. No era por ausencia de amor que se estaba
suicidando. No era por falta de cariño de su familia, ni problemas financieros,
o por una enfermedad incurable.
Veronika
había decidido morir aquella bonita tarde de Ljubljana, con músicos bolivianos
tocando en la plaza, con un joven pasando frente a su ventana, y estaba contenta
con lo que sus ojos veían y sus oídos escuchaban. Pero aún estaba más
contenta de no tener que contemplar aquellas mismas cosas durante treinta,
cuarenta o cincuenta años más, pues irían perdiendo toda su originalidad al
estar inmersas en la tragedia de una vida donde todo se repite, y el día
anterior es siempre igual al siguiente.
El
estómago, ahora, empezaba a dar vueltas y ella se sentía muy mal. «Qué
gracia; pensé que una sobredosis de tranquilizantes me haría dormir
inmediatamente.» Pero lo que sucedía era un extraño zumbido en los oídos y la sensación de vómito.
«Si
vomito, no moriré.»
Decidió
olvidar los cólicos, procurando concentrarse en la noche que caía con rapidez,
en los bolivianos, en las personas que comenzaban a cerrar sus tiendas y salir.
El ruido en el oído se hacía cada vez más agudo y, por primera vez desde que
había ingerido las pastillas, Veronika sintió miedo, un miedo terrible ante lo
desconocido.
Pero
fue rápido. En seguida perdió la conciencia.
Paulo Coehlo