TÍO
ENRIQUE
De
"La mesa de los galanes y otros cuentos", © 1995 by Ediciones de la
Flor
Me
gusta Rosario cuando llega el invierno. Cuando caen las primeras nevadas y por
el Paraná bajan los grandes bloques de hielo. De chico, yo subía a la terraza
de mi casa, me trepaba a un pilar y desde allí veía, entre algunos edificios,
pedazos del río y el rayón verde de la isla. Y también divisaba los hielos,
derivando aguas abajo de la misma forma en que lo hacían los camalotes durante
el verano. Quintina decía haber visto animales sobre aquellos témpanos. Monos,
pecaríes y hasta víboras, pero no se le podía creer mucho porque ella era muy
fantasiosa a pesar de su simpleza. Lo cierto es que yo había visto una familia
de paraguayos bajando en un camalote y Eduardito contaba que una vez venía una
lampalahua comiéndose un chancho arriba de uno de esos hielos.
Lo
que a mí me encantaba era mirar la llegada del hidroavión. Yo sabía que
llegaba a Rosario a eso de las cinco de la tarde y me escapaba hacia la terraza.
Acuatizaba muy cerca de la zona donde yo vivía (Catamarca y Corrientes, el
Edificio Dominicis) y entonces se lo podía ver, próximo y brillante, metálico,
como si ya viniera mojado. Era un aparato panzón, hermoso, y se divisaba bajo
las alas --y entre los dos inmensos flotadores-- la fila de ventanitas. Incluso
a veces llegaban a verse los rostros levemente despavoridos de los pasajeros, aún
no muy acostumbrados a aquellas aventuras. El hidroavión descendía y yo no lo
veía tocar el agua porque ya me lo tapaban los edificios. Y eso que aterrizaba
bastante antes de la Estación Fluvial porque, en aquellos tiempos, toda la zona
frente a la estación estaba ocupada por la actividad increíble de las dársenas.
Estoy hablando, por supuesto, de antes de que los porteños nos robaran el
puerto. Mi viejo me llevaba muchas veces a visitar el puerto. No se permitía
entrar. Siempre había un marinero de guardia pero mi viejo le decía un par de
cosas, muy suelto, canchero, y el marinero nos facilitaba la entrada. De allí
en más crecía un bosque de mástiles y de torretas de los barcos y, dejando el
auto (un Fiat Balilla, negro), empezábamos a recorrer los depósitos y los
galpones entre la multitud de gente. Aquello era una sinfonía de razas y de
colores. Había marinos rubios y colorados, de pelo casi blanco algunos, muy
atildados que llegaban de los vapores de ultramar europeos. Había hindúes, con
sus turbantes y taparrabos. Chinos, malayos, que bajaban de sus praos procurando
conseguir perros para comer (decía Quintina que tía Lilia les había vendido
el "Batuque" cuando ya estaba viejo). Había árabes que siempre parecían
pelearse por su forma aparatosa de conversar. Y había negros, gigantescos
algunos, llegados desde África en galeones o esquifes que, en ocasiones,
procuraban escapar solicitando trabajo en la construcción del Monumento a la
Bandera (el primero, el que no se terminó). Todo eso le daba al lugar una
algarabía, una vitalidad y una atmósfera formidable. Los gritos, las órdenes,
el azote de las velas al desplegarse, los mil idiomas diferentes, las corridas
de los marineros franceses cruzando el boulevard costanero para cambiar divisas
en el Sunderland o en el Wembley. El rezongar de los animales, que también los
había. Estaban los enormes caballos de la Policía Montada con sus jinetes de
uniforme azul que los hacían caracolear entre los bultos y los cajones
descargados procurando evitar robos y fundamentalmente peleas, entre los
balleneros nórdicos y los atuneros de El Callao, que bajaban siempre
absolutamente borrachos con agua de alcanfor. Y había chivos, camélidos,
jaulas repletas de loros, guacamayos y monos amazónicos. Hasta una jirafa vi un
día, algo absorta, como espantada por todo aquel caótico mundo que la rodeaba.
Y los jueves (porque aquel día fue un jueves) se cruzaban desde la isla los
charrúas a vender sus pieles de nutria y de manatí. Llegaban con sus chalupas
gambeteando la multitud de falúas, bajeles, balsas y monitores hasta amarrar
bien enfrente del espigón de madera del Náutico, donde ya los esperaban grupos
de comerciantes, ávidos por adquirirles de todo, incluso artesanías. Antes, me
contaba mi viejo, los charrúas venían casi desde la zona de Victoria
(carpinteros, más que nada) pero habían sido muy corridos por los
"ajeros", vendedores de ajo, rosarinos que recorrían los esteros en
pequeños grupos trashumantes, muy agresivos y rencorosos desde que fueran
expulsados del Circo Criollo. Después, con los años, lamentablemente los charrúas
fueron cada vez más y más hostigados hasta que terminaron, unos pocos,
fundando un club de fútbol, en la zona de Tablada. Pero aquel jueves volví a
recuperar, por sobre todas las cosas, le impresión que me causaban los olores
de esos indios. Relucían sus pieles curtidas bajo el baño de sudor (venían
remando desde El Embudo) y resaltaban, nítidos, los tatuajes primitivos que
reproducían sábalos, mandubíes y viejas del agua sobre pechos y muslos. Había
uno de ellos, recuerdo, que me impresionó porque lucía en la espalda el
esquema completo del sistema nervioso de un surubí, lo que demostraba hasta qué
punto conocían aquellos salvajes la fauna del territorio. Pero el aroma era
fuerte. Ellos embadurnaban sus cuerpos con grasa de boga macho para adquirir un
olor familiar al de su presa predilecta ("bogueros" solían llamarlos
antiguamente los querandíes), o bien con la sustancia que sacaban de una glándula
suprarrenal que tienen las tarariras tras las agallas y que (según los zoólogos)
les trae buena suerte a dichos peces. Era un olor penetrante, que aún hoy llevo
instalado en las narices y que prevalecía sobre las mixturas a sorgo híbrido,
a canela, a coco, pimentón, almizcle, alcanfor, láudano, bosta de caballo y
goma quemada. Yo nunca me había acercado mucho a los charrúas, en parte porque
de inmediato se arremolinaban en torno a ellos docenas de comerciantes
procurando esquilmarlos y en parte porque mi padre tenía cierto recelo hacia
esas criaturas (se hablaba de que habían dado muerte en la isla a fines de la
centuria, a un abuelo de Candiotti, el famoso nadador de aguas abiertas). Pero
ese día estaba tío Enrique con nosotros, y tío Enrique era policía. No policía
de uniforme, si no detective, lo que lo hacía más interesante. Era un par de días
antes de Navidad, fecha que siempre me ponía muy alegre y expectante, y yo con
mi viejo y mi tío, nos estábamos encargando de las compras para las fiestas.
El tío incluso me había prometido que si había llegado algún vapor desde el
Kuomintang (Pekín) podría comprarme petardos y fuegos de artificios, dado que
en eso los chinos eran verdaderos maestros. Pero el real motivo de nuestra
visita al puerto era muy otro. Ya mi viejo había apalabrado a los charrúas
para que nos trajeran un chancho jabalí, cosa de hacerlo al horno para la
Nochebuena. Tío Enrique era un personaje casi mitológico en mi casa,
especialmente porque aparecía muy de vez en cuando. Cuando venía, al llegar
nomás, sacaba de abajo del saco un revólver gigantesco y se lo entregaba a mi
madre, casi oculto, para que lo tuviera alejado de los chicos. Vestía siempre
camisa blanca abierta, sin corbata, saco marrón y bombachas grises. Botas también,
porque andaba mucho por zonas rurales y solía ocuparse de casos de abigeato.
Manejaba un antiguo Ford -de los llamados "a bigote"- y en él ese día
nos fuimos para el puerto a buscar el chancho, programa que me encantaba
compartir. Aquel jueves, sin embargo, tío Enrique me sorprendió al llegar a
casa, no solo porque no le entregó el revólver a mi vieja, si no porque me
preguntó algo.
-¿Tenés
una lupa, Negrito? -me dijo-. Yo, sin decir nada, fui a buscar mi lupa, la de la
escuela, de plástico, que se prolongaba en un reglita de diez centímetros y,
como tenía punta, podía hacer las veces de cortapapeles.
-¿Y
la tuya, Enrique?- escuché que preguntaba mi viejo.
-¿La
de la repartición? Sabés que pasa, Berto... la llevé a arreglar a Lutz
Ferrando. Se descalibran las lupas. Y más con este clima puto de Rosario. Húmedo.
Pierden balance.
Uno
empieza a ver cualquier cosa.
-¿No
será que andás mal de la vista, Enrique?
-Tu
abuela, che ¿Encontraste o no encontraste esa porquería, m'hijito?- me gritó.
Yo
ya llegaba con la lupa, que había quedado debajo de la mesa del patio, donde la
había instalado procurando incinerar un cascarudo con ayuda de los rayos del
sol. Tío Enrique se guardó la lupa sin decir ni gracias en un bolsillo interno
del saco. Tenía al cuello un pañuelo rojo, me acuerdo.
Rato
después estábamos en su auto -capota de lona blanca, muy maltrecha,
ventanillas de mica- rumbo al puerto. Me gustaba salir con mi viejo. Y él,
cuando podía, me llevaba. "La vida está en la calle" repetía,
justificando tal vez su escasa afición a quedarse en casa. Bajando por Laprida,
rumbo a la Aduana, aquello ya era un caos de gente, coches y carromatos. No-solo
era el día de Navidad, si no que además, se hallaba surto en el puerto el
acorazado norteamericano Maine (que tiempo después hallara trágico final en La
Habana) escoltado por los avisos argentinos King y Murature, que ya desde esa época
insistían con sus visitas a la Capital de los Cereales. A veinte, treinta,
cuadras del puerto podía verse a los jóvenes marinos yankis, con el vivo rojo
y blanco ribeteando sus gorras, erráticos por las calles, averiguando dónde
quedaba el barrio de Pichincha, comprando empanadas turcas, preguntando por el
Parque Independencia con la intención de ir a conocer la Isla de los Monos. Una
multitud de curiosos, mujeres alborotadas por la presencia de los embarcados
extranjeros con sus vistosos uniformes, desocupados, quinieleros y vendedores
ambulantes, circulaba también por la bajada de la calle Buenos Aires,
dificultando el andar de nuestro coche que prácticamente debía marchar a paso
de hombre ante las puteadas torrenciales de tío Enrique, que alardeaba de mal
hablado. Primero compramos unas barras de hielo que, envueltas en arpillera,
metimos en el baúl. Sidra, también. Vino blanco. Frutas, a los isleros que
llegaban desde El Puntazo, el villorio lacustre que se levantaba donde ahora están
las Cuatro Bocas y que se llevó entero la gran creciente del año 52. Después
ubicamos a nuestros charrúas y cargamos el chancho jabalí -envuelto en papel
de diario- en el asiento de atrás del auto, lo que me dejaba apenas un
resquicio para sentarme. Resoplando por el esfuerzo, tratando de disimular la
agitación, tío Enrique se metió en el coche y preguntó a mi viejo.
-¿Ya
tenemos todo?
-Tenemos
que pasar por lo de Mecha.
-¿Por
lo de Mecha y Celita?
-Sí.
Hacen el vitel tonné. El que hacen siempre.
Enrique
miró a mi padre, frunciendo el ceño más de lo habitual.
-
¿Y el turrón y esas cosas? --se interesó.
-Las
trae Elvira.
-¿Viene
Elvira? ¿No estaba peleada con Eloy?
-Vos
sabés cómo son.
-Puteríos
de mujeres.
Enrique
empezó trabajosamente a maniobrar el auto para sacarlo de aquel marasmo de
gente y carromatos. Había en la rada un vapor belga, recuerdo, que venía
cargado de guano, desde las islas guaneras del Perú, en el Pacífico. Ese olor,
mezclado con todas las otras esencias fuertes de frutas y pescado podrido, hacían
el aire levemente irrespirable. Personas grandes o los mismos marinos
orientales, circulaban con la nariz y la boca tapadas por un barbijo.
-Lo
que hace el sitio más peligroso- puntualizó tío Enrique, recuperando su espíritu
de policía-, jodido cuando la gente no anda a cara descubierta. Es como en los
corsos, que deberían prohibirse. Anteayer, nomás, acá, un filipino tajeó a
otro, por una cuestión de monedas. Y nadie pudo verle la cara.
Se
prendió a la bocina, un poco harto sin duda por la multitud.
-Me
va a venir bien pasar por lo de Mecha --dijo como para sí.
-¿Por
qué? --preguntó mi viejo, que le gustaba charlarlo.
-¿Eso
queda por Callao y Urquiza, no?
-Sí.
-Ando
en un caso... - anunció en su estilo un poco misterioso Enrique.
-¿Un
caso?-se asombró mi viejo- ¿Mecha y Celita están metidas en un caso?
-¡Qué
van a estar metidas esas viejas chotas! -se rió el tío-. En lo único que
pueden estar metidas es en la búsqueda de algún negro que les saque las telarañas...
-se fue frenando en su ímpetu, tal vez consciente de mi presencia-... de la
cotorra.
Mi
viejo, su brazo izquierdo extendido por detrás de la espalda de Enrique, se
volvió hacia mí y me guiñó un ojo.
Enrique
hizo un vaivén con la cabeza hacia atrás, sin apartar los ojos de la calle.
-Acá...
el Negrito... - indagó.
-No...
-sonrió mi viejo- el Negrito ya sabe todo- volvió a guiñarme un ojo.
-¿Ya
sabe, no?
-En
la escuela... ¿viste? Los pibes de ahora...
Sentí
en ellos la complicidad para conmigo y volvió a inundarme un sentimiento de
felicidad. Estaba compartiendo un programa de hombres.
-¿Qué
caso? --la siguió mi viejo-. ¿Seguís con el asunto del robo del puerto?
-Me
sacaron, Berto- sonó serio lo de Enrique-. Me sacaron. Y... era claro. Yo ya
tenía todas las conclusiones al alcance de mi mano. Son los porteños, Berto ¿quién
no lo sabe? Los porteños que nos están robando el puerto.
Se
quedó un momento en silencio, incluso pareció que no iba a hablar más del
asunto, protegiéndose en la reserva profesional.
-El
mes pasado descubrí un galpón --continuó, sin embargo-. Un galpón, en Dársena
8, con un silo entero, desarmado, que se lo estaban por llevar para Buenos
Aires. Mirá vos. Un silo entero. Y las grúas, bueno... las grúas están
desapareciendo poco a poco. Viste que tienen rieles, se desplazan sobre rieles
de barco en barco. Bueno. De noche, empalman esos rieles con los de "El
Porteño" y allá van las grúas, rumbo al puerto de Buenos Aires. Yo las
vi, Berto. Y ahí fue donde me sacaron, me pasaron a otro caso.
Esta
vez, sí, tío Enrique se llamó a silencio. Seguimos un rato sin que nadie
hablara. Sólo Enrique silbaba entre dientes.
-Che-
preguntó de pronto- ¿pacú no compramos?
-No
llega, Enrique. No sé por qué ya no baja desde Santa Fe. Dicen que se asusta
con el ruido del puente colgante.
-La
puta madre que los reparió. Están haciendo cagar todo con este asunto de los
adelantos técnicos y todas esas pelotudeces.
-Te
confieso que a mí mucho no me gusta. Muy grasoso.
-Eso
sí. Pesado. Después te tirás unos pedos que te queman la puerta del ojete.
Los pelos del culo se te chamuscan.
Era
el mejor el tío Enrique. El mal hablado. El que había originado una diversión
entre mis primos y yo: jugar al tío Enrique. Nos escondíamos tras alguna pared
lejana y decíamos malas palabras. Pero el tema del pacú era cierto, se estaba
acabando. Aquel pescado casi circular, chato y oscuro, al que llamaban por la
virtud de su carne "el conejo de río", ya no llegaba a nuestras
aguas, poniendo fin a la costumbre navideña de servirlo en la fuente central
acompañado con moras calientes, mamón y batata. El tradicional "Pacú de
Navidad" que publicitaba en el diario la Casa Pompeo, tocaba ya a su fin.
A
la casa de Mecha y Celita se accedía por un largo pasillo luego de pasar por
una puerta estrecha de metal pintada de verde. Tras tocar un par de timbrazos
anunciando nuestra presencia caminamos por el pasillo con Enrique a la cabeza,
golpeando las manos, ruidoso, al estilo campo. Nos abrieron la puerta un par de
viejas, no mucho más viejas que Enrique, que hicieron el consabido escándalo
de fingido asombro y de reproches.
-¡Qué
milagro que vengan por acá!- graznó Celita, toda de negro, por supuesto-.
Parece que al fin se acuerdan de las viejas.
-¡Qué
bien te veo, Celia! -mintió ostensiblemente tío Enrique- ¡Siempre guapa,
carajo!
-Si
no es para estas fechas, ni por teléfono la llaman a una. ¡Mecha, vení, mirá
quién vino!
Por
la galería llena de plantas llegó Mercedes, rengueando.
-Va
a caer piedra, Celita- se anotó Mecha- nos vienen a visitar.
-Puede
ser que cuando Dios nos lleve se acerquen para el velorio- Celia era ácida.
-Si
ustedes dos nos van a enterrar a todos- dijo mi viejo, riendo.
-Vos
también estás muy bien -Enrique le dio un beso a Mercedes-. No me extrañaría
que tengas algún bombero correntino que te caliente los pies.
Mecha
se escandalizó, o fingió hacerlo, pero de inmediato la actitud de ambas cambió
al descubrirme. Tuve que soportar los habituales apretujones, los aromas a polvo
para la cara, a perfume dulzón, una reminiscencia a orines. Celia se volvió
hacia la cocina. La casa era en un centro de manzana, amplia, con un gran jardín
bastante descuidado, con árboles frutales, quinotos, damascos, y una fuente
ornamental chiquita, revestida con pedacitos de azulejos blancos y azules.
Mientras Mercedes nos contó su última operación, un alto apenas en su
paciente espera a que el señor se la llevase consigo. Pronto volvió Celia con
una gran bandeja cubierta prolijamente con papel manteca. Se la dio a mi viejo y
mi viejo la llevó hasta el auto, por el largo pasillo.
-Decide,
Mecha... -Enrique frunció los labios como degustando algo y entrecerró los
ojos- ¿tiempo atrás vos no me dijiste que habías encontrado algo en el jardín?
-Ah,
sí. El túnel. Pero hace mucho.
-Cuando
te llamé por lo de Victorio.
-Cuando
me llamaste por lo de Victorio, pobrecito.
-Porque
si no es por una desgracia a nosotras no nos llama nadie, Enrique, es como si no
existiéramos para la familia -terció vindicatoria Mecha.
-¿Cómo
fue eso? -no le dio bola Enrique.
-Le
dijimos a don Campos que nos enterrara el tero -siguió Celia-. ¿Te acordás de
don Campos? El señor que nos mantiene esto más o menos en orden- señaló el
jardín.
-Porque
nosotras ya no podemos hacer nada- volvió a la carga Mecha-. Yo estoy loca con
lo de mi cadera.
-¿Y
te acordás que teníamos un tero?- dijo Celia. Enrique aprobó con la cabeza.
-Te
lo traje yo.
-Nos
lo trajiste vos. Muy guardián. Hasta a los gatos los sacaba cortitos- informó
Mecha.
-Bueno,
se nos murió. Y le dijimos a don Campos que lo enterrara. En este mismo jardín
también hay enterrados un par de perros. No sé si te acordás del Capitán. Y
un gallo, el Heráclito, que se murió de moquillo.
-Me
acuerdo.
-Bueno.
Y cuando don Campos va a enterrar el tero, hace un pozo y se encuentra con algo
duro. Sigue cavando y no va y encuentra la bóveda de un túnel. La rompió y
entró al túnel y todo.
-Con
los años que tiene, fijate vos, Enrique. Si vieras que ágil, este hombre- añadió
Mecha.
-Y
era nomás un túnel- siguió Celia-. Vaya a saber dónde iba. Yo le dije
inmediatamente que lo tapara. No fuera a ser que se entere la Municipalidad y
por ahí lo quieren declarar lugar histórico y te expropian el jardín.
-Además-
Celia no aflojaba-, no te permiten construir nada, Enrique. Vos querés sembrar
coliflores y por ahí te lo prohiben.
-O
hacer de nuevo el gallinero, sin ir más lejos.
-¿Y
lo taparon, nomás? --preguntó Enrique.
-Por
arriba, apenas -Celia señaló hacia el fondo y se encaminó hacia allí-. Le
pusimos unas chapas para taparlo. Porque quedó el pozo. No vaya a ser que pase
alguno, se caiga y se quiebre una pierna.
-Yo,
por ejemplo -se condolió Mecha-. Que casi no veo. No veo, Enrique.
-¿Vamos
a verlo?- propuso Enrique.
-Le
habíamos dicho a don Campos que lo tapara con tierra- explicó Celia mientras
caminábamos sobre un césped bastante alto-. Pero el pobre no sé qué peste se
agarró y hace como dos meses que no aparece.
Llegamos
atrás de un mandarino, casi junto a la medianera y vimos las chapas sobre el
piso.
Y
tierra removida. Enrique, con la decisión propia de su oficio, apartó las
chapas y quedó a la vista el pozo, la bóveda rota de ladrillos y la oscuridad.
-Vení,
Berto -ordenó Enrique-, acompañame.
Mi
viejo dudó un instante.
-¿Tenés
algo que hacer?- insistió Enrique.
-No.
Nada.
-Vamos,
entonces. Vení, Negrito.
Nos
descolgamos dentro del pozo guiados por la luz de una linterna que sacó Enrique
de quién sabe dónde. Era un túnel casi cilíndrico, de ladrillos, muy oscuro,
donde el aire estaba fresco y olía terriblemente a humedad.
-¡Cierren
nomás, Celita! -gritó Enrique hacia arriba-. ¡Cierren que nosotros salimos
por el otro lado!
Ni
esperó a recibir alguna respuesta. Muy decidido empezó a caminar por el túnel,
iluminándose con la linterna, con nosotros atrás, como si estuviera en la
calle Córdoba.
-Ojo
abajo- me alertó mi viejo, dándose vuelta-. Sacáte las manos de los
bolsillos. El hombre que anda en la calle no puede ir con las manos en los
bolsillos. Siempre una por lo menos afuera. Por si uno se cae, se tropieza. Ponés
la mano y te protegés la cara, no-te cagás de un golpe. Hay que saber caer.
Hay que estar siempre atento.
-Está
lleno de estos túneles, Berto- legó la voz de tío Enrique desde adelante, su
silueta recortada por el haz de luz de la linterna-. No se puede creer la
cantidad que hay. Toda la base de la ciudad está perforada por un laberinto de
túneles que viene del puerto. Algún día se va a derrumbar todo, te garanto.
-Había
sentido hablar. Pero no creía que era tanto- dijo mi viejo.
-El
contrabando, ¿sabés? Han hecho túneles para todos lados. Algunos salen en
Funes, fijate lo que te digo. Y éste, estoy casi seguro, es el que empalma con
el que viene desde el Palacio de Justicia.
-¿Y
adónde va? --dijo mi viejo, posiblemente algo inquieto.
-A
Pichincha, querido, ¿adónde va a ir? Te imaginás que los jueces no pueden
mostrarse muy públicamente yendo al quilombo. Hay otro túnel, incluso, que
termina debajo del escenario del teatro Colón, el de Corrientes y Urquiza. Lo
usó el gran Carusso, cuando llegó en balsa desde Paraná, para rajarle a la
gente.
Habremos
caminado unos veinte minutos. Aparecieron luego unas pequeñas luces en el techo
del túnel y finalmente, en uno de sus costados, una puerta pequeña metálica,
herrumbrada. Enrique se apoyó en ella, trató de abrirla y luego, ante la
impotencia de hacerlo, golpeó un par de veces.
-Ya
vas a ver- lo tranquilizó a mi viejo, mientras esperábamos. Por fin nos abrió
la puerta una señora gorda, cincuentona, muy pintada.
-Qué
haces, Norma, cómo te va- dijo Enrique mientras pasábamos.
-Sub-comisario,
qué sorpresa --se sonrió forzadamente la mujer mientras se ponía una mano en
el pecho-. Los escuché de casualidad, porque bajé a buscar una botella de agua
de Javel.
Si
no, no los escuchaba. No es horario habitual para que venga gente.
Estábamos
en un sótano escasamente iluminado. Por una banderola minúscula entraba la luz
del mediodía.
-¿Está
la Polaca? --preguntó Enrique mientras subíamos por una escalera de cemento.
-Está
durmiendo. Terminó tarde anoche.
-¿Por
qué no le decís que se despierte? Quisiera hablar un par de cosas con ella.
Norma
se volvió para mirarlo.
-¿Es
por lo del abogado?
Enrique
no contestó. Habíamos llegado arriba y estábamos en un vestíbulo amplio,
bastante bien puesto, con sillones. Enrique se derrumbó en uno de ellos. Yo me
apoyé en el posabrazos de otro. Mi viejo imitó al tío.
-Andá
a buscarla. Haceme la caridad, Normita -repitió Enrique. La mujer desapareció
por una puerta. Había olor a guiso. Enrique se tocó la punta de una bota, con
esfuerzo.
-La
puta que lo parió con esta humedad de mierda -dijo-. Cuando se pone así, tengo
un sobrehueso que vos no sabés lo que me jode, Berto. Tendría que operarme.
-Y
operate- aconsejó mi viejo, con el tono de voz bajo clásico de quien está en
una casa que no conoce.
-Tu
abuela me voy a operar. A mí no me agarran esos matarifes.
Apareció
la polaca, precedida por el cacheteo acompasado de sus pantuflas sobre el
mosaico. Era notorio que se había puesto encima un vestidito liviano a las
disparadas y todavía se seguía arreglando con las manos el pelo casi rojo. Era
grandota y muy blanca.
No
podía decirse que fuera linda. Impresionaba, más bien. No esbozó ni una
sonrisa al saludar.
-¿Qué
hacés, Susana?- Enrique, en un impensado gesto caballeresco, se puso de pie y
mi viejo lo acompañó-. Se me hace que recién te levantás.
-Así
es- a que se sentó ahora fue Susana, sin mucho estilo, casi zanguanga-. Estuve
cantando hasta tarde anoche, casi las cinco.
Enrique
se volvió a sentar.
-¿Siempre
acá? -señaló con el pulgar-. ¿En el Panamerican?
-Siempre
ahí- Susana había sacado un cigarrillo con velocidad de prestidigitador y agitó
la cabeza un par de veces más acomodando el cabello-. Me hablaron de otras
partes. Me quisieron llevar a Buenos Aires. Desde Asunción también. Pero
prefiero quedarme. Estoy cansada.
-También,
acordate, no podés salir del país.
-¿Por
lo del abogado?
Enrique
asintió con la cabeza. Susana exhaló por la nariz.
-Se
va a solucionar pronto- dijo.
-De
eso quería hablarte.
-¿De
eso?- Susana se quedó mirando a Enrique-. Vamos a mi pieza --invitó. Otra vez
todos de pie.
-Vengan-
dijo Susana. Mi viejo se retrajo un tanto, negó con la cabeza.
-Nosotros
esperamos acá, Enrique- dijo.
-No,
vení. Vení Negrito, -me incluyó- es cosa de un minuto.
Seguimos
a la polaca y a Enrique. Pasamos por un patio largo y estrecho. Subimos a un
altillo. Susana tenía una habitación grande, arreglada minuciosamente con
muchos mantelitos bordados y muñecas de porcelana. Ella se tiró en la cama, tío
Enrique se sentó en la única silla. Mi viejo y yo nos apoyamos en una alacena.
Enrique no perdió tiempo.
-¿Sabés
que al abogado lo mató un tal Genovese?
-Leí.
Leí en el diario- dijo Susana.
-¿Lo
conocías? ¿Conocías a ese Genovese?
Susana,
casi recostada en la almohada alta, negó con la cabeza.
-No.
No lo conocía.
-¿No
lo habías visto nunca con el abogado?
-No.
No lo había visto- pensó un momento, pellizcándose el labio inferior-. O creo
que no lo había visto. Se imagina que después de tantos años, cuatro años...
Eugenio me presentó a tanta gente que... es difícil acordarse de todos.
-Me
imagino.
-Es
como si me acordara de todos los que pasan por el Panamerican. O de todos los
que vienen a saludarme al camarín.
-Este
es un morocho, alto, de Venado Tuerto, un comisionista de bolsa, de bigotes,
buen pelotari.
Susana
se encogió de hombros.
-Por
ahí lo conocí, no recuerdo.
-¿El
abogado nunca lo trajo acá?
-¿Acá?
No. Acá incluso veníamos muy poco con Eugenio. Usted sabe que Norma es muy
celosa en esas cosas, con el prestigio de la pensión. Con Eugenio me permitía,
porque sentía una gran admiración por él. Un hombre de leyes, decía. Y
aparte porque Eugenio podía llegar a ayudarla en algún momento. Usted sabe que
siempre hay problemas con los impuestos. Pero ya que Eugenio viniera con otro...
muy difícil.
-Sin
embargo... -tío Enrique hizo una pausa, algo teatral- supe que anteanoche vino
alguien a visitarte. Y era un hombre.
Susana
se sobresaltó. Luego afirmó con la cabeza.
-Mi
hermano- dijo-. Vino mi hermano desde Las Varillas. Cuando supo lo de Eugenio
vino a verme para saber cómo estaba -hizo un silencio-. Yo había ido un par de
veces con Eugenio a mi casa, a visitar a mis padres. Lo querían mucho.
Tío
Enrique miraba hacia abajo. Había sacado de un bolsillo un pedazo de papel y lo
hacía girar entre sus dedos. Advertí que era uno de esos formularios donde se
registran las huellas dactilares. Lo volvió a guardar en un bolsillo.
-Tengo
que hacer una comprobación, Susana -dijo de pronto, cortante, poniéndose de
pie.
Susana
lo miró, seria.
-Por
favor, parate -ordenó tío Enrique- y ponete acá delante, debajo de la luz.
Susana
obedeció, levemente demudada. Caminó hasta Enrique y se detuvo a solo veinte
centímetros de él, bajo el haz de luz de la lámpara que colgaba del techo.
Enrique comenzó a estudiarle la piel de la frente, entrecerrando los ojos,
silbando entre dientes, las manos en los bolsillos, balanceándose apenas hacia
atrás y hacia adelante. Estudió las mejillas de Susana, la piel blanca y
tirante a los costados de la nariz. De pronto, Enrique sacó mi lupa, la limpió
con la falda de su saco y comenzó a escrutar el rostro de Susana a través del
lente de aumento. Fruncía los labios y canturreaba. Detuvo un instante la
inspección sobre el largo cuello de la mujer.
-Por
aquí anduvo gente --musitó.
-¿Co...
cómo? --vaciló Susana, la mirada en alto, en algún punto del empapelado
floreado.
-Se
notan claramente las huellas dactilares --dijo Enrique.
-Serán
mías. Estuve algo afónica. Me cuido para cantar.
Enrique
dobló un poco las rodillas y depositó su atención sobre la zona de las clavículas.
Chistó
dos o tres veces, como quien azuza a un caballo, negando.
-No
son huellas tuyas, querida. Es huella de hombre. Se acumulan en esta parte. Y
bajan.
Susana
tragó saliva.
-Hará
cosa de dos días- murmuró tío Enrique-. Un hombre solo. Dedo de yema ancha.
Las huellas se pierden hacia abajo...
Los
hombros de la polaca se sacudieron. Meneó la cabeza. Parecía que se desarmaba.
-No
puede ser -lloriqueó-, no puede ser.
-Y
fijáte vos... -Enrique, sin dejar de sostener la lupa con su mano derecha, sacó
el papel con el que había estado jugando minutos antes y lo elevó en el aire,
a la luz, con la izquierda-. Son las mismas huellas que me dieron en la
Jefatura, de Genovese.
-¡No!
-estalló Susana, dando un paso hacia atrás-. ¡No es verdad! Usted miente.
-¿Querés
verlas? -Enrique le estiró el papel. Susana negó con la cabeza-. Son idénticas.
Y seguro que encuentro, más abajo, si me dejás seguir mirando.
-¡Yo
me bañé!¡Me froté bien lloró, ahora sí, desenfrenada, Susana!.
-Las
huellas de un hombre sobre la piel- asesoró doctoral tío Enrique, guardando
lupa y papel en un bolsillo y dando unos pasos junto a la cama- pueden durar de
veinte a treinta y cinco días. Y si es un hombre de cutis graso, casi cuarenta.
Susana
lloraba quedamente, de pie, ocultando su cara entre sus manos.
-Le
dije que se pusiera guantes --musitaba--. Le dije que se pusiera guantes.
-¿Fue
Genovese el que vino el martes, no es así?- preguntó tío Enrique. Susana no
dijo nada. Mantenía las puntas de sus diez dedos sobre la boca y miraba hacia
la nada, los ojos llorosos. Asintió levemente con la cabeza. Tío Enrique nos
miró a mi viejo y a mí.
-Vamos
yendo- nos dijo. Luego se volvió hacia Susana- después nos vemos- saludó.
Bajamos
las escaleras y cruzamos el patio en silencio. El olor a guiso recrudecía y
desde la cocina apareció Norma, presurosa, limpiándose las manos con un
repasador, masticando algo. La saludamos y nos fuimos. Afuera el sol daba
vertical y hacía calor.
-¿A
cuánto estamos de lo de Mecha y Celita?- preguntó Enrique.
-Serán
ocho, diez cuadras --estimó mi viejo.
-Vamos
caminando. ¡Qué vamos a tomar tranvía!
-Oíme,
Enrique... -dijo mi viejo, lanzado a caminar-. Vos bien sabés que las huellas
digitales no se detectan en la piel.
Enrique
hizo un visaje.
-Pero
ella no lo sabía, Berto. A veces el asunto no es saber más cosas que los demás.
A veces el asunto es encontrar alguien que sepa menos que uno.
-Lo
que ya es decir- aseveró mi viejo.
-Puta.
Lo que ya es decir.
-Sacáte
las manos de los bolsillos- mi viejo se volvió para reconvenirme-. El hombre
que anda por la calle no debe andar nunca con las dos manos en los bolsillos.
Siempre una, por lo menos, afuera. Se cae, se tropieza, y siempre tiene una mano
libre para apoyarse.
Roberto
Fontanarrosa – Argentino