DIMITAS ARIAS

 

 

Al Doctor Uribe Ángel

 

 

I

 

 

Porque era de bahareque y porque lo apuntalaban dos palos por el costado de abajo y un diente de tapia por el interior, no se había venido al suelo aquel cascarón de casa. Era el techo un pelmazo gris de algo que así pudo ser palmicho como carmaná, todo él constelado de parchones de musgo, de lamas verduscas y de tal cual manojo nuevo, puesto allí por vía de remiendo. Bardaban el caballete hasta cuatro docenas de tejas centenarias, por entre cuyas junturas medraba el liquen y asomaban mustias y enfermizas unas matas de viravira; pendíale por un extremo, desparramándose que era un gusto, un matorral de yerba mora fructificado además. Era el interior una gran sala, con un tenducho de madera en el ángulo frontero a la puerta de entrada, el cual se cerraba como una alacena y olía a ratones y a viejo. De tierra apisonada, y con muchos hoyos y rajaduras era el suelo. Dos ventanillos de batientes partidos por mitad, alumbraban el local; daba el uno a la Calle-abajo, y el otro, al Callejón de El Sapero, pues la casa aquella estaba en la esquina. Tenía tres puertas: la de entrada, una que comunicaba con un cuartucho, y la del interior; esta última se abría a un corredor húmedo; y esto era todo el edificio; que el tingladillo que hacía las veces de cocina estaba aislado obra de doce varas más adentro. Unas piedras medio enterradas en el suelo servían de pasadizo. Defendían esta propiedad: un trincho, cubierto de maleza, por el lado del callejón; dos guayabos machos, tres naranjos agrios y un saúco, entreverados con unos palos carcomidos, por los dos lados restantes. Arrimadas a los cercos, hileras de ruda y de eneldo, una mata muy cuidada de romero de Castilla y unas cuantas de rosa chagre. Detrás de la cocina, se extendía un solar inculto y pro indiviso, que allá muy lejos tenía por lindero natural el arroyo enlodado y fétido conocido con el nombre de El Sapero. La casa estaba situada en la punta de la Calle-abajo, la Patagonia del pueblo, como quien dice.

Era la escuela.

La sección acababa de reunirse.

–¡Una leyenda, muchachos! –dijo el Maestro con tono de cariñoso estímulo... y aquello principió.

De una banca donde se arracimaban hasta dos docenas  y media de mocosas, se levantaban, creciendo, atiplándose en terrible sonsonete, todos los horrores del deletreo: ere-a-ra, ere-i-ri, se oía por un lado; be-a-ba, be-i-bi, por otro; aquí, ese-a-ele, sal-gu-e-ve, alve; por allá, una trabazón de sílabas imposible de desenredar. Total: un Babel chiquito.

En la banca frontera, se alineaban como veinte varones, no menos atareados, no menos chillones que las chicas, si bien algunos un tanto graves por sus adelantos, cacareaban con más formalidad, casi de corrida, y a pura memoria por supuesto, aquello de “por la señal de la Santa Cruz venció Constantino al tirano Magencio”, pasaje de la cartilla que abría a aquellos estudiantes, horizontes sublimes en el cielo de la historia y del arte. Cuando se llegaba a eso, estaba uno iniciado en los misterios de la humana sapiencia.

Separados del grupo, como los dioses de la masa de los mortales, había tres o cuatro por allá en un rincón. No alzaban mucho la voz, no señalaban el renglón con el puntero, y, aunque hacían muchos visajes, estirando el pico, bizcando a ratos, apenas si miraban el catón. “A los azores, aves de rapiña, cuenta San Alberto Magno”, cantaba éste; “San Luis, Rey de Francia, al acostarse con sus hijos”, cantaba aquél; y, absortos, embebecidos en su grandeza, en los ejemplos estupendos del libro inmortal de San Casiano, ni cuenta de la vida ni de su propio ser se daban estos sabihondos.

Compitiendo en aplicación, en apuros y en afanes, pronto se cansaban los dos bandos. Era entonces el rascarse la cabeza, el bostezar tedioso, el estregarse unos contra otros aquellos cuerpecitos. Venía un aleteo rumoroso de cartillas, catones y citolegias; ya no había Constantinos ni Magencios, ni los bueyes mugían, ni tiraban de los carros, ni araban la tierra; caíanse al suelo los punteros, y había que irlos a buscar; una muchacha pellizcaba a su compañera; un rapazuelo metía las manos en los bolsillos, las sacaba y hacía fieros; el otro le arrebataba los corozos. Llega el momento de las quejas: “que éste me está arrempujando”; “que Carmela me jurgó”; “que Toto me rompió la ruana”; a la vez que de banca a banca se sacan las lenguas, se hacen gestos, y aquel murmullo se define en alboroto de veras.

–¡Siga la leyenda! –grita el Maestro.

Ni por ésas. Muchos se atropellan y quieren ir a dar la lección, todos a una. Como pocos la saben, el Maestro, sofocado, esgrime el puntiagudo chuzo de macana con que apunta, y aquí pincha una mano, allá un molledo, acullá tumba un catón. Se oyen chillidos lastimeros tanto más lastimeros cuanto más fingidos, y todos se apartan. Pasa entonces una cosa horripilante: de la camilla-carreta donde yace el Maestro, se alza, largo y delgado, un palo que tiene en la punta un rejo más largo todavía; agítase en el aire, ondula y silba como culebra voladora, y, sea en la banca de las hembras, sea en la de los machos, no se oye sino ¡güipi, juipi! En vano se frunce, se compacta, se achiquita la rapacería; en vano protesta a voz en cuello, porque la culebra sigue a destajo, y, caiga donde cayere, cada cual lleva su parte, pagando a veces justos por pecadores. No siempre va a la montonera; que en ocasiones se ceba en determinados delincuentes, y ¡cuidado si es certera!

A raíz de la tormenta, le acometen a la mayor parte necesidades apremiantes. Pónense en pié, levantan la mano, y, por turno, pronuncian las palabras sacramentales. Entre confuso y enojado dice el Maestro:–Vayan; pero cada cual por su lado, y cuidado con ajuntasen.

Pues es de saberse que el campo aquel tenía dos departamentos, otras tantas entradas y una frontera infranqueable en derecho.

Pasadas la lectura y toma de lecciones, entra el Maestro en la enfadosa tarea de echar el renglón, que consiste en palotes, a los de pizarra, y el nombre del discípulo, a los de papel.

Sólo Carmela Aguirre no tiene que habérselas con el Maestro ni con nadie, sino que se sienta muy satisfecha, y toma por modelo una muestra de letra inglesa que decía: El inocente duerme tranquilo.

El pobre Maestro quedaba rendido, y, cuando ya los escribanos garrapateaban en sus puestos, llamaba al monitor de la arena, para que dirigiera esta sección, constituida por los que de tiempo atrás se denominaban los gorgojos. Este monitorazgo, gloria suprema de la escuela, lo disfrutaba seis meses hacía Toto Herrera, no sin que sus envidiosos condiscípulos intrigaran cuanto estaba a su alcance por arrebatárselo.

Inflado de orgullo, alzándose los calzones y sonándose con estrépito, salió el afortunado.

Los gorgojos se arremolinaron, y apercibieron sus chuzos y clavos para trazar las letras.

Una vez en sus puestos, saca Toto la menuda arena del cajón, riégala en toda la tabla, y, pasándole con mucha petulancia la plancha de madera que emparejaba aquello, grita con ese tonillo peculiar que a nada se asemeja:–¡Manos abajo! ¡Atención!

Toma su chuzo, se agacha, traza algo y torna a gritar, en tres tiempos:–Vean la letra A. Véanla bien antes de hacerla. Háganla.

No ha terminado el berrido, cuando todas aquellas manitas, torpes, apresuradas, describen, haciendo crujir la arena, escarba-mientos de gallina, colas enroscadas de animales desconocidos, jeroglíficos de monumento indígena. Si ha cesado la chillería del deletreo, es para empeorar: la voz de Toto, atascada por el desarrollo  de las glándulas parótidas, se destaca bronca y cerril sobre ese fondo de ruidillos a cuál más fastidioso: los golpes y los rayones del lápiz sobre las pizarras, que destemplan los dientes; aquella plancha de la arena que parece pulverizado azúcar refinado; ese sobar con babas sobre las engrasadas pizarras a cada garabato que no sale a gusto del calígrafo; las muchachas, que siempre han de estar en secreteos, que se rozan, que se estriegan las ropitas; aquel otro zarrapastroso que se rasca contra las asperezas del suelo el jarrete colonizado por las niguas; el de más allá que tira de las greñas al vecino; la otra mocosuela que lame el chisguete que ha echado sobre la plana; los sustos e inculpaciones por esta catástrofe; el mojar estrepitoso de las plumas hasta el fondo del tintero; aquella movilidad nerviosa de lagartijas, aquel rebullicio de granujas; todo ese ajetreo de rapaces reunidos, ponen al infeliz Maestro de pulsarlo con vino.

Como regañar sería inútil, cierra los ojos por no ver aquello, y qué de cosas se pierde.

Unos, muy pagados de sus planas, estiran el pico, ladean la cara a medida que escriben; hay una rauda pendolista que, a cada palotada, levanta la cabeza y da un hipido imitando el movimiento de las gallinas cuando beben; hay una de las judiotas que quiere Doña Sola de Samper pintándose lunares en los brazos; uno que lleva los calzones amarrados con el guaral del trompo, ha establecido la chumbimba sobre la pizarra, y tiene el corozo a tiro de apuntar a la cabeza del Maestro que ha tomado por mocha; un gorgojo hembra, con la cara de ángel toda sucia y el pelo rubio hecho un virutero, se ha quedado como reza la muestra de Carmela, pero con la boca bien abierta; en tanto que los hijos del alcalde, vestidos de paño verde que fue de un billar, sacan de los guarnieles los manises, los carestos y los amolaos, para despertar envidias.

Aunque de todas las clases sociales, nivelan aquella escuela los remiendos, los desgarrones, la mugre y el olor. Orejas hay allí que parecen untadas de asiento de chocolate; pies tomaditos de carrumia y faltos de uñas si no es que el bicho aquel se los tenga purulentos y manantiales. No hay cabeza que dé indicios de peine, ni corpiño de muchacha que tenga broche con broche, ni posadera de varón  que carezca de ventana. Hay faldas rajadas hasta el borde, y que no tremolan porque un nudo hecho con sus puntas las detiene; calzones que, a fuerza de rodilleras, más parecen mangas. De los sombreros no se diga: todos lo llevan a la espalda colgados del barboquejo. Calzado no se ve de ninguna clase; pero sí varios guarnieles, cuáles de vaqueta, cuáles de pañete, esos otros que fueron bordados en anjeo por la mano cariñosa de una madre. Pañolón de trapo gastan algunas, montera, una que otra, ni pañolón ni montera, las restantes; y tales atavíos mujeriles están colgados en un lazo que hay en un rincón, a manera de percha.

Al tenor de la descrita, tenían lugar tres sesiones cotidianamente: por la mañana, al mediodía y por la tarde. Para entrar y salir no se fijaron horas determinadas, por la sencilla razón de que en el pueblo no había reloj público; y de bolsillo, sólo el Cura y Don Juan Herrera, padre de Toto, lo gastaban.

Así es que los niños no ansiaban el oír campanadas, sino una tosecita que salía de los lados del corredor y que era preludio de la dicha estudiantil, pues no bien sonaba, cuando se abría la puerta, y asomaba, larga y escuálida, la figura de una viejecita, que decía con voz tediosa: Y’es l’hora pa’ largar.

Con lo cual se armaba el gran bochinche de la salida.

Era esta figura nada menos que la señá Vicenta, mujer del Maestro. Tenía carita de loro; traje siempre lavado, con el corpiño abierto por detrás; pañuelo de yerbas en la cabeza, anudado bajo la barba a guisa de capota, y alpargatas en chancleta; toda la viejecita muy aseada y correcta, si cabe corrección en la miseria.

El sumo sacerdote de este templo de Minerva yacía en su camilla de ruedas. Sobre ser Maestro de escuela, estaba tullido desde tiempo inmemorial. Para los alumnos fue siempre una terrible y misteriosa adivinanza, cómo aquella cabeza de hombre pudiese estar encabada en “una cosa tan chiquita que ni cuerpo de cristiano parecía”; pues el bulto que presentaba bajo las delgadas mantas esta pobre humanidad de “El Tullido” por antonomasia, no era mayor que el de un rapazuelo de ocho años. Tan contraído y deformado estaba que parecía faltarle el espinazo. Con dificultad podía menear el pié derecho; sólo en la nuca y en los brazos tenía movimiento, y éste un poco forzado en el izquierdo. La siniestra mano la veían los granujas en sus pesadillas: eran cinco garfios apartados y nudosos de pieza entera, que nunca se cerraban, que agarraban rígidos, sin apretar: algo así como la mano de palo que apaga las luces del tenebrario. Con la derecha, a más de persignarse muy bien y de esgrimir el arreador y el chuzo consabidos, escribía claro y pronto, sino muy correctamente; y para lo último le servía de pupitre una caja pequeña que tenía siempre entre el marco de la carreta, caja que parecía estar clavada allí, y en la cual guardaba el recado de escribir; lápices de pizarra, algún pliego de papel, que no dineros, como pretendían los discípulos. La cabeza, en forma de calabazo, podría representar la de un sacerdote poseído de neurosis ascética; era aplanada de cráneo, de cabello recio y entrecano, cortado siempre al rape como un cepillo; ni pelo de barba en aquella cara amarillenta y marchita; y no porque fuese lampiño el santo varón, sino porque su compadre Feliciano, alma caritativa como pocas, lo afeitaba jueves y domingo y le cortaba el pelo cada quince días, merced a lo cual se le formaba por oda la rapadura una sombra cenicienta que lo aclerigaba más y más. Los ojos pardos resultaban muy tristes y abismados entre el paréntesis de la hirsuta ceja y de la ojera negra, tan negra que se dijera de corcho quemado, tan honda que semejaba cicatriz. Sólo dos raigones amarillos asomaban bajo los hendidos labios; la nariz tosca, de fosas muy abiertas. Esa cara tan fea tenía una expresión de tristeza resignada y beatífica que atraía.

No fue Maestro atrabiliario ni de viarazas: si chuzaba y daba azotes a la indómita chusma, obedecía a la consigna del superior, a la ley de su tiempo, en que era un axioma aquello de “la letra con sangre entra y la labor con dolor”.

 

II

 

Por esas calendas hubo en la aldea cambio de párroco. A los pocos días de llegado el nuevo, llamólo El Tullido para que lo confesase; y luego al punto quedaron encantados uno de otro: el sacerdote, de hallar alma tan sana en cuerpo tan enfermo; el Maestro, de tanta sencillez y mansedumbre en aquél que él diputó por lumbrera de la Iglesia.

Acabada la confesión, sacó el padre de su yesquero de cuerno engastado en plata, ofreció lumbre y cigarro al penitente, y no bien ambos hubieron encendido, acercó aquél un taburete junto a la carretilla, y con tono de viejo amigo, y como quien reanuda una conversación, dijo: –¿Conque hace treinta años que está tullidito?

–Sí, mi padre, treinta años largos –contestó el infeliz, muy agradecido por el tono insinuante y cariñoso del sacerdote–. ¡Bendito sea mi Dios que no me ha dejao morir de necesidá!

Y luego, como el padre Cura le manifestase deseo de conocer su historia, El Tullido habló así: –A los siete meses de casao, me comprometí con los Herreras a iles a componer un molino, puallá a Volcanes, qu’es la cañada más fea y más enferma que hay. Me fui apenas conseguí dos oficiales, y desde el día en que llegamos encomendamos los trabajos. Íbamos ya muy adelante, y hasta creíamos que íbamos a acabar antes de mes y medio qu’er’el tiempo que habíamos calculado; pero resultó que los aserradores cayeron con fríos en la misma semana, y, como los llevábamos alcaniaos, nos quedamos de balde. Como yo, mi padre, era un hombre muy guapo y de mucha fortaleza, aquí onde usté me ve, y como estaba de mucho afán, porque tenía que venime a acompañar a Vicenta, qu’en esos días iba a alentase, les dijo: Caminen vamos a traer esa madera, y, si no hay aserrada, aserrémosla nosotros, que yo también sé aserrar. –Ellos dijeron que sí al momento; echamos bastimentos en una jíquera, y cogimos falda arriba pal' aserradero. Resultó que no había qué traer, y, entre los tres arrimamos y montamos los palos, y dijimos a echar serrucho. Cuando íbamos a bajar del aserradero, dizque pa' comer algo tempranito, se oscureció de presto ¡y dice a llover, mi padre, y a hacer huracán en aquel monte que aquello parecía el día  del juicio! Mientras corrimos al rancho qu’estaba ai mismo, nos volvimos patos. Al momento corrieron quebradas de agua de toditos laos, y el rancho se anegó. Creímos que un aguacero tan terrible pronto escampaba; pero de rato en rato más se desataba el aguacero, hasta que se volvió una granizada que parecía desgranando maíz. Por todo el rancho s’iban haciendo los panes de granizo, que no había un campito onde parase uno. ¡A todo esto vuelve el huracán más duro que antes y dice a bramar y a tumbar palos! Pocas ocasiones me ha dao miedo a yo; pero, mi padre, cuando oímos eso, me coló un recelo que, ai mismo, entre la granizada revuelta con el pantano del aserrín, nos hincamos de rodillas a pedir misericordia.

Ninguno de los tres sabía rezar la Magnífica; pero rezamos el Santo Dios y una porción de credos y de padrenuestros. Tiritando y escurriendo los trapitos nos estuvimos hasta la propia oración, que vino a escampar, y tuavía tuvimos qu’esperar un rato a que bajara la creciente que venía por la trocha. Ya muy de noche arrimámos al molino, y, después que nos calentámos al pie de una jogonada qu’encendimos, merendamos muy a gusto y echamos a grojiar por lo que nos había pasao y el susto que nos dio.

Esa noche, aunque me sentía muy foguiao, no pude dormir, sino que me lo pasé volteándome en l’estera. Al otro día, cuando aclaraba, me fui a levantar; pero sentí un dolor en las piernas tan sumamente duro, que tuve que volver a acostarme. A propia hora  me dentró un causón muy alto: pues a la noche ya yo estaba gritando de dolor; pero no era en las piernas no más sino en todita l’arca el cuerpo: me parecía que me machucaban todos los güesos, que m’iban clavando estacas atravesadas y de punta. Me fui entiesando, entiesando, hasta que quedé casi sin movención. Mis compañeros y la cocinera que nos llevaba la comida desde el molino de abajo, me valían como a un chiquito.

Así pasé como veinte días: tirao en aquel zarzo, sin pegar los ojos, sin pasar más alimento que unos tragos de aguadulce o de caldo de güevo. Los compañeros me daban sobas de guaco, y baños de cordoncillo, y bebidas frescas; pero nada me valía. Uno d’ellos fue a recursase al molino de abajo, y trajo un purgante de jalapa y calomel. Me lo tomé... y como si l’hubiera echao a l’acequia. Antoces mandaron por ño Luna, qu’era el médico d’esos laos. Vino al momento y agarró a tirame de las canillas y de los brazos, dizque pa' ver si me desenyesaba, y lo qu’hizo fue atormentarme y acábame de postrar. Visto que no hacía nada pues ese lao, se fue pal' rastrojo, y trajo las siete yerbas; las machucó bien, y compuso con ellas un unto de sebo derretido, y les raspó un poquito de l’uña de la gran bestia, del colmillo del caimán y del cacho del ciervo que manijaba siempre en el carriel, y, así, bien calientico, me untó por todo el cuerpo. Me dijo qu’estuviera tranquilo, que con ese unto m’iba a aliviar precisadamente. ¡Quién dijo, mi padre! Al otro día amanecí pior, y con una sequía y un fogaje que me quemaba por dentro. Antoces dijo ño Luna que lo que yo tenía era la reuma regada por todo el cuerpo, y que sé m’estaba secando l’agua’el cogote; pero qu’él m’iba a dar un vaho. Al momentico mandó al molino de abajo que le trajeran tabaco en rama, y todos los cabos que toparan, y un’olla grande. Al momento se aparecieron con tres mazos, y con una jiquerad’e cabos y l’olla.

Puso todo el cabero con el tabaco picao a jerver, y a un rato subieron l’olla al zarzo. Entre los dos compañeros y un mozo que vino del molino, me alzaron en guando de l’estera, y ño Luna me puso l’olla por debajo, y les dijo que me fueran voltiando muy despacio pa'que recibiera el vaho. Pensé que me sancochaban las espaldas con eso tan caliente; y, cuando me voltearon boca abajo, y se me vino esa jedentina tan fuerte, me dentraron tantas ansias que ai mismo vomité un caldito que me había bebido. Pero resultó que, con la chapadanza que hacíamos en aquel zarzo tan estrecho, se quebró l’olla, y se perdió el remedio.

–¡Gracias a Dios! –interrumpe el sacerdote–, porque si no lo envenena ño Luna con su vaho.

–Tal vez sí, mi padre, porque desde propia hora sentí una fatiga, una maluquera tan grande que hasta se me olvidaron los dolores. Creí firmemente qu’entregaba esa noche los aniseros; y les dije a los muchachos que vieran a ver si podían venir al sitio puel Cura, a ver si me alcanzaba. Pero qué cura mi padre, ¡cuando ese monte qued’en el cabo’el mundo y hacía un invierno que no había caminos!

Lo que sufrí en ese monte con ese mal tan violento me parece que me ha de servir pa' compurgar mis culpas. Ño Luna se fue, creo que hasta caliente con yo, porque le dije que no me hacía más sus remedios. Antoces le dije a los compañeros que yo era un pobre, pero que les daba una vaquita que tenía y lo que me debía el patrón, con tal que me sacaran al sitio, a ver sí acaso alcanzaba a llegar con vida a mi casa. Uno d’ellos fue al molino a buscar socorro y dio la fortuna que topó allá al patrón que acababa de llegar. El patrón mismo vino aonde yo, mandó cortar guaduas y qu’hicieran una barbacoa con unos arcos de chusque; me pusieron en ella tapao con unos enceraos, y entre cuatro piones me trajeron en hombro al molino. ¡Antoces sí fue que me puse malo! Cada ratico me descargaban en el camino pa' dame algún alimento; y en todo el medio día alcanzaron a sacarme al alto del  Contento. Ai pasé la noche. Cuatro días andaron con yo a raticos, porque les daba un pesar de ver cómo me ponía; pero por fin me arrimaron a las Animas  a casa de un conocido mío. Ai nos topamos con el padre Inacito, que Dios tenga en su gloria, qu’iba a confesarme; y, anque le parecí muy malo, dijo que d’eso no me moría, y que lo que tenía era debilidá. M’hizo matar gallina; y que me la comiera, aunque fuera sin gana. Determinó que no siguieran con yo, porque en el estao en que yo me hallaba, era mátame de una vez. Despachó los piones pa' la mina, y arregló con los dueños de la casa pa' que me asistieran por unos tres o cuatro días hasta que yo estuviera más fuertecito, y se comprometió a mandar por yo del sitio. Al otro día mandó medecinas, azúcar, sagú y otras cosas, y desde ese mismo día recobré alguito de alivio; y si n’hubiera sido por la cosa de Vicenta, no l’hubiera pasao tan mal con esa gente tan formal y tan caritativa. Pero yo no, mi padre, no me halagaba por nada, y siempre me parecía que me moría.

Como a los cuatro días se apareció por yo el dijunto Aguirre con otros dos cargueros. Desde que lo vide me dio no sé qué recelo, porque al pobrecito –mis palabras no le ofendan– le agusta el aguardiente, y me pareció qu’estaba con traguitos. No bien arreglaron la barbacoa, alzaron con yo; Aguirre solo por la punta de abajo, y los otros dos por la cabeza; y cogieron falda arriba. Cuando llegamos al Alto ¡dice a llover! y determinaron descargame dizque pa' que descansara; pero fue pa' ellos beber aguardiente. Aguirre sacó la cacha, y entre los tres se la metieron íntegra. Sin escampar siquiera, me alzaron otra vez; y en una casita que había más abajo me volvieron a descargar; y yo, desde al alar onde me tendieron reparé, por un roto del encerao, que compraron trago otra vez y que volvieron a llenar la cacha. Antoces les dije que yo me sentía muy malo, que me dejaran ai; pero Aguirre dijo que ni bamba, qu’estaban comprometidos con el padre Inacito a ponerme en el sitio muy temprano, y que no fuera cobarde, que me tomara un traguito, y vería cómo me componía mucho. Tanto me jeringaron, mi padre, todos tres, que tuve que meteme el trago.

No me pareció que me hubiera sentao mal, y les dije que siguiéramos, pues. Pero más valía que me les hubiera ranchazo: me cogieron a carrera tendida, y encomencé a zangolotiame en aquella barbacoa como árguenes en un muleto. Yo les suplicaba por Dios que andarán más despacio, que me acababan de matar, que se caían con yo; y pior lo hacían. Aguirre principió a grojiar: “que aquí llevamos al dijunto Dimitas Arias que se murió puaá en Volcanes”; y, haciendo que lloraba, decía:“No murió de calentura, ni de dolor de costao, sino de una corneaíta que le dio el toro pintao”.

–¡Ah, salvajes! –prorrumpió el sacerdote, poseído de santa indignación.

–Eso era del aguardiente, mi padre; ellos no estaban en su sentido. Yo sentía que la cacha iba pasando de mano en mano; y seguían con la groja del dijunto. Y como los dijuntos montañeros hay que llévalos muy ligero, porque la sepultura los tira, me llevaban volando.

¡Me matan estos verdugos! –grité yo casi llorando del desespero y la fatiga. Y no había acabao de decilo cuando el Aguirre se resbaló, y yo caí con todo y guaduas, y al caer me salí de la cama, y fui a dar puallá muy abajo contr’una piedra. Ai mismo se me fue el mundo, y me aicidenté.

El Tullido hizo una pausa, y el Cura una mueca que parecía un puchero. Por disimular su emoción, volvió a sacar lumbre y a encender.

–Cuando volví en sí –prosiguió el narrador encendiendo otra vez el cigarro– estab’el padre Inacito encomendándome l’alma. No supe cuándo llegamos al sitio; pero, entre gallos y media noche, me acuerdo que la casa se llenó de gente, que sonaba el esquilón y que el padre me trajo a Nuestro Amo... y que yo lo recibí con mucha devoción.

Como la gente d’este sitio es tan buena, no me desamparaban un momento en esos días: todos creían que me moría más hoy, más mañana. A yo me manijaban unos ratos los hombres; otros, las mujeres; pero como yo no perdí enteramente la conocencia, yo auservaba que Vicenta no estaba con yo, ni la vía por parte ninguna, y se me ponía a ratos que se había muerto en el trabajo; mas sin embargo, no oía llorar criatura ni nada.

Como l’iba diciendo, yo siempre ponía cuidao a ver si oía a Vicenta y a la criatura; pero habían tapao la puerta del cuartico con un’estera, y a yo me tenían en un rincón de la sala, casi tapao con unos trapos que colgaron de unos varales. En ocasiones me parecía oír la prenuncia  de Vicenta, como hablando pasito, pero pronto vía que eran pareceres míos no más; y ultimadamente, mi padre, yo no estaba más que pa gritar con los dolores que padecía y pa preparame a buena muerte.

El padre Inacito estaba cada momento a mi cabecera, pulsándome, ayudando a brégame, rezándome l’oración a mi padre San José y a otras devociones muy preciosas.

Un día oí que me dijo: hombre Dimas, d’esta no te morís.

Y comenzó a consolarme, diciendo que yo lo que tenía era rematís, y que me había descompuesto en la caída; pero que no más me fortaleciera un poquito, iba a mandar por un componedor muy hábil; y que ya le había escrito a un dotor de la Villa contándole mi achaque, pa que mandara la receta.

Antoces le dije: –Bueno, mi padrecito, pero ¿Vicenta sí es muerta? No me lo niegue.

El se riyó con una risa que tenía, muy sabrosa, y levantó los trapos de la cama, y fue y levantó l’estera del cuartico, y dijo:

–Vicenta, hablále y asomá la cara pa' que te vea.

Yo no la vide bien; pero sí le oí que me dijo: –No tenga pensión, mijo: desde aquí de mi cama lo’stoy acompañando: fue que quedé algo enferma.

Y yo dije, muy confundido: –¿Pero esto qué contiene?

Y el padre me contestó: –Lo que contiene es que te quedaste sin conocer la pinta: el muchachito se lo llevó mi Dios a los tres días de nacido: la víspera de traerte lo enterrámos.

Aquí dio un suspiro El Tullido, hizo pausa, y luego, con tono que quería hacer jovial y resultaba amargo, agregó: Y sin conocer la pinta me quedé.

–¿Cómo fue...? –repone el sacerdote con aire de vacilación–. ¿No tuvo más hijos?

–No, mi padre –murmuró el pobre hombre un tanto conmovido– desde el día que caí con ese mal, hasta volveme como estoy, no volví a servir pa' nada. La crianza qu’iba hacer Vicenta con los hijos, la ha tenido que hacer con yo... Porque, ya ve, mi padre, que casi me tiene que lidiar como a un chiquito.

–¿Pero ni un día siquiera pudo levantarse?

–Ni uno, mi padrecito. Lo qu’es el suelo no lo he vuelto a pisar. La pobre Vicenta, en lugar de marido, lo que le quedó fue un estorbo... No me valieron medecinas de ningún dotor; como tres componedores trajo el padre, y no hicieron más que atormentame: no me valió nada. Mi Dios no quiso sino que yo compurgara aquí mis culpas, porque me pusieron medidas del Señor Caído del Hatogrande, y el padre Inacito fue allá a pagar una promesa que mandamos... y tampoco me valió. De día en día m’iba engorobetando más. Primero se me jueron juntando los muslos con el estómago, después, las canillas con los muslos, y asina me he ido quedando tieso como fierro, lo mismo que compás de carpintero cuando se mogosea. Lo que fue dolores sí se me fueron quitando poco a poco; después me volvían por tiempos; pero ya hace muchos años que no siento nada. Un dotor que vino a ver a la mujer de Don Juan, se admiró de que yo no estuviera embobao o loco, dizque porque tengo no sé qué quebradura en el espinazo y no sé cuántas cosas más. Pero ¡bendito sea mi Dios! De fatuo sí que me parece que no tengo nada; antes me parece que tengo más conocencia que cuando era mozo y alentao.

 

III

 

El Tullido, engolosinado con la mucha atención que le prestaba el sacerdote, prosiguió el relato, que por vía de prontitud y claridad, terminaremos de nuestra cuenta y cosecha.

Cuando el padre Ignacio, protector declarado de Dimas, persuadióse de que éste era un inválido, se dio a entender que era preciso inventar algo para libertarlo del hambre. Desde luego, se le ocurrió hacer de él un maestro-escuela. Viérase entonces al buen sacerdote tomar soleta todas las tardes, lloviera que tronara, en dirección de El Sapero, a casa de Vicenta; viéraslo haciendo el pedagogo con un discípulo que en su vida había agarrado cartilla, ni tenido noticia cierta del uso de la tinta, y a quien impedían estudiar los dolores del cuerpo y las tristezas del espíritu. Entre pizarra y catón, entre papel y citolegia se fueron endilgando aquellos cursos, y hoy deletreo, mañana junto sílabas; ora palotes, ya signos, día llegó en que Dimas era hombre de escribir –con lirismo ortográfico, se entiende–, cuando se le dictase y de lanzarse él solo en una lectura tan de recorrida, que ni punto final, ni el interrogante más pintado, eran parte a detenerlo, ni a que cambiara en un ápice siquiera aquel tonillo piadoso de novena que tomó desde el comienzo, y que lo mismo para él que para el Cura era lo supremo del arte. Y a tanto alcanzó en esto de lectura, que, en voz alta y acentuando cada vez más el estilo, se apechugó todo el Arco Iris de Paz y toda La Familia Regulada. Oyéndole estos primores, pasaba el padre Ignacio las horas muertas, y le chorreaba cada baba que ni parvulillo en dentición.

No menos avanzado se andaba en caligrafía: con ser que la posición era harto incómoda, la pluma, si muy parada y casi cogida del arranque, iba resbalando por el papel sin trepidar un punto. Y, bien que el estilo del maestro fuera clásicamente morante, el discípulo se mostró desde el principio original y personalísimo, sobre todo en letra gorda. ¡Y cuenta si sabía garbear! Caracoles rasgueaba, al arrancar mayúsculas, que parecían cachumbos de vitoriera; palos y rabillos más eran cosa de dibujo, y su rúbrica, la de Pilatos pintiparada. Para “echar cuentas” lo tenía el cura poco menos que por un Newton, y en cuanto a saber la doctrina y explicarla, se quedaban en pañales los doctores de la Iglesia. En suma, que a los nueve meses escasos le discernió el grado. Fue aquello desde el púlpito, donde poseído de la elocuencia que da el entusiasmo, hizo el panegírico de El Tullido y anunció la gran nueva de que al día siguiente se abriría la escuela bajo su inmediata vigilancia.

No hay para qué encarecer si la exhortación tuvo efecto, siendo esta escuela la primera que se abría en el pueblo y teniendo un patrón de aquel calibre.

Con ser que la sala era espaciosa, el Cura se vio y se deseó para acomodar aquel muchacherío, sin revolver las hembras con los machos, ni los de siete años con los de quince o dieciséis. Otra clasificación no se intentó siquiera, ni había para qué; pero sí hubo distribución de días y de materias: martes y viernes enteros, para doctrina; los días restantes, para lo demás; y medio sábado, para toma de lecciones. A más de este plan, que poco a poco se fue perfeccionando, ideó el cura la cama-carreta, la caja-escritorio y el palo con el rejo; que lo que fue el chuzo lo inventó El Tullido mucho tiempo después.

Todo discípulo, bien fuese un mocosuelo de seis años o un grandullón de quince, pagaba una peseta mensual o su equivalente en especies. Así era que, a fin de mes, llevaban: el almud de maíz o el cuartillo de fríjol, los hijos de labradores; sus dos libras de carne filtrajosa, los del carnicero, y así cada cual su parte, siendo pocos los que llevaban los dos reales. Amén de esto, El Tullido recibía a menudo de mano de sus discípulos o de las madres, regalos de tabacos, de cuartos de cacao, de bizcochos, etc., con lo cual se daban marido y mujer la gran vida, tomándose al día cinco cocos de chocolate de harina, con mucho quesito y muchísima arepa de maíz sancochado, fuera de los almuerzos de espinazo y las comidas de fríjoles con tropezón de marrano.

Tal era el famoso establecimiento de cuyas aulas salió toda la sabiduría de los viejos del pueblo.

A los pocos años de fundado, pudo el padre Ignacio morir tranquilo con el auge de su protegido. Ni aun en su testamento lo olvidó: lególe la imagen de mi padre San Roque con todo y nicho, y un Niño Dios quiteño, en el cual cifró El Tullido las delicias y el consuelo de su vida, si no fue que le antojase ver en él la pinta aquella que no alcanzó a conocer.

Era tan lindo y tan gordito. Sentado muy orondo en su dorada silla de copete, con su mitra de plata y su túnica bordada de lentejuelas, con su carita tan lozana y sus mejillas arreboladas, parecía un obispito de gran parada. En la diestra llevaba el mundo, y en la izquierda, una flor que El Tullido hacía renovar todos los días. Sobre tan buenas partes, tenía el Niño la de poderse vestir, la cual daba lugar a las contemplaciones y al mimo por el lado de los trapos.

Estas imágenes, lo mismo que una de la Cueva Santa, otra de la Virgen de Valvanera, y algunas más en cromolitografías empolvadas y roñosas, ocupaban una tabla a modo de aparador, colocada arriba del ventanillo, y que llenaba todo el lado del Callejón de El Sapero. En el centro, el nicho de San Roque, en cuyas alas de escaparate estaban pintados en la parte interior –y no por Vásquez seguramente– una Santa Rita muy escurrida y tocada y un San Pedro Alcántara, muy esqueletudo y miedoso, con tamaña calavera en una mano. Un pañito bordado de hilo rojo, agitado de día por el viento, perseguido de noche por las moscas, colgaba a los pies del Niño. Por delante, por los lados, por todas partes, con simetría primitiva, lucían candeleros de barro, frascos con flores de botón de oro y de siempreviva y ramilletes de flor de uvito.

 

IV

 

En aquella escuela sui generis, la disciplina era cosa desconocida, claro está. Novillos hubo hasta de semana entera; en la clase misma, fuese por acción o por omisión, casi todos se salían con las suyas, si bien los chuzones y latigazos lograban tal cual vez meter en cintura, siquiera por un día, a más de un revoltoso.

Pero en la época en que lo presentamos, el Maestro estaba ofuscado con un diablo de muchacha que le tenía perdida la escuela, y a quien, por motivos especiales, no podía dar pasaporte, pues era nada menos que Carmen, la de la muestra inglesa, hija del difunto Aguirre, el de la cacha de aguardiente, y de su vecina Encarnación, vecina a quien él debía muchísimos favores.

No había qué hacer con la indómita: ni por las buenas, ni por las malas, ni haciéndose el desentendido, sacaba de ella el pobre Maestro cosa de provecho. Y era lo peor que ni siquiera inquina le podía cobrar. ¿Cómo, cuando ella tenía por él y por la señá Vicenta los mayores miramientos? Carmen corría por candela cada vez que se le apagaba el tabaco; Carmen ayudaba a pilar el maíz y le atizaba el fogón a la vieja; Carmen le traía el tarro de agua, y era de verla con aquella guadua dos veces más alta que ella. En cuanto llegaba el maestro Feliciano, ya estaba Carmen inquiriendo si era la hora de la afeitada, a fin de buscar papeles para limpiar la navaja, aprontar el platoncillo de agua tibia y conseguir el trapo enjugador. Era un verdadero brete cuando el Maestro determinaba que lo llevaran a misa: desde el sábado por la mañana tomaba la acuciosa el ajuar dominguero de la cama-carreta para devolverlo a la noche, aplanchadito y con todo el azul de Prusia que el caso exigía, y ella misma enfundaba las almohadas, tendía el rodapié bordado de ojetes, tapaba las pobres mantas con la histórica colcha de zaraza, en la cual se reproducía hasta por veinte veces “una señora montada en un caballo muy chisparoso”, que era el encanto de los muchachos. No bien el maestro Feliciano y sus hijos alzaban con el Tullido, ya estaba Carmen al pie de la cama, y ni en la calle, ni en la iglesia lo despintaba, hasta traerlo a la casa. Los domingos iba siempre a comprar al mercado, y, unas veces hojaldres; otras, empanadas o siquiera dulunsogas o pepinos, nunca le faltaba el regalo para su Maestro; sin contar los manojos de coles y los de cebolla que a menudo le llevaba de la hermosa huerta que cultivaba Encarnación; sin contar las malvarrosas y claveles con que ofrendaba al Niño Dios. En fin, que la rapaza, en medio de su travesura y de su desaplicación, era una providencia para el pobre matrimonio. Y como su casa estaba a un paso de la escuela, la hallaba siempre a mano la señá Vicenta para cualesquiera menesteres.

Con la misma facilidad, con el mismo entusiasmo con que los desempeñaba, insurreccionaba la escuela y le armaba al Tullido unos líos, que el pobre se mareaba, columpiándose entre el deber y la gratitud. Un sentimiento análogo, bien que inconsciente, animaba a toda la turbamulta escolar con respecto a Carmen; pues todos, ya de un modo, ya de otro, tenían algo que agradecerle; esto sin contar las roscas de pandequeso que le hurtaba a Encarnación y luego repartía en la escuela en menudos pedazos. De aquí el que hasta los más grandulazos y puestos en orden se prestasen a todo enredo, a todo desorden iniciado por ella. Tal cual vez  le entraban arrechuchos de aplicación y decía: “¡Estudiemos hartísimo muchachos!”. Y el hartísimo consistía en chillar hasta quedar roncos; y todos la seguían, y todos quedaban atronados y dispuestos a darse al descanso y a la diversión después de tal hazaña.

El Maestro, habituado al fin al mariposeo y al vocear de los muchachos, podía perfectamente descabezar un sueño en plena sesión; y pocas veces dejaba de hacerlo al mediodía, hora en que le entraba el perro.

Él, que cerraba el ojo, y Carmen que principiaba. Era una criatura invencionera que cada día añadía algo nuevo a la pizpirigaña (que por acá se ha llamado siempre pizingaña), al esconde la rama y a otros juegos infantiles. Pero lo más frecuente en estos retozos clandestinos, era alguna fantasía que se le ocurría de pronto, como banda de música, en que los popos de vitoriera hacían de clarinetes, las cartillas arrolladas, de bajos, y los muebles, de tambora. En cierta vez hizo un muñeco de pañolones y, arrojándolo a la banca de los machos, exclamó: “Recojan el botaíto”, y el botadito pasó de mano en mano muy acariciado y agasajado por todos. Cayó esto tan en gracia que casi siempre le pedían por unanimidad el botado, nombre con el cual quedó bautizada la invención. Y así, al tenor de ésta, iba sacando mil boberías, para la edificación de los alumnos y la buena marcha del establecimiento. Verdad que estos regocijos acababan siempre con rejo a la redonda, que ni estando muerto el Maestro dejara de sentir el alboroto; pero esto en nada arredraba a la Carmela, porque su divisa era aquella de que “después de un gusto...”, que, al fin y al cabo, vino a ser divisa de todo el muchacherío.

El santo varón, con serlo tanto, se daba al Diablo; y a la rapaza, los dictados más depresivos, amenazándola con el destierro perpetuo de la escuela. Poníase ella como una Magdalena, y juraba y perjuraba que nunca volvería a hacer nada reprensible, y la enmienda duraba hasta la primera ocasión de acreditarla, con ser que a la indina la aterraba la idea de no volver a la escuela.

El Maestro, por su parte, trataba de hacer esfuerzos para pelearse con Morfeo, pero al fin se persuadió de que era en vano, y dióse a pensar que no pudiendo él, como no podía con el sueño, cuánto menos había de poder Carmela con ese genio que Dios le dio. Tan lógicos razonamientos, unidos a los favores referidos, acabaron de inclinar al Maestro en favor de esta chicuela, que necesitaba de tan poco para loquear, según le viniera el humor.

También le daba mucha guerra el monitor de la arena, hijo de Don Juan Herrera, uno de los magnates más morrocotudos del pueblo, y no porque  fuese de la laya de Carmela, sino por altanerote y levantisco, y porque toda cuestión con los condiscípulos la dirimía a pescozones. Con él había siempre alguna bronca casada para la salida, si no era que la armase en plena sesión; y, aunque Toto salía siempre mal ferido en la refriega, no por ello se dejaba de retos ni baladronadas.

Para tal Reinaldo, tal Armida. A poco de haber entrado a la escuela, estando en la clase de escritura, se le acercó la Aguirre con muchísimo misterio, y le dijo al oído: –¿Querés que seamos novios, ole Toto?

Quedóse el requerido pensándolo un momento, y, al cabo, contestó: –Cuando salgamos te digo.

–No; decíme ya –exigió ella.

–Pues bueno, ole –resolvió él, como quien corta el nudo gordiano.

Consistía la vacilación del muchacho en que Carmen, a más de poco garbosa, era muy cachetona y carisoplada, a causa del ahoguío que padecía; pero al mismo tiempo admiraba Toto en ella unas trenzonas muy crespas y unos dientes de porcelana: fuera de que no le parecía nada chinche ni acusona. Las roscas de pandequeso acabaron de decidirlo. Fueron acusados ante el Maestro, que se echó a reír exclamando: –Asina tenía que suceder. Como nos dejen con vida todo está bueno.

En un principio, los novios no se mostraron muy entusiasmados, porque ni en la escuela, ni en las hogueras y juegos de la plaza, ni en las cabalgatas en palo de escoba allende El Sapero ni en el mataculín, ni en el columpio se buscaban demasiado, y acaso el noviazgo se hubiera vuelto tablas, si el Maestro, primero, y luego los discípulos no hubieran contribuido a anudar estos dos corazones.

Fue el caso que El Tullido –y detrás de él toda la escuela– vio en las trapisondas de Toto alguna conexión con los enredos de Carmela, y viceversa. De tal suerte se poseyó de esta idea, que si Carmen jugaba, regañaba a Toto; si éste reñía, Carmen era la culpable. Los ponía de enemigos malos, de barrabases, de mataperros y de otras cosas que no había por dónde agarrarlos, cargando sobre ellos todas las culpas que se cometían en la escuela.

Estos denuestos agradaban por demás a los condiscípulos, pero ninguno les encantó tanto –acaso por lo terrible de las circunstancias– como el de Perjuicios que les espetó cierta memorable ocasión en que la novia, por instigación del novio, sacó de debajo de la cama de señá Vicenta no sé qué utensilio. ¡Qué horror el de aquel día!

Desde entonces se quedaron con el mote de los Perjuicios. Y como quiera que el precepto gramatical sobre los nombres epicenos no cuela a los chiquillos, dieron a la hembra la desinencia femenina, y Carmen se quedó Perjuicia, y por Perjuicia se le conoce aún en su pueblo.

De todo esto resultó que los Perjuicios aceptaron incondicionalmente, como se estila ogaño, la solidaridad que se les achacaba. Al salir de una sesión, prorrumpió ella, apasionada por su causa: –Por la pica que este Tullido y todos estos zambos de la escuela nos levantan testimonios, nos hemos de querer hartísimo yo y Toto, y hemos de hacer hartas cosas.

–Sí, ole; –aprobó Toto con grande efervescencia–, mas que nos pelen.

Perjuicia sobre todo tomó el asunto con el fanatismo y alarde de las hembras cuando abrazan las causas políticas y religiosas, cuando se les antoja que van a meter mucho ruido y a representar el gran papel.

¿Leoncitos a Carmela? Desde ese día llevó más pandequeso del que llevara en antes; llevó algarrobas y corozos grandes, para tener el gusto de regalárselo todo a su Perjuicio y dejar a los demás “como perros velones”. Desde ese día inventó los buches de agua arrojados a media sala; retrató la calavera de San Pedro Alcántara en las planas propias y ajenas, perfeccionó “el Judas”; y en verdad que quedaba diabólica con aquellos párpados sanguinolentos doblados hacia arriba, con aquella bocaza destarrayada hasta las orejas, con ambos índices parados como cachos, y más que todo, con ese estrabismo de ojos, que era su grande especialidad. Estos horrores, y otros muchos que sería largo de enumerar, los hacía sin que El Tullido se durmiera con lo cual se llevaba unos ramalazos de padre y señor mío.

Tres cuartos de lo mismo le acontecía a Perjuicio. Sin alardear mucho del amor a su prometida, se dejó decir en una clase que no estudiaba, ni rezaba la doctrina, ni escribía si a Perjuicia no le daba la real gana; y cuando El Tullido, después de ordenar silencio general, fue a sermonearle por esta bocanada, el faccioso metió un corcoveo que a poco más se viene abajo el Niño Dios. (¿Sabe usted lo que es corcoveo? –Es un silbo sumamente agudo y destemplado que se produce cruzando los dedos de ambas manos, apretando las palmas e insuflando el aliento por la juntura de los pulgares, y que dice clarito: corcoveo, corcoveo).

El Maestro, aturdido con tal onomatopeya, levanta el pelo para acabar con el silbante; mas de pronto se suspende, y, convirtiendo la cara a las vigas, exclama con profunda amargura: –¡Dios mío, Dios mío, revestíme de paciencia pa' no hacer un hecho con este perverso! Da luego un acecido y grita a los muchachos: –¡Váyasen todos antes que mate uno!

Era un rapto, un desate nervioso que nunca había sentido. En esta repentina, inusitada exaltación se le agolparon en la cabeza sus miserias de enfermo, sus angustias de maestro, el lote de desgracia que le había tocado en suerte.

¡Si le tumbarían la escuela esos enemigos! Eso ya no era escuela, eso ya no era nada, ni una merienda de negros. Más respeto le tenían a un palo que a él; y abusaban por su desgracia; porque no podía valerse ni arrojar de la escuela al malvado, puesto que Don Juan lo había socorrido siempre y acababa de regalarle una cobija. No podía arrojar a Carmen tampoco, porque así ella como su madre lo tenían obligado con tantas finezas. Y lo mismo daría porque la escuela toda se la tenían perdida aquellos enemigos. ¡Valientes muchachos tan terribles eran los de ahora! Él, que enseñó a todo el sitio, no había manejado nunca una canalla como ese par. ¡Y de novios y mataperreando juntos, cómo se irían a poner! Si él pudiera dejar ese diantre de escuela. Pero ¿cómo?, ¿quién lo mantendría? Y si no ponía remedio al mal ¿con qué cara iría a cobrarles plata a los padres, para que vinieran los hijos no sólo a perder el tiempo, sino a aprender maldades? ¡Ay! Si esa pobrecita Vicenta pudiera trabajar en algo, siquiera para comer agua negra. Pero ¿en qué iba a trabajar una pobre vieja? Harto había hecho la infeliz en bregarlo a él con tan buena voluntad, en conformarse con no tener marido sino un gusano. Gusano no, que éstos tan siquiera se arrastraban por el suelo, y él estaba ahí en esa cama como en un cepo. Si tuvieran algún hijo que velara por ellos. ¡Que Dios no le dejase perder su alma al cabo de la vejez! Que si era su santísima voluntad que Vicenta tuviese que salir a implorar el bocado, le diera valor para soportar esa vergüenza, para recibir la limosna con humildad. ¿Por qué se habría puesto así, tan desesperado, después de haber sufrido tanto, tantos años, tranquilo y resignado?

Volvió la cara hacia el Niño Dios y con el alma le dijo: Mi niño querido, mi único consuelo en esta vida, ilumináme lo que he de hacer pa' arreglar esto. Mándales aplicación y formalidá a estos niños, pa' que yo pueda seguir en mi escuelita, pa' que pueda conseguir el pan nuestro de cada día; pa’que no tenga que pedilo. No me dejés de tu mano, niño adorado.

Y aquí siguieron varios padrenuestros y otras oraciones.

La señá Vicenta, maravillada al comprender que la escuela había salido sin que ella diese el aviso de ordenanza, entró a informarse de la novedad, y en cuanto vio al Maestro tan cariacontecido y con señales de haber llorado, murmuró, como hablando consigo misma: –Es’es que est’enfermo.

–Ello no, hija; estaba aburrido y largué muy ligero; pero no tengo nada.

–En la prenuncia se le ve qu’est’enfermoso. ¡Y se acerca a la cama y le pasa la mano por frente y cabeza!.

–¡Qué achaque he de tener! No sea embelequera. Es que hoy me ha agarrao el flato (El Tullido, como toda la gente del pueblo en Antioquia, decía siempre flato por tristeza).

–Eso sí’stá malo –replica la viejecita arreglándole la colcha– porque como yo lo vea siempre contento, lo demás ai va.

–Eso se me pasa, hija. ¿No ha visto, pues, que yo siempre estoy tan alegre?

–Pues por eso me choca verlo asina. Tal vez es que tiene mucha de la fatiga con toíta la bulla que han hecho hoy esos muchachos. Voy a trele la comidita.

Y salió.

¡Esta sí era la que se iba a ir para el cielo con todo y ropa! ¡Valiente mujer! Toda la vida bregando con un tronco de carne tirado en una cama, y siempre con el mismo modo y siempre con el mismo cariño, sin descuidarlo un momento... cuando otras por ahí... casadas con hombres alentados y buenos mozos... Él, siempre era muy malo cuando no le agradecía a Dios esa mujer que le dio. Era mucho el purgatorio que iba a chupar por su poca conformidad, por su mucho desagradecimiento.

En tantos años de sufrir, no recordaba El Tullido haber experimentado una angustia como la de ese día, y nunca las notas de su desgracia le parecieron tantas y tan lamentables.

De ello sacó en limpio que era un hombre comido de pecados, a quien todavía le faltaba “mucho palo” para ponerse en buen punto de cristiano y aprender a conformarse con el querer de su Divina Majestad.

Esa tarde no dio escuela, sino que mandó llamar al cura quien, después de confesarlo, le aplicó todos los bálsamos y unturas espirituales del caso, aleccionándolo, además, sobre el modo como debía obrar con los Perjuicios, los cuales, por descontado, figuraron no poco en este largo parlamento.

 

V

 

Amaneció aquel lugar envuelto en niebla tan espesa, que entre las cocineras que madrugaron a coger el agua en los chorros de la esquina del Cabildo, hubo choque y quebrazón de ollas y calabazos. El Sacristán, arrebujado en su bayetón, y en su manteo, el Cura, hicieron sonar los zuecos en las empedradas aceras y tocaron  a misa; más de un perro, hecho una rosca, tiritaba por ahí contra alguna puerta; las vacas, echando vaho por todo el cuerpo, reclamaban sus crías en los cercados; éstas contestaban desde adentro, pero nadie salía a los ordeños; parajitos cantores no se oyeron, sino que la lora del Cura, después de pedir repetidas veces al lorito real que sacara la pata, entonó el Santo Dios con lengua más estropajosa que de costumbre. Despeinadas y flechudas, se andaban por todas partes las gallinas, escarba que más escarba, comadreando si Dios tenía qué; en tanto que unos puercos protestaban de la argolla y de la horqueta con gruñidos de amenaza, hociqueo en las paredes, estregamiento contra las esquinas.

No bien los tules aquellos se descorrieron, y el rayo amortiguado de un sol anémico despuntó por detrás de la torre, se abrieron los balcones de la casa de Don Juan y misia Nicolasa salió a tender en la baranda los pañales del pequeñuelo; y detrás de ella, otras madres, que, a falta de balcones, extendieron los trapajos en taburetes, frente a las puertas de sus respectivas casas. Un capítulo de gallinazos, graves y meditabundos, que también asoleaban sus ropas en las alturas de la basílica y en el palacio municipal, se desgajaron cautelosos, atraídos sin duda por aquellas bayetas de parvulillo, mientras que otros, más muchachos y traviesos, se agolparon al frente de la carnicería, por ver si lograban una parvidad de piltrafa. Abrió el herrero la fragua; los de la renta, el estanco; señó Benjumea, el ventorrillo; Don Juan Herrera, la tienda; y principió el palpitar febricitante, el hervir de la gran metrópoli.

¡Qué tiene qué ver la de Semíramis! Grandiosas fábricas de vara en tierra, de bahareques, de techumbres de rabihorcado, ahora juntas, ahora dispersas; altos y bajorrelieves de boñiga en muros y pavimentos; mosaicos de chorretas y rayones por dondequiera; avenidas alfombradas de yuyo-quemao, de abrojo, de espadilla.

Filigranas de espartillo y de helecho visten los muros de huertos encantados; sobre los aleros de paja y de terrón se espacian la verbena y la sarpoleta y se desata en bucles la acedera; extienden los morales sus espinosas ramazones a través de las verjas de macanas; por los valladares de madera preciosa de caunce y de sietecueros, se entretejen la batatilla y la batata; túpenlos y refuérzalos el lengüebuey y el barbasco... tal vez para que ninguna vaca invasora vaya a perderse entre aquellas formidables vitorieras que, cual las huestes napoleónicas, han sepultado las mafafas, confundido los achirales, invadido hasta el cogollo los arrogantes platanales, puesto en duda la existencia de los chiqueros, borrado las fronteras y enredado la geografía de aquellos continentes.

Cual la insensatez humana que paga tributo al lodo inmundo, bordan las márgenes de El Sapero sauces llorones que lo besan; chachafrutos que le riegan  sus pétalos purpúreos; borracheros que le adulan con la grosería de sus perfumes y la hipérbole de sus flores; dragos que enrojecen sus hojas por adornarlo.

En las ciénagas, vestidas de espadaña, agitan los yarumos su follaje de doble faz; en las hondonadas se yergue el sarro, esa palmera de la tierra fría; en los collados ostenta la flor de mayo su ríspido ramaje y su tricolor eflorescencia; descuélgase por las breñas el colchón de pobre; el helecho se prodiga por dondequiera; y por allá, de trecho en trecho, como caricatura de custodia, se empina, desairada y grotesca, tal cual mata de girasol.

Cubre este lujo pesetero de la naturaleza un riñón atrofiado de los Andes. Sobre él a horcajadas está el pueblecito. Los gallinazos, esos poetas que giran en la altura, deben contemplarlo desde allá como el delineamiento de un alacrán. Las dos callecitas de El Alto, curvadas asimétricamente, son las antenas; la plaza larguirucha, el cuerpo; las tres calles que medio arrancan de ella a lado y lado son las patas, y, por último, forma la cola con todo y nudos, la llamada Calle abajo. De modo que la escuela viene a quedar en la ponzoña. La paja de los techos, las paredes húmedas o empolvadas, el humo, las telarañas, el abandono, hacen de aquella aldea una mugre, un harapo de villorrio. El cielo que lo cobija parece de zinc lo mismo en invierno que en verano. Tiene la hermosura de la miseria, la poesía de la tristeza, la nota pintoresca del desamparo: dijérase una gitana convertida en pueblo.

Consta de muy buena tinta que El Tullido tuvo una noche toledana y que, a pesar de ello, no dejó de llamar a las cuatro de aquella mañana a la señá Vicenta, para rezar de cama a cama el rosario, los padrenuestros del Carmen y los actos de fe, como tenían de costumbre. Cuando hubieron terminado, salió la buena mujer tiritando para la cocina. Y en qué apuros se vio para hacer llamarada, pues, aunque enterró muy bien la noche antes, el frío había penetrado la ceniza; y aquella brasa moribunda no quería revivir. A fuerza de soplos, de pujos y de encarnizarse los ojos, obró el milagro de hacer entrar por el deber a aquella leña aterida. A poco la chocolatera de barro, acariciada por dos lenguonas rojas que la lamían por los flancos, cantaba en delicioso gorgoreo, en tanto que el tiesto encaramado en las tres piedras, se estremecía rabioso, al sentir en sus abrasadas concavidades la frialdad de aquella masa que se le pegaba como una ventosa; pues primero se cortara la cabeza señá Vicenta que dejar al “viejito” sin su arepa caliente al desayuno. ¡Y cómo se le enternecía la pajarilla al buen hombre, al oír el cuchillo raspa que rasparás, y el molinillo de raíz, que se volvía tarumba entre aquella onda espesa y perfumada! Después de apecharse el coco “cebado por dos veces”, tuvo tiempo de echar una tongadita de sueño.

Que no fue tan corta que se diga, porque en mañanas como esa los discípulos tardaban en llegar, y no por dormilones, sino porque, a más de la “ranchada de la leña”, de que no escapaba ni la casa de Don Juan, los chicos se entretenían en la calle apostando a cuál “echaba más ñeblina”. Y qué bocazas las que abrían aquellas criaturas para arrojar el aliento, y qué de risas y comentarios cuando algún “señor” asomaba a su puerta e iba despidiendo, entre bostezos y estremecimientos de frío cada bocanada que ni fumando tabaco.

Vedados le estaban estos placeres a la pobrecita Perjuicia, pues Encarnación no la dejaba madrugar, por miedo de que le atacase el ahoguío con esos fríos matinales; razón por la cual llegaba la última a la sesión de la mañana.

Las siete de ésta serían cuando salió de casa, aspirando el aroma de un enorme clavel, de ésos que por entonces significaban “amor vivo y puro”, que llevaba para obsequiar al Niño Dios.

Ufana por demás con la ofrenda, se llegó a la escuela, dio los buenos días al Tullido, se informó de su salud –atención que nunca omitía– y estiró la flor a Cleto Villa, que, por ser el más mañoso de los chicos, era el encargado de ponerla en la manita del Niño. Pero cuando el muchacho, después de encaramado en un taburete, iba a verificar tan delicada operación, le gritó el Maestro en tono de regaño:

–Detente Cleto; no le ponga eso al Niño Dios.

–¿Por qué, Maestro? –exclama Perjuicia en extremo sorprendida.

–¿Por qué? Porque él no recibe sino flores que vengan de manos de una niña obediente y respetuosa; de unas manos puras... y las suyas están manchadas.

–Sí, ya sé –gimió la chica, emperrándose a llorar a todo pecho–. Eso fue porque Toto... ¡Jí! ¡Jí!... chifló ayer el corcoveo... ¿Yo qué culpa tengo, ah?

–Sí tiene la culpa, sí la tiene, porque usté y él se han pautao pa' cometer faltas y pa' irrespetar a su Maestro. Por eso el Niño Dios no le quiere su flor. Llévesela y vaya a la iglesia, y ai, junto al altar de mi padre San Cayetano, está el retablo de mi padre San Miguel con el Diablo a los pies... Póngasela a Lucifer, que ése sí le recibe su flor. ¡Vaya póngasela corriendo, que allá la está esperando!

Por este registro sí no había entonado el Maestro, y los niños estaban aterrados. ¡Y qué bonito estaba diciendo esas cosas: sin ponerse bravo ni nada, sino como el Curita cuando echaba las prédicas!

Perjuicia, entre tanto, con la cara apoyada en un brazo, y éste contra la pared, seguía sollozando.

El Tullido suspende un instante su filípica, y luego, dirigiéndose de nuevo a la muchacha, le dice: –¿Qué es que no se mueve? ¿No le digo que el Diablo l’est’esperando? Y usté no debe hacerlo aguardar: las niñas endiabladas, como usté, deben ir todos los días a hacerle la visita. ¿No ve que él es el que las manda?

–Por la Virgen, Maestrico –grita Perjuicia desesperada, tirándose de rodillas– no me mande p’onde el Diablo, no me mande, que yo no soy endiablada... ¡No me mande, no me mande...! ¡Yo no lo vuelvo a hacer, no lo vuelvo a hacer, Maestrico de mi vida! Yo le obedezco a usté todito lo que me diga... Yo no vuelvo a ser juguetona ni necia... Pégueme si quiere; deme rejo.

–No, yo no le pego; no se afane. ¿Para qué le voy a pegar? ¿No ve que usté no está sino pa'darle gusto al Diablo?

–Al Diablo no, Maestrico –plañe Perjuicia–. ¡Yo no lo vuelvo a hacer; no, por Dios!

Y sigue de rodillas, y de rodillas se va hacia atrás y se viene hacia adelante, y se mesa el pelo y se estriega los ojos, convulsa, desesperada.

El Maestro recordando que el Cura lo ha motejado de falto de entereza, sigue en su propósito, aunque se le vuelva cuesta arriba al ver cuál se pone la muchacha.

–Levántese de ese suelo –le manda en tono más severo que antes– y déjese de hacer papeles, que yo no le creo.

Y dirigiéndose a una muñeca de las más gorgojas que se estaba acurrucadita en un rincón, le dice cariñoso: –Vaya usté, mi’ja, tráigame a su casa una florecita pal’ Niño.

–¿En casa, caso hay bonitas? –replicó el ángel con un mohín de lástima de lo más encantador.

–Eso no le hace, mijita. Tráigame de las que haiga.

Felicísima con la distinción, corre a cumplir su cometido.

Carmen, sintiendo que a su pena se agrega algo como un ultraje, y, concentrando toda su amargura, toda su humillación en un chillido muy largo, se arrastra de hinojos hasta la camilla del Maestro, y, hundiendo la cara en los tendidos, sigue sollozando.

La niña coloradita y jadeante, torna a poco con una rosa amarilla, de esas que llaman de muerto, y dice: –No había sino de esto que güele muy maluco.

–Está muy linda –replica El Tullido, recibiéndole aquella pobre flor–, y aunque no estuviera: el Niño Dios la recibe con mucho agrado, porque ésta sí viene de manos puras y virtuosas. Tóme, Cleto, póngasela.

Dejara de ser mujer Carmen Aguirre si, a pesar de su quebranto, no hubiera levantado la cabeza para ver la flor. Tan luego como el Niño la tiene en su manecita, se alza la cuitada y exclama: –¡Quítesela, por Dios, Maestrico, que eso está muy feo y jiede mucho!

–Está muy preciosa... y el Niño no la va a güeler.

Ella, entonces se retira a su puesto a llorar en silencio sus tristezas.

El Tullido, como para borrar la impresión que esta escena produjo, como para aturdirse él mismo mandó: –¡Ea, pues, muchachos, una leyenda bien sabrosa!

Y la gran chillería se arma.

Cuando se iba calmando gritó una muchacha: –Maestro, ¡Carmela está con el ahogo!

Y, en efecto, Carmela parecía en lo supremo del ataque: levantaba la cabeza y abría tamaña boca para poder respirar, dando unos acecidos y produciendo unas hervezones y unos levantamientos de pecho, que inspiraba compasión.

–Si está con el mal, váyase pa' la casa –le dijo el Maestro, echando el resto de valor, porque ya se le quería figurar que se había desmedido en el castigo.

Perjuicia, haciendo todo el alarde posible de enfermedad, se tocó con el pañolón como una viuda, no dejando fuera sino la punta de la nariz. Le pareció muy del caso un patatús horrible; pero por más que lo provocaba y lo fingía, el patatús no se quiso presentar, por lo cual hubo de contentarse con salir agarrándose de la pared y de las puertas: ¡estaba tan desfallecida!

Por haber enfermado de las glándulas dejó de asistir. Perjuicio por tres días a la escuela, pasados los cuales compareció en ella muy satisfecho y campante. Llegada la hora de pontificar en la arena, se apercibió para ello el monitor insigne; pero... ¡cepos quedos! –el Maestro le dice: –Opa, hijo, no se mueva de su puesto.

Y, revolviendo la vista por toda la clase, añade: –Salga usté, Cleto, a enseñar en la arena. Usté es el monitor de hoy pen delante.

¿Viste a un general cuando lo degradan? Lo que éste puede sentir es nada, comparado con lo que sintió Toto Herrera. Él, el hijo de Don Juan, el más valiente de toda la escuela, suplantado por ese bobo, por ese pobretón de Cleto Villa. ¿Cómo no se abría la tierra y se tragaba todo el Sitio? Caía cada lágrima por los cachetes de Perjuicio como arveja.

 

VI

 

¡No hay qué hacer con el progreso! Es un Micifús artero, perseverante, que espera el momento preciso, el cuarto de hora de los pueblos, para echarles el zarpazo.

Tal pensaba, más o menos, Don Juan Herrera cuando discurría, que era a toda hora, sobre el incomparable adelanto de aquella población. Con él opinaban todos sus convecinos: para ellos no parecía el progreso cosa indefinida, toda vez que habían puesto punto final al de su pueblo: de allí no se podía pasar, era el non plus ultra. En realidad de verdad, aquella aldea había conseguido en veinte años lo que en muchísimos no lograra. ¡Qué de cosas sucedidas en tan corto tiempo! El asalto fue por este orden: una vía comercial que rompió el aislamiento de esa comarca; creación de escuelas oficiales; minas y fincas que se montaron y que, dándole valor a las tierras y ocupación a los brazos, atrajeron no pocos inmigrantes; tejares que supeditaron la paja; tapias que derogaron los bahareques; un Cabildo chorrudo que echó agua y levantó pila; y, por último, una enormidad de suceso, un colmo que casi deja pasmado a Don Juan y a sus turulatos convecinos; una Legislatura munífica que erigió aquella parroquia en cabecera de circuito.

“¡Ah, el Circuito!” –y Don Juan abría aquella boca, y abría aquellos ojos, y abría aquellas patas. Ese Circuito que llevó tantos hombres sapientísimos, que estableció el foro, que elevó el pueblo a la categoría de ciudad, que postergó, que puso bajo su planta aquellas aldeas limítrofes tan antipáticas, tan aborrecidas ¡Qué triunfos, qué glorias! Todo allí asumió un carácter eminentemente ciudadano: el jipijapa del Cura fue reemplazado por la teja clásica, y, no contento con la vieja iglesia, no sosegó hasta crear una junta e iniciar los trabajos de un nuevo templo; las grandes damas pasaron de la alpargata a la babucha de cordobán; mermaron un veinte por ciento zuecos y bayetones; establecióse zapatería; pusieron letreros en tres o cuatro tiendas; pintáronse como ocho casas; se empapelaron la del alcalde y la de Don Juan Herrera, y tuvieron bombas y mesa central; Doña Nicolasa no volvió a admitir pañales en sus balcones, con ser que Toto le había llenado la casa  de Perjuiciecitos, pues iba ya para diez años que se había casado con Carmela.

Todo esto era nada comparado con la instrucción; a más de las escuelas oficiales, abriéronse dos colegios para hombres y para mujeres, y no se oía sino “platel de educación” por aquí, “plantel de educación” por allá. El de señoritas era un sueño; hasta las casaderas, y aun papandujas y quedadas fueron a abrevar sus espíritus en aquella fuente de sabiduría.

Estamos en noviembre. La ciudad se reviste de todas  galas para concurrir a la “fiesta suprema de la civilización”. La comunidad, vestida heterogéneamente al gusto de cada alumna, atraviesa la plaza, al son de la Garibaldina que tocan dos clarinetes, un bajo y la retumbante tambora del maestro Feliciano; precede aquel mujerío sabiondo, Doña Carmela Bedoya de Pulgarín, la pedagoga ilustre; síguelo la embelesada turbamulta. En la nave central están en rueda todos los taburetes del pueblo, el gran tablero de vaqueta embetunado y la ostentosa mesa de los “réplicas y catedráticos”, paramentada con las colchas de damasco de misia Nicolasa. Lo más granado de la ciudad ha acudido; aún vibran los últimos bolillazos de Feliciano, cuando misia Cornelia toca la campanilla y dice: “Se va a dar pricipio al apto”. Hace una señal con los ojos, y, de en medio de la comunidad, sale una muchacha, chirriando los guasintones.

¡Cuán hermosa e interesante! Viste un ornamento de merino azul de cielo, escotado y de manga troncha; áurea soga de filigrana le da tres vueltas en el cuello, le pende por delante y se coge en una cadera con un prendedor de águila; recógele una redecilla la enorme castaña; cuatro cachumbos le cuelgan a cada lado; luce zarcillos de lámpara griega, y, en el copete, un ramo de flores de mano de varios colores. ¡Qué esplendor! Es Ester Solina Herrera, la seca-leche de misia Nicolasa, el mismo de Don Juan. De pie, cerca a una mesa donde están las planas y los dibujos, estira en redondo la mano, relumbrante de pedrerías, y dice: “Señores: El magnífico espectáculo que hoy tenéis la satisfacción de presenciar, es de las fiestas más espléndidas que se celebran en las naciones civilizadas, por que es la que hace la educación en la bella y elegante carrera del saber: Pues bien, señores, educad vuestras hijas y ellas serán felices...”.

Esta arenga, obra maestra del Doctor Forero, el famoso abogado de la “ciudad”, iba electrizando la muchedumbre; mas de repente aquello no fue ya electricidad: fue el pasmo. No era para menos: El discurso aquel tenía su paso, su escena culminante: ello fue que de pronto dice Ester Solina: “Valdréme aquí de las palabras de María”, y se postra de hinojos, y cruza los brazos, y echa toda la “Maunífica”, desde él “engrandece” hasta él “por los siglos”. El Cura  chocoliaba; se sonaba Don Juan por disimular los pucheros; misia Nicolasa palidecía de emoción ante la belleza y el saber de su pimpollo.

Siguió luego el examen de francés. El Fiscal, que era el profesor, abre un texto de Ollendorff, y le dice a una niña: –Bueno, señorita Tangarife, sírvase usted verterme al francés las frases que yo le vaya diciendo en español.

Tosió y dijo: –¿Tiene usted miedo?

La señorita Tangarife, a pesar de sus rubores, pronunció muy claro: –¿Abé bu per?

¡Los ojos que abrió aquella gente...! A Perjuicia le acomete tal risa que no tuvo más remedio que romper por donde pudo, con la boca taponada con el pañuelo, y salirse al atrio a desahogar el ataque. Tres o cuatro viejas, contagiadas, la siguen, y detrás una porción de muchachos y noveleros. El Fiscal cambiaba de colores; Don Juan estaba en ascuas con su nuera.

“La cabra siempre tira al monte”, se decía el viejo, y eso que quería mucho a  Perjuicia; con una de esas querencias por reacción que son las más intensas.

Porque fue mucho lo que se opuso al casamiento de Toto, y muchísimo más misia Nicolasa: no podían concebir cómo sangre de Herreras y Rebolledos fuera a mezclarse con la de aquella zambita, hija de un borracho y de una mujer tan de todo el maíz como Encarnación. Pero el mozo, a que cuentas debía descender de algún aragonés, metió cabeza y, quieras que no, los españoles de sus padres tuvieron que tragarse “la Aguirrona”, que decía misia Nicolasa.

Mas como la muchacha no era ninguna pintada en la pared, y como siempre fue de la humana condición eso de pasar de un extremo a otro, Carmen Aguirre, con todo su ñapanguismo, con todo y el mote de Perjuicia, se les impuso al fin y al cabo con su carácter insinuante, con su corazón bondadoso y, más que todo, con el amor a su marido y con el estricto cumplimiento de sus deberes de esposa y de madre; y a tanto alcanzó en el corazón de sus suegros, que con el pretexto de que Toto tenía que ausentarse con frecuencia como minero que era, determinaron de común acuerdo traérsela a su casa; en la que Carmen vino a ser como un centro que recibía, para devolverlo con creces, el cariño todo de la familia.

“¡Qué matrona!” –repetía Don Juan, este espejo de los optimistas–. “¡Es hasta bonita este diantre de Perjuicia!”.

Pero así y todo, le echó su buena reprimenda por la carcajada y el desorden aquello: “¡Haber interrumpido con esa montañerada aquella manifestación suprema del progreso!”.

 

VII

 

Víctima de él –que no hay progreso que no las haga– fue desde luego el infeliz “Tullido”.

Siempre había creído el pobre que con la invalidez vitalicia y sus consecuencias, lo tenía Dios más que probado. Pero cuando vio subrogada su escuela por las gratuitas y para él acabadas del Gobierno; cuando presintió el mendrugo arrojado por la caridad y surgió en su conciencia la idea de que era un hombre inútil, un parásito obligado de la savia ajena, vino para aquella alma triste el Getsemaní de sus dolores.

¡Qué amargura la de ese cáliz inagotable! La fe que henchía aquel corazón sencillo, se conturbó en la crisis. Ansias de morir le asaltaron. Morir no para unirse a su Dios, sino para dejar aquella vida miserable, onerosa, a una pobre anciana que él había envuelto y precipitado en su desgracia, y a un pueblo a quien él debía sustento, consideraciones, tal vez prestigio. Tiempo hacía que su organismo, anulado por el sufrimiento, para nada entraba en la dicha de vivir; tiempo hacía que aquel ser humano se había dado cuenta y razón de que su parte animal era como un sarcasmo de naturaleza, como una prueba inaudita de la Providencia. Por eso la vida la refería toda al espíritu, al corazón. Pero he aquí que de repente, por un hecho tan común como inopinado, aquella actividad se encontró sin objeto en qué emplearse. Con la desbandada de la escuela, con la lobreguez de su casa, acabóse para él ese campo que cultivar; el calor en antes no apreciado de efecto y de ternura que le daban sus alumnos –hijos suyos por el espíritu. ¿Si Dios querría también anularle las facultades del alma, después de haberle anulado las del cuerpo? ¿Si sería él uno como cadáver insepulto? ¿Si sería eso la existencia?

¿Y Vicenta?, Vicenta la santa viejecita, en vez de un  consuelo en su desgracia, vino a ser para El Tullido como un remordimiento. Sí, porque aquella mujer, toda abnegación y cariño, no le apagaba la sed de ternura que le abrasaba el alma en aquel desierto de su vida.

La anciana había dejado el calor del fogón y pasaba los días junto a la cama de “su viejito”, remendando los pobres guiñapos o hilando los nevados copos que le diera la caridad de Encarnación. La pobre viejecilla se arrecia de frío en aquella sala húmeda, donde soplaban los cierzos de esas alturas andinas.

Solitarios como la tristeza, silenciosos como la virtud, se acurrucaban los dos esposos todo el día, y el otro, y el siguiente. El pan de la caridad que a nadie falta en nuestras aldeas, ¿quién sino Perjuicia debía traerlo?

En cuanto la rapaza, en medio de su aturdimiento, pudo darse cuenta de la situación de su Maestro, ocurriósele en su inventiva, salir ella misma a recoger el condumio para el par de viejecitos. Agobiada por enorme cesto, no había casa a donde no se llegara con su muletilla.

“La limosna p’al tullidito”; y en esta costumbre perseveró la muchacha hasta casarse. De ahí en adelante, sostuvo ella misma al Tullido a sus propias expensas. Hizo más: recabó de Toto y de su suegro que le reedificasen al infeliz Maestro la vieja casa, que ya se venía abajo. Las oraciones, ese hermoso regalo con que la pobreza recompensa al rico que la socorre, las elevaban a tarde y a mañana el par de ancianos por su bienhechora.

Sin embargo, la nostalgia de niñez, esa necesidad que arrecia con los años, que se hace apremiante en la senectud, seguía experimentándola, sin definírsela, aquel viejo sin hijos, aquel Maestro sin discípulos. Seguía cada vez más abrasadora, la sed de aquel desierto; vino el espejismo: soñaba despierto con los  Perjuicios, con Cleto Villa, con los  gorgojos, con la chusma de rapazuelos que antes lo enloquecieran.

En ese ser, ajeno a las luchas y a los placeres de la vida, privado de los goces del amor y de la paternidad, inerte, deformado, sin vida corpórea; el espíritu, tanto más activo cuanto obraba solo en aquella ruina humana, tenía que perder la noción de la realidad, del vivir, para vagar por las regiones del delirio. La monomanía de afecto a la niñez, lenta, vacilante en un principio, fue acentuándose poderosa, dominante –chochez o locura, nadie supo definirlo.

Es lo cierto que aquel Niño Jesús, a quien siempre había querido tanto y tributado el culto ferviente y tierno del cristiano a su Dios, a su Dios que quiso humanarse en la niñez desvalida, vino a ser para aquel loco, no una imagen, ni siquiera la representación del más grande misterio de su religión, sino una criatura en carne y hueso, sangre de su sangre: su hijo, su unigénito, Dimitas Arias, el ser más hermoso de la creación.

Fue bajado de su altar y despojado de sus ropajes e insignias, para ser luego envuelto, como en el portal de Belén, en los pobres harapos de la cama del Tullido. Lo arrullaba con los cantos de las madres a sus niños, y se quedaba dormido abrazado a la prenda de su corazón, para despertar, sobresaltado, con este grito: “¡Me lo mata!”  “¡Me lo mató ese Aguirre!”.

Vino la enseñanza: Dimitas deletreaba, Dimitas escribía en la arena, leyó después de corrida e hizo planas que ni soñadas. Locura extraña, delicada en su misma extravagancia: nunca se le ocurrió que su hijo necesitase de alimento: nada para el cuerpo, todo para el espíritu. Vestíale a veces sus galas episcopales y le ponía en la manita, no la flor de otro tiempo, sino el báculo, que no era otro que el chuzo de macana, aquel chuzo formidable. Entonces, Dimitas era el obispo Gómez Plata, que venía a confirmar todos los niños del sitio. Con Su Ilustrísima rezaba el rosario, y daba tiempo a que él le contestase las avemarías. ¡Qué dulces debían resonar en el alma de aquel loco las oraciones en boca de su hijo, ese varón preclaro de la Iglesia! Y siempre los sobresaltos por los peligros que corría su niño; por las asechanzas de Aguirre.

La señá Vicenta, esa alma de Dios ocho veces bienaventurada, no era para acobardarse demasiado con las locuras de su marido, ni menos aún para definirlas y apreciarlas. Bien se le alcanzaba que esta chochez era harto extraña en un hombre que ella había considerado siempre tan sabio y tan religioso. Así y todo, no podía menos de reír al oírle tantos disparates.

La noticia de las “ideas” del Maestro corrió por todo el pueblo desde el principio, y muchas personas fueron a verle, con achaque de llevarle algún socorro, para satisfacer solamente la groserota novelería. “¡...cito!”–les decía la señá Vicenta a los visitantes–. Y agregaba paso: “El siempre está distraído, el pobre Tullidito. Tan siquiera no está furioso”.

Cuando los grandes certámenes, estaba el Maestro Dimas en el apogeo de su locura.

Perjuicia iba a verlo a menudo, y salía cada vez más impresionada con sus extravagancias y más compadecida de su demencia.

 

VIII

 

Se acercaba la gran festividad del orbe cristiano, la fiesta por excelencia de los hogares antioqueños: aquella que, con su idílica sencillez y santa poesía, obliga a la familia a congregarse, atrae a los miembros ausentes, hace pagar el tributo de lágrimas a los muertos queridos y cultiva los afectos más puros del corazón. Ni en la casa más pobre de estas montañas deja de celebrarse. En nuestras aldeas, los mendigos imploran, no ya el bocado de pan, sino la moneda para hacer en su choza los platos obligados de nochebuena. Y es que nuestro pueblo no ve en esta festividad una costumbre tradicional y religiosa únicamente, que ve un deber ineludible de cristiano: en el fogón donde no se hace la “nochebuena” se revuelca el Diablo, y toda la casa queda contaminada.

En la de Don Juan Herrera había comenzado el brete desde la antevíspera. Aquella cocina era un embolismo, un caos de cedazos y coladores, de pailas y de cazuelas, de trastos y de cacharros de toda especie. Las señoras de la casa se multiplican: cuelan, ciernen, amasan, baten. Aquí chirrían los buñuelos; allá revienta la natilla; acullá se cuaja el manjar blanco. Corre el bolillo sobre la pasta de hojuelas; el mecedor no cesa entre el hirviente oleaje; forma copos de espuma la superficie del almíbar; en esta piedra muelen la yuca y la arracacha; en aquélla, la canela y la nuez moscada; en artesas y platones blanquean los quesitos y las cuajadas; campan la manteca y la mantequilla en hojas y cacerolas; saltan los huevos en cascadas amarillas. Se sofoca ésta desmenuzando, atiza aquélla por todas partes; unas mandan, otras piden. Los chicos todo lo husmean, todo lo tocan, de todo se antojan, de todo comen. Cuál se ofrece para traer los azahares, cuál para soplar la forja, cuál para acarrear la vajilla. Los grandes entran, indagan, salen, tornan a entrar, tornan a salir, y, ahora buñuelo, luego raspado, cuando llega la hora del banquete está toda aquella gente más para agüitas de apio que para manjares.

Perjuicia corre con la distribución: las delicadezas y filigranas para el Cura, para el señor Fiscal; los buñuelos ingentes para las Zutanitas y Menganitas; la enorme batea de natilla de quesito y la cuyabrona de buñuelos de cargazón para los presos de la cárcel; en fin, la ración para el pobre, el plato que bendice la abundancia del rico. Al Tullido, como era de rigor, le reservaba de todo con opulencia y largueza.

Todos los afanes anticipados de la Perjuicia eran para tener libre el día siguiente, a fin de fabricar, en compañía de Cleto Villa, y de algunos chicos, el pesebre del Tullido. Desde niña había sido una de las más asiduas a estas deliciosas faenas, en las que tomaban parte, especialmente para acarrear los materiales, casi todos los muchachos de la escuela, razón por la cual el tal pesebre era clásico en el pueblo. Perjuicia no dejó ni un año de ayudar en la empresa, a pesar de sus obligaciones de señora de casa y de madre de familia.

Ella y Cleto se proponían aquel año hacer una maravilla; y no sólo por sentimiento de piedad y por diversión, sino porque ambos a dos habían mandado la novena al Niño, para que le quitara al Tullido “las ideas”.

Desde las siete de la noche, la casa del Tullido era un hervidero con la gente que entraba y que salía.

¡Nunca en el pueblo se vio prodigio como aquél! Ocupa todo el testero de los santos. La puerta del cuarto de señá Vicenta quedó casi cegada, con sólo una abertura por donde la viejecita podía pasar de lado raspándose y magullándose. Hasta el vértice de aquella pajiza techumbre llegan las guaduas que se cruzan en arcos ojivales; más abajo se entrelazan los chusques, formando tupida, erizada bóveda de verdura; cuelgan de las vigas racimos dorados de plátano guineo, gajos descomunales y artificiosos de naranjas y enormes ramos de espigas rojas de cardo y de flor de uvito; ringleras de palomas de cuerpo de cera negra y de cola y alas de papel plegado en forma de abanico medio abierto, se mecen al extremo de hebras sutiles; la naranjuela, ese recurso decorativo de tierra fría, se columpia en gargantillas desde las vigas, pende en festones por las paredes, se apiña en mazorcas sobre la tabla de los santos, y en todas partes alegra con su púrpura y su tersura metálica; decora el nicho de mi padre San Roque grandioso arco de género blanco, abullonado en bombas regulares, separadas por lazadas de madejas de lana de los colores más escandalosos; la Virgen de Valvanera, la de la Cueva, todos los santos, quedan sepultados bajo el tapiz espeso de colchón de pobre y colchón de rico, y sobre él resalta ostentoso un zodíaco de amarillas flores de muerto. Bajo este solio, un terruño antioqueño de asperezas, de escarpas prodigiosas. En la cumbre de un picacho se yergue, cual si fuera la apoteosis de nuestra democracia, una negra gigantesca de cera con tamaña batea de buñuelos en la cabeza.

Burlase con olímpica sonrisa de una ciudad liliputiense que le queda al frente, en el borde de vertiginoso precipicio: es Belén de Judá. Sus magníficos palacios de cartón recortado, sus grandiosas basílicas de tabla de pino se le antojan monumentos levantados al monstruo de la tiranía y al mito tenebroso del fanatismo. Por las gargantas, por los desfiladeros, por las hondonadas se apelmaza el capote color de rosa, el de verdor pálido; los líquenes blancos que semejan esponjas, los mechones de musgo oscuro y afelpado, la oreja y la barba de palo. Plumajes de guacamaya y de cardenal, de toche y de gallos de monte alfombran los ribazos y se tornasolan en las pendientes. En la base frontal de la obra de Cleto Villa y de Perjuicia se entretejen helechos, cardos, parásitas y todos los prodigios de nuestras selvas. En el centro, el santasantorum: un sudadero de junco por techumbre; por columnas, dos copos forrados en el mismo papel que tapiza la sala de Don Juan; a lado y lado, como guardianes del recinto, sendos reyes de espadas recortados primorosamente por la fina tijera de Perjuicia; detrás de ellos, dos caracoles marinos, ornato de las mesas de misia Nicolasa; un pañuelo de seda verde vela el misterio. En candeleros de barro dispersos acá y allá; en alcayatas clavadas a las paredes, en tres arañones de palo que cuelgan de las vigas, arde como una gloria todo el sebo que labró Encarnación.

Todo era allí alegría y bullicio. Sólo El Tullido permanecía indiferente en esta función que él mismo había motivado. Recostado en su camilla, que ostentaba las galas de renovación, estrechaba en sus brazos, en místico silencio a su Dimitas.

Los pesebristas, entre tanto, se hallaban en mil apuros y secreteos. Consultada la señá Vicenta, les dijo: “No tienen pa qué: él no lo afloja. Si no consiguen otro, se pierde este pesebre tan precioso. Ni se lo propongan porque se enfada”.

Esto que tal oye la Perjuicia, llama a Cleto Villa “a palabra y perdón”, y salen ambos muy apurados calle arriba. ¿Conseguir niño en noche como aquélla? ¡Un milagro! Y aquí de los recursos de Perjuicia. La que inventó el mataculín en redondo y el botadito, mal podría desmentirse en esta circunstancia suprema. Fuese a su despensa, hizo bajar una de las turegas de maíz que colgaban de una viga, y luego, con la mejor mazorca y algunos trapajos viejos, formó un muñeco: cátate a Dimitas. Llegóse a poco al lugar del conflicto, sentóse junto a la camilla y principió a hacerle mil carantoñas y zalamerías a su Maestro. Cuando menos lo pensó Cleto Villa, Perjuicia le metía por debajo de la ruana al Dimitas verdadero, en tanto que, volviéndose al Tullido, le decía con mucho cariño:

–No vaya a destapar a Dimitas, que puede darle ceguera con tanto velerío.

–Aquí lo tengo empuñao en el rincón –murmuró el pobre loco con transporte, estrechando la mazorca.

A poco principiaron la novena.

Mucho hubiera gozado el Maestro con la leyenda de Perjuicia: aquel tono gemebundo y atragantado, las voces disparatadas, el irrespeto a los signos de puntuación, hacían de aquella novena, leída con tanto fervor, una de esas plegarias que suben al cielo “en olor de suavidad”.

¿Le concedería Dios lo que pedía? Tal vez sí: cuando, al acabar una jornada, hizo pausa, oyó, y lo oyeron todos, que El Tullido roncaba: dormía tan poco últimamente, que esto le auguraba mucho bueno a la peticionaria.

A poco de haber terminado la novena, declaró Cleto que iban a ser las doce –las doce de aquella noche en que florece en la tierra la yerbabuena y se postra la Virgen de rodillas en el  cielo–, y todos se prosternaron a rezar el Gloria in excelsis Deo, leído por Perjuicia en el Eucologio Romano; luego, por medio de una jaculatoria que allí mismo improvisó, formuló ella su petición, y todos guardaron silencio para hacerla.

Aún no se han levantado los fieles, cuando el velo verde se descorre, y el Niño Jesús, en traje episcopal, con el mundo en la diestra y un platico de natilla en la siniestra, aparece, esplendente, glorioso, sobre el disco inflamado del sol. Edison del grande invento fue Cleto Villa: un papel engrasado y detrás una candileja.

Hubo un paréntesis de jolgorio admirativo; siguió luego el rosario, y lentamente fueron retirándose los concurrentes.

Sólo han quedado los Perjuicios, Cleto Villa y uno que otro admirador. Apagada la luminaria, se acerca Perjuicia al Tullido y le dice con ese tono infantil y chancero con que trataba a todos los pobres y desgraciados: –Ole, Tullidito, ¿quiere que comamos nochebuena?

–No lo molestés –le dice su marido–, déjalo dormir en sana paz.

Sentáronse todos a desacalorarse para la salida, y El Tullido, con el habla tartajosa, medio borrada, de los dormidos, murmuró: “Ven, mi Niño amado. Ven, no tardes  tanto”.

–“...¡cito! –exclama la señá Vicenta– le está rezando a su Dimitas...”.

A la madrugada siguiente, cuando la anciana fue a llevarle el desayuno, lo encontró muerto, abrazado a la mazorca.

 

Tomás Carrasquilla Naranjo – Colombia