DIMITAS ARIAS
Al Doctor Uribe Ángel
I
Porque
era de bahareque y porque lo apuntalaban dos palos por el costado de abajo y un
diente de tapia por el interior, no se había venido al suelo aquel cascarón de
casa. Era el techo un pelmazo gris de algo que así pudo ser palmicho como
carmaná, todo él constelado de parchones de musgo, de lamas verduscas y de tal
cual manojo nuevo, puesto allí por vía de remiendo. Bardaban el caballete
hasta cuatro docenas de tejas centenarias, por entre cuyas junturas medraba el
liquen y asomaban mustias y enfermizas unas matas de viravira; pendíale por un
extremo, desparramándose que era un gusto, un matorral de yerba mora
fructificado además. Era el interior una gran sala, con un tenducho de madera
en el ángulo frontero a la puerta de entrada, el cual se cerraba como una
alacena y olía a ratones y a viejo. De tierra apisonada, y con muchos hoyos y
rajaduras era el suelo. Dos ventanillos de batientes partidos por mitad,
alumbraban el local; daba el uno a la Calle-abajo, y el otro, al Callejón de El
Sapero, pues la casa aquella estaba en la esquina. Tenía tres puertas: la de
entrada, una que comunicaba con un cuartucho, y la del interior; esta última se
abría a un corredor húmedo; y esto era todo el edificio; que el tingladillo
que hacía las veces de cocina estaba aislado obra de doce varas más adentro.
Unas piedras medio enterradas en el suelo servían de pasadizo. Defendían esta
propiedad: un trincho, cubierto de maleza, por el lado del callejón; dos
guayabos machos, tres naranjos agrios y un saúco, entreverados con unos palos
carcomidos, por los dos lados restantes. Arrimadas a los cercos, hileras de ruda
y de eneldo, una mata muy cuidada de romero de Castilla y unas cuantas de rosa
chagre. Detrás de la cocina, se extendía un solar inculto y pro indiviso, que
allá muy lejos tenía por lindero natural el arroyo enlodado y fétido conocido
con el nombre de El Sapero. La casa estaba situada en la punta de la
Calle-abajo, la Patagonia del pueblo, como quien dice.
Era
la escuela.
La
sección acababa de reunirse.
–¡Una
leyenda, muchachos! –dijo el Maestro con tono de cariñoso estímulo... y
aquello principió.
De
una banca donde se arracimaban hasta dos docenas
y media de mocosas, se levantaban, creciendo, atiplándose en terrible
sonsonete, todos los horrores del deletreo: ere-a-ra, ere-i-ri, se oía por un
lado; be-a-ba, be-i-bi, por otro; aquí, ese-a-ele, sal-gu-e-ve, alve; por allá,
una trabazón de sílabas imposible de desenredar. Total: un Babel chiquito.
En
la banca frontera, se alineaban como veinte varones, no menos atareados, no
menos chillones que las chicas, si bien algunos un tanto graves por sus
adelantos, cacareaban con más formalidad, casi de corrida, y a pura memoria por
supuesto, aquello de “por la señal de la Santa Cruz venció Constantino al
tirano Magencio”, pasaje de la cartilla que abría a aquellos estudiantes,
horizontes sublimes en el cielo de la historia y del arte. Cuando se llegaba a
eso, estaba uno iniciado en los misterios de la humana sapiencia.
Separados
del grupo, como los dioses de la masa de los mortales, había tres o cuatro por
allá en un rincón. No alzaban mucho la voz, no señalaban el renglón con el
puntero, y, aunque hacían muchos visajes, estirando el pico, bizcando a ratos,
apenas si miraban el catón. “A los azores, aves de rapiña, cuenta San
Alberto Magno”, cantaba éste; “San Luis, Rey de Francia, al acostarse con
sus hijos”, cantaba aquél; y, absortos, embebecidos en su grandeza, en los
ejemplos estupendos del libro inmortal de San Casiano, ni cuenta de la vida ni
de su propio ser se daban estos sabihondos.
Compitiendo
en aplicación, en apuros y en afanes, pronto se cansaban los dos bandos. Era
entonces el rascarse la cabeza, el bostezar tedioso, el estregarse unos contra
otros aquellos cuerpecitos. Venía un aleteo rumoroso de cartillas, catones y
citolegias; ya no había Constantinos ni Magencios, ni los bueyes mugían, ni
tiraban de los carros, ni araban la tierra; caíanse al suelo los punteros, y
había que irlos a buscar; una muchacha pellizcaba a su compañera; un rapazuelo
metía las manos en los bolsillos, las sacaba y hacía fieros; el otro le
arrebataba los corozos. Llega el momento de las quejas: “que éste me está
arrempujando”; “que Carmela me jurgó”; “que Toto me rompió la
ruana”; a la vez que de banca a banca se sacan las lenguas, se hacen gestos, y
aquel murmullo se define en alboroto de veras.
–¡Siga
la leyenda! –grita el Maestro.
Ni
por ésas. Muchos se atropellan y quieren ir a dar la lección, todos a una.
Como pocos la saben, el Maestro, sofocado, esgrime el puntiagudo chuzo de macana
con que apunta, y aquí pincha una mano, allá un molledo, acullá tumba un catón.
Se oyen chillidos lastimeros tanto más lastimeros cuanto más fingidos, y todos
se apartan. Pasa entonces una cosa horripilante: de la camilla-carreta donde
yace el Maestro, se alza, largo y delgado, un palo que tiene en la punta un rejo
más largo todavía; agítase en el aire, ondula y silba como culebra voladora,
y, sea en la banca de las hembras, sea en la de los machos, no se oye sino ¡güipi,
juipi! En vano se frunce, se compacta, se achiquita la rapacería; en vano
protesta a voz en cuello, porque la culebra sigue a destajo, y, caiga donde
cayere, cada cual lleva su parte, pagando a veces justos por pecadores. No
siempre va a la montonera; que en ocasiones se ceba en determinados
delincuentes, y ¡cuidado si es certera!
A
raíz de la tormenta, le acometen a la mayor parte necesidades apremiantes. Pónense
en pié, levantan la mano, y, por turno, pronuncian las palabras sacramentales.
Entre confuso y enojado dice el Maestro:–Vayan; pero cada cual por su lado, y
cuidado con ajuntasen.
Pues
es de saberse que el campo aquel tenía dos departamentos, otras tantas entradas
y una frontera infranqueable en derecho.
Pasadas
la lectura y toma de lecciones, entra el Maestro en la enfadosa tarea de echar
el renglón, que consiste en palotes, a los de pizarra, y el nombre del discípulo,
a los de papel.
Sólo
Carmela Aguirre no tiene que habérselas con el Maestro ni con nadie, sino que
se sienta muy satisfecha, y toma por modelo una muestra de letra inglesa que decía:
El inocente duerme tranquilo.
El
pobre Maestro quedaba rendido, y, cuando ya los escribanos garrapateaban en sus
puestos, llamaba al monitor de la arena, para que dirigiera esta sección,
constituida por los que de tiempo atrás se denominaban los gorgojos. Este
monitorazgo, gloria suprema de la escuela, lo disfrutaba seis meses hacía Toto
Herrera, no sin que sus envidiosos condiscípulos intrigaran cuanto estaba a su
alcance por arrebatárselo.
Inflado
de orgullo, alzándose los calzones y sonándose con estrépito, salió el
afortunado.
Los
gorgojos se arremolinaron, y apercibieron sus chuzos y clavos para trazar las
letras.
Una
vez en sus puestos, saca Toto la menuda arena del cajón, riégala en toda la
tabla, y, pasándole con mucha petulancia la plancha de madera que emparejaba
aquello, grita con ese tonillo peculiar que a nada se asemeja:–¡Manos abajo!
¡Atención!
Toma
su chuzo, se agacha, traza algo y torna a gritar, en tres tiempos:–Vean la
letra A. Véanla bien antes de hacerla. Háganla.
No
ha terminado el berrido, cuando todas aquellas manitas, torpes, apresuradas,
describen, haciendo crujir la arena, escarba-mientos de gallina, colas
enroscadas de animales desconocidos, jeroglíficos de monumento indígena. Si ha
cesado la chillería del deletreo, es para empeorar: la voz de Toto, atascada
por el desarrollo de las glándulas
parótidas, se destaca bronca y cerril sobre ese fondo de ruidillos a cuál más
fastidioso: los golpes y los rayones del lápiz sobre las pizarras, que
destemplan los dientes; aquella plancha de la arena que parece pulverizado azúcar
refinado; ese sobar con babas sobre las engrasadas pizarras a cada garabato que
no sale a gusto del calígrafo; las muchachas, que siempre han de estar en
secreteos, que se rozan, que se estriegan las ropitas; aquel otro zarrapastroso
que se rasca contra las asperezas del suelo el jarrete colonizado por las
niguas; el de más allá que tira de las greñas al vecino; la otra mocosuela
que lame el chisguete que ha echado sobre la plana; los sustos e inculpaciones
por esta catástrofe; el mojar estrepitoso de las plumas hasta el fondo del
tintero; aquella movilidad nerviosa de lagartijas, aquel rebullicio de granujas;
todo ese ajetreo de rapaces reunidos, ponen al infeliz Maestro de pulsarlo con
vino.
Como
regañar sería inútil, cierra los ojos por no ver aquello, y qué de cosas se
pierde.
Unos,
muy pagados de sus planas, estiran el pico, ladean la cara a medida que
escriben; hay una rauda pendolista que, a cada palotada, levanta la cabeza y da
un hipido imitando el movimiento de las gallinas cuando beben; hay una de las
judiotas que quiere Doña Sola de Samper pintándose lunares en los brazos; uno
que lleva los calzones amarrados con el guaral del trompo, ha establecido la
chumbimba sobre la pizarra, y tiene el corozo a tiro de apuntar a la cabeza del
Maestro que ha tomado por mocha; un gorgojo hembra, con la cara de ángel toda
sucia y el pelo rubio hecho un virutero, se ha quedado como reza la muestra de
Carmela, pero con la boca bien abierta; en tanto que los hijos del alcalde,
vestidos de paño verde que fue de un billar, sacan de los guarnieles los
manises, los carestos y los amolaos, para despertar envidias.
Aunque
de todas las clases sociales, nivelan aquella escuela los remiendos, los
desgarrones, la mugre y el olor. Orejas hay allí que parecen untadas de asiento
de chocolate; pies tomaditos de carrumia y faltos de uñas si no es que el bicho
aquel se los tenga purulentos y manantiales. No hay cabeza que dé indicios de
peine, ni corpiño de muchacha que tenga broche con broche, ni posadera de varón
que carezca de ventana. Hay faldas rajadas hasta el borde, y que no
tremolan porque un nudo hecho con sus puntas las detiene; calzones que, a fuerza
de rodilleras, más parecen mangas. De los sombreros no se diga: todos lo llevan
a la espalda colgados del barboquejo. Calzado no se ve de ninguna clase; pero sí
varios guarnieles, cuáles de vaqueta, cuáles de pañete, esos otros que fueron
bordados en anjeo por la mano cariñosa de una madre. Pañolón de trapo gastan
algunas, montera, una que otra, ni pañolón ni montera, las restantes; y tales
atavíos mujeriles están colgados en un lazo que hay en un rincón, a manera de
percha.
Al
tenor de la descrita, tenían lugar tres sesiones cotidianamente: por la mañana,
al mediodía y por la tarde. Para entrar y salir no se fijaron horas
determinadas, por la sencilla razón de que en el pueblo no había reloj público;
y de bolsillo, sólo el Cura y Don Juan Herrera, padre de Toto, lo gastaban.
Así
es que los niños no ansiaban el oír campanadas, sino una tosecita que salía
de los lados del corredor y que era preludio de la dicha estudiantil, pues no
bien sonaba, cuando se abría la puerta, y asomaba, larga y escuálida, la
figura de una viejecita, que decía con voz tediosa: Y’es l’hora pa’
largar.
Con
lo cual se armaba el gran bochinche de la salida.
Era
esta figura nada menos que la señá Vicenta, mujer del Maestro. Tenía carita
de loro; traje siempre lavado, con el corpiño abierto por detrás; pañuelo de
yerbas en la cabeza, anudado bajo la barba a guisa de capota, y alpargatas en
chancleta; toda la viejecita muy aseada y correcta, si cabe corrección en la
miseria.
El
sumo sacerdote de este templo de Minerva yacía en su camilla de ruedas. Sobre
ser Maestro de escuela, estaba tullido desde tiempo inmemorial. Para los alumnos
fue siempre una terrible y misteriosa adivinanza, cómo aquella cabeza de hombre
pudiese estar encabada en “una cosa tan chiquita que ni cuerpo de cristiano
parecía”; pues el bulto que presentaba bajo las delgadas mantas esta pobre
humanidad de “El Tullido” por antonomasia, no era mayor que el de un
rapazuelo de ocho años. Tan contraído y deformado estaba que parecía faltarle
el espinazo. Con dificultad podía menear el pié derecho; sólo en la nuca y en
los brazos tenía movimiento, y éste un poco forzado en el izquierdo. La
siniestra mano la veían los granujas en sus pesadillas: eran cinco garfios
apartados y nudosos de pieza entera, que nunca se cerraban, que agarraban rígidos,
sin apretar: algo así como la mano de palo que apaga las luces del tenebrario.
Con la derecha, a más de persignarse muy bien y de esgrimir el arreador y el
chuzo consabidos, escribía claro y pronto, sino muy correctamente; y para lo último
le servía de pupitre una caja pequeña que tenía siempre entre el marco de la
carreta, caja que parecía estar clavada allí, y en la cual guardaba el recado
de escribir; lápices de pizarra, algún pliego de papel, que no dineros, como
pretendían los discípulos. La cabeza, en forma de calabazo, podría
representar la de un sacerdote poseído de neurosis ascética; era aplanada de
cráneo, de cabello recio y entrecano, cortado siempre al rape como un cepillo;
ni pelo de barba en aquella cara amarillenta y marchita; y no porque fuese lampiño
el santo varón, sino porque su compadre Feliciano, alma caritativa como pocas,
lo afeitaba jueves y domingo y le cortaba el pelo cada quince días, merced a lo
cual se le formaba por oda la rapadura una sombra cenicienta que lo aclerigaba más
y más. Los ojos pardos resultaban muy tristes y abismados entre el paréntesis
de la hirsuta ceja y de la ojera negra, tan negra que se dijera de corcho
quemado, tan honda que semejaba cicatriz. Sólo dos raigones amarillos asomaban
bajo los hendidos labios; la nariz tosca, de fosas muy abiertas. Esa cara tan
fea tenía una expresión de tristeza resignada y beatífica que atraía.
No
fue Maestro atrabiliario ni de viarazas: si chuzaba y daba azotes a la indómita
chusma, obedecía a la consigna del superior, a la ley de su tiempo, en que era
un axioma aquello de “la letra con sangre entra y la labor con dolor”.
II
Por
esas calendas hubo en la aldea cambio de párroco. A los pocos días de llegado
el nuevo, llamólo El Tullido para que lo confesase; y luego al punto quedaron
encantados uno de otro: el sacerdote, de hallar alma tan sana en cuerpo tan
enfermo; el Maestro, de tanta sencillez y mansedumbre en aquél que él diputó
por lumbrera de la Iglesia.
Acabada
la confesión, sacó el padre de su yesquero de cuerno engastado en plata,
ofreció lumbre y cigarro al penitente, y no bien ambos hubieron encendido,
acercó aquél un taburete junto a la carretilla, y con tono de viejo amigo, y
como quien reanuda una conversación, dijo: –¿Conque hace treinta años que
está tullidito?
–Sí,
mi padre, treinta años largos –contestó el infeliz, muy agradecido por el
tono insinuante y cariñoso del sacerdote–. ¡Bendito sea mi Dios que no me ha
dejao morir de necesidá!
Y
luego, como el padre Cura le manifestase deseo de conocer su historia, El
Tullido habló así: –A los siete meses de casao, me comprometí con los
Herreras a iles a componer un molino, puallá a Volcanes, qu’es la cañada más
fea y más enferma que hay. Me fui apenas conseguí dos oficiales, y desde el día
en que llegamos encomendamos los trabajos. Íbamos ya muy adelante, y hasta creíamos
que íbamos a acabar antes de mes y medio qu’er’el tiempo que habíamos
calculado; pero resultó que los aserradores cayeron con fríos en la misma
semana, y, como los llevábamos alcaniaos, nos quedamos de balde. Como yo, mi
padre, era un hombre muy guapo y de mucha fortaleza, aquí onde usté me ve, y
como estaba de mucho afán, porque tenía que venime a acompañar a Vicenta,
qu’en esos días iba a alentase, les dijo: Caminen vamos a traer esa madera,
y, si no hay aserrada, aserrémosla nosotros, que yo también sé aserrar.
–Ellos dijeron que sí al momento; echamos bastimentos en una jíquera, y
cogimos falda arriba pal' aserradero. Resultó que no había qué traer, y,
entre los tres arrimamos y montamos los palos, y dijimos a echar serrucho.
Cuando íbamos a bajar del aserradero, dizque pa' comer algo tempranito, se
oscureció de presto ¡y dice a llover, mi padre, y a hacer huracán en aquel
monte que aquello parecía el día del
juicio! Mientras corrimos al rancho qu’estaba ai mismo, nos volvimos patos. Al
momento corrieron quebradas de agua de toditos laos, y el rancho se anegó. Creímos
que un aguacero tan terrible pronto escampaba; pero de rato en rato más se
desataba el aguacero, hasta que se volvió una granizada que parecía
desgranando maíz. Por todo el rancho s’iban haciendo los panes de granizo,
que no había un campito onde parase uno. ¡A todo esto vuelve el huracán más
duro que antes y dice a bramar y a tumbar palos! Pocas ocasiones me ha dao miedo
a yo; pero, mi padre, cuando oímos eso, me coló un recelo que, ai mismo, entre
la granizada revuelta con el pantano del aserrín, nos hincamos de rodillas a
pedir misericordia.
Ninguno
de los tres sabía rezar la Magnífica; pero rezamos el Santo Dios y una porción
de credos y de padrenuestros. Tiritando y escurriendo los trapitos nos estuvimos
hasta la propia oración, que vino a escampar, y tuavía tuvimos qu’esperar un
rato a que bajara la creciente que venía por la trocha. Ya muy de noche arrimámos
al molino, y, después que nos calentámos al pie de una jogonada
qu’encendimos, merendamos muy a gusto y echamos a grojiar por lo que nos había
pasao y el susto que nos dio.
Esa
noche, aunque me sentía muy foguiao, no pude dormir, sino que me lo pasé volteándome
en l’estera. Al otro día, cuando aclaraba, me fui a levantar; pero sentí un
dolor en las piernas tan sumamente duro, que tuve que volver a acostarme. A
propia hora me dentró un causón
muy alto: pues a la noche ya yo estaba gritando de dolor; pero no era en las
piernas no más sino en todita l’arca el cuerpo: me parecía que me machucaban
todos los güesos, que m’iban clavando estacas atravesadas y de punta. Me fui
entiesando, entiesando, hasta que quedé casi sin movención. Mis compañeros y
la cocinera que nos llevaba la comida desde el molino de abajo, me valían como
a un chiquito.
Así
pasé como veinte días: tirao en aquel zarzo, sin pegar los ojos, sin pasar más
alimento que unos tragos de aguadulce o de caldo de güevo. Los compañeros me
daban sobas de guaco, y baños de cordoncillo, y bebidas frescas; pero nada me
valía. Uno d’ellos fue a recursase al molino de abajo, y trajo un purgante de
jalapa y calomel. Me lo tomé... y como si l’hubiera echao a l’acequia.
Antoces mandaron por ño Luna, qu’era el médico d’esos laos. Vino al
momento y agarró a tirame de las canillas y de los brazos, dizque pa' ver si me
desenyesaba, y lo qu’hizo fue atormentarme y acábame de postrar. Visto que no
hacía nada pues ese lao, se fue pal' rastrojo, y trajo las siete yerbas; las
machucó bien, y compuso con ellas un unto de sebo derretido, y les raspó un
poquito de l’uña de la gran bestia, del colmillo del caimán y del cacho del
ciervo que manijaba siempre en el carriel, y, así, bien calientico, me untó
por todo el cuerpo. Me dijo qu’estuviera tranquilo, que con ese unto m’iba a
aliviar precisadamente. ¡Quién dijo, mi padre! Al otro día amanecí pior, y
con una sequía y un fogaje que me quemaba por dentro. Antoces dijo ño Luna que
lo que yo tenía era la reuma regada por todo el cuerpo, y que sé m’estaba
secando l’agua’el cogote; pero qu’él m’iba a dar un vaho. Al momentico
mandó al molino de abajo que le trajeran tabaco en rama, y todos los cabos que
toparan, y un’olla grande. Al momento se aparecieron con tres mazos, y con una
jiquerad’e cabos y l’olla.
Puso
todo el cabero con el tabaco picao a jerver, y a un rato subieron l’olla al
zarzo. Entre los dos compañeros y un mozo que vino del molino, me alzaron en
guando de l’estera, y ño Luna me puso l’olla por debajo, y les dijo que me
fueran voltiando muy despacio pa'que recibiera el vaho. Pensé que me
sancochaban las espaldas con eso tan caliente; y, cuando me voltearon boca
abajo, y se me vino esa jedentina tan fuerte, me dentraron tantas ansias que ai
mismo vomité un caldito que me había bebido. Pero resultó que, con la
chapadanza que hacíamos en aquel zarzo tan estrecho, se quebró l’olla, y se
perdió el remedio.
–¡Gracias
a Dios! –interrumpe el sacerdote–, porque si no lo envenena ño Luna con su
vaho.
–Tal
vez sí, mi padre, porque desde propia hora sentí una fatiga, una maluquera tan
grande que hasta se me olvidaron los dolores. Creí firmemente qu’entregaba
esa noche los aniseros; y les dije a los muchachos que vieran a ver si podían
venir al sitio puel Cura, a ver si me alcanzaba. Pero qué cura mi padre, ¡cuando
ese monte qued’en el cabo’el mundo y hacía un invierno que no había
caminos!
Lo
que sufrí en ese monte con ese mal tan violento me parece que me ha de servir
pa' compurgar mis culpas. Ño Luna se fue, creo que hasta caliente con yo,
porque le dije que no me hacía más sus remedios. Antoces le dije a los compañeros
que yo era un pobre, pero que les daba una vaquita que tenía y lo que me debía
el patrón, con tal que me sacaran al sitio, a ver sí acaso alcanzaba a llegar
con vida a mi casa. Uno d’ellos fue al molino a buscar socorro y dio la
fortuna que topó allá al patrón que acababa de llegar. El patrón mismo vino
aonde yo, mandó cortar guaduas y qu’hicieran una barbacoa con unos arcos de
chusque; me pusieron en ella tapao con unos enceraos, y entre cuatro piones me
trajeron en hombro al molino. ¡Antoces sí fue que me puse malo! Cada ratico me
descargaban en el camino pa' dame algún alimento; y en todo el medio día
alcanzaron a sacarme al alto del Contento. Ai pasé la noche. Cuatro días andaron con yo a
raticos, porque les daba un pesar de ver cómo me ponía; pero por fin me
arrimaron a las Animas a casa de un
conocido mío. Ai nos topamos con el padre Inacito, que Dios tenga en su gloria,
qu’iba a confesarme; y, anque le parecí muy malo, dijo que d’eso no me moría,
y que lo que tenía era debilidá. M’hizo matar gallina; y que me la comiera,
aunque fuera sin gana. Determinó que no siguieran con yo, porque en el estao en
que yo me hallaba, era mátame de una vez. Despachó los piones pa' la mina, y
arregló con los dueños de la casa pa' que me asistieran por unos tres o cuatro
días hasta que yo estuviera más fuertecito, y se comprometió a mandar por yo
del sitio. Al otro día mandó medecinas, azúcar, sagú y otras cosas, y desde
ese mismo día recobré alguito de alivio; y si n’hubiera sido por la cosa de
Vicenta, no l’hubiera pasao tan mal con esa gente tan formal y tan caritativa.
Pero yo no, mi padre, no me halagaba por nada, y siempre me parecía que me moría.
Como
a los cuatro días se apareció por yo el dijunto Aguirre con otros dos
cargueros. Desde que lo vide me dio no sé qué recelo, porque al pobrecito
–mis palabras no le ofendan– le agusta el aguardiente, y me pareció
qu’estaba con traguitos. No bien arreglaron la barbacoa, alzaron con yo;
Aguirre solo por la punta de abajo, y los otros dos por la cabeza; y cogieron
falda arriba. Cuando llegamos al Alto ¡dice a llover! y determinaron descargame
dizque pa' que descansara; pero fue pa' ellos beber aguardiente. Aguirre sacó
la cacha, y entre los tres se la metieron íntegra. Sin escampar siquiera, me
alzaron otra vez; y en una casita que había más abajo me volvieron a
descargar; y yo, desde al alar onde me tendieron reparé, por un roto del
encerao, que compraron trago otra vez y que volvieron a llenar la cacha. Antoces
les dije que yo me sentía muy malo, que me dejaran ai; pero Aguirre dijo que ni
bamba, qu’estaban comprometidos con el padre Inacito a ponerme en el sitio muy
temprano, y que no fuera cobarde, que me tomara un traguito, y vería cómo me
componía mucho. Tanto me jeringaron, mi padre, todos tres, que tuve que meteme
el trago.
No
me pareció que me hubiera sentao mal, y les dije que siguiéramos, pues. Pero más
valía que me les hubiera ranchazo: me cogieron a carrera tendida, y encomencé
a zangolotiame en aquella barbacoa como árguenes en un muleto. Yo les suplicaba
por Dios que andarán más despacio, que me acababan de matar, que se caían con
yo; y pior lo hacían. Aguirre principió a grojiar: “que aquí llevamos al
dijunto Dimitas Arias que se murió puaá en Volcanes”; y, haciendo que
lloraba, decía:“No murió de calentura, ni de dolor de costao, sino de una
corneaíta que le dio el toro pintao”.
–¡Ah,
salvajes! –prorrumpió el sacerdote, poseído de santa indignación.
–Eso
era del aguardiente, mi padre; ellos no estaban en su sentido. Yo sentía que la
cacha iba pasando de mano en mano; y seguían con la groja del dijunto. Y como
los dijuntos montañeros hay que llévalos muy ligero, porque la sepultura los
tira, me llevaban volando.
¡Me
matan estos verdugos! –grité yo casi llorando del desespero y la fatiga. Y no
había acabao de decilo cuando el Aguirre se resbaló, y yo caí con todo y
guaduas, y al caer me salí de la cama, y fui a dar puallá muy abajo
contr’una piedra. Ai mismo se me fue el mundo, y me aicidenté.
El
Tullido hizo una pausa, y el Cura una mueca que parecía un puchero. Por
disimular su emoción, volvió a sacar lumbre y a encender.
–Cuando
volví en sí –prosiguió el narrador encendiendo otra vez el cigarro–
estab’el padre Inacito encomendándome l’alma. No supe cuándo llegamos al
sitio; pero, entre gallos y media noche, me acuerdo que la casa se llenó de
gente, que sonaba el esquilón y que el padre me trajo a Nuestro Amo... y que yo
lo recibí con mucha devoción.
Como
la gente d’este sitio es tan buena, no me desamparaban un momento en esos días:
todos creían que me moría más hoy, más mañana. A yo me manijaban unos ratos
los hombres; otros, las mujeres; pero como yo no perdí enteramente la
conocencia, yo auservaba que Vicenta no estaba con yo, ni la vía por parte
ninguna, y se me ponía a ratos que se había muerto en el trabajo; mas sin
embargo, no oía llorar criatura ni nada.
Como
l’iba diciendo, yo siempre ponía cuidao a ver si oía a Vicenta y a la
criatura; pero habían tapao la puerta del cuartico con un’estera, y a yo me
tenían en un rincón de la sala, casi tapao con unos trapos que colgaron de
unos varales. En ocasiones me parecía oír la prenuncia
de Vicenta, como hablando pasito, pero pronto vía que eran pareceres míos
no más; y ultimadamente, mi padre, yo no estaba más que pa gritar con los
dolores que padecía y pa preparame a buena muerte.
El
padre Inacito estaba cada momento a mi cabecera, pulsándome, ayudando a brégame,
rezándome l’oración a mi padre San José y a otras devociones muy preciosas.
Un
día oí que me dijo: hombre Dimas, d’esta no te morís.
Y
comenzó a consolarme, diciendo que yo lo que tenía era rematís, y que me había
descompuesto en la caída; pero que no más me fortaleciera un poquito, iba a
mandar por un componedor muy hábil; y que ya le había escrito a un dotor de la
Villa contándole mi achaque, pa que mandara la receta.
Antoces
le dije: –Bueno, mi padrecito, pero ¿Vicenta sí es muerta? No me lo niegue.
El
se riyó con una risa que tenía, muy sabrosa, y levantó los trapos de la cama,
y fue y levantó l’estera del cuartico, y dijo:
–Vicenta,
hablále y asomá la cara pa' que te vea.
Yo
no la vide bien; pero sí le oí que me dijo: –No tenga pensión, mijo: desde
aquí de mi cama lo’stoy acompañando: fue que quedé algo enferma.
Y
yo dije, muy confundido: –¿Pero esto qué contiene?
Y
el padre me contestó: –Lo que contiene es que te quedaste sin conocer la
pinta: el muchachito se lo llevó mi Dios a los tres días de nacido: la víspera
de traerte lo enterrámos.
Aquí
dio un suspiro El Tullido, hizo pausa, y luego, con tono que quería hacer
jovial y resultaba amargo, agregó: Y sin conocer la pinta me quedé.
–¿Cómo
fue...? –repone el sacerdote con aire de vacilación–. ¿No tuvo más hijos?
–No,
mi padre –murmuró el pobre hombre un tanto conmovido– desde el día que caí
con ese mal, hasta volveme como estoy, no volví a servir pa' nada. La crianza
qu’iba hacer Vicenta con los hijos, la ha tenido que hacer con yo... Porque,
ya ve, mi padre, que casi me tiene que lidiar como a un chiquito.
–¿Pero
ni un día siquiera pudo levantarse?
–Ni
uno, mi padrecito. Lo qu’es el suelo no lo he vuelto a pisar. La pobre
Vicenta, en lugar de marido, lo que le quedó fue un estorbo... No me valieron
medecinas de ningún dotor; como tres componedores trajo el padre, y no hicieron
más que atormentame: no me valió nada. Mi Dios no quiso sino que yo compurgara
aquí mis culpas, porque me pusieron medidas del Señor Caído del Hatogrande, y
el padre Inacito fue allá a pagar una promesa que mandamos... y tampoco me valió.
De día en día m’iba engorobetando más. Primero se me jueron juntando los
muslos con el estómago, después, las canillas con los muslos, y asina me he
ido quedando tieso como fierro, lo mismo que compás de carpintero cuando se
mogosea. Lo que fue dolores sí se me fueron quitando poco a poco; después me
volvían por tiempos; pero ya hace muchos años que no siento nada. Un dotor que
vino a ver a la mujer de Don Juan, se admiró de que yo no estuviera embobao o
loco, dizque porque tengo no sé qué quebradura en el espinazo y no sé cuántas
cosas más. Pero ¡bendito sea mi Dios! De fatuo sí que me parece que no tengo
nada; antes me parece que tengo más conocencia que cuando era mozo y alentao.
III
El
Tullido, engolosinado con la mucha atención que le prestaba el sacerdote,
prosiguió el relato, que por vía de prontitud y claridad, terminaremos de
nuestra cuenta y cosecha.
Cuando
el padre Ignacio, protector declarado de Dimas, persuadióse de que éste era un
inválido, se dio a entender que era preciso inventar algo para libertarlo del
hambre. Desde luego, se le ocurrió hacer de él un maestro-escuela. Viérase
entonces al buen sacerdote tomar soleta todas las tardes, lloviera que tronara,
en dirección de El Sapero, a casa de Vicenta; viéraslo haciendo el pedagogo
con un discípulo que en su vida había agarrado cartilla, ni tenido noticia
cierta del uso de la tinta, y a quien impedían estudiar los dolores del cuerpo
y las tristezas del espíritu. Entre pizarra y catón, entre papel y citolegia
se fueron endilgando aquellos cursos, y hoy deletreo, mañana junto sílabas;
ora palotes, ya signos, día llegó en que Dimas era hombre de escribir –con
lirismo ortográfico, se entiende–, cuando se le dictase y de lanzarse él
solo en una lectura tan de recorrida, que ni punto final, ni el interrogante más
pintado, eran parte a detenerlo, ni a que cambiara en un ápice siquiera aquel
tonillo piadoso de novena que tomó desde el comienzo, y que lo mismo para él
que para el Cura era lo supremo del arte. Y a tanto alcanzó en esto de lectura,
que, en voz alta y acentuando cada vez más el estilo, se apechugó todo el Arco
Iris de Paz y toda La Familia Regulada. Oyéndole estos primores, pasaba el
padre Ignacio las horas muertas, y le chorreaba cada baba que ni parvulillo en
dentición.
No
menos avanzado se andaba en caligrafía: con ser que la posición era harto incómoda,
la pluma, si muy parada y casi cogida del arranque, iba resbalando por el papel
sin trepidar un punto. Y, bien que el estilo del maestro fuera clásicamente
morante, el discípulo se mostró desde el principio original y personalísimo,
sobre todo en letra gorda. ¡Y cuenta si sabía garbear! Caracoles rasgueaba, al
arrancar mayúsculas, que parecían cachumbos de vitoriera; palos y rabillos más
eran cosa de dibujo, y su rúbrica, la de Pilatos pintiparada. Para “echar
cuentas” lo tenía el cura poco menos que por un Newton, y en cuanto a saber
la doctrina y explicarla, se quedaban en pañales los doctores de la Iglesia. En
suma, que a los nueve meses escasos le discernió el grado. Fue aquello desde el
púlpito, donde poseído de la elocuencia que da el entusiasmo, hizo el panegírico
de El Tullido y anunció la gran nueva de que al día siguiente se abriría la
escuela bajo su inmediata vigilancia.
No
hay para qué encarecer si la exhortación tuvo efecto, siendo esta escuela la
primera que se abría en el pueblo y teniendo un patrón de aquel calibre.
Con
ser que la sala era espaciosa, el Cura se vio y se deseó para acomodar aquel
muchacherío, sin revolver las hembras con los machos, ni los de siete años con
los de quince o dieciséis. Otra clasificación no se intentó siquiera, ni había
para qué; pero sí hubo distribución de días y de materias: martes y viernes
enteros, para doctrina; los días restantes, para lo demás; y medio sábado,
para toma de lecciones. A más de este plan, que poco a poco se fue
perfeccionando, ideó el cura la cama-carreta, la caja-escritorio y el palo con
el rejo; que lo que fue el chuzo lo inventó El Tullido mucho tiempo después.
Todo
discípulo, bien fuese un mocosuelo de seis años o un grandullón de quince,
pagaba una peseta mensual o su equivalente en especies. Así era que, a fin de
mes, llevaban: el almud de maíz o el cuartillo de fríjol, los hijos de
labradores; sus dos libras de carne filtrajosa, los del carnicero, y así cada
cual su parte, siendo pocos los que llevaban los dos reales. Amén de esto, El
Tullido recibía a menudo de mano de sus discípulos o de las madres, regalos de
tabacos, de cuartos de cacao, de bizcochos, etc., con lo cual se daban marido y
mujer la gran vida, tomándose al día cinco cocos de chocolate de harina, con
mucho quesito y muchísima arepa de maíz sancochado, fuera de los almuerzos de
espinazo y las comidas de fríjoles con tropezón de marrano.
Tal
era el famoso establecimiento de cuyas aulas salió toda la sabiduría de los
viejos del pueblo.
A
los pocos años de fundado, pudo el padre Ignacio morir tranquilo con el auge de
su protegido. Ni aun en su testamento lo olvidó: lególe la imagen de mi padre
San Roque con todo y nicho, y un Niño Dios quiteño, en el cual cifró El
Tullido las delicias y el consuelo de su vida, si no fue que le antojase ver en
él la pinta aquella que no alcanzó a conocer.
Era
tan lindo y tan gordito. Sentado muy orondo en su dorada silla de copete, con su
mitra de plata y su túnica bordada de lentejuelas, con su carita tan lozana y
sus mejillas arreboladas, parecía un obispito de gran parada. En la diestra
llevaba el mundo, y en la izquierda, una flor que El Tullido hacía renovar
todos los días. Sobre tan buenas partes, tenía el Niño la de poderse vestir,
la cual daba lugar a las contemplaciones y al mimo por el lado de los trapos.
Estas
imágenes, lo mismo que una de la Cueva Santa, otra de la Virgen de Valvanera, y
algunas más en cromolitografías empolvadas y roñosas, ocupaban una tabla a
modo de aparador, colocada arriba del ventanillo, y que llenaba todo el lado del
Callejón de El Sapero. En el centro, el nicho de San Roque, en cuyas alas de
escaparate estaban pintados en la parte interior –y no por Vásquez
seguramente– una Santa Rita muy escurrida y tocada y un San Pedro Alcántara,
muy esqueletudo y miedoso, con tamaña calavera en una mano. Un pañito bordado
de hilo rojo, agitado de día por el viento, perseguido de noche por las moscas,
colgaba a los pies del Niño. Por delante, por los lados, por todas partes, con
simetría primitiva, lucían candeleros de barro, frascos con flores de botón
de oro y de siempreviva y ramilletes de flor de uvito.
IV
En
aquella escuela sui generis, la disciplina era cosa desconocida, claro está.
Novillos hubo hasta de semana entera; en la clase misma, fuese por acción o por
omisión, casi todos se salían con las suyas, si bien los chuzones y latigazos
lograban tal cual vez meter en cintura, siquiera por un día, a más de un
revoltoso.
Pero
en la época en que lo presentamos, el Maestro estaba ofuscado con un diablo de
muchacha que le tenía perdida la escuela, y a quien, por motivos especiales, no
podía dar pasaporte, pues era nada menos que Carmen, la de la muestra inglesa,
hija del difunto Aguirre, el de la cacha de aguardiente, y de su vecina
Encarnación, vecina a quien él debía muchísimos favores.
No
había qué hacer con la indómita: ni por las buenas, ni por las malas, ni haciéndose
el desentendido, sacaba de ella el pobre Maestro cosa de provecho. Y era lo peor
que ni siquiera inquina le podía cobrar. ¿Cómo, cuando ella tenía por él y
por la señá Vicenta los mayores miramientos? Carmen corría por candela cada
vez que se le apagaba el tabaco; Carmen ayudaba a pilar el maíz y le atizaba el
fogón a la vieja; Carmen le traía el tarro de agua, y era de verla con aquella
guadua dos veces más alta que ella. En cuanto llegaba el maestro Feliciano, ya
estaba Carmen inquiriendo si era la hora de la afeitada, a fin de buscar papeles
para limpiar la navaja, aprontar el platoncillo de agua tibia y conseguir el
trapo enjugador. Era un verdadero brete cuando el Maestro determinaba que lo
llevaran a misa: desde el sábado por la mañana tomaba la acuciosa el ajuar
dominguero de la cama-carreta para devolverlo a la noche, aplanchadito y con
todo el azul de Prusia que el caso exigía, y ella misma enfundaba las
almohadas, tendía el rodapié bordado de ojetes, tapaba las pobres mantas con
la histórica colcha de zaraza, en la cual se reproducía hasta por veinte veces
“una señora montada en un caballo muy chisparoso”, que era el encanto de
los muchachos. No bien el maestro Feliciano y sus hijos alzaban con el Tullido,
ya estaba Carmen al pie de la cama, y ni en la calle, ni en la iglesia lo
despintaba, hasta traerlo a la casa. Los domingos iba siempre a comprar al
mercado, y, unas veces hojaldres; otras, empanadas o siquiera dulunsogas o
pepinos, nunca le faltaba el regalo para su Maestro; sin contar los manojos de
coles y los de cebolla que a menudo le llevaba de la hermosa huerta que
cultivaba Encarnación; sin contar las malvarrosas y claveles con que ofrendaba
al Niño Dios. En fin, que la rapaza, en medio de su travesura y de su
desaplicación, era una providencia para el pobre matrimonio. Y como su casa
estaba a un paso de la escuela, la hallaba siempre a mano la señá Vicenta para
cualesquiera menesteres.
Con
la misma facilidad, con el mismo entusiasmo con que los desempeñaba,
insurreccionaba la escuela y le armaba al Tullido unos líos, que el pobre se
mareaba, columpiándose entre el deber y la gratitud. Un sentimiento análogo,
bien que inconsciente, animaba a toda la turbamulta escolar con respecto a
Carmen; pues todos, ya de un modo, ya de otro, tenían algo que agradecerle;
esto sin contar las roscas de pandequeso que le hurtaba a Encarnación y luego
repartía en la escuela en menudos pedazos. De aquí el que hasta los más
grandulazos y puestos en orden se prestasen a todo enredo, a todo desorden
iniciado por ella. Tal cual vez le
entraban arrechuchos de aplicación y decía: “¡Estudiemos hartísimo
muchachos!”. Y el hartísimo consistía en chillar hasta quedar roncos; y
todos la seguían, y todos quedaban atronados y dispuestos a darse al descanso y
a la diversión después de tal hazaña.
El
Maestro, habituado al fin al mariposeo y al vocear de los muchachos, podía
perfectamente descabezar un sueño en plena sesión; y pocas veces dejaba de
hacerlo al mediodía, hora en que le entraba el perro.
Él,
que cerraba el ojo, y Carmen que principiaba. Era una criatura invencionera que
cada día añadía algo nuevo a la pizpirigaña (que por acá se ha llamado
siempre pizingaña), al esconde la rama y a otros juegos infantiles. Pero lo más
frecuente en estos retozos clandestinos, era alguna fantasía que se le ocurría
de pronto, como banda de música, en que los popos de vitoriera hacían de
clarinetes, las cartillas arrolladas, de bajos, y los muebles, de tambora. En
cierta vez hizo un muñeco de pañolones y, arrojándolo a la banca de los
machos, exclamó: “Recojan el botaíto”, y el botadito pasó de mano en mano
muy acariciado y agasajado por todos. Cayó esto tan en gracia que casi siempre
le pedían por unanimidad el botado, nombre con el cual quedó bautizada la
invención. Y así, al tenor de ésta, iba sacando mil boberías, para la
edificación de los alumnos y la buena marcha del establecimiento. Verdad que
estos regocijos acababan siempre con rejo a la redonda, que ni estando muerto el
Maestro dejara de sentir el alboroto; pero esto en nada arredraba a la Carmela,
porque su divisa era aquella de que “después de un gusto...”, que, al fin y
al cabo, vino a ser divisa de todo el muchacherío.
El
santo varón, con serlo tanto, se daba al Diablo; y a la rapaza, los dictados más
depresivos, amenazándola con el destierro perpetuo de la escuela. Poníase ella
como una Magdalena, y juraba y perjuraba que nunca volvería a hacer nada
reprensible, y la enmienda duraba hasta la primera ocasión de acreditarla, con
ser que a la indina la aterraba la idea de no volver a la escuela.
El
Maestro, por su parte, trataba de hacer esfuerzos para pelearse con Morfeo, pero
al fin se persuadió de que era en vano, y dióse a pensar que no pudiendo él,
como no podía con el sueño, cuánto menos había de poder Carmela con ese
genio que Dios le dio. Tan lógicos razonamientos, unidos a los favores
referidos, acabaron de inclinar al Maestro en favor de esta chicuela, que
necesitaba de tan poco para loquear, según le viniera el humor.
También
le daba mucha guerra el monitor de la arena, hijo de Don Juan Herrera, uno de
los magnates más morrocotudos del pueblo, y no porque
fuese de la laya de Carmela, sino por altanerote y levantisco, y porque
toda cuestión con los condiscípulos la dirimía a pescozones. Con él había
siempre alguna bronca casada para la salida, si no era que la armase en plena
sesión; y, aunque Toto salía siempre mal ferido en la refriega, no por ello se
dejaba de retos ni baladronadas.
Para
tal Reinaldo, tal Armida. A poco de haber entrado a la escuela, estando en la
clase de escritura, se le acercó la Aguirre con muchísimo misterio, y le dijo
al oído: –¿Querés que seamos novios, ole Toto?
Quedóse
el requerido pensándolo un momento, y, al cabo, contestó: –Cuando salgamos
te digo.
–No;
decíme ya –exigió ella.
–Pues
bueno, ole –resolvió él, como quien corta el nudo gordiano.
Consistía
la vacilación del muchacho en que Carmen, a más de poco garbosa, era muy
cachetona y carisoplada, a causa del ahoguío que padecía; pero al mismo tiempo
admiraba Toto en ella unas trenzonas muy crespas y unos dientes de porcelana:
fuera de que no le parecía nada chinche ni acusona. Las roscas de pandequeso
acabaron de decidirlo. Fueron acusados ante el Maestro, que se echó a reír
exclamando: –Asina tenía que suceder. Como nos dejen con vida todo está
bueno.
En
un principio, los novios no se mostraron muy entusiasmados, porque ni en la
escuela, ni en las hogueras y juegos de la plaza, ni en las cabalgatas en palo
de escoba allende El Sapero ni en el mataculín, ni en el columpio se buscaban
demasiado, y acaso el noviazgo se hubiera vuelto tablas, si el Maestro, primero,
y luego los discípulos no hubieran contribuido a anudar estos dos corazones.
Fue
el caso que El Tullido –y detrás de él toda la escuela– vio en las
trapisondas de Toto alguna conexión con los enredos de Carmela, y viceversa. De
tal suerte se poseyó de esta idea, que si Carmen jugaba, regañaba a Toto; si
éste reñía, Carmen era la culpable. Los ponía de enemigos malos, de
barrabases, de mataperros y de otras cosas que no había por dónde agarrarlos,
cargando sobre ellos todas las culpas que se cometían en la escuela.
Estos
denuestos agradaban por demás a los condiscípulos, pero ninguno les encantó
tanto –acaso por lo terrible de las circunstancias– como el de Perjuicios
que les espetó cierta memorable ocasión en que la novia, por instigación del
novio, sacó de debajo de la cama de señá Vicenta no sé qué utensilio. ¡Qué
horror el de aquel día!
Desde
entonces se quedaron con el mote de los Perjuicios. Y como quiera que el
precepto gramatical sobre los nombres epicenos no cuela a los chiquillos, dieron
a la hembra la desinencia femenina, y Carmen se quedó Perjuicia, y por
Perjuicia se le conoce aún en su pueblo.
De
todo esto resultó que los Perjuicios aceptaron incondicionalmente, como se
estila ogaño, la solidaridad que se les achacaba. Al salir de una sesión,
prorrumpió ella, apasionada por su causa: –Por la pica que este Tullido y
todos estos zambos de la escuela nos levantan testimonios, nos hemos de querer
hartísimo yo y Toto, y hemos de hacer hartas cosas.
–Sí,
ole; –aprobó Toto con grande efervescencia–, mas que nos pelen.
Perjuicia
sobre todo tomó el asunto con el fanatismo y alarde de las hembras cuando
abrazan las causas políticas y religiosas, cuando se les antoja que van a meter
mucho ruido y a representar el gran papel.
¿Leoncitos
a Carmela? Desde ese día llevó más pandequeso del que llevara en antes; llevó
algarrobas y corozos grandes, para tener el gusto de regalárselo todo a su
Perjuicio y dejar a los demás “como perros velones”. Desde ese día inventó
los buches de agua arrojados a media sala; retrató la calavera de San Pedro Alcántara
en las planas propias y ajenas, perfeccionó “el Judas”; y en verdad que
quedaba diabólica con aquellos párpados sanguinolentos doblados hacia arriba,
con aquella bocaza destarrayada hasta las orejas, con ambos índices parados
como cachos, y más que todo, con ese estrabismo de ojos, que era su grande
especialidad. Estos horrores, y otros muchos que sería largo de enumerar, los
hacía sin que El Tullido se durmiera con lo cual se llevaba unos ramalazos de
padre y señor mío.
Tres
cuartos de lo mismo le acontecía a Perjuicio. Sin alardear mucho del amor a su
prometida, se dejó decir en una clase que no estudiaba, ni rezaba la doctrina,
ni escribía si a Perjuicia no le daba la real gana; y cuando El Tullido, después
de ordenar silencio general, fue a sermonearle por esta bocanada, el faccioso
metió un corcoveo que a poco más se viene abajo el Niño Dios. (¿Sabe usted
lo que es corcoveo? –Es un silbo sumamente agudo y destemplado que se produce
cruzando los dedos de ambas manos, apretando las palmas e insuflando el aliento
por la juntura de los pulgares, y que dice clarito: corcoveo, corcoveo).
El
Maestro, aturdido con tal onomatopeya, levanta el pelo para acabar con el
silbante; mas de pronto se suspende, y, convirtiendo la cara a las vigas,
exclama con profunda amargura: –¡Dios mío, Dios mío, revestíme de
paciencia pa' no hacer un hecho con este perverso! Da luego un acecido y grita a
los muchachos: –¡Váyasen todos antes que mate uno!
Era
un rapto, un desate nervioso que nunca había sentido. En esta repentina,
inusitada exaltación se le agolparon en la cabeza sus miserias de enfermo, sus
angustias de maestro, el lote de desgracia que le había tocado en suerte.
¡Si
le tumbarían la escuela esos enemigos! Eso ya no era escuela, eso ya no era
nada, ni una merienda de negros. Más respeto le tenían a un palo que a él; y
abusaban por su desgracia; porque no podía valerse ni arrojar de la escuela al
malvado, puesto que Don Juan lo había socorrido siempre y acababa de regalarle
una cobija. No podía arrojar a Carmen tampoco, porque así ella como su madre
lo tenían obligado con tantas finezas. Y lo mismo daría porque la escuela toda
se la tenían perdida aquellos enemigos. ¡Valientes muchachos tan terribles
eran los de ahora! Él, que enseñó a todo el sitio, no había manejado nunca
una canalla como ese par. ¡Y de novios y mataperreando juntos, cómo se irían
a poner! Si él pudiera dejar ese diantre de escuela. Pero ¿cómo?, ¿quién lo
mantendría? Y si no ponía remedio al mal ¿con qué cara iría a cobrarles
plata a los padres, para que vinieran los hijos no sólo a perder el tiempo,
sino a aprender maldades? ¡Ay! Si esa pobrecita Vicenta pudiera trabajar en
algo, siquiera para comer agua negra. Pero ¿en qué iba a trabajar una pobre
vieja? Harto había hecho la infeliz en bregarlo a él con tan buena voluntad,
en conformarse con no tener marido sino un gusano. Gusano no, que éstos tan
siquiera se arrastraban por el suelo, y él estaba ahí en esa cama como en un
cepo. Si tuvieran algún hijo que velara por ellos. ¡Que Dios no le dejase
perder su alma al cabo de la vejez! Que si era su santísima voluntad que
Vicenta tuviese que salir a implorar el bocado, le diera valor para soportar esa
vergüenza, para recibir la limosna con humildad. ¿Por qué se habría puesto
así, tan desesperado, después de haber sufrido tanto, tantos años, tranquilo
y resignado?
Volvió
la cara hacia el Niño Dios y con el alma le dijo: Mi niño querido, mi único
consuelo en esta vida, ilumináme lo que he de hacer pa' arreglar esto. Mándales
aplicación y formalidá a estos niños, pa' que yo pueda seguir en mi
escuelita, pa' que pueda conseguir el pan nuestro de cada día; pa’que no
tenga que pedilo. No me dejés de tu mano, niño adorado.
Y
aquí siguieron varios padrenuestros y otras oraciones.
La
señá Vicenta, maravillada al comprender que la escuela había salido sin que
ella diese el aviso de ordenanza, entró a informarse de la novedad, y en cuanto
vio al Maestro tan cariacontecido y con señales de haber llorado, murmuró,
como hablando consigo misma: –Es’es que est’enfermo.
–Ello
no, hija; estaba aburrido y largué muy ligero; pero no tengo nada.
–En
la prenuncia se le ve qu’est’enfermoso. ¡Y se acerca a la cama y le pasa la
mano por frente y cabeza!.
–¡Qué
achaque he de tener! No sea embelequera. Es que hoy me ha agarrao el flato (El
Tullido, como toda la gente del pueblo en Antioquia, decía siempre flato por
tristeza).
–Eso
sí’stá malo –replica la viejecita arreglándole la colcha– porque como
yo lo vea siempre contento, lo demás ai va.
–Eso
se me pasa, hija. ¿No ha visto, pues, que yo siempre estoy tan alegre?
–Pues
por eso me choca verlo asina. Tal vez es que tiene mucha de la fatiga con toíta
la bulla que han hecho hoy esos muchachos. Voy a trele la comidita.
Y
salió.
¡Esta
sí era la que se iba a ir para el cielo con todo y ropa! ¡Valiente mujer! Toda
la vida bregando con un tronco de carne tirado en una cama, y siempre con el
mismo modo y siempre con el mismo cariño, sin descuidarlo un momento... cuando
otras por ahí... casadas con hombres alentados y buenos mozos... Él, siempre
era muy malo cuando no le agradecía a Dios esa mujer que le dio. Era mucho el
purgatorio que iba a chupar por su poca conformidad, por su mucho
desagradecimiento.
En
tantos años de sufrir, no recordaba El Tullido haber experimentado una angustia
como la de ese día, y nunca las notas de su desgracia le parecieron tantas y
tan lamentables.
De
ello sacó en limpio que era un hombre comido de pecados, a quien todavía le
faltaba “mucho palo” para ponerse en buen punto de cristiano y aprender a
conformarse con el querer de su Divina Majestad.
Esa
tarde no dio escuela, sino que mandó llamar al cura quien, después de
confesarlo, le aplicó todos los bálsamos y unturas espirituales del caso,
aleccionándolo, además, sobre el modo como debía obrar con los Perjuicios,
los cuales, por descontado, figuraron no poco en este largo parlamento.
V
Amaneció
aquel lugar envuelto en niebla tan espesa, que entre las cocineras que
madrugaron a coger el agua en los chorros de la esquina del Cabildo, hubo choque
y quebrazón de ollas y calabazos. El Sacristán, arrebujado en su bayetón, y
en su manteo, el Cura, hicieron sonar los zuecos en las empedradas aceras y
tocaron a misa; más de un perro,
hecho una rosca, tiritaba por ahí contra alguna puerta; las vacas, echando vaho
por todo el cuerpo, reclamaban sus crías en los cercados; éstas contestaban
desde adentro, pero nadie salía a los ordeños; parajitos cantores no se
oyeron, sino que la lora del Cura, después de pedir repetidas veces al lorito
real que sacara la pata, entonó el Santo Dios con lengua más estropajosa que
de costumbre. Despeinadas y flechudas, se andaban por todas partes las gallinas,
escarba que más escarba, comadreando si Dios tenía qué; en tanto que unos
puercos protestaban de la argolla y de la horqueta con gruñidos de amenaza,
hociqueo en las paredes, estregamiento contra las esquinas.
No
bien los tules aquellos se descorrieron, y el rayo amortiguado de un sol anémico
despuntó por detrás de la torre, se abrieron los balcones de la casa de Don
Juan y misia Nicolasa salió a tender en la baranda los pañales del pequeñuelo;
y detrás de ella, otras madres, que, a falta de balcones, extendieron los
trapajos en taburetes, frente a las puertas de sus respectivas casas. Un capítulo
de gallinazos, graves y meditabundos, que también asoleaban sus ropas en las
alturas de la basílica y en el palacio municipal, se desgajaron cautelosos,
atraídos sin duda por aquellas bayetas de parvulillo, mientras que otros, más
muchachos y traviesos, se agolparon al frente de la carnicería, por ver si
lograban una parvidad de piltrafa. Abrió el herrero la fragua; los de la renta,
el estanco; señó Benjumea, el ventorrillo; Don Juan Herrera, la tienda; y
principió el palpitar febricitante, el hervir de la gran metrópoli.
¡Qué
tiene qué ver la de Semíramis! Grandiosas fábricas de vara en tierra, de
bahareques, de techumbres de rabihorcado, ahora juntas, ahora dispersas; altos y
bajorrelieves de boñiga en muros y pavimentos; mosaicos de chorretas y rayones
por dondequiera; avenidas alfombradas de yuyo-quemao, de abrojo, de espadilla.
Filigranas
de espartillo y de helecho visten los muros de huertos encantados; sobre los
aleros de paja y de terrón se espacian la verbena y la sarpoleta y se desata en
bucles la acedera; extienden los morales sus espinosas ramazones a través de
las verjas de macanas; por los valladares de madera preciosa de caunce y de
sietecueros, se entretejen la batatilla y la batata; túpenlos y refuérzalos el
lengüebuey y el barbasco... tal vez para que ninguna vaca invasora vaya a
perderse entre aquellas formidables vitorieras que, cual las huestes napoleónicas,
han sepultado las mafafas, confundido los achirales, invadido hasta el cogollo
los arrogantes platanales, puesto en duda la existencia de los chiqueros,
borrado las fronteras y enredado la geografía de aquellos continentes.
Cual
la insensatez humana que paga tributo al lodo inmundo, bordan las márgenes de
El Sapero sauces llorones que lo besan; chachafrutos que le riegan
sus pétalos purpúreos; borracheros que le adulan con la grosería de
sus perfumes y la hipérbole de sus flores; dragos que enrojecen sus hojas por
adornarlo.
En
las ciénagas, vestidas de espadaña, agitan los yarumos su follaje de doble
faz; en las hondonadas se yergue el sarro, esa palmera de la tierra fría; en
los collados ostenta la flor de mayo su ríspido ramaje y su tricolor
eflorescencia; descuélgase por las breñas el colchón de pobre; el helecho se
prodiga por dondequiera; y por allá, de trecho en trecho, como caricatura de
custodia, se empina, desairada y grotesca, tal cual mata de girasol.
Cubre
este lujo pesetero de la naturaleza un riñón atrofiado de los Andes. Sobre él
a horcajadas está el pueblecito. Los gallinazos, esos poetas que giran en la
altura, deben contemplarlo desde allá como el delineamiento de un alacrán. Las
dos callecitas de El Alto, curvadas asimétricamente, son las antenas; la plaza
larguirucha, el cuerpo; las tres calles que medio arrancan de ella a lado y lado
son las patas, y, por último, forma la cola con todo y nudos, la llamada Calle
abajo. De modo que la escuela viene a quedar en la ponzoña. La paja de los
techos, las paredes húmedas o empolvadas, el humo, las telarañas, el abandono,
hacen de aquella aldea una mugre, un harapo de villorrio. El cielo que lo cobija
parece de zinc lo mismo en invierno que en verano. Tiene la hermosura de la
miseria, la poesía de la tristeza, la nota pintoresca del desamparo: dijérase
una gitana convertida en pueblo.
Consta
de muy buena tinta que El Tullido tuvo una noche toledana y que, a pesar de
ello, no dejó de llamar a las cuatro de aquella mañana a la señá Vicenta,
para rezar de cama a cama el rosario, los padrenuestros del Carmen y los actos
de fe, como tenían de costumbre. Cuando hubieron terminado, salió la buena
mujer tiritando para la cocina. Y en qué apuros se vio para hacer llamarada,
pues, aunque enterró muy bien la noche antes, el frío había penetrado la
ceniza; y aquella brasa moribunda no quería revivir. A fuerza de soplos, de
pujos y de encarnizarse los ojos, obró el milagro de hacer entrar por el deber
a aquella leña aterida. A poco la chocolatera de barro, acariciada por dos
lenguonas rojas que la lamían por los flancos, cantaba en delicioso gorgoreo,
en tanto que el tiesto encaramado en las tres piedras, se estremecía rabioso,
al sentir en sus abrasadas concavidades la frialdad de aquella masa que se le
pegaba como una ventosa; pues primero se cortara la cabeza señá Vicenta que
dejar al “viejito” sin su arepa caliente al desayuno. ¡Y cómo se le
enternecía la pajarilla al buen hombre, al oír el cuchillo raspa que rasparás,
y el molinillo de raíz, que se volvía tarumba entre aquella onda espesa y
perfumada! Después de apecharse el coco “cebado por dos veces”, tuvo tiempo
de echar una tongadita de sueño.
Que
no fue tan corta que se diga, porque en mañanas como esa los discípulos
tardaban en llegar, y no por dormilones, sino porque, a más de la “ranchada
de la leña”, de que no escapaba ni la casa de Don Juan, los chicos se
entretenían en la calle apostando a cuál “echaba más ñeblina”. Y qué
bocazas las que abrían aquellas criaturas para arrojar el aliento, y qué de
risas y comentarios cuando algún “señor” asomaba a su puerta e iba
despidiendo, entre bostezos y estremecimientos de frío cada bocanada que ni
fumando tabaco.
Vedados
le estaban estos placeres a la pobrecita Perjuicia, pues Encarnación no la
dejaba madrugar, por miedo de que le atacase el ahoguío con esos fríos
matinales; razón por la cual llegaba la última a la sesión de la mañana.
Las
siete de ésta serían cuando salió de casa, aspirando el aroma de un enorme
clavel, de ésos que por entonces significaban “amor vivo y puro”, que
llevaba para obsequiar al Niño Dios.
Ufana
por demás con la ofrenda, se llegó a la escuela, dio los buenos días al
Tullido, se informó de su salud –atención que nunca omitía– y estiró la
flor a Cleto Villa, que, por ser el más mañoso de los chicos, era el encargado
de ponerla en la manita del Niño. Pero cuando el muchacho, después de
encaramado en un taburete, iba a verificar tan delicada operación, le gritó el
Maestro en tono de regaño:
–Detente
Cleto; no le ponga eso al Niño Dios.
–¿Por
qué, Maestro? –exclama Perjuicia en extremo sorprendida.
–¿Por
qué? Porque él no recibe sino flores que vengan de manos de una niña
obediente y respetuosa; de unas manos puras... y las suyas están manchadas.
–Sí,
ya sé –gimió la chica, emperrándose a llorar a todo pecho–. Eso fue
porque Toto... ¡Jí! ¡Jí!... chifló ayer el corcoveo... ¿Yo qué culpa
tengo, ah?
–Sí
tiene la culpa, sí la tiene, porque usté y él se han pautao pa' cometer
faltas y pa' irrespetar a su Maestro. Por eso el Niño Dios no le quiere su
flor. Llévesela y vaya a la iglesia, y ai, junto al altar de mi padre San
Cayetano, está el retablo de mi padre San Miguel con el Diablo a los pies... Póngasela
a Lucifer, que ése sí le recibe su flor. ¡Vaya póngasela corriendo, que allá
la está esperando!
Por
este registro sí no había entonado el Maestro, y los niños estaban aterrados.
¡Y qué bonito estaba diciendo esas cosas: sin ponerse bravo ni nada, sino como
el Curita cuando echaba las prédicas!
Perjuicia,
entre tanto, con la cara apoyada en un brazo, y éste contra la pared, seguía
sollozando.
El
Tullido suspende un instante su filípica, y luego, dirigiéndose de nuevo a la
muchacha, le dice: –¿Qué es que no se mueve? ¿No le digo que el Diablo
l’est’esperando? Y usté no debe hacerlo aguardar: las niñas endiabladas,
como usté, deben ir todos los días a hacerle la visita. ¿No ve que él es el
que las manda?
–Por
la Virgen, Maestrico –grita Perjuicia desesperada, tirándose de rodillas–
no me mande p’onde el Diablo, no me mande, que yo no soy endiablada... ¡No me
mande, no me mande...! ¡Yo no lo vuelvo a hacer, no lo vuelvo a hacer,
Maestrico de mi vida! Yo le obedezco a usté todito lo que me diga... Yo no
vuelvo a ser juguetona ni necia... Pégueme si quiere; deme rejo.
–No,
yo no le pego; no se afane. ¿Para qué le voy a pegar? ¿No ve que usté no está
sino pa'darle gusto al Diablo?
–Al
Diablo no, Maestrico –plañe Perjuicia–. ¡Yo no lo vuelvo a hacer; no, por
Dios!
Y
sigue de rodillas, y de rodillas se va hacia atrás y se viene hacia adelante, y
se mesa el pelo y se estriega los ojos, convulsa, desesperada.
El
Maestro recordando que el Cura lo ha motejado de falto de entereza, sigue en su
propósito, aunque se le vuelva cuesta arriba al ver cuál se pone la muchacha.
–Levántese
de ese suelo –le manda en tono más severo que antes– y déjese de hacer
papeles, que yo no le creo.
Y
dirigiéndose a una muñeca de las más gorgojas que se estaba acurrucadita en
un rincón, le dice cariñoso: –Vaya usté, mi’ja, tráigame a su casa una
florecita pal’ Niño.
–¿En
casa, caso hay bonitas? –replicó el ángel con un mohín de lástima de lo más
encantador.
–Eso
no le hace, mijita. Tráigame de las que haiga.
Felicísima
con la distinción, corre a cumplir su cometido.
Carmen,
sintiendo que a su pena se agrega algo como un ultraje, y, concentrando toda su
amargura, toda su humillación en un chillido muy largo, se arrastra de hinojos
hasta la camilla del Maestro, y, hundiendo la cara en los tendidos, sigue
sollozando.
La
niña coloradita y jadeante, torna a poco con una rosa amarilla, de esas que
llaman de muerto, y dice: –No había sino de esto que güele muy maluco.
–Está
muy linda –replica El Tullido, recibiéndole aquella pobre flor–, y aunque
no estuviera: el Niño Dios la recibe con mucho agrado, porque ésta sí viene
de manos puras y virtuosas. Tóme, Cleto, póngasela.
Dejara
de ser mujer Carmen Aguirre si, a pesar de su quebranto, no hubiera levantado la
cabeza para ver la flor. Tan luego como el Niño la tiene en su manecita, se
alza la cuitada y exclama: –¡Quítesela, por Dios, Maestrico, que eso está
muy feo y jiede mucho!
–Está
muy preciosa... y el Niño no la va a güeler.
Ella,
entonces se retira a su puesto a llorar en silencio sus tristezas.
El
Tullido, como para borrar la impresión que esta escena produjo, como para
aturdirse él mismo mandó: –¡Ea, pues, muchachos, una leyenda bien sabrosa!
Y
la gran chillería se arma.
Cuando
se iba calmando gritó una muchacha: –Maestro, ¡Carmela está con el ahogo!
Y,
en efecto, Carmela parecía en lo supremo del ataque: levantaba la cabeza y abría
tamaña boca para poder respirar, dando unos acecidos y produciendo unas
hervezones y unos levantamientos de pecho, que inspiraba compasión.
–Si
está con el mal, váyase pa' la casa –le dijo el Maestro, echando el resto de
valor, porque ya se le quería figurar que se había desmedido en el castigo.
Perjuicia,
haciendo todo el alarde posible de enfermedad, se tocó con el pañolón como
una viuda, no dejando fuera sino la punta de la nariz. Le pareció muy del caso
un patatús horrible; pero por más que lo provocaba y lo fingía, el patatús
no se quiso presentar, por lo cual hubo de contentarse con salir agarrándose de
la pared y de las puertas: ¡estaba tan desfallecida!
Por
haber enfermado de las glándulas dejó de asistir. Perjuicio por tres días a
la escuela, pasados los cuales compareció en ella muy satisfecho y campante.
Llegada la hora de pontificar en la arena, se apercibió para ello el monitor
insigne; pero... ¡cepos quedos! –el Maestro le dice: –Opa, hijo, no se
mueva de su puesto.
Y,
revolviendo la vista por toda la clase, añade: –Salga usté, Cleto, a enseñar
en la arena. Usté es el monitor de hoy pen delante.
¿Viste
a un general cuando lo degradan? Lo que éste puede sentir es nada, comparado
con lo que sintió Toto Herrera. Él, el hijo de Don Juan, el más valiente de
toda la escuela, suplantado por ese bobo, por ese pobretón de Cleto Villa. ¿Cómo
no se abría la tierra y se tragaba todo el Sitio? Caía cada lágrima por los
cachetes de Perjuicio como arveja.
VI
¡No
hay qué hacer con el progreso! Es un Micifús artero, perseverante, que espera
el momento preciso, el cuarto de hora de los pueblos, para echarles el zarpazo.
Tal
pensaba, más o menos, Don Juan Herrera cuando discurría, que era a toda hora,
sobre el incomparable adelanto de aquella población. Con él opinaban todos sus
convecinos: para ellos no parecía el progreso cosa indefinida, toda vez que habían
puesto punto final al de su pueblo: de allí no se podía pasar, era el non plus
ultra. En realidad de verdad, aquella aldea había conseguido en veinte años lo
que en muchísimos no lograra. ¡Qué de cosas sucedidas en tan corto tiempo! El
asalto fue por este orden: una vía comercial que rompió el aislamiento de esa
comarca; creación de escuelas oficiales; minas y fincas que se montaron y que,
dándole valor a las tierras y ocupación a los brazos, atrajeron no pocos
inmigrantes; tejares que supeditaron la paja; tapias que derogaron los
bahareques; un Cabildo chorrudo que echó agua y levantó pila; y, por último,
una enormidad de suceso, un colmo que casi deja pasmado a Don Juan y a sus
turulatos convecinos; una Legislatura munífica que erigió aquella parroquia en
cabecera de circuito.
“¡Ah,
el Circuito!” –y Don Juan abría aquella boca, y abría aquellos ojos, y abría
aquellas patas. Ese Circuito que llevó tantos hombres sapientísimos, que
estableció el foro, que elevó el pueblo a la categoría de ciudad, que postergó,
que puso bajo su planta aquellas aldeas limítrofes tan antipáticas, tan
aborrecidas ¡Qué triunfos, qué glorias! Todo allí asumió un carácter
eminentemente ciudadano: el jipijapa del Cura fue reemplazado por la teja clásica,
y, no contento con la vieja iglesia, no sosegó hasta crear una junta e iniciar
los trabajos de un nuevo templo; las grandes damas pasaron de la alpargata a la
babucha de cordobán; mermaron un veinte por ciento zuecos y bayetones;
establecióse zapatería; pusieron letreros en tres o cuatro tiendas; pintáronse
como ocho casas; se empapelaron la del alcalde y la de Don Juan Herrera, y
tuvieron bombas y mesa central; Doña Nicolasa no volvió a admitir pañales en
sus balcones, con ser que Toto le había llenado la casa
de Perjuiciecitos, pues iba ya para diez años que se había casado con
Carmela.
Todo
esto era nada comparado con la instrucción; a más de las escuelas oficiales,
abriéronse dos colegios para hombres y para mujeres, y no se oía sino
“platel de educación” por aquí, “plantel de educación” por allá. El
de señoritas era un sueño; hasta las casaderas, y aun papandujas y quedadas
fueron a abrevar sus espíritus en aquella fuente de sabiduría.
Estamos
en noviembre. La ciudad se reviste de todas
galas para concurrir a la “fiesta suprema de la civilización”. La
comunidad, vestida heterogéneamente al gusto de cada alumna, atraviesa la
plaza, al son de la Garibaldina que tocan dos clarinetes, un bajo y la
retumbante tambora del maestro Feliciano; precede aquel mujerío sabiondo, Doña
Carmela Bedoya de Pulgarín, la pedagoga ilustre; síguelo la embelesada
turbamulta. En la nave central están en rueda todos los taburetes del pueblo,
el gran tablero de vaqueta embetunado y la ostentosa mesa de los “réplicas y
catedráticos”, paramentada con las colchas de damasco de misia Nicolasa. Lo más
granado de la ciudad ha acudido; aún vibran los últimos bolillazos de
Feliciano, cuando misia Cornelia toca la campanilla y dice: “Se va a dar
pricipio al apto”. Hace una señal con los ojos, y, de en medio de la
comunidad, sale una muchacha, chirriando los guasintones.
¡Cuán
hermosa e interesante! Viste un ornamento de merino azul de cielo, escotado y de
manga troncha; áurea soga de filigrana le da tres vueltas en el cuello, le
pende por delante y se coge en una cadera con un prendedor de águila; recógele
una redecilla la enorme castaña; cuatro cachumbos le cuelgan a cada lado; luce
zarcillos de lámpara griega, y, en el copete, un ramo de flores de mano de
varios colores. ¡Qué esplendor! Es Ester Solina Herrera, la seca-leche de
misia Nicolasa, el mismo de Don Juan. De pie, cerca a una mesa donde están las
planas y los dibujos, estira en redondo la mano, relumbrante de pedrerías, y
dice: “Señores: El magnífico espectáculo que hoy tenéis la satisfacción
de presenciar, es de las fiestas más espléndidas que se celebran en las
naciones civilizadas, por que es la que hace la educación en la bella y
elegante carrera del saber: Pues bien, señores, educad vuestras hijas y ellas
serán felices...”.
Esta
arenga, obra maestra del Doctor Forero, el famoso abogado de la “ciudad”,
iba electrizando la muchedumbre; mas de repente aquello no fue ya electricidad:
fue el pasmo. No era para menos: El discurso aquel tenía su paso, su escena
culminante: ello fue que de pronto dice Ester Solina: “Valdréme aquí de las
palabras de María”, y se postra de hinojos, y cruza los brazos, y echa toda
la “Maunífica”, desde él “engrandece” hasta él “por los siglos”.
El Cura chocoliaba; se sonaba Don
Juan por disimular los pucheros; misia Nicolasa palidecía de emoción ante la
belleza y el saber de su pimpollo.
Siguió
luego el examen de francés. El Fiscal, que era el profesor, abre un texto de
Ollendorff, y le dice a una niña: –Bueno, señorita Tangarife, sírvase usted
verterme al francés las frases que yo le vaya diciendo en español.
Tosió
y dijo: –¿Tiene usted miedo?
La
señorita Tangarife, a pesar de sus rubores, pronunció muy claro: –¿Abé bu
per?
¡Los
ojos que abrió aquella gente...! A Perjuicia le acomete tal risa que no tuvo más
remedio que romper por donde pudo, con la boca taponada con el pañuelo, y
salirse al atrio a desahogar el ataque. Tres o cuatro viejas, contagiadas, la
siguen, y detrás una porción de muchachos y noveleros. El Fiscal cambiaba de
colores; Don Juan estaba en ascuas con su nuera.
“La
cabra siempre tira al monte”, se decía el viejo, y eso que quería mucho a
Perjuicia; con una de esas querencias por reacción que son las más
intensas.
Porque
fue mucho lo que se opuso al casamiento de Toto, y muchísimo más misia
Nicolasa: no podían concebir cómo sangre de Herreras y Rebolledos fuera a
mezclarse con la de aquella zambita, hija de un borracho y de una mujer tan de
todo el maíz como Encarnación. Pero el mozo, a que cuentas debía descender de
algún aragonés, metió cabeza y, quieras que no, los españoles de sus padres
tuvieron que tragarse “la Aguirrona”, que decía misia Nicolasa.
Mas
como la muchacha no era ninguna pintada en la pared, y como siempre fue de la
humana condición eso de pasar de un extremo a otro, Carmen Aguirre, con todo su
ñapanguismo, con todo y el mote de Perjuicia, se les impuso al fin y al cabo
con su carácter insinuante, con su corazón bondadoso y, más que todo, con el
amor a su marido y con el estricto cumplimiento de sus deberes de esposa y de
madre; y a tanto alcanzó en el corazón de sus suegros, que con el pretexto de
que Toto tenía que ausentarse con frecuencia como minero que era, determinaron
de común acuerdo traérsela a su casa; en la que Carmen vino a ser como un
centro que recibía, para devolverlo con creces, el cariño todo de la familia.
“¡Qué
matrona!” –repetía Don Juan, este espejo de los optimistas–. “¡Es
hasta bonita este diantre de Perjuicia!”.
Pero
así y todo, le echó su buena reprimenda por la carcajada y el desorden
aquello: “¡Haber interrumpido con esa montañerada aquella manifestación
suprema del progreso!”.
VII
Víctima
de él –que no hay progreso que no las haga– fue desde luego el infeliz
“Tullido”.
Siempre
había creído el pobre que con la invalidez vitalicia y sus consecuencias, lo
tenía Dios más que probado. Pero cuando vio subrogada su escuela por las
gratuitas y para él acabadas del Gobierno; cuando presintió el mendrugo
arrojado por la caridad y surgió en su conciencia la idea de que era un hombre
inútil, un parásito obligado de la savia ajena, vino para aquella alma triste
el Getsemaní de sus dolores.
¡Qué
amargura la de ese cáliz inagotable! La fe que henchía aquel corazón
sencillo, se conturbó en la crisis. Ansias de morir le asaltaron. Morir no para
unirse a su Dios, sino para dejar aquella vida miserable, onerosa, a una pobre
anciana que él había envuelto y precipitado en su desgracia, y a un pueblo a
quien él debía sustento, consideraciones, tal vez prestigio. Tiempo hacía que
su organismo, anulado por el sufrimiento, para nada entraba en la dicha de
vivir; tiempo hacía que aquel ser humano se había dado cuenta y razón de que
su parte animal era como un sarcasmo de naturaleza, como una prueba inaudita de
la Providencia. Por eso la vida la refería toda al espíritu, al corazón. Pero
he aquí que de repente, por un hecho tan común como inopinado, aquella
actividad se encontró sin objeto en qué emplearse. Con la desbandada de la
escuela, con la lobreguez de su casa, acabóse para él ese campo que cultivar;
el calor en antes no apreciado de efecto y de ternura que le daban sus alumnos
–hijos suyos por el espíritu. ¿Si Dios querría también anularle las
facultades del alma, después de haberle anulado las del cuerpo? ¿Si sería él
uno como cadáver insepulto? ¿Si sería eso la existencia?
¿Y
Vicenta?, Vicenta la santa viejecita, en vez de un
consuelo en su desgracia, vino a ser para El Tullido como un
remordimiento. Sí, porque aquella mujer, toda abnegación y cariño, no le
apagaba la sed de ternura que le abrasaba el alma en aquel desierto de su vida.
La
anciana había dejado el calor del fogón y pasaba los días junto a la cama de
“su viejito”, remendando los pobres guiñapos o hilando los nevados copos
que le diera la caridad de Encarnación. La pobre viejecilla se arrecia de frío
en aquella sala húmeda, donde soplaban los cierzos de esas alturas andinas.
Solitarios
como la tristeza, silenciosos como la virtud, se acurrucaban los dos esposos
todo el día, y el otro, y el siguiente. El pan de la caridad que a nadie falta
en nuestras aldeas, ¿quién sino Perjuicia debía traerlo?
En
cuanto la rapaza, en medio de su aturdimiento, pudo darse cuenta de la situación
de su Maestro, ocurriósele en su inventiva, salir ella misma a recoger el
condumio para el par de viejecitos. Agobiada por enorme cesto, no había casa a
donde no se llegara con su muletilla.
“La
limosna p’al tullidito”; y en esta costumbre perseveró la muchacha hasta
casarse. De ahí en adelante, sostuvo ella misma al Tullido a sus propias
expensas. Hizo más: recabó de Toto y de su suegro que le reedificasen al
infeliz Maestro la vieja casa, que ya se venía abajo. Las oraciones, ese
hermoso regalo con que la pobreza recompensa al rico que la socorre, las
elevaban a tarde y a mañana el par de ancianos por su bienhechora.
Sin
embargo, la nostalgia de niñez, esa necesidad que arrecia con los años, que se
hace apremiante en la senectud, seguía experimentándola, sin definírsela,
aquel viejo sin hijos, aquel Maestro sin discípulos. Seguía cada vez más
abrasadora, la sed de aquel desierto; vino el espejismo: soñaba despierto con
los Perjuicios, con Cleto Villa,
con los gorgojos, con la chusma de
rapazuelos que antes lo enloquecieran.
En
ese ser, ajeno a las luchas y a los placeres de la vida, privado de los goces
del amor y de la paternidad, inerte, deformado, sin vida corpórea; el espíritu,
tanto más activo cuanto obraba solo en aquella ruina humana, tenía que perder
la noción de la realidad, del vivir, para vagar por las regiones del delirio.
La monomanía de afecto a la niñez, lenta, vacilante en un principio, fue
acentuándose poderosa, dominante –chochez o locura, nadie supo definirlo.
Es
lo cierto que aquel Niño Jesús, a quien siempre había querido tanto y
tributado el culto ferviente y tierno del cristiano a su Dios, a su Dios que
quiso humanarse en la niñez desvalida, vino a ser para aquel loco, no una
imagen, ni siquiera la representación del más grande misterio de su religión,
sino una criatura en carne y hueso, sangre de su sangre: su hijo, su unigénito,
Dimitas Arias, el ser más hermoso de la creación.
Fue
bajado de su altar y despojado de sus ropajes e insignias, para ser luego
envuelto, como en el portal de Belén, en los pobres harapos de la cama del
Tullido. Lo arrullaba con los cantos de las madres a sus niños, y se quedaba
dormido abrazado a la prenda de su corazón, para despertar, sobresaltado, con
este grito: “¡Me lo mata!” “¡Me
lo mató ese Aguirre!”.
Vino
la enseñanza: Dimitas deletreaba, Dimitas escribía en la arena, leyó después
de corrida e hizo planas que ni soñadas. Locura extraña, delicada en su misma
extravagancia: nunca se le ocurrió que su hijo necesitase de alimento: nada
para el cuerpo, todo para el espíritu. Vestíale a veces sus galas episcopales
y le ponía en la manita, no la flor de otro tiempo, sino el báculo, que no era
otro que el chuzo de macana, aquel chuzo formidable. Entonces, Dimitas era el
obispo Gómez Plata, que venía a confirmar todos los niños del sitio. Con Su
Ilustrísima rezaba el rosario, y daba tiempo a que él le contestase las avemarías.
¡Qué dulces debían resonar en el alma de aquel loco las oraciones en boca de
su hijo, ese varón preclaro de la Iglesia! Y siempre los sobresaltos por los
peligros que corría su niño; por las asechanzas de Aguirre.
La
señá Vicenta, esa alma de Dios ocho veces bienaventurada, no era para
acobardarse demasiado con las locuras de su marido, ni menos aún para
definirlas y apreciarlas. Bien se le alcanzaba que esta chochez era harto extraña
en un hombre que ella había considerado siempre tan sabio y tan religioso. Así
y todo, no podía menos de reír al oírle tantos disparates.
La
noticia de las “ideas” del Maestro corrió por todo el pueblo desde el
principio, y muchas personas fueron a verle, con achaque de llevarle algún
socorro, para satisfacer solamente la groserota novelería. “¡...cito!”–les
decía la señá Vicenta a los visitantes–. Y agregaba paso: “El siempre está
distraído, el pobre Tullidito. Tan siquiera no está furioso”.
Cuando
los grandes certámenes, estaba el Maestro Dimas en el apogeo de su locura.
Perjuicia
iba a verlo a menudo, y salía cada vez más impresionada con sus extravagancias
y más compadecida de su demencia.
VIII
Se
acercaba la gran festividad del orbe cristiano, la fiesta por excelencia de los
hogares antioqueños: aquella que, con su idílica sencillez y santa poesía,
obliga a la familia a congregarse, atrae a los miembros ausentes, hace pagar el
tributo de lágrimas a los muertos queridos y cultiva los afectos más puros del
corazón. Ni en la casa más pobre de estas montañas deja de celebrarse. En
nuestras aldeas, los mendigos imploran, no ya el bocado de pan, sino la moneda
para hacer en su choza los platos obligados de nochebuena. Y es que nuestro
pueblo no ve en esta festividad una costumbre tradicional y religiosa únicamente,
que ve un deber ineludible de cristiano: en el fogón donde no se hace la
“nochebuena” se revuelca el Diablo, y toda la casa queda contaminada.
En
la de Don Juan Herrera había comenzado el brete desde la antevíspera. Aquella
cocina era un embolismo, un caos de cedazos y coladores, de pailas y de
cazuelas, de trastos y de cacharros de toda especie. Las señoras de la casa se
multiplican: cuelan, ciernen, amasan, baten. Aquí chirrían los buñuelos; allá
revienta la natilla; acullá se cuaja el manjar blanco. Corre el bolillo sobre
la pasta de hojuelas; el mecedor no cesa entre el hirviente oleaje; forma copos
de espuma la superficie del almíbar; en esta piedra muelen la yuca y la
arracacha; en aquélla, la canela y la nuez moscada; en artesas y platones
blanquean los quesitos y las cuajadas; campan la manteca y la mantequilla en
hojas y cacerolas; saltan los huevos en cascadas amarillas. Se sofoca ésta
desmenuzando, atiza aquélla por todas partes; unas mandan, otras piden. Los
chicos todo lo husmean, todo lo tocan, de todo se antojan, de todo comen. Cuál
se ofrece para traer los azahares, cuál para soplar la forja, cuál para
acarrear la vajilla. Los grandes entran, indagan, salen, tornan a entrar, tornan
a salir, y, ahora buñuelo, luego raspado, cuando llega la hora del banquete está
toda aquella gente más para agüitas de apio que para manjares.
Perjuicia
corre con la distribución: las delicadezas y filigranas para el Cura, para el
señor Fiscal; los buñuelos ingentes para las Zutanitas y Menganitas; la enorme
batea de natilla de quesito y la cuyabrona de buñuelos de cargazón para los
presos de la cárcel; en fin, la ración para el pobre, el plato que bendice la
abundancia del rico. Al Tullido, como era de rigor, le reservaba de todo con
opulencia y largueza.
Todos
los afanes anticipados de la Perjuicia eran para tener libre el día siguiente,
a fin de fabricar, en compañía de Cleto Villa, y de algunos chicos, el pesebre
del Tullido. Desde niña había sido una de las más asiduas a estas deliciosas
faenas, en las que tomaban parte, especialmente para acarrear los materiales,
casi todos los muchachos de la escuela, razón por la cual el tal pesebre era clásico
en el pueblo. Perjuicia no dejó ni un año de ayudar en la empresa, a pesar de
sus obligaciones de señora de casa y de madre de familia.
Ella
y Cleto se proponían aquel año hacer una maravilla; y no sólo por sentimiento
de piedad y por diversión, sino porque ambos a dos habían mandado la novena al
Niño, para que le quitara al Tullido “las ideas”.
Desde
las siete de la noche, la casa del Tullido era un hervidero con la gente que
entraba y que salía.
¡Nunca
en el pueblo se vio prodigio como aquél! Ocupa todo el testero de los santos.
La puerta del cuarto de señá Vicenta quedó casi cegada, con sólo una
abertura por donde la viejecita podía pasar de lado raspándose y magullándose.
Hasta el vértice de aquella pajiza techumbre llegan las guaduas que se cruzan
en arcos ojivales; más abajo se entrelazan los chusques, formando tupida,
erizada bóveda de verdura; cuelgan de las vigas racimos dorados de plátano
guineo, gajos descomunales y artificiosos de naranjas y enormes ramos de espigas
rojas de cardo y de flor de uvito; ringleras de palomas de cuerpo de cera negra
y de cola y alas de papel plegado en forma de abanico medio abierto, se mecen al
extremo de hebras sutiles; la naranjuela, ese recurso decorativo de tierra fría,
se columpia en gargantillas desde las vigas, pende en festones por las paredes,
se apiña en mazorcas sobre la tabla de los santos, y en todas partes alegra con
su púrpura y su tersura metálica; decora el nicho de mi padre San Roque
grandioso arco de género blanco, abullonado en bombas regulares, separadas por
lazadas de madejas de lana de los colores más escandalosos; la Virgen de
Valvanera, la de la Cueva, todos los santos, quedan sepultados bajo el tapiz
espeso de colchón de pobre y colchón de rico, y sobre él resalta ostentoso un
zodíaco de amarillas flores de muerto. Bajo este solio, un terruño antioqueño
de asperezas, de escarpas prodigiosas. En la cumbre de un picacho se yergue,
cual si fuera la apoteosis de nuestra democracia, una negra gigantesca de cera
con tamaña batea de buñuelos en la cabeza.
Burlase
con olímpica sonrisa de una ciudad liliputiense que le queda al frente, en el
borde de vertiginoso precipicio: es Belén de Judá. Sus magníficos palacios de
cartón recortado, sus grandiosas basílicas de tabla de pino se le antojan
monumentos levantados al monstruo de la tiranía y al mito tenebroso del
fanatismo. Por las gargantas, por los desfiladeros, por las hondonadas se
apelmaza el capote color de rosa, el de verdor pálido; los líquenes blancos
que semejan esponjas, los mechones de musgo oscuro y afelpado, la oreja y la
barba de palo. Plumajes de guacamaya y de cardenal, de toche y de gallos de
monte alfombran los ribazos y se tornasolan en las pendientes. En la base
frontal de la obra de Cleto Villa y de Perjuicia se entretejen helechos, cardos,
parásitas y todos los prodigios de nuestras selvas. En el centro, el
santasantorum: un sudadero de junco por techumbre; por columnas, dos copos
forrados en el mismo papel que tapiza la sala de Don Juan; a lado y lado, como
guardianes del recinto, sendos reyes de espadas recortados primorosamente por la
fina tijera de Perjuicia; detrás de ellos, dos caracoles marinos, ornato de las
mesas de misia Nicolasa; un pañuelo de seda verde vela el misterio. En
candeleros de barro dispersos acá y allá; en alcayatas clavadas a las paredes,
en tres arañones de palo que cuelgan de las vigas, arde como una gloria todo el
sebo que labró Encarnación.
Todo
era allí alegría y bullicio. Sólo El Tullido permanecía indiferente en esta
función que él mismo había motivado. Recostado en su camilla, que ostentaba
las galas de renovación, estrechaba en sus brazos, en místico silencio a su
Dimitas.
Los
pesebristas, entre tanto, se hallaban en mil apuros y secreteos. Consultada la
señá Vicenta, les dijo: “No tienen pa qué: él no lo afloja. Si no
consiguen otro, se pierde este pesebre tan precioso. Ni se lo propongan porque
se enfada”.
Esto
que tal oye la Perjuicia, llama a Cleto Villa “a palabra y perdón”, y salen
ambos muy apurados calle arriba. ¿Conseguir niño en noche como aquélla? ¡Un
milagro! Y aquí de los recursos de Perjuicia. La que inventó el mataculín en
redondo y el botadito, mal podría desmentirse en esta circunstancia suprema.
Fuese a su despensa, hizo bajar una de las turegas de maíz que colgaban de una
viga, y luego, con la mejor mazorca y algunos trapajos viejos, formó un muñeco:
cátate a Dimitas. Llegóse a poco al lugar del conflicto, sentóse junto a la
camilla y principió a hacerle mil carantoñas y zalamerías a su Maestro.
Cuando menos lo pensó Cleto Villa, Perjuicia le metía por debajo de la ruana
al Dimitas verdadero, en tanto que, volviéndose al Tullido, le decía con mucho
cariño:
–No
vaya a destapar a Dimitas, que puede darle ceguera con tanto velerío.
–Aquí
lo tengo empuñao en el rincón –murmuró el pobre loco con transporte,
estrechando la mazorca.
A
poco principiaron la novena.
Mucho
hubiera gozado el Maestro con la leyenda de Perjuicia: aquel tono gemebundo y
atragantado, las voces disparatadas, el irrespeto a los signos de puntuación,
hacían de aquella novena, leída con tanto fervor, una de esas plegarias que
suben al cielo “en olor de suavidad”.
¿Le
concedería Dios lo que pedía? Tal vez sí: cuando, al acabar una jornada, hizo
pausa, oyó, y lo oyeron todos, que El Tullido roncaba: dormía tan poco últimamente,
que esto le auguraba mucho bueno a la peticionaria.
A
poco de haber terminado la novena, declaró Cleto que iban a ser las doce –las
doce de aquella noche en que florece en la tierra la yerbabuena y se postra la
Virgen de rodillas en el cielo–, y todos se prosternaron a rezar el Gloria in
excelsis Deo, leído por Perjuicia en el Eucologio Romano; luego, por medio de
una jaculatoria que allí mismo improvisó, formuló ella su petición, y todos
guardaron silencio para hacerla.
Aún
no se han levantado los fieles, cuando el velo verde se descorre, y el Niño Jesús,
en traje episcopal, con el mundo en la diestra y un platico de natilla en la
siniestra, aparece, esplendente, glorioso, sobre el disco inflamado del sol.
Edison del grande invento fue Cleto Villa: un papel engrasado y detrás una
candileja.
Hubo
un paréntesis de jolgorio admirativo; siguió luego el rosario, y lentamente
fueron retirándose los concurrentes.
Sólo
han quedado los Perjuicios, Cleto Villa y uno que otro admirador. Apagada la
luminaria, se acerca Perjuicia al Tullido y le dice con ese tono infantil y
chancero con que trataba a todos los pobres y desgraciados: –Ole, Tullidito,
¿quiere que comamos nochebuena?
–No
lo molestés –le dice su marido–, déjalo dormir en sana paz.
Sentáronse
todos a desacalorarse para la salida, y El Tullido, con el habla tartajosa,
medio borrada, de los dormidos, murmuró: “Ven, mi Niño amado. Ven, no tardes
tanto”.
–“...¡cito!
–exclama la señá Vicenta– le está rezando a su Dimitas...”.
A
la madrugada siguiente, cuando la anciana fue a llevarle el desayuno, lo encontró
muerto, abrazado a la mazorca.
Tomás
Carrasquilla Naranjo – Colombia