LA MATA
Vivía
sola, completamente sola, en un cuarto estrecho y sombrío de cabo de barrio.
Sus nexos sociales no pasaban de la compra, no siempre cotidiana, de pan y
combustible, en algún ventorrillo
cercano; del trato con su escasa clientela, y de sus entrevistas con el terrible
dueño del tugurio. Este hombre implacable la amenazaba con arrojarla a la
calle, cada vez que le faltase un ochavo siquiera del semanal arrendamiento. Y,
como pocas veces completaba la suma, vivía pendiente de la amenaza.
Después
de ensayar con varios oficios, vino a parar en planchadora de parroquianos
pobres; que para ricos no
alcanzaban sus habilidades. Faltábale trabajo con frecuencia, y entonces eran
los ayunos al traspaso. El hambre, con todo, no pudo lanzarla a la mendicidad.
Era
uno de esos seres a quienes la rueda de la vida va empujando al rodadero, sin
alcanzar a despeñarlos. Más que vieja, estaba maltrecha, averiada por la
miseria y las borrascas juveniles. De aquella hermosura soberana, que vio a sus
plantas tantos adoradores, no le quedaba ni un celaje. De sus haberes y preseas
de los tiempos prósperos, sólo guardaba el recuerdo doloroso. De aquel
naufragio no había salvado más que el cargamento de los desengaños.
Su
historia, la de tantas infelices: de cualquier suburbio vino, desde niña, a
servir a la ciudad; pronto se abrió al sol de la mañana aquella rosa
incomparable, y... lo de siempre.
¡Pobre
flor!
Dos
hijos tuvo y fueron su tormento. El varón huyó de ella y se fue lejos, no bien
se sintió hombrecito. Su hija, un ángel del cielo, la recogió el padre, a los
primeros balbuceos, donde nunca supiese de su madre.
Ni
un amigo ni una compañera le quedaban en su ocaso, a ella que los tuvo sin
cuento en su cenit; ni una palabra de conmiseración a ella que oyera tantas
lisonjas. Y, las pocas veces que imploró un socorro, de algún bolsillo en
otros tiempos suyo, no obtuvo ni siquiera una respuesta. El desprecio de los
unos, el desconocimiento de los otros, caían sobre ella como la piedra mosaica
sobre la hebrea infiel. La pobre mariposa, ya ciega, sin esmaltes ni tornasoles,
se recogió, en su espanto, para morir entre el polvo abrigado de la gruta.
En
su anonadamiento no pensaba en el cielo ni en la tierra; no pensaba en nada que
pudiera redimirla. ¡Qué iba a
pensar la infeliz! Sólo sentía el hambre de la bestia que ya no puede buscarse
el alimento; sólo el frío del ave enferma que no encuentra el nido.
El
hambre material... ¡muy horrible, muy espantosa! Pero esta otra del corazón;
esta necesidad de un ser a quién amar, con quién compartir la negra
existencia; esta soledad de la vejez, no podía, no era capaz de arrostrarla.
Consiguió
un gato, un gato muy hermoso. Pero los gatos, lo mismo que el amigo, huyen
de las casas donde el hogar no arde. Dos veces tuvo loro, y uno y otro
murieron de inanición.
Su
desgracia les alcanza hasta a los pobres animales. Si ella consiguiera una compañera
que no comiese... pero, ¿cuándo?
Un
día, al pasar por la calleja un carro con enseres de una familia en mudanza,
cayó junto a su puerta un tiesto con una planta. Como se hiciera trizas, lo
dejaron allí abandonado. Tomó ella la raíz, sembróla en un cacharro
desfondado y lo puso en un rincón, junto a la entrada.
Antes
de un año era una planta que llamaba la atención de los transeúntes. Regarla,
quitarle las hojas secas, ponerle abono, era su dicha; una dicha muy grande y
muy extraña. Tan extraña, que siempre recordaba a su hijita, las pocas veces
que pudo peinarla y componerla.
Le
propusieron comprársela a muy buen precio. ¿Vender ella su mata? ¡Si le parecía
que era persona como ella; que era algo suyo; que la acompañaba; que sabía lo que
pensaba! su cuchitril no se le hacía ya tan triste ni tan feo. Y la pobre,
autosugestionada por esta idea, ya ponía algún esmero en el aseo y arreglo del
cuartucho.
La
planta iba creciendo a la sombra, como si Dios la bendijese. Y Dios la bendecía,
porque consolaba a un alma triste. Una día llegó un
brazo hasta el dintel, otro levantó un renuevo, otro
se curvó en arco. Su dueña entonces, clavó dos varas, amarró el
tallo, y la guirnalda de brillante follaje y de campánulas purpúreas se fue
extendiendo, pomposa y exuberante, hasta formar un dombo. Las gentes se paraban
a contemplar tanta gentileza y galanura. La pobre mujer, menos cohibida, mandaba
entrar a los curiosos para que viesen todo aquello.
Hasta
una señora muy lujosa entró un día.
Su
mata la iba volviendo al trato con las gentes; le iba dando nombre. Ya no se
sentía tan despreciada ni tan abatida. Como ya podían verla los extraños, no
era tan descuidada en su vestido, y sacudía las paredes y aderezaba sus pobres
trebejos con el primor que en la miseria quepa. Día por día iba aumentando el
aseo. Tanta limpieza le atrajo más clientela y se hizo célebre en el barrio.
El cuarto de María Engracia se citaba como una tacita de plata.
Una
mañana entraron dos señoras a contemplar la mata. Admiradas del aspecto de
aquella vivienda mísera, que la pulcritud hacía agradable, se deshicieron en
elogios. Esa noche hizo lo que no hiciera desde sus tiempos de servicio: rezó a
la Virgen el rosario entero. Otro día sacó de un baúl, donde se apolillaba en
el olvido, un cuadrito de la Dolorosa. Colgólo sobre su cabecera y le puso un
ramo, el primero que cogía de la mata. Un domingo fue a misa de alba.
Aquel
espíritu, que parecía muerto, resucitaba. Tal lo entendía ella. Todo era un
milagro, un milagro que le hacía nuestro Padre Jesús de Monserrate, por medio
de la mata. Sí: Él era.
Recordó,
entonces, que un domingo, en sus tiempos tormentosos, al bajar del cerro con
otras compañeras, le había dejado una tarjeta, en la última estación.
Recordaba todo, punto por punto; su amiga Ana, que era muy instruida y muy
tremenda, tomo un lápiz y puso al pie del nombre de este modo: “Acuérdate de
mí, que soy una triste pecadora”. Y todo esto, que tenía olvidado por
completo, ¿por qué lo recordaba ahora, como si lo estuviese presenciando?
Pues, por milagro...
Al
sábado siguiente se postraba ante un confesor. No fue poco el pasmo de los
vecinos cuando la vieron arrodillada en el comulgatorio para recibir la Santa
Forma. De ahí adelante llevó vida piadosa interior y exteriormente. La mata, más
lozana y florida cada día, llegó a ser para ella un ser sobrenatural, enviado
por Jesús de Monserrate para su enmienda y tutela.
Entre
tanto se iba sintiendo muy enferma y quebrantada. Le daban palpitaciones con
frecuencia; con frecuencia se le iba el mundo, y más de un vértigo la
desvaneció en la iglesia. Presentía su fin muy próximo pero sin pena: antes
bien con una dulce serenidad. ¡Si ella pudiera trasplantar su mata sobre su
sepultura!
Un
día llegó furioso el dueño del cuartucho. Sólo a una malvada como ella se le
ocurría poner ese matorral, para tumbar el cuarto con la humedad. Si no sacaba
al punto aquella ociosidad la echaba a la calle con todo y sus corotos.
Ella
se pone a llorar, sin que piense ni en tocar la mata. Por la tarde torna el
hombre y arremete a bastonazos contra cacharro, flores y follaje. Tira todo a la
calle y hace sacar los muebles enseguida. María Engracia se desploma, presa de
un síncope. De allí la llevan para el hospital. En sus delirios ve su mata
frente a su cama, como el arco de triunfo para entrar al paraíso. Y al amanecer
de un domingo, cae para simpre en la red infinita de la Misericordia.
Tomás Carraquilla Naranjo – Colombia