SAN ANTOÑITO
Aguedita
Paz era una criatura entregada a Dios y a su santo servicio. Monja fracasada por
estar ya pasadita de edad cuando le vinieron los hervores monásticos, quiso
hacer de su casa un simulacro de convento, en el sentido decorativo de la
palabra; de su vida algo como un apostolado, y toda, toda ella se dio a los
asuntos de iglesia y sacristía, a la conquista de almas a la mayor honra y
gloria de Dios, mucho aconsejar a quien lo hubiese o no-menester, ya que no
tanto a eso de socorrer pobres y visitar enfermos.
De
su casita para la iglesia y de la iglesia para su casita se le iban un día, y
otro y otro, entre gestiones y santas intriguillas de fábrica, componendas de
altares, remontas y zurcidos de la indumentaria eclesiástica, “toilette” de
santos, barrer y exornar todo paraje que se relacionase con el culto.
En
tales devaneos y campañas llegó a engranarse en íntimas relaciones y compañerismo
con Damiancito Rada, mocosuelo muy pobre, muy devoto, y monaguillo mayor en
procesiones y ceremonias, en quien vino a cifrar la buena señora un cariño
tierno a la vez que extravagante, harto raro por cierto en gentes célibes y
devotas. Damiancito era su brazo derecho y su paño de lágrimas: él la ayudaba
en barridos y sacudidas, en el lavatorio y lustre de candelabros e incensarios;
él se pintaba solo para manejar albas y doblar corporales y demás trapos eucarísticos;
a su cargo estaba el acarreo de flores, musgos y forrajes para el altar, y era
primer ayudante y asesor en los grandes días de repicar recio, cuando se derretía
por esos altares mucha cera y esperma, y se colgaban por esos muros y palamentas
tantas coronas de flores, tantísimos paramentones de colorines.
Sobre
tan buenas partes era Damiancito sumamente rezandero y edificante, comulgador
insigne, aplicado como él solo dentro y fuera de la escuela, de carácter
sumiso, dulzarrón y recatado, enemigo de los juegos estruendosos de la
chiquillería, y muy dado a enfrascarse en “La Monja Santa”, “Práctica de
Amor a Jesucristo” y en otros libros no menos piadosos y embelecadores.
Prendas
tan peregrinas como edificantes fueron poderosas a que Aguedita, merced a sus
videncias e inspiraciones, llegase a adivinar en Damián Rada no un curita de
misa y olla, sino un doctor de la Iglesia, mitrado cuando menos, que en tiempos
no muy lejanos había de refulgir cual astro de sabiduría y santidad, para
honra y glorificación de Dios.
Lo
malo de la cosa era la pobreza e infelicidad de los padres del predestinado
y la no mucha abundancia de su protectora. Mas no era ella para renunciar
a tan sublimes ideales: esa miseria era la red con que el Patas quería estorbar
el vuelo de aquella alma que había de remontarse serena, serena como una
palomita, hasta su Dios. ¡Pues no! ¡No lograría el Patas sus intentos! Y
discurriendo, discurriendo, cómo rompería la diabólica maraña, diose a
adiestrar a Damiancito en tejidos
de red y “crochet”; y tan inteligente resultó el discípulo, que al cabo de
pocos meses puso en cantarilla un ropón con muchas ramazones y arabescos que
eran un primor, labrado por las delicadas manos de Damián.
Catorce
pesos, billete sobre billete, resultaron de la invención.
Tras
ésta vino otra, y luego la tercera, las cuales le produjeron obra de tres cóndores.
Tales ganancias abriéronle a Aguedita tamaña agalla. Fuese al cura y le pidió
permiso para hacer un bazar a beneficio de Damián. Concedióselo el párroco, y
armada de tal concesión y de su mucha elocuencia y seducciones, encontró apoyo
en todo el señorío del pueblo. El éxito fue un sueño que casi trastornó a
la buena señora, con ser que era muy cuerda: ¡sesenta y tres pesos!
El
prestigio de tal dineral; la fama de las virtudes de Damián, que ya por ese
entonces llenaba los ámbitos de la parroquia; la fealdad casi ascética y
decididamente eclesiástica del beneficiado formáronle aureola, especialmente
entre el mujerío y gentes piadosas. “El curita de Aguedita” llamábalo todo
el mundo, y en mucho tiempo no se habló de otra cosa que de sus virtudes,
austeridades y penitencias. El curita ayunaba témporas y cuaresmas antes que su
Santa Madre Iglesia se lo ordenase, pues apenas entraba por los quince; y no así,
atracándose con el mediodía y comiendo a cada rato como se estila hogaño,
sino con una frugalidad eminentemente franciscana; y se dieron veces en que el
ayuno fuera al traspaso cerrado. El curita de Aguedita se iba por esas mangas en
busca de las soledades, para hablar con su Dios y echarle unos párrafos de
“Imitación de Cristo”, obra
que a estas andanzas y aislamientos siempre llevaba consigo.
Unas leñadoras contaban haberle visto metido entre una barranca,
arrodillado y compungido, dándose golpes de pecho con una mano de moler. Quién
aseguraba que en un paraje muy remoto y umbrío había hecho una cruz
de sauce y que en ella se crucificaba horas enteras a cuero pelado; y
nadie lo dudaba, pues Damián volvía siempre ojeroso, macilento, de los éxtasis
y crucifixiones. En fin, que Damiancito vino a ser el santo de la parroquia, el
pararrayos que libraba a tanta gente mala de las cóleras divinas. A las señoras
limosneras se les hizo preciso que su óbolo pasara por las manos de Damián, y
todas a una le pedían que las
metiese en parte en sus santas oraciones. Y como el perfume de las virtudes y el olor de santidad siempre tuvieron tanta magia, Damián,
con ser un bicho raquítico, arrugado y enteco, aviejado y paliducho de rostro,
muy rodillijunto y patiabierto, muy contraído de pecho y maletón, con una
figurilla que más parecía de feto que de muchacho, resultó hasta bonito e
interesante. Ya no fue curita: fue “San Antoñito”. San Antoñito le
nombraban y por San Antoñito entendía. “¡Tan queridito!” decían las señoras
cuando lo veían salir de la iglesia, con su paso tan menudito, sus codos tan
remendados, su par de parches en las posas, pero tan aseadito y decoroso. “¡Tan
bello ese modo de rezar con sus ojos cerrados! ¡La unción de esa criatura es
una cosa que edifica! Esa sonrisa de humildad y mansedumbre. ¡Si hasta en el
caminado se le ve la santidad!”.
Una
vez adquiridos los dineros no se durmió Aguedita en las pajas. Avistóse con
los padres del muchacho, arreglóle el ajuar; comulgó con él
en una misa que habían mandado a la Santísima Trinidad para el buen éxito
de la empresa; dióle los últimos perfiles y consejos, y una mañana muy fría
de enero viose salir a San Antoñito de panceburro nuevo, caballero en la mulita
vieja de señó Arciniegas, casi perdido entre los zamarros del Mayordomo de Fábrica,
escoltado por un rescatante que le llevaba la maleta y a quien venía
consignado. Aguedita, muy emparentada con varias señoras acaudaladas de Medellín,
había gestionado de antemano a fin de recomendar a su protegido; así fue que
cuando éste llegó a la casa de asistencia y hospedaje de las señoras del
Pino, halló campo abierto y viento favorable.
La
seducción del santo influyó al punto, y las señoras del Pino, doña Pacha y
Fulgencita, quedaron luego a cuál más pagada de su recomendado, El maestro
Arenas, el sastre del Seminario, fue llamado inmediatamente para que le tomase
las medidas al presunto seminarista y le
hiciese una sotana y un manteo a todo esmero y baratura, y un terno de lanilla
carmelita para las grandes ocasiones y trasiegos callejeros. Ellas le
consiguieron la banda, el tricornio y los zapatos; y doña Pacha se apersonó en
el Seminario para recomendar ante el Rector a Damián. Pero, ¡oh desgracia! No
pudo conseguir la beca: todas estaban comprometidas y sobraba la mar de
candidatos. No por eso amilanóse doña Pacha: a su vuelta del Seminario entró
a la Catedral e imploró los auxilios del Espíritu Santo para que la iluminase
en conflicto semejante. Y la iluminó.
Fue el caso que se le ocurrió avistarse con doña Rebeca Hinestrosa de Gardeazábal,
dama viuda, riquísima y piadosa, a quien pintó la necesidad y de quien recabó
almuerzo y comida para el santico. Felicísima, radiante, voló doña Pacha a su
casa, y en un dos por tres habilitó de celdilla para el seminarista un
cuartucho de trebejos que había por allá junto a la puerta falsa;
y aunque pobres, se propuso darle ropa limpia, alumbrado, merienda y
desayuno.
Juan
de Dios Barco, uno de los huéspedes, el más mimado de las señoras por su
acendrado cristianismo, as en el Apostolado de la Oración y malilla en los
asuntos de San Vicente, regalóle al muchacho algo de su ropa en muy buen estado
y un par de botines que le vinieron holgadillos y un tanto sacados y movedizos
de jarrete. Juancho le consiguió con mucha rebaja los textos y útiles en la
Librería Católica y cátame a Periquito hecho fraile.
No
habían transcurrido tres meses y ya Damiancito era dueño del corazón de sus
patronas y propietario en el de los pupilos y en el de cuanto huésped arrimaba
a aquella casa de asistencia tan popular en Medellín. Eso era un contagio.
Lo
que más encantaba a las señoras era aquella parejura de genio; aquella
sonrisa, mueca celeste, que ni aun en el sueño despintaba a Damiancito; aquella
cosa allá, indefinible, de ángel raquítico y enfermizo, que hasta a esos
dientes podridos y disparejos daba un destello de algo ebúrneo, nacarino; aquel
filtrarse la luz del alma por los ojos, por los poros de ese muchacho tan feo al
par que tan hermoso. A tanto alcanzó el hombre, que a las señoras se les hizo
un ser necesario. Gradualmente, merced a instancias que a las patronas les
brotaban desde la fibra más cariñosa del alma, Damiancito se fue quedando, ya
a almorzar, ya a comer en casa; y llegó día en que se le envió recado a la señora
de Gardeazábal que ellas se quedaban definitivamente con el encanto.
–Lo
que más me pela del muchachito –decía doña Pacha–,
es
ese poco metimiento, esa moderación con nosotras y con los mayores. ¿No te has
fijado, Fulgencia, que si no le hablamos él no es capaz de dirigirnos la
palabra por su cuenta?
–¡No
digás eso, Pacha! ¡ Esa aplicación d’ese niño! ¡Y ese juicio que parece
de viejo! ¡Y esa vocación para el sacerdocio! ¡Y esa modestia: ni siquiera
por curiosidad ha alzado a ver a Candelaria!
Era
la tal una muchacha criada por las señoras en mucho recato, señorío y temor
de Dios. Sin sacarla de su esfera y condición mimábanla cual a propia hija; y
como no era mal parecida y en casas como aquélla nunca faltan asechanzas, las
señoras, si bien miraban a la chica como
un vergel cerrado, no la perdían de vista ni un instante.
Informada
doña Pacha de las habilidades del pupilo como franjista y tejedor púsolo a la
obra, y pronto varias señoras ricas y encopetadas le encargaron antimacasares y
cubiertas de muebles. Corrida la noticia por las “réclames” de Fulgencia se
le pidió un cubrecama para una novia... ¡Oh! ¡En aquello sí vieron las señoras
los dedos un ángel! Sobre aquella
red sutil e inmaculada, cual telaraña de la gloria, albeaban con sus pétalos
ideales manojos de azucenas, y volaban como almas de vírgenes unas mariposas
aseñoradas, de una gravedad coqueta y desconocida. No tuvo que intervenir la
lavandera: de los dedos milagrosos salió aquel ampo de pureza a velar el lecho
de la desposada.
Del
importe del cubrecama sacóle Juancho un flux de muy buen paño, un calzado
hecho sobre medidas y un tirolés de profunda hendidura y ala muy graciosa.
Entusiasmada doña Fulgencia con tantísima percha hízole de un retal de blusa
mujeril que le quedaba en bandera una corbata de moño, a la que, por sugestión
acaso, imprimió la figura arrobadora de las mariposas supradichas. Etéreo como
una revelación de los mundos celestiales quedó Damiancito con los atavíos; y
cual si ellos influyesen en los
vuelos de su espíritu sacerdotal, iba creciendo al par que en majeza y galanura
en las sapiencias y reconditeces de la latinidad. Agachado en su mesita
cojitranca vertía del latín al romance y del romance al latín, ahora a
Cornelio Nepote y tal cual miaja de Cicerón, ahora a San Juan de la Cruz, cuya
serenidad hispánica remansaba en unos hiperbatones dignos de Horacio Flaco.
Probablemente Damianciato sería con el tiempo un Caro número dos.
La
cabecera de su casta camita era un puro pegote de cromos y medallas, de
registros y estampitas, a cuál más
religioso. Allí Nuestra Señora del Perpetuo, con su rostro flacucho tan
parecido al del seminarista; allí Martín de Porres, que armado de su escoba
representa la negrería del Cielo; allí Bernardette, de rodillas ante la blanca
aparición; allí copones entre nubes, ramos de uvas y gavillas de espigas, y el
escapulario del Sagrado Corazón, de alto relieve, destacaba sus chorrerones de
sangre sobre el blanco disco de franela.
Doña
Pacha, a vueltas de sus entusiasmos con las virtudes y angelismo del curita, y
en fuerza acaso de su misma religiosidad, estuvo a pique de caer en un cisma:
muchísimo admiraba a los sacerdotes, y sobre todo al Rector del Seminario; pero
no le pasaba ni envuelto en ostias eso de que no se le diese beca a un ser como
Damián, a ese pobrecito desheredado de los bienes terrenos, tan millonario en
las riquezas eternas. El Rector sabría mucho;
tanto, sino más que el Obispo; pero ni él ni su Ilustrísima le habían
estudiado, ni mucho menos comprendido. ¡Claro! De haberlo hecho, desbecaran al
más pintado a trueque de colocar a Damiancito. La iglesia antioqueña iba a
tener un San Tomasito de Aquino, si acaso Damián no se moría, porque el
muchacho no parecía cosa para este mundo.
Mientras
que doña Pacha fantaseaba sobre las excelsitudes morales de Damián, Fulgencita
se daba a mimarle el cuerpo endeble que aprisionaba aquella alma apenas
comparable al cubrecama consabido. Chocolate sin harina de lo más concentrado y
espumoso; aquel chocolate con que las hermanas se regodeaban en sus horas de
sibaritismo, le era servido en una jícara tamaña como esquilón. Lo más
selecto de los comistrajes, las grosuras domingueras con que regalaban a sus
comensales iban a dar en raciones frailescas a la tripa del seminarista, que
gradualmente se iba anchando, anchando. Y para aquella cama que antes fuera dura
tarima de costurero, hubo blandicies por colchones y almohadas, y almidonadas
blancuras semanales por sábanas y fundas, y flojedades cariñosas por la colcha
grabada, de candideces blandas y flecos desmadejados y acariciadores. La madre más
tierna no repasa ni revisa los indumentos interiores de su unigénito cual lo
hiciera Fulgencita con aquellas camisas, con aquellas medias y con aquella otra
pieza que no pueden nombrar las “misses”. Y aunque la señora era un tanto
asquienta y poco amiga de entenderse con ropas ajenas, fuesen limpias o sucias,
no le pasó ni remotamente al manejar los trapitos del seminarista ni un ápice
de repugnancia. ¡Qué le iba a pasar! ¡Si antes se le antojaba, al manejarlas,
que sentía el olor de pureza que deben exhalar los suaves plumones de los ángeles!
Famosa dobladora de tabacos, hacía unos largos y aseñorados que eran para que
Damiancito los fumase a solas en sus breves instantes de vagar.
Doña
Pacha, en su misma adhesión al santico, se alarmaba a menudo con los mimos y
ajonjeos de Fulgencia, pareciéndole un tanto sensuales y antiascéticos tales
refinamientos y tabaqueos. Pero su hermana le replicaba, sosteniéndole que un
niño tan estudioso y consagrado necesitaba muy buen alimento; que sin salud no
podía haber sacerdotes, y que a alma tan sana no podían malearla las
insignificancias de unos cuatro bocados más sabrosos que la bazofia ordinaria y
cotidiana, ni mucho menos el humo de un cigarro;
y que así como esa alma se alimentaba de las dulzuras celestiales, también
el pobre cuerpo que la envolvía podía gustar algo dulce y sabroso, máxime
cuando Damiancito le ofrecía a Dios todos sus goces puros e inocentes.
Después
del rosario con misterios en que Damián hacía el coro, todo él ojicerrado,
todo él recogido, todo extático, de hinojos sobre la áspera estera antioqueña
que cubría el suelo; después de este largo coloquio con el Señor y su Santa
Madre, cuando ya las patronas habían despachado sus quehaceres y ocupaciones de
prima noche, solía Damián leerles algún libro místico, del padre Fáber por
lo regular. Y aquella vocecilla gangosa que se resquebrajaba al salir por
aquella dentadura desportillada, daba el tono, el acento, el carácter místico
de oratoria sagrada. Leyendo “Belén”, el poema de la Santa Infancia, libro
en que Fáber puso su corazón, Damián ponía una cara, unos ojos, una mueca
que a Fulgencia se le antojaban transfiguración o cosa así. Más de una lágrima
se le saltó a la buena señora en esas leyendas.
Así
pasó el primer año, y, como era de esperarse, el resultado de los exámenes
fue estupendo; y tanto el desconsuelo de las señoras al pensar que Damiancito
iba a separárseles durante las vacaciones, que él mismo, motus propio,
determinó no irse a su pueblo y quedarse en la ciudad a fin de repasar los
cursos ya hechos y prepararse para los siguientes.
Y cumplió el programa con todos sus puntos y comas:
entre textos y encajes, entre redes y cuadernos, rezando a ratos,
meditando con frecuencia, pasó los asuetos; y sólo salía a la calle a las
diligencias y compras que a las señoras se les ocurrían, y tal cual vez
a paseos vespertinos a las afueras más solitarias de la ciudad, y eso
porque las señoras a ello le obligaban.
Pasó
el año siguiente; pero no pasó sin que antes se acrecentara más y más el
prestigio, la sabiduría, la virtud sublime de aquel santo precoz. No pasó
tampoco la inquina santa de doña Pacha al Rector del Seminario: que cada día
le sancochaba la injusticia y el espíritu de favoritismo que aun en los mismos
seminarios cundía e imperaba.
Como
a fines de ese año, a tiempo que los exámenes se terminaban, se les hubiese
ocurrido a los padres de Damián venir a visitarlo a Medellín, y como Aguedita
estuviera de viaje a los ejercicios de diciembre, concertaron las patronas,
previa licencia paterna, que tampoco en esta vez fuese Damián a pasar las
vacaciones a su pueblo. Tal resolución les vino a las señoras, no tanto por la
falta que Damián iba a hacerles, cuanto y más por la extremada pobreza, por la
miseria que revelaban aquellos viejecitos, un par de campesinos de lo más
sencillo e inocente, para quienes la manutención de su hijo iba a ser, sí bien
por pocos días, un gravamen harto pesado y agobiador. Damián, este ser
obediente y sometido, a todo dijo amén, con la mansedumbre de un cordero. Y sus
padres, después de bendecirle,
partieron llorando de reconocimiento a aquellas patronas tan bondadosas y a mi
Dios que les había dado aquel hijo.
¡Ellos,
unos pobrecitos montañeros, unos ñoes, unos muertos de hambre, taitas de un
curita! Ni podían creerlo. ¡Si su Divina Majestad fuese servida de dejarlos
vivir hasta verlo cantar misa o alzar con sus manos la Ostia, el Cuerpo y Sangre
de mi Señor Jesucristo! Muy pobrecitos eran, muy infelices; pero cuanto tenían:
la tierrita, la vaca, la media roza, las cuatro matas de la huerta, de todo
saldrían, si necesario fuera, a trueque de ver a Damiancito hecho cura. ¿Pues
y Aguedita? El cuajo se le ensanchaba de celeste regocijo, la glorificación de
Dios le rebullía por dentro al pensar en aquel sacerdote, casi hechura suya. Y
la parroquia misma, al sentirse patria de Damián, sentía ya vibrar por sus
aires el soplo de la gloria, el hálito de la santidad: sentíase la Padua
chiquita.
No
cedía doña Pacha en su idea de la beca. Con la tenacidad de las almas
bondadosas y fervientes buscaba y buscaba la ocasión; y la encontró. Ello fue
que un día, por allá en los julios siguientes, apareció por la casa, como
llovida del cielo y en calidad de huésped, doña Débora Cordobés, señora
briosa y espiritual, paisana y próxima parienta del Rector del Seminario. Saber
doña Pacha lo del parentesco y encargar a dona Débora de la intriga, todo fue
uno. Prestóse ella con entusiasmo, prometiéndole conseguir del Rector cuanto
pidiese. Ese mismo día solicitó por el teléfono una entrevista con su ilustre
allegado, y al Seminario fue a dar a la siguiente mañana.
Doña
Pacha se quedó atragantándose de Te Deums y Magníficats, hecha una acción de
gracias; corrió Fulgencita a arreglar la maleta y todos los bártulos del
curita, no sin chocolear un poquillo por la separación de este niño que era
como el respeto y la veneración de la casa. Pasaban horas, y doña Débora no
parecía. El que vino fue Damián, con sus libros bajo el brazo, siempre tan
parejo y tan sonreído.
Doña
Pacha quería sorprenderlo con la nueva, reservándosela para cuando todo
estuviera definitivamente arreglado, pero Fulgencita no pudo contenerse y le dio
algunas puntadas. Y era tal la ternura de esa alma, tanto su reconocimiento,
tanta su gratitud a las patronas, que, en medio de su dicha, Fulgencita le notó
cierta angustia, tal vez la pena de dejarlas. Como fuese a salir, quiso
detenerlo Fulgencita; pero no le fue dado al pobrecito quedarse, porque tenía
que ir a la Plaza del Mercado a llevar una carta a un arriero, una carta muy
interesante para Aguedita.
El
que sale, y doña Débora que entra. Viene inflamada por el calor y el
apresuramiento. En cuanto la sienten las del Pino se le abocan, la interrogan,
quieren sacarle de un tirón la gran noticia. Siéntase doña Débora en un diván
exclamando:
–¡Déjenme
descansar y les cuento!
Se
le acercan, la rodean, la asedian. No respiran. Medio repuesta un punto, dice la
mensajera:
–¡Mis
queridas! ¡Se las comió el santico! ¡Hablé con Ulpianito: hace más de dos años
que no ha vuelto al seminario!... ¡Ulpianito ni se acordaba de él!...
–¡Imposible!
¡Imposible! –exclaman a dúo las dos señoras.
–No
ha vuelto... ¡Ni un día! Ulpianito ha averiguado con el Vicerrector, con los
Pasantes, con los Profesores todos del Seminario. Ninguno lo ha visto. El
portero, cuando oyó las averiguaciones, contó que ese muchacho estaba
entregado a la vagamundería. Por ai dizque lo ha visto en malos pasos. Según
cuentas, hasta donde los protestantes dizque ha estado...
–¡Esa
es una equivocación, misia Débora! –prorrumpe Fulgencita con fuego.
–¡Eso
es para no darle la beca! –exclama doña Pacha sulfurada–. ¡Quién sabe en
qué enredo habrán metido a ese pobre angelito!...
–¡Sí,
–Pacha! –asevera Fulgencita–. A misia Débora la han engañado. Nosotras
somos testigos de los adelantos de ese niño; él mismo nos ha mostrado los
certificados de cada mes y las calificaciones de los certámenes.
–Pues
no entiendo, mis señoras, o Ulpiano me ha engañado... –dice doña Débora
ofuscada, casi vacilando.
Juan
de Dios Barco aparece.
–¡Oiga,
Juancho, por Dios! –exclama Fulgencita en cuanto le echa el ojo encima–.
Camine, oiga estas brujerías. ¡Cuéntele, misia Débora!
Resume
ella en tres palabras; protesta Juancho; se afirman las patronas; dase por
vencida doña Débora.
–¡Esta
no es conmigo!... –vocifera doña Pacha, corriendo
al
teléfono.
¡Tilín!...
¡Tilín!...
–¡Central!...
¡Rector del Seminario!...
¡Tilín!...
¡Tilín!...
Y
principian. No oye, no entiende; se enreda, se involucra, se tupe, da la bocina
a Juancho y escucha temblorosa. La sierpe que se le enrosca a Núñez de Arce le
pasa rumbando. Da las gracias Juancho, se despide, cuelga la bocina y aísla.
A
aquella cara anodina, agermanada, de zuavo de Cristo, se vuelve a las señoras;
y con aquella voz de inmutable simpleza dice:
–¡Nos
comió el se-Ob. el pen-de-je-te!
Se
derrumba Fulgencia sobre un asiento. Siente que se desmorona, que se deshiela
moralmente. No se asfixia porque la caldera estalla en un sollozo.
–¡No
llores, Fulgencia! –vocifera doña Pacha con voz enronquecida y temblona–.
¡Déjamelo estar!
Alzase
Fulgencia y ase a la hermana por los molledos.
–¡No
le vaya a decir nada, mi querida! ¡Pobrecito!
Rúmbala
doña Pacha de tremenda manotada.
–¡Que
no le diga! ¡Que no le diga! ¡Que venga aquí ese pasmao!... ¡Jesuíta! ¡Hipócrita!
–¡No,
por Dios, Pacha!...
–¡De
mí no se burla ni el Obispo! ¡Vagamundo! ¡Perdido! ¡Engañar a unas tristes
viejas! ¡Robarles el pan que podían haberle dado a un pobre que lo necesitara!
¡Ah, malvado! ¡Comulgador sacrílego! ¡Inventor de certificados y de certámenes!...
¡Hasta protestante será!
–¡Vea,
mi queridita! No le vaya a decir nada a ese pobre. Déjelo siquiera que
almuerce.
Y
cada lágrima le caía congelada por la arrugada mejilla.
Intervienen
doña Débora y Juancho. Suplican.
–¡Bueno!
–decide al fin doña Pacha, levantando el dedo–. ¡Jartálo de almuerzo
hasta que se reviente! Pero eso sí: ¡chocolate del de nosotras sí no le das a
ese sinvergüenza! ¡Que beba aguadulce o que se largue sin sobremesa!
Y
erguida, agrandada por la indignación, corre a servir el almuerzo.
Fulgencita
alza a mirar, como implorando auxilio, la imagen de San José, su santo
predilecto.
A
poco llega el santico, más humilde, con su sonrisilla seráfica un poquito más
acentuada.
–Camine
a almorzar, Damiancito... –le dice doña Fulgencia, como en un trémolo de
terneza y amargura.
Sentóse
la criatura y de todo comió con mastiqueo nervioso, y no alzó a mirar a
Fulgencita ni aun cuando ésta le sirvió la inusitada taza de agua de panela.
Con
el último trago le ofrece doña Fulgencia un manojo de tabacos, como lo hacía
con frecuencia. Recíbelos San Antoñito, enciende y vase a su cuarto.
Doña
Pacha, terminada la faena del almuerzo, fue a buscar al protestante. Entra a la
pieza y no lo encuentra; ni la maleta, ni el tendido de la cama.
Por
la noche llaman a Candelaria al rezo y no responde; búscala y no parece; corren
a su cuarto, hallan abierto y vacío el baúl... Todo lo entienden.
A
la mañana siguiente, cuando Fulgencita arreglaba el cuarto del malvado, encontró
una alpargata inmunda de las que él usaba; y al recogerla cayó de sus ojos,
como el perdón divino sobre el crimen, una lágrima nítida, diáfana, entrañable.
Tomás
Carrasquilla Naranjo - Colombia