NO ME TRAIGAS FLORES NUNCA MÁS
El
anciano cuidador de un pacífico y solitario cementerio recibía todos los meses
un cheque de una mujer, una inválida de un hospital ubicado en la ciudad
cercana. El cheque estaba destinado a comprar flores para la tumba de su hijo,
que había muerto en un accidente de automóvil un par de años atrás.
Un
día, un auto entró en el cementerio y se detuvo frente al edificio de la
administración cubierto de hiedra donde estaba el cuidador. Un hombre lo conducía.
En el asiento trasero había una dama anciana, pálida como la muerte, con los
ojos a medio cerrar.
-La
señora está demasiado enferma para caminar-le dijo el chofer al cuidador-.
¿Le
molestaría venir con nosotros a la tumba de su hijo? Tiene un favor que
pedirle. Vea, se está muriendo y me ha pedido, por ser un viejo amigo de la
familia, que la traiga aquí para echar una última mirada a la tumba de su
hijo.
-¿Es
la señora Wilson?-preguntó el cuidador.
El
hombre asintió.
-Sí,
sé quién es. Es la que me envía un cheque todos los meses para ponerle flores
a la tumba de su hijo. -El cuidador siguió al hombre al auto y se sentó junto
a la mujer. Era frágil y evidentemente estaba muy cerca de la muerte. Pero había
algo más en su rostro, advirtió el cuidador: unos ojos oscuros y tristes que
ocultaban alguna herida profunda y perdurable.
-Soy
la señora Wilson- susurró-. Todos los meses de los últimos dos años...
-Sí,
lo sé. Me he ocupado de eso, como me pidió.
-He
venido aquí hoy-prosiguió- porque los médicos me dicen que sólo me quedan
unas semanas de vida. Pero antes de morir, quería venir a echar una última
mirada y arreglar con usted para que siga poniendo flores en la tumba de mi
hijo.
Se
la veía extenuada; el esfuerzo de hablar agotaba sus fuerzas. El auto se abrió
paso por una estrecha senda de granza hacia la tumba. Cuando llegaron a ella, la
mujer, con lo que parecía ser un esfuerzo enorme, se levantó ligeramente y miró
por la ventanilla hacia la lápida de su hijo. No hubo ningún ruido durante los
momentos que siguieron: sólo el piar de los pájaros en los altos árboles añosos
diseminados entre las tumbas.
Por
fin, el cuidador habló.
-Sabe,
señora, siempre lamenté que siguiera enviando dinero para las flores.
Al
principio la mujer pareció no haber oído. Luego, lentamente se volvió hacia
él.
-¿Lamentó?
-susurró-. ¿Se
da cuenta de lo que está diciendo? Mi
hijo...
-Sí,
lo sé -repuso, él cariñosamente-. Pero ¿sabe?. Pertenezco a una parroquia que
todos los días visita hospitales, asilos, prisiones. Allí vive gente que
necesita alegría y la mayoría de ellos aman las flores, pueden verlas y
olerlas. Esa tumba... -dijo-, la que está ahí... No hay nadie vivo, nadie que
vea y huela la belleza de las flores... -Apartó la mirada mientras su voz se
apagaba.
La
mujer no respondió, sólo se quedó mirando la tumba de su hijo. Después de un
tiempo que parecieron horas, levantó la mano y el hombre los llevó de nuevo
hacia la oficina del cuidador. Él se apeó y sin una palabra se alejaron.
"¿La ofendí?-pensó-. No debería haberle dicho lo que le dije."
Algunos
meses más tarde, sin embargo, se asombró al tener otra visita de la mujer.
Esta vez no había chofer ¡Ella misma manejaba el auto! El cuidador casi no podía
creer lo que veía.
-Tenía
razón-le dijo-, con respecto a las flores. Por eso no hubo más cheques. Después
de que volví al hospital, no pude sacarme sus palabras de la cabeza. De manera
que empecé a comprar flores para los pacientes del hospital que no tenían
ninguna. Me dio tamaña sensación de alegría ver cuánto las disfrutaban,
sobre todo viniendo de una completa extraña. Los hacía felices, pero más que
eso, me hacía feliz a mí misma.
"Los
médicos no saben -prosiguió- qué es lo que de pronto me ha hecho bien, ¡pero
yo sí!."
Bits & Pieces