PIDE LA LUNA Y CONSÍGUELA

 

 

Desde que crecí y empecé a ganarme la vida tuve debilidad por los chicos  sin bicicletas. Cuando tenía veinte años, vivía al lado de mi casa un chico al que le tenía cariño y sus padres no podían comprarle una bicicleta.

De manera que un sábado fui a la ferretería y me gasté medio sueldo: veinticinco dólares, por una sorpresa. Tendrían que haber visto a ese chico a los saltos: Fue mi amigo para toda la vida.

Pero éste no es el final de la historia. A lo largo de los años, mientras ahorraba dinero y mejoraba mi situación económica, regalaba una bicicleta tras otra, que fueron alrededor de cien en total.

Hasta 1977. Ese año me propuse encontrar una manera de iluminar la vida de los chicos necesitados de Minneapolis. Decidí hacer una fiesta de Navidad para ellos: Una fiesta para más de mil chicos pobres de todas las razas que nunca hubieran tenido una bicicleta. Les serviría refrescos en un gran salón, les diría que podían tener éxito, como me había ocurrido a mí. Les daría dólares de plata símbolo de un futuro más próspero. Y les regalaría bicicletas: una brillante bicicleta nueva para todos y cada uno de esos chicos.

Mis asistentes y yo escondimos los rodados detrás de un telón gigantesco.

Cuando la celebración llegó a su apogeo, el telón se levantó. Deberían haber oído los suspiros, los gritos, los vivas, los chillidos de alegría cuando los chicos vieron mil bicicletas flamantes prolijamente estacionadas en hileras. Luego se precipitaron sobre ellas, tocándolas, sentándose, manejándolas felices.

Como Martin Luther King Jr., yo también tengo un sueño. Me gustaría dar otra fiesta de bicicletas antes de morir, pero ésta en algún país de Medio Oriente. Invitaría a niños de Israel, Egipto, Irán, Siria, Líbano y otros países de esa región del ojo por ojo, que alimenta tanta  desconfianza y terrorismo. Habría regalos, juegos y una bicicleta para cada chico; pero el mejor regalo sería la demostración de la hermandad entre los niños.

La relación entre niños judíos y árabes determinará el tipo de Medio Oriente que surja en la próxima generación.

Una fiesta así implicaría difíciles negociaciones y sería muy difícil de organizar sin incidentes. Tendría que bregar mucho y preguntar mucho para lograrlo, pero estoy más que dispuesto. En realidad, estoy decidido.

¿Por qué? Porque sé lo que es crecer en un mundo de pobreza, desconfianza, prejuicios y dolor.

Una vez pedí trabajo como lustrabotas y me rechazaron. Tenía nueve años cuando el aristocrático Club Miscowaubik estaba buscando un chico para lustrar zapatos a un níquel el par. Mi madre me vistió con mis mejores ropas. Recuerdo que papá también se puso sus mejores ropas para llevarme allí. Fuimos en su carro de basura tirado por caballos.

Recuerdo todavía hoy lo nervioso que me sentía, sentado a su lado en el alto asiento de madera.

No hablamos mucho y a menudo me he preguntado si ese día él no estaría silencioso porque sospechaba lo que podía ocurrir cuando llamamos a la puerta del club. Sus miembros eran las familias más ricas de la ciudad, los capitanes y lugartenientes de la Compañía de Minas de Cobre Calunet y Hecia.

Hasta el nombre de la empresa me intimidaba y me infundía respeto.

Mientras estaba en el asiento de madera junto a mi padre, acudiéndome de arriba abajo, divisé el Club Miscowaubik. Era impresionante pero elegante.

Mi padre esperó mientras caminaba hacia la gran puerta de entrada; recuerdo la manija de bronce. Con el corazón que se me salía del pecho y grandes esperanzas, golpeé.

La puerta se abrió y un hombre bien vestido, probablemente el administrador, me miró. No me invitó a pasar. Sólo me preguntó qué quería.

-Me llamo Percy Ross y me enteré que necesitaban a alguien para lustrar zapatos- le dije.

-No necesitamos chicos como tú- respondió con voz helada.

Las palabras me golpearon como una tonelada de ladrillos. Atontado, volví al carro y el caballo. Mi padre estaba tan callado, tan callado. No sabía qué pensar en ese momento.

¿Por qué me había rechazado? Tal vez porque era judío. Tal vez porque venía del otro mundo: Pintadas en grandes letras en el costado de la carreta de mi padre se leían las palabras WM.ROSS-BASURERO.

Al volver a casa, las herraduras del caballo que repiqueteaban sobre la calle eran como ladrillos contra mi alma.

-¿Por qué no me dejó pasar? ¿Qué tipo de chico soy? -Le pregunté a mi padre. Mi padre no tenía respuesta. Recuerdo que lloré todo el camino de vuelta. He tenido muchos otros rechazos, desilusiones y humillaciones en mi vida, pero la herida que recibí ese día todavía me duele. Esa herida es la que encendió el sueño de hacer una fiesta de bicicletas en Medio Oriente.

Voy a dar esa fiesta con la esperanza, por débil que sea, de un mundo sin odio, miedo, opresión o renuncias.

Me parece que puede cambiar las cosas.

 

Percy Ross

 

En este mundo de antinomias; en este mundo de conflictos, de  egoísmo, de odios, de pobreza; en este mundo con falta de valores o con valores tergiversados, donde los mismos pasan sólo por las cosas materiales, hace falta un cambio... un profundo cambio. Sobre todo los niños necesitan protección ante todas esas calamidades generadas por la intolerancia del ser humano. Así como el niño del relato se convirtió en un hombre de bien, generoso, solidario, bien podría haber sido un ser resentido, vengativo, rencoroso. Muchas cosas que se siembran en los niños quedan sepultadas para siempre en su interior: Lo bueno... y también lo malo.

Son arcilla maleable que se puede moldear con facilidad... ¿Qué forma queremos darle?... ¿La del bien?, tallada con amor, cariño,  comprensión, diálogo... ¿ó... la del mal?, modelada con odio, rencores, abandonos, violencia.

El mundo del futuro y el futuro del mundo depende de nosotros... de cómo eduquemos a nuestros niños. Porque ellos van a ser los protagonistas del mañana. Si les mostramos el bien seguramente recibiremos el bien. Si los educamos en el camino que este mundo transita ahora, después no nos quejemos si nos encierran en un asilo, diseñan una moderna bomba, o siguen sembrando el odio por doquier...

 

Reflexión: Graciela Heger A.