EL
FABRICANTE DE JUGUETES
Jugar
nos compensaba de las privaciones impuestas a nosotros niños campesinos por la
pobreza. El tiempo libre dejado por la escuelita y el trabajo de colaboración
con nuestros padres era para el juego. Ante todo el juego con la naturaleza. Teníamos
muchas horas para verla, contemplarla y amarla. La naturaleza era nuestro mejor
espectáculo y, a veces, nuestro único espectáculo... El agua... jugábamos
con el agua, haciendo canales, pozos, represas, y con ingeniería hidráulica de
nuestras propias manos, hacíamos deshacíamos y volvíamos a hacer. Pero sobre
todo retozábamos en las aguas de la quebrada como peces, o nos aventurábamos
en medio de la lluvia, como árboles ambulantes.
El
fuego... la piromanía nos fascinaba. Hogueras, fogatas, caminos de candela,
guardarrayas. Éramos unos volcanes instintivos, salvo cuando el incendio en el
bosque nos aterraba, con llamas de muchos metros, con crepitar infernal.
El
aire... el impulsor de nuestras cometas, el motor de los follajes a donde trepábamos
para ser mecidos por él.
La
tierra... con ella hacíamos pirámides y otras figuras de una geometría más
inventada que conocida. Amasada con agua, era la materia prima de una rústica
alfarería y cerámica que nos divertía. Hasta llegamos a hacer con barro una réplica
minúscula de la aldea, iluminada con aceite de higuerilla, extraído por
nosotros también con el "tártago" o ricino en lámparas de barro,
normalmente también de nuestra fabricación.
Todo
esto en comunidad infantil que el juego convocaba, seleccionaba, comunicaba y
hacía convivir en grupo. En "pandilla". La pandilla, por sí misma,
era el juego. En realidad el gran juego eran nuestras manos que tenían que
hacerlo todo para jugar. Nuestra pobreza no nos permitía comprar juguetes. O
los hacíamos nosotros, o nunca tendríamos nada.
Donde
nuestras manos más se lucían era en la fabricación de trompos, jaulas, arcos,
flautas de bambú o caña brava "runrunes" con botones o tapas de
cerveza, rodajas y piola, cornetas, escopetas de madera, cocas. Una buena gama
de productos de nuestra propia marca para jugar.
El
mejor fabricante de la pandilla era el Manco Pastor Castro, de once años. Era
casi inexplicable cómo con un trocito de naranjo seco, un bejuco, un alambre,
un tubo viejo, en su mano derecha un cuchillo, ayudado por el muñón de la
izquierda, Pastor fabricaba juguetes impecables: trompos de bailar
"sedito"; fusiles, arcos, arpones, flechas, y como con unas
"vendas", engrudo y papel periódico producía las cometas más
voladoras, sin que nuestras manufacturas en tal sentido pudieran competir. Sin
embargo, cada uno hacía lo suyo o no jugaba.
Los
de la pandilla nos estimulábamos en mejorar nuestro ingenio. Una vez estuvimos
medio día apostados en silencio en un matorral esperando que un turpial cayera
en la trampa de Pastor Castro, y otra trampeamos una ardilla que luego
encerramos en una jaula de Pastor, quien la regaló a la pandilla. Propiedad
comunal, teníamos derecho a llevarla por unos días, y por turnos, a nuestras
casas.
Pastor
nunca regateaba, era generoso y abierto. Él, como casi todos los de la
pandilla, dábamos lo que nuestras manos hacían, pues no teníamos más que
dar. Pero nos dábamos todos los unos a los otros con compañerismo,
interrumpido por alguna bravata y disputa transitoria, con reventones de narices
y reconciliación.
La
pandilla empezó un día a ser menos alegre. Rumores extraños empezaron a
correr: que si rojos, que si azules... que si de la oposición... que si del
gobierno... que don Juan no le habla a don Pedro... que si el asalto, que si la
guerrilla, el ejército o la policía... que mataron a Luis Gómez de la tienda
del Alto... que en el pueblo el alcalde está contra el cura...
Y
fuimos informándonos indirectamente de "los contras"... Cuál contra
quién... y quién contra cuál... La comunidad de la tierra, el hombre y el
animal, tan práctica en nuestra comarca, fue rompiéndose. Apareció entre los
hombres la palabra "violencia", que nosotros los niños creíamos
aplicable solamente a las fieras. Y hasta nosotros mismos, sin darnos cuenta,
comenzamos a ser violentos en nuestros juegos de "rayuela" donde
intentábamos "rayar" el trompo perdedor, y en las guerras de
cometas-enredar en los aires, una con otra y no dejar caer la propia. En la
escuelita la maestra se entristecía cada vez más al no poder apaciguarnos
siempre. Y la pandilla empezó a disminuir, pues algunos padres prohibieron a
sus hijos participar en ella.
Un
día hirieron al papá de Pastor Castro. Al curarse, la familia de Pastor se fue
a otro municipio y la pandilla definitivamente se disolvió. La violencia había
llegado.
Gonzalo Canal Ramírez - Colombia