DÍA
DE AYUNO EN ANÁHUAC
Antes
de que los dioses decidieran confundir y enfrentar a los hombres entre sí por
sus afanes terrenos, se vivía en Anáhuac, en el viejo y glorioso Anáhuac, una
etapa plausible e idílica que todos aplaudían y anhelaban difundir, la de las
guerras floridas, esas caballerescas batallas donde los hombres se cazaban con
derroche de argucias y valor, para luego sacrificarse a los dioses. Estos,
cualesquiera que fuesen los resultados de las humanas disputas, recibían los réditos.
No podían quejarse: al contrario, los días de las justas gustaban sentarse en
las graderías del cielo y apreciar las ofrendas. El espectáculo resultaba
aleccionador y gratificante, pero al menos en una ocasión no acabó como se
esperaba. El aguafiestas fue un guerrero de la orden de los príncipes; el
tiempo, las festividades de Camaxtli.
Los
tenocas habían venido al país de los chalcos a exigir piedra para la
construcción del gran templo destinado a su gran dios. La idea de erigir en su
capital el más alto y suntuoso adoratorio del mundo los traía insoportables,
no cabían en la piel, nada era digno de recibir sus excelsas posaderas. Tampoco
encontraban justificable que poseyendo el dios más poderoso del universo, y próximamente
el templo más elevado de la tierra, algunos no inclinasen ante ellos humildes
la cerviz. Tras aprobar los planes del suntuoso edificio, que le fueron
presentados en sagrada corteza de copal, Moctezuma I desvió hacia el horizonte
los avisados ojillos y comentó, como hablándole al viento, que nadie podía
excusarse de contribuir a la realización de la obra. La sentencia incluía
antes que nadie a los chalcos, los díscolos vecinos del valle que se negaban a
reconocer cualquier preeminencia tenoca.
–
Ellos tienen mucha piedra. Que nos den piedra –concluyó inapelable.
La
exigencia fue maquillada con esmero, buscando privar a los obstinados rebeldes
de cualquier pretexto que les sirviera de excusa. Un grupo de los más delicados
y hábiles diplomáticos acudió a visitarlos.
–
Nuestro señor Moctezuma nos envía a saludarlos, y a manifestaros sus deseos de
que aumentéis vuestro poderío, y a expresaros alegría por vuestra
prosperidad, y admiración por la envidiable cosecha que dora vuestros campos, y
a desearos larga, larguísima vida... y a suplicaros humildemente que nos socorráis
con alguna piedra grande y pesada, y con otra pequeña y liviana, pues la tenéis
de sobra en estos cerros, a fin de llevar a cabo la construcción de un gran
edificio que nos hemos propuesto levantar en nuestra ciudad a nuestro gran dios
–recitaron en tono amistoso.
Los
chalcos eran políticos enrazados de lince, y comprendieron al vuelo que el
pedido significaba comenzar a tributar para los tenocas, como ya les había
ocurrido a muchos otros pueblos.
–
Llévense toda la piedra que quieran –dijeron.
Los
emisarios, sin muestras de disfrutarlo, sonrieron al estilo de quien disimula un
mal sabor en la boca.
–
Nuestro pueblo se halla muy atareado en la construcción del gran templo
–repuso uno de ellos con gran tacto–: no contamos con hombres desocupados
para venir a buscarlas.
–
Nosotros tampoco –precisaron los chalcos–. La cosecha está en su furor.
–
Una contribución así no es nada. Piedras hay por todas partes –advirtieron,
siempre en calma, los visitantes.
–
Y mejores –completaron los chalcos, casi en tono burlón.
La
negativa sacó de casillas a Moctezuma y a sus súbditos imperiales. Aquél era
un desprecio a su gran dios, una ofensa a lo más sagrado de la nacionalidad. La
guerra fue declarada, el implacable y avezado general Ezuauácatl recibió orden
de proceder contra el enemigo. Pero los chalcos no se arredraron. La piedra que
no estaban dispuestos a entregar como tributo real o simbólico se la dieron a
las avanzadas tenocas que acudieron al campo de batalla. La reyerta se mostró
áspera, difícil, enconada, sangrienta y, lo más grave de todo, pareja. Para
completar, al atardecer del segundo día de combates un hondero chalco alcanzó
con su proyectil al empenachado Ezuauácatl, que trastabilló como ebrio. Antes
de alcanzar a reponerse del golpe el afortunado tirador estuvo a su lado, le
sujetó los brazos con las cuerdas de ixtle de la honda, lo inmovilizó y
desapareció con él en medio de la polvareda del campo. Los tenocas no podían
creerlo.
Fue
entonces cuando los chalcos solicitaron la tregua sagrada. Estaban en vísperas
del cumpleaños de Camaxtli, su dios, querían celebrar el acontecimiento con
pompa.
–
Queremos ofrendar a nuestro adorado Camaxtli, queremos ungirlo con sangre
tenoca, para que sea más servido y honrado –dijeron con solemne y natural
desparpajo, conscientes de que aquél era un derecho inalienable.
Ciento
cincuenta guerreros capturados junto con el general alimentarían el altar de
Camaxtli. La guerra se hacía para alimentar a los dioses, los tenocas no
protestaron por ello. Doscientos prisioneros chalcos, entre los que se contaban
varios cabecillas prominentes, aplacarían la voracidad de los suyos. El balance
sólo les desagradaba por la presunción orgullosa de que la derrota enemiga era
cosa de horas. La tregua sagrada avinagraba sus cálculos. Se dice que mientras
se retiraban por la polvorienta llanura, algunos de ellos se punzaban las carnes
con espinas de nopal arrancados al paso, para expresar el desagrado que esto les
causaba.
Absorto
y callado, acurrucado en el extremo de un corral de palos y apartado de sus
compañeros de desgracia, Ezuauácatl aguardó con indiferencia el final. El
haberlo derribado y aprehendido en batalla le otorgaba a su rival el derecho de
ofrendarlo a su dios. Ser sacrificado en aras de un dios era en últimas un
privilegio. Eximía al caído de la vergüenza de haber mordido la tierra, lo
hacía digno ante la divinidad receptora de su carne y su sangre. Su única
incertidumbre al respecto radicaba en que conocía muy poco de Camaxtli. Las
escasas referencias de él sólo le permitían clasificarlo como un dios menor,
un protector de especies silvestres secundarias, como liebres y ratones. El
rendimiento y provecho esperados de su sacrificio le resultaban inciertos.
En
medio de estas preocupaciones, el recuerdo de su primera cita en el campo de
batalla lo envolvió poco a poco. En esa ocasión había comenzado la impetuosa
carrera que ahora llegaba a su fin. Volvió a verse vestido con el tosco ropón
de fibra de maguey que se daba a los inexpertos reclutas por única
indumentaria; se contempló acuclillado a la vera de un camino, aguardando a que
llegase el turno de los jóvenes. En el viejo Anáhuac, la juventud tenoca
ingresaba al campo al final del combate, cuando las fuerzas enemigas ya habían
sido convenientemente ablandadas por las tropas veteranas. Su misión consistía
en contribuir a tomar prisioneros. Se dividía a los muchachos en grupos de tres
y se rifaba la jefatura del grupo. El jefe debía encargarse de saltar sobre los
fugitivos y derribarlos a viva fuerza, los otros los ataban. El ejercicio no
estaba exento de riesgos, porque el enemigo era quien podía salir ganancioso
del lance. Ezuauácatl, un mocetón menos que mediano, ganó el honor de
encabezar su trío. Confiaba en su destreza y en su fuerza, pero lo que
realmente le resultó útil en extremo fue su innata habilidad para descubrir el
miedo en los ojos del adversario. El miedo paralizaba el cerebro y aturdía los
reflejos. Ciñéndose a la norma de atacar los adversarios atemorizados, derribó
y entregó a los suyos siete abatidos soldados de Tlaxcala, la potencia contra
la que se combatía en esa ocasión. La hazaña lo hizo merecedor de las
primeras borlas de algodón enredadas en su pelo, distintivo de todo guerrero.
Aquí empezó su carrera. Con el tiempo la fama de su destreza felina trascendería
las fronteras del imperio convertida en leyenda. Medirse al invencible Ezuauácatl
constituyó el primer deseo de los mejores luchadores del mundo. El resultado
siempre fue igual: generales enemigos y vástagos reales, guerreros de todas las
órdenes y corajudos atletas acabaron en el ara del gran dios de casa. La
cabellera del héroe terminó convertida en un esplendoroso y pintoresco
mosaico, donde cada borla de algodón representó una proeza.
Agazapado
contra el suelo como un ave herida, soportó con estoicismo la larga y poco
discreta inspección de los chalcos. Todos los chalcos querían conocerlo, todos
los chalcos estaban allí, las mujeres, los ancianos, los inválidos, los
guerreros, los sacerdotes, los niños. Querían observarlo, curiosearlo,
medirlo, palparlo. Todavía no les era posible creer que su ejército hubiera
capturado a semejante prodigio. En ocasiones, los niños retrocedían asustados.
Ezuauácatl les sonreía y les musitaba suavemente:
–
Adelante, valientes. Ya no soy más que un viejo tigre sin dientes.
La
revista llevó el día entero, las primeras sombras del anochecer lo hallaron
todavía inmóvil en el solitario rincón. No sentía deseos de moverse, no
anhelaba juntarse a los suyos, no recibía la clemencia del sueño. Pero cuando
las tinieblas se tornaron impenetrables y espesas, un grupo de altos
funcionarios abandonó la capital de los chalcos y caminó hacia el corral. Venían
allí el tecuhtli de la ciudad y un sacerdote de alto rango, vestido con un
manto todavía más negro que la noche. Esperando hallarlo dormido se acercaron
cautelosos hasta el borde de la cerca, donde la brasa de sus ojos, que horadaba
la noche, los detuvo. Entonces inclinaron la cabeza con veneración y hablaron
con palabras tan comedidas que parecían orando.
–
Ezuauácatl, guerrero de la cabeza tachonada de hazañas, gloria de los tenoca y
brazo de Huitzilopochtli –corearon–: venimos a rogarte que seas nuestro rey.
Si aceptas acataremos tus mandatos, cualesquiera que sean.
Fatigado
y debilitado por la vigilia y las emociones de los últimos días, el guerrero
estuvo a punto de irse de espaldas. Al principio creyó que sus oídos le engañaban,
las palabras resbalaron en ellos como la arena en las circunvalaciones de los
caracoles. Pero prefirió no hacerse repetir la propuesta, y respondió
preguntando:
–
¿Hasta entregar la piedra grande y la piedra pequeña?
–Hasta
entregar la piedra grande y la piedra pequeña –repitieron, a la afirmativa,
los solemnes embajadores.
Un
silencio tan denso como la noche interrumpió el diálogo. El guerrero parecía
sopesar en muchos planos diferentes la ambición y los cánones.
–
¿Qué será de los demás? –preguntó al fin, sordamente.
–
Morirán mañana en honor de Camaxtli –respondieron.
No
pareció reprobar.
–
Háblenme de Camaxtli –ordenó.
Era
una pregunta esperada. Entusiasmado, el sumo sacerdote que formaba parte del
cortejo le explicó dulce y pacientemente los rudimentos de su doctrina teológica.
Sus argumentos confirmaron a Ezuauácatl lo peor: que Camaztli era un dios de
segunda línea, un simple auxiliador de cazadores y tramperos, un manipulador de
ratas y ardillas.
La
perorata se le hizo tan tediosa que regresó a los días de la juventud, donde
evocó su primera novia. La muchacha le ceñía el cuello cuando un carraspeo
disimulado lo retornó al mundo. El sumo sacerdote había terminado hacía
ratos, la comitiva aguardaba, impaciente, una respuesta.
–
Lo pensaré –dijo.
–
La fiesta es mañana –apuraron.
–
Vuelvan con la luna –susurró–: entonces sabrán de su rey.
Mientras
los miraba alejarse, se alegró de que los suyos no hubieran escuchado la
propuesta. La oferta lo halagaba y había borrado por unos momentos de su corazón
la zozobra de la derrota y la muerte, pero podía significarle un terrible
final. De enterarse, sus compañeros lo estrangularían de manera expedita,
intentando evitarle el peligro de la tentación. Morir a manos de los propios
tenocas para ser eximido de un posible delito de traición a la patria le pareció
la cosa más miserable que pudiera ocurrirle. Se estremeció, se puso de pie y
desentumió sus ateridos miembros, envarados por la prolongada quietud. Por el
rabillo del ojo observó que los prisioneros se habían agrupado. Lo aguardaban
expectantes, querían saber a qué obedecía la visita de los chalcos. A paso
lento, muy lento, sin demostrar prisa ni emoción, fue a su encuentro.
–
Nos sacrificarán mañana en honor de Camaxtli –les dijo en tono de arenga–.
¡Alégrense, tenocas, es un buen dios! Lo he oído de boca de su sacerdote
principal, que casi no acaba de contarme sus prodigios.
Se
acuclilló en medio de todos y les soltó la más larga ristra de mentiras que
se le vino a la mente acerca de las virtudes de Camaxtli. Al concluir,
recordando que la única ganancia espiritual que deparaba la guerra era la
apropiación del dios de los vencidos, agregó:
–
Ojalá algún día lo tengamos en Tenochtitlán.
–
¡Lo tendremos! –gritaron en coro los prisioneros, secundando sus palabras.
–
Entonces prepárense –instó–: lo recibiremos cantando y bailando a la
salida del sol.
Una
hora después apareció la luna sobre el corral. Los emisarios enemigos,
apretados ahora en un conjunto patinado y fantasmal, se hicieron de nuevo
presentes, deteniéndose silenciosos ante la cerca de palos. Ezuauácatl se
acercó a recibirlos.
–
Queremos la respuesta –solicitaron quedamente–: el plazo se ha cumplido.
–
Acepto –dijo él, también quedamente.
Intentaron
postrarse, pero los detuvo con una orden categórica:
–
¡Quietos! No quiero ninguna señal de sumisión delante de mis hombres. Los amo
demasiado para llegar a ofenderlos.
Los
emisarios se mantuvieron inhiestos, sin réplica.
–
Escuchen con atención –indicó–: si el pueblo chalco me quiere por rey,
debe verme descender desde las alturas, como el águila sobre la serpiente:
vayan por un madero de cincuenta brazas de alto, constrúyanle en un extremo una
plataforma de baile y plántenlo aquí, en medio del cercado.
Los
emisarios pusieron cara de grave obediencia.
–
Quiero caracolas y atabales: voy a despedir a mis compañeros con una gran
fiesta.
La
frente de los funcionarios se arrugó, mientras se les grababa en las
circunvalaciones del cerebro el pedido.
–
¿Algo más? –preguntaron.
–
Sí. Quiero que esta noche nos sirvan la mejor comida de que dispongan.
Se
alejaron con paso alegre y marcial, encantados por el éxito de su gestión,
pero manteniendo la frente arrugada, para que nada fuera a olvidárseles. Ezuauácatl
volvió a reunirse con los suyos y les informó las cosas que había solicitado.
–
Mañana, al amanecer, cuando vengan a llevarnos a los brazos de Camaxtli, los
recibiremos cantando y bailando –reiteró–. Yo bailaré en lo alto del
madero, para que nadie olvide a Ezuauácatl.
Hacia
la medianoche, justo en el momento que devoraban las tortillas de maíz, los
tamales de carne de perro, los bien sazonados gusanos de maguey, las hormigas
aladas, el atole y los granos de amaranto que los esclavos de los chalcos les
sirvieron, observaron a la cuadrilla de zapadores que plantaba el espigado
madero, cuya efigie se les antojó ominosamente siniestra. El momento, sin
embargo, no se prestaba a prefiguraciones teúrgicas, pues el trance no era de
fundar una ciudad ni de recibir un heredero, sino de aprestarse a morir, y la
muerte no necesitaba entre los tenochcas cábalas especiales; así que olvidaron
el extraño convidado y se entregaron al ensayo de los cantos que entonarían al
amanecer. Entre el tarareo, Ezuauácatl empezó a componer con delicada
habilidad los centenares de borlas de algodón que enmarañaban su cabeza. Todos
lo imitaron, buscando una cuidadosa configuración a sus gallardos penachos. La
noche estaba muy fría, pero una gran hoguera brindada por los chalcos suministró
el calor requerido para sentirse en la intimidad y dar rienda a los recuerdos.
Tras las cabelleras aderezaron las corazas, que continuaban en sus manos gracias
a la gentileza de aquellas guerras gallardas.
Al
clarear el día estaban ataviados para el combate. Ezuauácatl vestía su
armadura de algodón, revestida con planchuelas de oro cosidas al pecho y la
espalda. En silencio, pero con movimientos rituales, embrazó el escudo de cañas
de otatli, también guarnecido de oro, y empuñó la macana mortal, cuyos bordes
sembrados de navajas de obsidiana despedían el mismo fulgor rojizo que abría
la mañana. Una máscara de madera barnizada de azul y dorado le cubría el
rostro, sus pies estaban enfundados en sandalias de cuero de serpiente
incrustada de piedras. De su espalda sobresalía la caña de una espigada
bandera de papel, su enseña personal.
La
ceremonia de la despedida final fue iniciada con un bronco y estridente grito de
guerra. Al oírlo, los chalcos se precipitaron en masa a las armas y corrieron
hacia el corral de los prisioneros. Tras ellos acudió la población civil
desarmada, segura de que algo terrible estaba a punto de ocurrir. Pero al
llegar, la gritería desquiciante se había trocado en un canto grave, apagado,
casi fúnebre. La multitud se detuvo respetuosa. Parecía que la tierra
estuviera vibrando y que un volcán se abriera paso en sus entrañas. Entonces
las caracolas, los atabales y los pífanos desataron sus notas, y los condenados
rompieron a bailar. Ezuauácatl surgió de entre sus compañeros y trepó por el
madero con simiesca destreza. Arriba, al ponerse de pie sobre la alta
plataforma, lo rozó el primer rayo de sol que brotaba de la curvatura del
mundo. Su coraza destelló un fulgor de sangre, como si un segundo sol hubiera
reventado en el cenit, sobre la cabeza de chalcos y tenochcas.
El
público de casa y el ajeno pudieron entonces contemplar la plasticidad del más
ágil de los guerreros de Anáhuac. Ezuauácatl representó al comienzo de su
baile una tea flameante agitada por el viento, luego un águila dorada volando
contra el firmamento, después una serpiente cencoatl, cuyas escamas son tan
brillantes que relumbran en plena oscuridad. Finalmente, cuando el sol vino a
darle de lleno, representó y encarnó un dios, un dios espléndido, rutilante,
enceguecedor, un dios que sudaba oro fundido. Los políticos chalcos
comprendieron que aquél era el instante preciso para ofrecer a la multitud el
nuevo rey, un engalanado tecuhtli se adelantó, encaró al pueblo y lo avasalló
con su voz estentórea, señalando el brillante prodigio que hacía malabares en
el aire:
–
¡Chalcos, hijos de Camaxtli, elegidos del destino: he aquí vuestro rey! ¡Os
lo envía el mismo sol! ¡Aclamadle!
Tocados
por la repentina certeza de un destino superior, cuya señal inconfundible les
era palpable en el fulgor del héroe danzante, los chalcos rompieron en la más
delirante ovación. Guerreros endurecidos y valerosos lloraron, las mujeres,
borrachas por la idea del poder, se tornaron histéricas, los ancianos hincados
abrazaron la tierra, seguros de legar un mundo mejor a los suyos. Pero cuando el
huracán de las gargantas se detuvo y reposó, un silencio de muerte reinaba en
el lugar. Los tenochcas habían dejado de tocar. Ezuauácatl ejecutaba sus
contorsiones en la elevada plataforma sin música alguna, transportado en alas
del éxtasis.
Sabían
que su jefe los había traicionado y podían derribarlo de una pedrada, pero se
limitaron a callar. No les era posible separar los ojos del danzante, pues
contemplaban ahora, a plenitud y por primer y última vez, la extrema
versatilidad de aquel cuerpo de hule y de fibra, capaz de propulsarse y
reversar, encogerse, zigzaguear, plegarse, tremolar, rehilar, transmutarse, el
secreto resorte de la sutil y vasta gama de las fintas que le hacían
invencible, sus jades felinos, su gracia alada y misteriosa. Magnetizados, los
dedos volvieron a rozar los atabales, como impulsados a seguir el ritmo de
aquella insólita cadencia corporal que fluía sola.
Una
hora duró el espectáculo, en medio del silencio atónito de la multitud, que
trataba de encontrar en los reflejos sincronizados de la armadura de Ezuauácatl,
y en las figuras exquisitas que describía su macana, semejanzas con el vuelo
del colibrí y del quetzal. Hasta que de pronto, como un sonámbulo que
despierta asustado en el filo de una cornisa, el guerrero se detuvo y trastabilló.
Por un momento estuvo en el aire, por un momento se le vio doblarse en una
reverencia absurda que sólo podía terminar en el vacío, pero enseguida flexó
las piernas y quedó inmóvil. Era claro que tomaba impulso, que se disponía a
remontarse en el aire para descender en vuelo majestuoso en medio de los
chalcos.
El
tecuhtli mayor, aprovechando el silencio profundo que reinaba en el valle, asumió
el papel de un pomposo maestro de ceremonias.
–¡Este
es el momento, pueblo afortunado! ¡Recordad para siempre este momento!
El
secular grito de guerra de Ezuauácatl atronó desde arriba:
–
¡Tenochcas! ¡Hijos dichosos de Huitzilopochtli, seguidme! ¡Festejad mi valor!
Todo
terminó allí. Se propulsó en el borde de la plataforma, extendió los brazos
como el ave que despliega sus alas, y saltó. Saltó ascendiendo, rotando el
cuerpo, como si se propusiera trepanar el infinito. El impulso le alcanzó
tanto, duró tanto tiempo su ascenso, que los chalcos lo vieron planear sobre
sus cabezas y lo creyeron convertido en proyectil, en esbelta y letal jabalina.
Pero todo correspondía tan sólo a ese breve instante en que las fuerzas de la
gravedad y del escape se equiparan, pues de inmediato el cuerpo de Ezuauácatl,
puesto de cabeza hacia abajo, emprendió su impetuosa caída. Descendió a la
manera de un dardo rehilante y fugaz, silbando en el aire, y al caer se enterró
hasta los hombros en el suelo reseco. Un bramido de estupor escapó de la boca
de los chalcos.
El
alto tecuhtli en persona cruzó el cercado de palos y se abrió paso entre los
tenochcas agrupados alrededor del suicida, para certificar por sus ojos que el
cuerpo inerte de Ezuauácatl tenía la cabeza bajo tierra, y estaba muerto sin
remedio. A su regreso hubo un breve y callado cabildeo entre las autoridades de
la ciudad, que no atinaban a creer la terrible verdad. Pálidos, terriblemente
contrariados y pálidos, sordos y sin mover casi los labios, los burlados
jerarcas votaron. Algo fue susurrado al oído de un general empenachado, el
general hizo una seña, una legión de arqueros caminó hasta el borde del
corral. A su voz calzaron las flechas y templaron las cuerdas. Un recogimiento
absoluto reinaba en el campo cuando el silbido incesante de las saetas hirió el
aire.
Al
otro lado de la línea, al enterarse de que los prisioneros tenochcas, en lugar
de ser ofrendados ceremoniosamente a Camaxtli, como dictaba la etiqueta, habían
sido flechados, Moctezuma I ordenó que se incinerara a los chalcos capturados
en un pajonal reseco a las afueras de la ciudad.
Fue la primera y única vez, a lo largo de todas las contiendas históricas del legendario Anáhuac, que los dioses quedaron sin ofrenda.