LA SIRENITA
Había
una vez... en el fondo del más azul de los océanos, un maravilloso palacio en
el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una
abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor
y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas.
Sirenita,
la más joven, además de ser la más bella, poseía una voz maravillosa; cuando
cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para
escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y la medusa al oírla
dejaban de flotar.
La
pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba
la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través
de las aguas profundas. "¡Oh!", ¡Cuánto me gustaría salir a la
superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y
escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!"
"Todavía
eres demasiado joven". Respondió la madre. "Dentro de unos años,
cuando tengas quince, el rey te dará permiso para salir a la superficie, como a
tus hermanas".
Sirenita
soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos
de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su
inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo,
mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se
ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos
de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella;
únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.
Por
fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no
consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle
sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor.
"¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda
que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos admirarlo! Somos hijos
del mar y no tenemos alma como los hombres, Sé prudente y no te acerques a
ellos. ¡Sólo te traerían desgracias!"
Apenas
su padre terminó de hablar, Sirenita le di un beso y se dirigió hacia la
superficie, deslizándose ligera. Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces
conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía
por primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al
anochecer. El sol, que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre
las olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban
por encima de Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida.
"¡Qué hermoso es todo!" Exclamó feliz, dando palmadas.
Pero
su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba despacio al
escollo donde estaba Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la nave, así
amarrada, se balanceó sobre la superficie del mar en calma. Sirenita escuchaba
sus voces y comentarios. "¡Cómo me gustaría hablar con ellos!".
Pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante, que tenía en lugar de
piernas, y se sintió acongojada: "¡Jamás seré como ellos!".
A
bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una extraña animación y, al
cabo de poco, la noche se llenó de vítores: "¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan
sus veinte años!". La pequeña sirena, atónita y extasiada, había
descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo.
Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. Sirenita no podía dejar de mirarlo
y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca
había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón.
La
fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez más. Sirenita se dio
cuenta enseguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado y
repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos
amenazantes y una teerrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida.
"¡Cuidado!
"¡El mar...!" En vano Sirenita gritó y gritó. Pero sus gritos,
silenciados por el rumor del viento, no fueron oídos, y las olas, cada vez más
altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos desesperados de
los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un
siniestro fragor el barco se hundió. Sirenita, que momentos antes había visto
cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó
inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas. Había casi
renunciado, cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca
de una ola cercana y, de golpe lo tuvo en sus brazos.
El
joven estaba inconsciente, mientras Sirenita, nadando con todas sus fuerzas, lo
sostenía para rescatarlo de una muerte segura. Lo sostuvo hasta que la
tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía lívido,
Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del
joven sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a
su lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole
calor con su cuerpo.
Hasta
que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar refugio en el
mar. "¡Corred! ¡Corred!" gritaba una dama de forma atolondrada.
"¡Hay un hombre en la playa!" "¡Está vivo! ¡Pobrecito! ¡Ha
sido la tormenta...! ¡ Llevémosle al castillo!" "¡No!¡No! Es mejor
pedir ayuda..." La primera cosa que vio el joven al recobrar el
conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas.
"¡Gracias por haberme salvado!" Le susurró a la bella desconocida.
Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía
hacia el castillo, ignorante de que fuese ella y no la otra, quién lo había
salvado.
Pausadamente
nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás suyo, había
dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas
habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al joven entre
sus brazos!
Cuando
llegó a la mansión paterna, Sirenita empezó su relato, pero de pronto sintió
un nudo en su garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación. Días
y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso
hasta los alimentos. Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin
esperanza, porque ella, Sirenita, nunca podría casarse con un hombre.
Sólo
la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar de
todo decidió consultarla.
"¡...por
consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que querrás dos
piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que pongas
los pies en el suelo sentirás un terrible dolor." "¡No me
importa" respondió Sirenita con lágrimas en los ojos, "a condición
de que pueda volver con él!" "¡No he terminado todavía!" dijo
la vieja." ¡Deberás darme tu hermosa voz y te quedarás muda para
siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo
desaparecerá en el agua como la espuma de una ola. "¡Acepto!" Dijo
por último Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que contenía
la poción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su mansión,
emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió
la pócima de la hechicera. Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el
conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel
semblante tan querido sonriéndole.
El
príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago,
cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído. "No
temas" le dijo de repente,"estás a salvo. ¿De dónde vienes?"
Pero Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle. "Te
llevaré al castillo y te curaré."
Durante
los días siguientes, para Sirenita empezó una nueva vida: llevaba maravillosos
vestidos y acompañaba al príncipe en sus paseos. Una noche fue invitada al
baile que daba la corte, pero tal y como había predicho la bruja, cada paso,
cada movimiento de las piernas le producía atroces dolores como premio de poder
vivir junto a su amado. Aunque no pudiese responder con palabras a las
atenciones del príncipe, éste le tenía afecto y la colmaba de gentilezas. Sin
embargo, el joven tenía en su corazón a la desconocida dama que había visto
cuando fue rescatado después del naufragio.
Desde
entonces no la había visto más porque, después de ser salvado, la desconocida
dama tuvo que partir de inmediato a su país. Cuando estaba con Sirenita, el príncipe
le profesaba a ésta un sincero afecto, pero no desaparecía la otra de su
pensamiento. Y la pequeña sirena, que se daba cuenta de que no era ella la
predilecta del joven, sufría aún más. Por las noches, Sirenita dejaba a
escondidas el castillo para ir a llorar junto a la playa.
Pero
el destino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo alto del torreón del
castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe
decidió ir a recibirla acompañado de Sirenita.
La
desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla,
el joven corrió feliz a su encuentro. Sirenita, petrificada, sintió un agudo
dolor en el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para
siempre. La desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe
enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba
enamorada. Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron
invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía
en el puerto. Sirenita también subió a bordo con ellos, y el viaje dio
comienzo.
Al
caer la noche, Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su amado,
subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba dispuesta a
sacrificar su vida y a desaparecer en el mar. Procedente del mar, escuchó la
llamada de sus hermanas: "¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus
hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de
la bruja a cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo y, antes de que amanezca, mata
al príncipe! "Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y
olvidarás todas tus penas."
Como
en un sueño, Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de
los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso
furtivo y subió de nuevo a cubierta.
Cuando
ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última mirada al mundo que
dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma.
Cuando
el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar y,
Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por última vez.
Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua
y la transportó hacia lo más alto del cielo. Las nubes se teñían de rosa y
el mar rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó
cuchichear en medio de un sonido de campanillas: "¡Sirenita! ¡Sirenita!
"¡Ven con nosotras!" "¿Quiénes sois?" Murmuró la
muchacha, dándose cuenta que había recobrado la voz "¿Dónde estáis?"
"Estas con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos
alma como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado
buena voluntad hacia ellos."
Sirenita,
conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el barco del príncipe,
y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las hadas le
susurraban: "¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas
se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras!
Hans Christian Andersen - Dinamarca