GAROSO
Recostado
en la verja del parque, mira pasar la ola de gentes; se está comiendo la
tercera naranja y por los rotos de sus bolsillos se alcanzan a ver otras frutas
sazonadas.
Pasa
rozándolo algún transeúnte, y aflautando la voz, haciéndola estridente para
que se oiga a pesar del ruido de los tranvías, grita:
–
¿Embolo, mesio?
El
transeúnte se tapa la oreja y hace ademán de tocar con el bastón al
inoportuno. Este no se inquieta y sigue comiendo naranja, mientras de soslayo lo
mira alejarse; sus labios bermejos dejan ver una hilera de dientes blanquísimos;
hay picardía en sus ojos negros y en su risa.
Al
mediodía el sol está radioso. La cúpula de la iglesia, las láminas de lata
de los postes y los rieles reverberan.
Él
mira tristemente las cáscaras de naranjas esparcidas por el suelo, pues es la
hora en que hace sed; el calor es insoportable. Se hunde el sombrerillo hasta
los ojos y sentándose en el cajón de embetunar apoya los codos en las rodillas
y la barba en las manos. Pasan gentes y ya no las incomoda gritando:
–
¿Embolo, mesio?
A
veces sí dice estas palabras, pero con voz desfallecida, como de una persona
que a esa hora no piensa en almorzar, que por desayuno ha tomado algunas frutas
y que en la noche anterior más veló que durmió, temiendo que el agente de
policía lo arrojara del quicio, o temblando por la dureza de las caricias del
frío. Ahora el que lo maltrata es el calor; dijérase que lo tiene vencido,
pues agachando la cabeza hundida entre los brazos, duerme...
Por
la calle viene otro gamín de paso ágil, vivaracho; no trae el vestido hecho
jirones...
Se
detiene; sonríe al ver las cáscaras de frutas; le da a su compañero un golpe
en la espalda, repitiendo:
–
¡Hola, Garoso! ¡Hola, Garoso!
Con
este nombre lo conocían los pilluelos limpiabotas. Cómo no, si era un
apasionado por las golosinas. Llevaba el sombrero con un agujero en la copa, un
tamaño agujero que dejaba escapar mechones rubios, porque prefería comprarse a
diario un ramo de ciruelas de oro que juntar los cuartos para hacerse a una
cachucha.
–
¡Hola, Garoso!
Garoso
se levantó asustado.
–
¡Ah! ¿Eres tú, Carlos?
Carlos
pone en el suelo la caja, y sentándose al estilo de Garoso, con entusiasmo,
empieza a hablar:
–
Te buscaba; desde esta mañana te buscaba; quería encontrarte, y nada. Ahora...
por fin. ¿Sabes para qué te buscaba? ¡Majadero! Desde hoy... ¡adiós!, betún,
adiós, cepillos! O, mejor dicho: no. Estos los guardaremos para caso de apuro o
para recuerdo... ¿sabes?
Y
Carlos lanzó una carcajada que sonó en la calle lo mismo que la escala de un
instrumento musical, y siguieron más musicales carcajadas al tiempo que Carlos
arrojaba como un loco al aire la gorra y los cepillos por aquí y por allá.
Garoso
sonrió al ver esta inusitada alegría.
–
Los guardaremos para caso de apuros –continuó Carlos, recogiendo los
cepillos.
–
Vamos a hacernos negociantes; pero puede ser que algún día la mala suerte...
–
¡No, No! –gritó lleno de risa y moviendo la cabeza. ¡Yo no vuelvo a
embetunar!
–
¡Ay, no! –exclamó Garoso, impaciente–. ¡Márchate, hombre, que tengo
hambre y no hacen ganas de reír!
–
¿Márchate, hombre? –remedó Carlos, haciendo una mueca.
–
¿No quieres entonces... No quieres hacerte rico?
–
¡Bah!
–
¿Crees que miento? Me marcho, pues...
E
hizo ademán de marcharse.
–
¡Carlos! –llamó Garoso, angustiado.
–
¿Tienes confianza en mí? –preguntó el aludido a dos varas de distancia y dándoselas
de gran señor.
–
¿Qué quieres?
–
Sígueme.
Los
dos chicuelos, uno en pos de otro, van calle arriba, mezclados en la ola de
gentes.
Se
detienen en la Plaza de Bolívar.
–
La cosa es en Chapinero; vamos a "tomar" tranvía –dice Carlos,
significativamente.
Asaltan
un estribo, bajo las miradas furiosas del motorista. El carro va rápido. Los
muchachos se quitan las gorras para evitar que se las robe el viento. Los bucles
de Garoso se arremolinan sobre su cabeza; tiene el rostro como si lo iluminara
el resplandor de una llama. Coge a Carlos del brazo y le clava los ojos en una
pregunta muda:
–
¿Adónde vamos?
–
Sí –dice Carlos continuando un monólogo interno– tú le vas a gustar; él
necesita hermosos muchachos; nos pagará bien... Ese extranjero paga a dólar
por día.
–
¡De a dólar por día! –prorrumpe Garoso, estupefacto.
–
Y nos necesita seis días seguidos. Podemos hacernos vendedores ambulantes de
cualquier cosa: de café, de fósforos, de baratijas... Lo mismo da...
En
la exaltación de su entusiasmo, los dos se han abrazado; ambos miran sin mirar
las cosas que pasan vertiginosamente, y sin quererlo, sonríen... Sonríen al
por venir...
En
la puerta de su quinta, el pintor espera; es un señor simpático, de cabello
crecido, ojos brillantes y corbata de lazo.
Lo
rodean dos emboladores, un voceador de periódicos y una señorita. Retirada del
grupo está una chiquilla que no habla con el pintor como los cuatro. Es una
chiquilla de aspecto enfermizo. Carlos se acerca y saluda al extranjero en tono
familiar:
–
Aquí le traigo a otro –exclama señalando a Garoso.
–
Está bien, muy bien –acentúa el pintor, examinándolo de una ojeada–.
Seguid, pequeños.
Y
empuja a los niños hacia el jardín. Atraviesan las callejuelas bordeadas de
rosas exquisitas.
El
estudio del pintor los deja deslumbrados: hay allí un conjunto de cosas que les
llena de admiración.
Mientras
el pintor corre y descorre cortinas arreglando la luz, Garoso se divierte en
contemplar un cuadro que representa a un general con la espada en alto, pero una
tosecilla que está oyendo hace rato le hace volver la cabeza.
Cerca,
muy cerca, está la niña de aspecto enfermizo. Ella es la que tose. Los otros
muchachos hablan entre sí; ella está sola, sin hablar con nadie. Garoso la
examina con atención.
–
¡Qué rara es! –murmura para sí.
Tiene
la cabeza horriblemente enmarañada, sus rotos vestidos mal le cubren las
piernecillas torcidas y la espalda deforme.¡Cuán pálidas tiene las manos, qué
pálido el rostro! Hasta los labios...
Pero
lo que conmueve al muchacho son los ojos de la niña: tienen una mirada que da
pena.
Vuelve
la cabeza hacia el general del cuadro, y como si hablara con él, exclama:
–
¡Pobrecita!
Se
acerca a ella y suavemente le dice:
–
Yo me llamo Garoso... ¿Y tú?
–
No sé –dice ella desconcertada–. Los niños que juegan en el parque me
llaman Bruja...
Los
interrumpe el pintor; se oye su voz clara y riente:
–
Amigos: a recostarse aquí en conjunto, a acurrucarse los unos pegados a los
otros, como lo hacéis para dormir en los quicios de las puertas.
Como
los niños no se atreven, él mismo los arregla en artístico grupo:
–
Allí el voceador de periódicos con su paquete olvidado en el suelo. Tú, pequeña,
puedes poner la cabeza sobre sus rodillas. Venga aquí el del hombro desnudo.
Recoge un poco los pies, chico. Levanta la frente, niña. Esta mano está bien
así. Tú, hermoso (dirigiéndose a Garoso), puedes doblar la cabeza; quiero
hacer tu cabecita rubia. ¡Ya! ¡Bien! ¡Cierren todos los ojos!
La
pequeña Bruja se acerca con timidez; a ella no la han colocado.
El
pintor la mira despiadadamente, diciéndole:
–
Tu puedes irte, chiquilla.
Ella
se atreve a balbucear:
–
¡Señor!...
Y
hay un gesto de súplica en su boca desproporcionada.
–
¡No vuelvas! –exclama el pintor arrojándole una moneda–. No quiero verte
aquí; tú eres muy fea.
Entre
los muchachos se oye risa.
Ella
baja la cabeza, ruborizada, y se aleja dejando en el suelo la moneda que le
arrojaron... Se aleja sollozando de un modo desgarrador...
El
pintor toma la paleta y los pinceles. Está frente al caballete.
Garoso
siente algo indefinible; el corazón le palpita con violencia. ¡"Pobrecita"!,
es la palabra que con el llanto se le detiene en la garganta.
Quiere
levantarse, pero un "no te muevas" se lo impide; por un momento vuelve
a meter la rubia cabeza en aquel nido humano; pero... ¿puede un niño dominar
los impulsos del corazón? Garoso siente deseos de ir a ella, de llevarle un
consuelo, y escapa. De un salto, y corriendo tras ella, la alcanza.
Ella
iba ya por el camino. No había cesado de llorar.
–
¡Bruja! –llama Garoso con dulce voz.
Ella
se detiene.
–
No quisieron admitirme, –le dice el rapaz–. Ni a ti ni a mí nos admitieron.
Pero... ¿Qué nos importa, no es cierto?
Ella
con lentitud va levantando la frente. De sus ojos se ha borrado el dolor; hay
consuelo en sus ojos. Hay sonrisa en su boca desproporcionada...
–
¡Adiós, Bruja!
–
¡Adiós, Garoso!
Ella
se queda en el camino; ha juntado las manos y murmura arrobada:
–
Qué nos importa, ¿no es cierto?
El
se va por el camino meneando airoso la rubia cabeza, como para alejar la imagen
de la pobrecilla, de la desventurada. A veces le parece escuchar la voz de
Carlos: "¡De a dólar por día!". "¡Yo no vuelvo a
embetunar!".
Nelly
Eco - Colombia