EL PORTON DE LA CASA
Usted
recordará, mi querido Manuel, que hace algún tiempo formé la resolución de
no volver a pasar un domingo en casa, sino en el caso de que la muerte me
sorprendiera en ella en tal día; resolución que he cumplido y con la cual he
alcanzado, en parte, el bienestar que buscaba, cuando tantas cosas pasaron por mí.
"Que
me estaba volviendo pesadizo", y me hicieron adoptarla. Indudablemente ella
me salvó, porque, a Dios gracias, no tengo por qué quejarme hoy de lo que
entonces me afligía. Pero, es el caso, Manuel, que para remediar la situación
angustiosa en que hoy me encuentro, no me ocurre una idea como la que entonces
me ocurrió; y como usted es mi amigo, y además el poseedor de tantas y tan
buenas, he creído muy natural dirigirme a usted, imponerlo de lo que me ha
sucedido y exigirle que me revele inmediatamente la que debo adoptar para
evadirme de las impertinencias de los que a mi vez me obligan a importunar a
usted. Nunca, Manuel, me he quejado sin razón, pero si acaso en esta vez se
inclina usted a creer que por ahora no me asiste, sígame y yo le ofrezco que
cuando acabe de imponerse de esta historia declarará que me sobra.
Sabrá,
pues, mi amigo, que en noches pasadas resolvió Carolina, mi dulce compañera,
ir a pasar un día con los muchachos en una casita situada en el alto de San
Diego, desde la cual se domina uno de los más bellos paisajes de los
alrededores de la ciudad, y en donde pagando medio real por cabeza, a taita
Ignacio, dueño de ella, puede tomarse un baño delicioso en una alberca
espaciosa que ha construido a pocos pasos de allí. El lunes de esta semana fue
el designado por Carolina para el tal paseo y el señalado por mí para llevar a
cabo una empresa que tengo entre manos, y que, entre otras circunstancias,
requiere mucho silencio, cosa que en casa es bien difícil conseguir. Figúrese,
pues, Manuel, con cuánto placer vería yo llegar aquel día tan deseado en que
me prometía nada menos que escribir mi número de El Mosaico, con lo cual iba a
conquistar la nota de literato y el derecho de salir a la calle sin que usted,
Vergara y Carrasquilla tuvieran el de reconvenirme por la tardanza en
arreglarlo.
Mi
reloj marcó por fin las nueve, la mañana estaba divina; los canastos repletos
de pan, conservas, carne nitrada, bizcochuelos, etc., y cubiertos con blancas
servilletas, aguardaban los brazos conductores; Roberto, Julia, las criadas y el
perro, la voz de marcha, y yo la partida de este ejército para lanzarme en el
camino de la gloria. Así fue que llegué a la cumbre de la felicidad cuando
Carolina, atándose el lazo de su gorra y las gentes moviéndose en todas
direcciones, dijeron:
–
¡Caminen que nos coge el sol en la subida!
–
Roberto, mi hijo, dígales que caminen.
–
¡Que caminen!
–
¡Las sábanas se iban quedando!
–
¿Quién lleva el jabón y los peines?
–
El niño Francisco que se fue delante.
–
Mamá, ¿me pongo cachucha o sombrero?
–
¡Mi siñá Carolina, que caminen!... ¡Niña Prudencia!
–
Mamita, a mí me baña, ¿no?
–
No se les olvide el perro, que hoy vamos a ajustarle las cuarenta a ver si le
gusta comerse otra vez la carne del almuerzo.
–
Pero ¡ah tardanza, Jesús! ¡Miren que nos come el sol!
–
¡Los paraguas!
–
¡Por un tris se nos queda el ariquipe!
Nueve
veces se despidió de mí Carolina y me repitió que tuviera cuidado de la casa;
que me fuera en el momento en que me desocupara; que a las tres de la tarde me
aguardaba y que le llevara buenas noticias.
Por
último desfiló la caravana, así: Carolina llevando de la mano a Julia,
Roberto dando brincos y gritando: ¡Allons enfants de la patrie!
Las
criadas con sus envoltorios, y el perro meneando la cola con un paraguas en la
boca.
La
puerta de la calle giró sobre sus goznes y yo sobre mis talones en dirección
de mi cuarto. Tomé la silla, puse pluma nueva, la probé; ¡superior! Rebullí
el tintero, cogí la pauta, y– Ahora sí –me dije–, ¿quién podrá
competir contigo? ¿Por dónde empezaré, por dónde? ¡Ah, ya me ocurre! Por
una relación titulada "Impresiones de viaje" en la cual refiera cómo
me di veintitrés porrazos en una excursión que hice, y a consecuencia del mal
estado del camino que conduce de "El Roble" a Chimbe, y cómo me mojé
porque llovió y porque no llevaba encauchado, etc., cosas que a ninguno le
suceden por acá y que naturalmente deben llamar la atención por su novedad. Sí,
señor, y empecé a escribir: "Es tan malo el camino que por la vía de
occidente conduce a Honda, que...".
¡Tun!
¡Tun! ¡Tun! ¡Tun!
–
¿Quién es? –exclamé furioso.
–
¡Comprato signore las ulletas molto barato!
–
No, señor, no compro nada.
–
Las frenus, candelabres, pailas piu remendare.
–
No, señor, no hay.
–
Condores per estagnarse; les paraguas, signore.
–
Váyase usted de aquí, si no quiere que yo le estañe con una bala.
–
Non molesta signore, ¡adió!, ¡adió!..
El
italiano se fue, Manuel, y yo volví a mi pupitre; pero apenas tomé la pluma
cuando otra vez:– ¡Tun! ¡Tun! –¡Yoo! Que si compran calzonarias, agua
florida, hilo, agujas, botones, pomada, zarcillos, peinetas...
–
¡Que no!
–
Navajitas, papel para carta, obleas...
–
¡Que no! ¿Quién es?
–
¡Mi aaamo, por las benditas almas del purgatorio, la caridad!
–
Tome –le dije a éste dándole una moneda.
–
Que si compra sumercé gelatina y ensalada.
–
¿Cooompra sumercé los pollos, mi caballero?
–
Que si estái la niña Presentación que la llame sumercé.
–
Que no compran, que aquí no vive nadie –grité desesperado, y tapándome los
oídos corrí a cerrar la puerta principal para evadirme de aquel concurso
universal.
¡Ay,
Manuel!, no había llegado al descanso de la escalera cuando ¡plan!, ¡plan!,
¡plan!. En esta vez era con garrote.
–
El carbón, mi caballero –dijo un indio.
–
Que si aquí es la casa de mi amo Pepe –dijo un chino que traía un caballo.
Que
si tiene sumercé unas hojas de toronjil que son para un remedio.
Esta
vez despaché a los peticionarios con muy buenas razones porque llegué a
traslucir las probabilidades de salvarme. Así fue que salí en pos de ellos,
cerré con llave la puerta y subí para volver a mi ocupación. Era seguro,
pues, que iba a gozar por fin de la calma prometida. Pero ¡cómo nos engañamos,
Manuel! Instalado apenas en mi escritorio, un fuerte campanillazo vino a
arrancarme una por una mis más caras ilusiones; tras éste siguieron mil más,
y ya no era que llamaban para ofrecerme gelatina; era que la patria volaba a su
ruina si yo no iba a salvarla; era que uno de los míos había muerto destrozado
por alguno de los caballos que cruzan la ciudad; era que se había incendiado el
mundo. Todas estas ideas me ocurrieron al oír aquella campana que tocaba a
fuego, a juicio final. Volé, pues, al balcón; abrí trémulo, me asomé pálido
y desencajado... Una partida de muchachos tropezando acá y allá huyeron al
verme, y uno de ellos que cayó en el enlosado me dijo con voz suplicante: –
No, señor, no fui yo, fue aquel de la chácara de pana que va allá lejos.
Tiene
usted, Manuel, que me reí del chasco, que ellos y yo nos llevamos, y que tuve,
además, la ventaja de ahorrar el trabajo de ir hasta mi cuarto para volver
inmediatamente, porque en aquel momento llegó a tocar el criado de un amigo mío
que traía el siguiente recado: – Que le manda a decir
mi amo Carlos que si vino ya mi amo don Quijote, que le diga su merced que vaya,
que desea verlo.
Lo
cual quería decir que Carlos enviaba por El Quijote, obra que yo le había
ofrecido.
Con
tal serie de contrariedades desapareció en mí el entusiasmo literario, suspendí
lo que estaba haciendo y resolví salir a la calle, ya que en mi casa me era
imposible estar tranquilo. Pocos momentos después me dirigí a la del comercio
con el ánimo de quitarle el tiempo a algún comerciante, contándole lo que me
había sucedido. Noticia que debía estimarme por ser de alta importancia para
sus negocios, puesto que de ella iba a retirar una buena utilidad. Pero
desgraciadamente para él, en la esquina me atrapó don Cosme, un conocido mío,
que tomando la solapa de mi levita, me dijo que yo era muy paseador, que se había
cansado de tocar en el portón de la casa, a donde había ido para que yo le
dijera qué había a punto fijo de noticias; si era cierto que había venido un
posta, que se habían salido los presos y que habían llegado a Honda catorce
mil chapetones; que si lo de la derrota en el sur era verdad o mentira; qué había
hecho de bueno; que quién me había hecho el chaleco que llevaba puesto; que si
había leído El Heraldo; que el catarro le tenía loco; que ya no se usaba la
bufanda; que si era cierto que estaban usando crinolinas de rejo, cosa que le
parecía detestable; que cómo estábamos en casa; que si no nos habían
reclutado el sirviente que teníamos, y que no me decía más porque iba a hacer
dos visitas de pésame y una de cumpleaños, por lo cual se despidió, dejándome
tan aturdido como debió quedar Sancho cuando lo mantearon en aquella venta
consabida. ¿Qué tal, Manuel, si me coge en casa aquel don Cosme tan noticioso,
tan amable y tan acatarrado?
A
pocos pasos de allí encontré al maestro Fermín Cortázar, secretario de
mejoras internas en el ministerio de casa, y dirigiéndome a él: – ¿Qué
tal, maestro, cómo le ha ido? –le dije.
–
Pus ya se figurará, con estas guerras del diablo, que ya nos come la miseria
por todas partes, y ya no sabe uno qué camino coger, y ya no es lo pior, sino
que la hebra siempre revienta por lo más delgao, asina es que quién sabe qué
será de nosotros. ¡Ave María purísima! Para su casa iba por lo del material
que llevaron; no se topa ni un pión y...
–
Es verdad –le dije–; camine le doy esos reales– y me vine para casa con él.
Apenas
habíamos entrado en ella, cuando el zaguán se convirtió en una agencia
universal, en un puerto, o en una plaza de mercado: uno venía a venderme el
almanaque; otro a traerme una esquela convidándome al entierro de un señor a
quien no tuve el honor de conocer; el portero del cabildo a notificarme que se
reunía esa noche; Arturo Salamanca por dos rosas y un clavel para un bouquet;
una vieja a que le comprara un Cristo en nueve reales; último, último en
cinco, y que ofreciera; un extranjero a que le indicara en qué días partía la
diligencia de Tunja a Moreno; un muchacho a que le cambiara un real por dos
medios; Calígula Matajudíos a proponerme que entrara en la rifa de un estoque,
y una china de la casa contigua a pedirme licencia de entrar a sacar un mico que
había trozado la cabuya y se había pasado a la huerta de la mía. ¡Póngase
usted en mi lugar, Manuel!
Por
fortuna el maestro Cortázar me ayudó a despachar gente, y me ofreció sus
servicios en la persecución y captura de aquel mico intruso de que me habían
hablado; así fue que, a la una de la tarde y tomadas las posiciones que nos
parecieron convenientes, empezamos el ataque a un cerezo en cuya copa estaba el
maldito, divertido en hacer gestos y en arrancar las cerezas con una franqueza
recomendable.
Las
fuerzas nuestras se dividieron así: Cortázar, que hacía de vanguardia, se
trepó al tejado de la pared divisoria de la huerta, la cual queda inmediata al
árbol y tomando un chusque empezó la carga con una serenidad "digna de
mejor causa". La china de la otra casa que representaba el grueso del ejército,
rebulló el cerezo por indicación del estratégico y sereno Cortázar; y yo
que, armado con un escobero me quedé en calidad de reserva, ocupé el corredor
alto para cortarle la retirada en caso de que pretendiera evadirse por allí. El
ataque fue brusco, Manuel, pero el mico no se dio por notificado. Viendo Cortázar
que nada conseguía con aquel movimiento, ocurrió a un medio más expedito: tomó,
pues, el chusque a dos manos y descargó tan furibundo tajo, que perdió el
equilibrio y junto con tres o cuatro tejas vino a caer de cabeza entre un
sardinel sembrado de claveles, mejorana y pensamientos. Ya usted se figurará,
mi amigo, que la metralla gastada en Solferino apenas habría causado en mis
claveles los estragos que los codos y las rodillas del denodado Cortázar
causaron. La china corrió, y el mico, asustado por el estruendo, saltó del árbol
y vino a tomarse el corredor donde yo estaba; pero ahí fue su Waterloo, Manuel,
porque le di un golpe tan fuerte con el escobero, que descendió aturdido y fue
a buscar por dónde salvarse, en el momento en que Cortázar, altamente
indignado, le enviaba al encuentro un pedazo de teja tan bien dirigido, que si
el mico no hubiera corrido en otra dirección, hoy estaría gozando de la paz de
los sepulcros.
La
batalla siguió, y con ella los gritos y las carreras.
–
¡Por aquí!
–
¡Atájelo más allá!
–
Por aquí pasó.
–
Allá va, atájelo... ya se fue.
–
¡Dale duro!, ¡eso es, duro! –le gritaba Cortázar a la china, que habiendo
logrado arrinconarlo, le pegaba sin cesar.
Ya
la victoria iba a coronar nuestros esfuerzos; puesto en vergonzosa fuga por
nosotros, tomó el pasadizo que conduce al patio principal, y de allí se dirigió
a la puerta de la calle; pero tiene usted que al llegar a ella, fue rechazado
por un indio que hacía rato estaba golpeando y que venía a ofrecerme fajas y
monteras, quien cual exclamó: – ¡Mis amos, que se les sale el mico!
–
¡Déjelo!, ¡déjelo! –le grité yo en fuerza de la brevedad.
–
¡Sí, mi amo, atajándolo estoy! –me contestó cerrando la puerta, y el mico
tomó la escalera; en un segundo llegó al oratorio, que siempre está abierto;
se trepó al altar; rompió una guardabrisa y tumbó dos floreros y un
candelero. Pero Cortázar le echó la ruana, lo cogió envuelto en ella y no lo
soltó a pesar de los mordiscos que le daba.
Una
vez amarrado aquel bandido lo remitimos con la china a la casa contigua, en
donde debía ser juzgado y castigado; cosa que nosotros no hicimos en la
nuestra, porque a usted no se le oculta, Manuel, que él era extranjero, y que
si tal hubiéramos hecho, nos habríamos expuesto a una reclamación seria de
parte de su gobierno.
Terminada
con tan buen éxito esta gloriosa campaña, despaché a Cortázar y me preparé
a seguir para el alto de San Diego, en donde iba a encontrar la compensación de
las contrariedades que había sufrido. Pero escrito estaba que éstas no debían
terminar aún. De repente llegó a mis oídos un ruido espantoso, los gritos,
las exclamaciones, los golpes, la bulla de caballos y el sonido de las armas que
yo sentía helaron mi sangre y me hicieron creer que los catorce mil chapetones
de que me había hablado don Cosme habían llegado ya a tomar mi casa. No me
quedó duda sobre esto cuando oí que gritaban: – No sean brutos, conténgalo
que nos mata.
–
¡Silencio!... ¡Orden!
–
¡Cabo Pérez, hágase para acá!
–
¡Amarren, por María Santísima!
–
¡Lo mató! ¡Lo mató!
–
¡Hagan fuego ustedes!
–
¡Con cuidado, no sean animales!
–
Ahí va bala... ¡fuego!
¡Tun!,
¡pan!, ¡tan!
El
portón giró con un estrépito horrible, al impulso de un torrente de soldados,
mujeres y muchachos. El cajón de un mercachifle cruzó el corredor, arrojando
como una granada varios objetos en diversas direcciones; apareció en pos de
todos un furioso novillo sembrando a su paso el terror y la desolación. Dos
rejos con que lo traían enlazado dos esforzados orejones, apenas bastaban para
contenerlo en el segundo portón. Uno de los rejos se reventó, y yo caí
atropellado por los invasores...
Por la noche me encontré rodeado de mi familia y con una herida en la cabeza, que me recordará siempre El portón de casa.
Ricardo Silva