DE
CÓMO LA FAMILIA CHIMP VINO A LA CIUDAD
Con
ser y hallarse en la plenitud de la vida, Míster Chimp se había ya retirado de
las ocupaciones activas. Vivía tranquilamente en seno de su familia, feliz en
el amor de Missis Chimp y de los cuatro retoños, dos chicos y dos chicas, que
el cielo le había deparado para bendición de su casa.
Casa
situada en lo profundo de una dilatada selva, poblada de árboles mayores, que
alzaban a grande altura sus tupidas copas y entrelazaban sus brazos extendidos,
por muchas leguas a la redonda.
Debajo
de los árboles, en el monte bajo, bullían numerosos y variados los habitantes
de la selva; grandes unos, chicos otros; éstos corrían, aquellos se
deslizaban; los de acá se arrastraban torpemente; los de allá iban marchando
con lentitud y solemnidad. Había ardillas y conejos, zorras y venados, lagartos
y culebras, osos y gatos monteses, y una turba de pájaros bulliciosos, de
plumaje vario, cuyos nidos colgaban de las ramas de los árboles.
Pero
los Chimp no alternaban con todo el mundo. Ellos habían escogido una de las
ramas superiores de uno de los árboles más altos, y allí dejaban correr la
vida, lejos de las turbas insensatas, gozando de una perfecta felicidad doméstica.
Fieles
a las tradiciones de su raza, no usaban vestidos de ninguna clase; circunstancia
feliz que los ponía a salvo de sastres y modistas, cuya llegada no siempre es
causa de regocijo en los lugares comunes y corrientes. Para eso tenían los
Chimp su pelliza natural, que les mantenía calientitos y que, en términos del
oficio, les venía al cuerpo como pintada.
Los
quehaceres domésticos no eran para rendir de fatiga a Missis Chimp. Baste decir
que no tenía que cocinar, porque el bosque circunvecino proveía a la familia
de alimentación abundante, que consistía sobre todo en nueces, con aditamentos
ocasionales, por vía de golosina, de hojas y tallos tiernos, procedentes de
ciertas plantas comestibles. Tampoco había, es claro, cuenta del tendero, ni
del carnicero, ni del panadero, ni de los demás proveedores de las casas de las
ciudades.
Ventaja
pura y neta era todo aquello; de manera que los dichosos padres, libres de
cuidado en cuanto al mantenimiento de la familia, podían dedicarse por entero a
la superior educación de sus hijuelos. Inculcábanles, pues, aquellas máximas
de virtud y de sabiduría que habían de asegurarles luego la felicidad terrena.
Los
Chimp estaban provistos de ciertos apéndices comúnmente llamados colas. Eran
largas, flexibles, fuertes, y podían enroscarse de mil modos diferentes. Si los
bípedos llamados hombres de detuviesen a meditar sobre el asunto, debieran
dolerse a la continua de haber perdido un aditamento tan útil como la cola.
Mientras
Missis Chimp, aficionada al descanso, como suelen serlo las damas de edad
madura, se quedaba perezosamente en la cama en la comba de una rama favorita, Míster
Chimp salía algunas mañanas a dar un paseo con sus hijos por los árboles
vecinos. Él guiaba la marcha, saltando de una en otra rama y de uno en otro árbol,
seguido por amorosa prole. El precavido Míster Chimp calculaba los saltos de
modo que fuesen adecuados a los músculos de los chiquillos. Al principio, en
distancias no muy largas, los saltos eran como los que daría cualquier bípedo
en el suelo; luego les fue enseñando a que se sirviesen poco a poco de la cola
para salvar distancias mayores. Envolvía la cola en una rama sólida,
columpiaba el cuerpo como un péndulo en el aire, y, adquiriendo el necesario
empuje, soltaba la cola de donde la tenía asida y se lanzaba a una rama del árbol
próximo. Los niños seguían el ejemplo, con mucha timidez al principio,
regocijados del sport después. Así hicieron largos paseos, en los cuales
exploraron todos los rincones y vericuetos de la floresta.
Con
el tiempo llegaron a realizar verdaderas proezas de atrevimiento. Bajo la
dirección paterna todos los niños se colocaban en cadena viviente, eslabonando
la cola del uno al cuello del otro, sostenidos en el punto de partida por Míster
Chimp, cuya cola se envolvía a la rama de un árbol; columpiándose luego la
cadena entera, que en sus oscilaciones recorría larguísimas distancias, el
individuo del extremo se agarraba a una rama allá lejos, el padre se dejaba ir
entonces, y he aquí que todos los Chimp iban a dar con sus personas a un árbol
diferente.
Al
volver a casa, cargados a menudo con los despojos de la correría, tomaban el
almuerzo, y después de un ligero descanso, Míster Chimp se ponía a instruir a
sus hijos en la ciencia de la vida, con sus vicisitudes y peligros, tal como la
amarga experiencia se la había enseñado a él mismo.
Y
aconteció cierto día que, mientras la familia almorzaba, llegó a sus oídos
el sonido de una voz distante. La voz, que apenas se alcanzaba a oír, venía de
abajo.
–
¡Chimp! ¡Chimp! –decía. Luego sonó más cerca repitiendo: –¡Chimp!, ¡Chimp!
Missis
Chimp, alerta siempre y de ojo avizor, fue la que primero advirtió de dónde
venía aquella voz. Allá abajo, al mismo pie del árbol, estaba un hombre
pelirrojo, con la cara vuelta hacia arriba, el sombrero en la mano y gritando:
–¿Quiere usted bajar, Míster Chimp?
–
No, no bajes, querido mío –dijo Missis Chimp: ese que te llama es un hombre
malo y puede hacerte algún daño.
–
Señora –dijo el hombre–, yo no soy malo. Sólo he venido a invitar a usted,
a Míster Chimp y a los niños para que me acompañen a un corto paseo a la
ciudad, donde ustedes tendrán muy lindos vestidos para ponerse.
–
¡Vestidos, Chimp! Este no puede ser un hombre malo. Bajemos a ver qué quiere.
Con
obediencia de marido, Míster Chimp siguió el consejo de su mujer y en un abrir
y cerrar de ojos la familia toda, deslizándose por el tronco del árbol, estuvo
delante del recién venido.
Este
avanzó y le dio un caluroso apretón de manos a Míster Chimp.
–
¿Cómo está usted? Celebro infinito verlo. A los pies de usted, Missis Chimp,
¿y los chiquillos? ¡Vamos, son un primor! Felicito a ustedes con toda mi alma.
He venido a invitarlos a la ciudad. Mi coche espera a la salida del bosque. En
la ciudad ustedes tendrán que ponerse vestidos: ¡la gente tiene tantas
preocupaciones! Y en lo social uno debe pecar más bien por carta de más que
por carta de menos. Conque, ¿vienen ustedes? Por supuesto que sí; así lo
esperaba yo. A ustedes se los espera con infinita curiosidad... digo... quiero
decir, con ansiedad, pues el nombre y buena fama de ustedes han llegado a
noticia de nuestras gentes, y están deseosísimas de verlos y conocerlos a
todos ustedes.
Entre
tanto el hombre de los cabellos rojos iba andando con Míster Chimp de la mano y
seguido por Missis Chimp y los chiquillos. Pronto llegaron a donde estaba un
gran carruaje con cuatro caballos enganchados. El hombre abrió la puerta y
empujó dentro a Míster Chimp, y en un decir Jesús toda la familia Chimp se
encontró en el carruaje, rodando sin saber adónde y escuchando la cháchara
incesante del nuevo amigo, acerca del mundo maravilloso que iban a ver dentro de
poco.
Algunas
horas después llegaron a la ciudad, cosa que antes no habían visto nunca, pero
sobre la cual les habían llegado algunas vagas noticias, traídas al bosque por
un amigo de Míster Chimp, gran viajador en sus mocedades.
Casas,
iglesias, calles, plazas, parques, tranvías, carruajes, estatuas, fuentes, todo
un mundo de cosas revueltas, maravillosas e incomprensibles que aparecían a sus
ojos hormigueando en todas direcciones, y una multitud de seres muy parecidos a
los Chimp, sólo que iban cubiertos con ciertos ajuares llamados vestidos, de
los cuales había hablado el hombre pelirrojo.
El
coche se detuvo, abrióse la portezuela y el pelirrojo se apeó a la entrada de
un edificio muy grande. –Aquí –dijo él– los vestirán a ustedes a la última
moda. Usted, Míster Chimp, se servirá pasar a esta habitación, los chicos al
departamento de los niños, las niñas allí a la izquierda, y usted Missis
Chimp, tendrá la bondad de subir conmigo al departamento de las señoras. Yo
esperaré luego abajo, y estoy seguro de que al salir todos ustedes estarán
perfectamente satisfechos del resultado.
Míster
Chimp fue el primero que salió, media hora después. Estaba hecho todo un
caballero, chistera en la cabeza, lentes en los ojos, un cuello alto y rígido,
corbata con un luciente alfiler de diamantes, levita larga, chaleco de fantasía,
pantalón a cuadros, botas de charol, guantes, cadena de oro, reloj en el
bolsillo, nada se había olvidado.
Parece
que la cola había resultado un tanto estorbosa, pero el inteligente oficial se
había dado trazas de ocultarla, o a lo largo de las espaldas, o por entre la
pierna del pantalón, que sobre este punto las crónicas no andan completamente
acordes; de suerte, que Míster Chimp habría podido ingresar en cualquier
Directorio o Parlamento, sin lesión ni detrimento para el puntillo de sus
colegas por lo del apéndice aquél.
En
el andar mostraba Míster Chimp la seguridad de quien se siente en su elemento.
Comprendía que los vestidos que llevaba lo igualaban a la generalidad de los bípedos
que se movían a su alrededor.
Mientras
estaba allí en satisfacción muda, cayeron sus miradas sobre una dama elegante
y graciosa que a la sazón salía del edificio. Como él sabía que Missis Chimp
se hallaba a conveniente distancia, resolvió ¡al fin hombre! seguir a la
hermosa y tal vez abordarla, si eso era posible.
Andando
casi de puntillas, con gracioso contoneo de cuerpo y una sonrisa que seductora
en los labios, se acercó a la bella desconocida: –Señora –le dijo– ¿me
permitiría usted que...?
Por
debajo del enorme sombrero, poema de paja, fieltro, plumas, pájaros disecados y
flores exóticas artificiales, se volvió hacia él el rostro de la dama.
Suspensos se quedaron por un instante los dos interesados.
–¡Cómo,
Chimp! ¿Eres tú? –exclamó Missis Chimp– porque era ella, ella en persona.
Habíanla
ataviado a la última moda. No es para un simple mortal masculino intentar
siquiera la descripción de las maravillas de indumentaria que la oficiala había
superpuesto y ordenado en el cuerpecito de Missis Chimp. Allí había cintas y
encajes, sedas y gasas, bordados y terciopelos, mullidos, esponjamientos y unas
como nubes crespas, ballenas, fajas elásticas y todos los misteriosos,
incontables e indescriptibles elementos de que se sirven las mujeres para
realzar su belleza y para gastar el dinero de sus maridos.
En
fin, que Missis Chimp estaba hecha la gran señora y que habría sido flor y
prez en cualquier círculo de cualesquiera damas.
Conviene
advertir que en el caso de Missis Chimp el problema de la cola no ofreció
serias dificultades, debido a las proporciones arquitectónicas del ajuar.
Pero
después de todo, Missis Chimp tenía corazón femenino.
–Chimp –había dicho ella– ¿así te diriges siempre tú a las mujeres que no conoces? ¿Y eso a tu edad?
–En
sus ojos brillaba una lágrima de reproche.
–Yo
te conocí inmediatamente, te lo aseguro, querida mía –tartamudeó Míster
Chimp.
Ella
no insistió, pero el recuerdo de aquel incidente no se le borró de la memoria,
y allí estaba para resucitar siempre que ocurría alguno de esos disgustillos
que casi son disgustos, tan frecuentes aun en los hogares más bien
constituidos. Porque, según sabemos todos, el monstruo ojiverde de los celos no
vuelve a dormir una vez que se ha despertado, y se convierte per secula en cruz
y tormento de los desventurados a quienes ha mordido. Sirva esto de advertencia
a todos y cada uno, ya sean bípedos de los que viven en las ciudades, ya sean
personas con cola de las nacidas en los bosques.
A
su tiempo salieron los niños, peregrinamente transmutados ellos también. Sin
duda hubieran podido alternar con los chicos de la ciudad. La sola diferencia
habría sido quizás que ellos tenían un poco más de pelo del que se
acostumbra; pero con guantes en las manos y sombreros o gorras en la cabeza, las
cosas quedaban en su punto.
La
familia anduvo por las calles, acompañada siempre por el inseparable pelirrojo,
gozando de la vida urbana y viendo todo lo digno de verse, que pronto iban sintiéndose
como patos en el agua. Maldita la gracia que les hacía el pensar en volver a la
sencillez de su vida primitiva en la floresta. Por suerte su amigo se había
anticipado a proveer lo conveniente para que se quedaran en la ciudad.
Con
toda la cortesía y delicadeza que el caso reclamaba, para no herir el orgullo
de Míster Chimp ni su puntillo, insinuó que la familia debería aceptar una
invitación para asistir a ciertas recepciones de la tarde y de prima noche, a
las cuales, decía él, no asistía sino lo más escogido de la ciudad y en las
cuales Míster Chimp y su familia no tendrían sino ocupar la localidad que se
les destinaba y recibir allí a los numerosos visitantes que sin duda acudirían
a ellos.
Tranquilizado
en lo tocante y atañedero a su dignidad, Míster Chimp vino en aceptar; y ese
mismo día fueron instalados los Chimp en una como gran casa con ruedas,
colocada en un espacioso edificio, al cual venía gran número de gente. Si Míster
Chimp hubiera sabido que aquello no era más que un circo y que a él y a los
seres amados se los estaba exhibiendo ante una muchedumbre vulgar, habría
sentido el ultraje en lo más hondo y hubiera procurado volverse a su floresta;
pero es lo cierto que las comidas eran servidas con entera puntualidad y ese
detalle en ocasiones suaviza los arranques de ira y de dignidad. Missis Chimp y
los niños estaban contentos.
Alrededor
de la casa oscilaban unos cuantos trapecios, en recuerdo de los pasados días.
El lujo presente amortiguaba cualesquiera recelos que en el pecho paterno
pudieran albergarse.
Así
fue como toda la familia Chimp vino a la ciudad y se quedó allí. Míster Chimp
aprendió muchas cosas, y llegó a una alta posición en sus nuevas condiciones
de vida; con el tiempo se dio trazas de aprender los arbitrios y las artes de
los hombres; logró abandonar su jaula y tomar parte en los negocios de las
gentes que lo rodeaban.
Adquirió
cierto aire severo y solemne, que no dejaba por un instante, y procuraba parecer
sabio siendo de pocas palabras y de ningunas obras; de ese modo subió en la
consideración de las gentes, y empezaron a lloverles honores y distinciones.
Llegó a ser regidor, alcalde de la ciudad y político influyente. El sol de la
fortuna les dio brillo a la esposa y a los hijos y éstos se casaron, llegado el
momento, en la aristocracia del país.
La
cola era para ellos uno motivo de ansiedad constante, pero nadie descubrió jamás
el secreto de su existencia, sino tal vez cuando ya era demasiado tarde y cuando
ya la felicidad de los descubridores estaba vinculada al secreto susodicho.
Todas estas cosas sucedieron hace mucho tiempo. Los enlaces de los Chimp con individuos de nuestra alta sociedad durante muchas generaciones, tal vez expliquen por qué hallamos tan a menudo gentes que tienen todos los rasgos físicos y mentales que distinguían a la raza pura de los Chimp; gentes que tal vez llevan en el alma las altivas tradiciones que míster Chimp le predicaba a su familia en la copa de aquel árbol altísimo, donde corrieron los mejores años de su vida, y donde pudo presenciar todas las cabriolas de sus padres, cuando ellos a su vez le enseñaron a él el arte de la vida; arte, decía míster Chimp, que después de todo se reduce, así en la ciudad como en el bosque, a saber guardar el equilibrio y salir airoso de los malos pasos.
Santiago Pérez Triana - Colombia