Dios y el ser humano
Nos introduce el Génesis en el espectáculo imponente de la creación. Los cielos y la Tierra son como el escenario magnífico, maravilloso, donde aparecerán el hombre y la mujer, formados por la mano poderosa de Elohim, el Creador de todo cuanto existe. El punto culminante de la obra creadora es precisamente la formación del hombre y la mujer a la imagen y semejanza de Dios. Por eso los antiguos predicadores le llamaban al hombre "la corona de la creación".
Desde la portada del Génesis el Señor nos revela su interés especial en el ser humano, en todo ser humano. La verdad es que no podemos entender debidamente nuestra responsabilidad misionera si no tenemos en cuenta lo que el ser humano es ante los ojos de Dios; si no lo valoramos como Dios lo valora; si no lo contemplamos- -a la luz de la revelación divina-en su dignidad, en su fracaso, y en su posibilidad de ser restaurado a la comunión con el Creador, y con otros seres humanos. |
La Dignidad del Ser Humano
Lo que fundamentalmente dicen las Escrituras tocante a la primera pareja se aplica a toda la humanidad. En cuanto a seres creados por el Señor, todos tienen la misma dignidad ante El.
La dignidad del origen del ser humano
En un cántico de alabanza a Jehová, el salmista exclama:"Reconoced que Jehová es Dios; El no hizo, y no nosotros a nosotros mismos" (Salmo 100). El ser humano no se ha auto creado; tampoco es un mero resultado de la combinación fortuita de elementos materiales; no viene por azar como producto de las fuerzas ciegas de la naturaleza. Dios mismo diseñó y formó al hombre, y le dio el soplo vital, el beso de la vida. El Creador no dijo: "Haya seres humanos y multiplíquense sobre la faz de la tierra", sino "hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza". El hombre y la mujer vienen de las manos del divino Alfarero, creados por Dios para la gloria de El.
Todo ser humano es creación de Dios, y como tal debemos tratar a todo aquel que deseemos alcanzar con el Evangelio. Todo ser humano es nuestro prójimo; está muy próximo a nosotros en cuanto a su origen, naturaleza y dignidad. Nos unen a él, o a ella, los vínculos de la raza: la raza humana universal. Todos vienen de Dios y a El van, ya sea a encontrarle como Juez, o como Salvador y Señor. Todos tenemos un mismo Hacedor, y somos del mismo barro. Esta convicción en cuanto a la unidad y dignidad de la raza nos hará misioneros respetuosos, y hasta reverentes, ante aquellos a quienes llevemos el mensaje de Jesucristo. La doctrina de la creación (Gn. 1-2) y la de la nueva creación en Cristo (2 Co. 5:17) se hallan estrechamente relacionadas entre sí. La nueva creación presupone una creación primigenia. Eloim es el hacedor y el restaurador del ser humano. En este sentido hay unidad y continuidad entre la creación y la redención en Jesucristo. La dignidad de la naturaleza del ser humano Hay similitudes pero también grandes diferencias entre el ser humano y los animales. Según el relato del Génesis, éstos también son creación de Dios (1:21); al igual que el hombre fueron formados de la tierra (2:19); son seres vivientes (1:20); reciben el mándalo de fructificar y multiplicarse (1:22), y se alimentan de lo que produce la tierra (1:3); pero no se les da el mandato de gobernar el mundo, ni hay entre ellos quien pueda ser ayuda idónea para el hombre. Existe entre el hombre y los animales una diferencia abismal que no puede considerarse simplemente en términos de lo biológico, o en categorías culturales. Se trata mucho más que del organismo físico, del lenguaje y la civilización. Solamente del ser humano se dice que recibió la imagen y semejanza de Dios (Gn. 1:26-27). La palabra selem, traducida "imagen", puede significar una copia o reproducción exacta; en tanto que demut,"semejanza", ordinariamente indica parecido o similitud. En cierto modo, el vocablo demut atenúa el significado de selem; pero en las Escrituras no se establece una distinción técnica entre ambas palabras. En Gn. 5:3 aparecen invertidas y este orden no cambia el significado del versículo; y tanto en Gn.1:27 como en Gn.9:6, "imagen" no va acompañada de "semejanza". Según Gerhard von Rad, "imagen" es la palabra fundamental. Los hebreos no veían una dicotomía entre la parte espiritual y la parte física del ser humano. Por lo tanto, el hombre entero, en su personalidad total, lleva la imagen de Dios. Sin embargo, todavía es posible decir, sin negar la unidad del ser humano, que por tener impresa la imagen de Dios, el hombre y la mujer pueden pensar, sentir y querer; son capaces de reflexionar sobre sí mismos y sobre lo que les rodea; les es posible emitir juicios de valor moral, experimentar el anhelo de lo eterno, entrar en comunión con el Creador, señorear sobre todos los animales, sojuzgar la Tierra como mayordomos de Dios, hacer herramientas complicadas, levantar una civilización y mejorarla, progresar en los dominios de la cultura, elaborar un lenguaje superior en muchas maneras al de los animales, glorificar a Dios como otras criaturas no pueden hacerlo. Después de la caída en el pecado, el hombre sigue siendo hombre y la mujer sigue siendo mujer; porque llevan impresa aún la imagen del Creador. Por supuesto, esta imagen ha sido seriamente afectada por el pecado, pero permanece en todos los seres humanos como una marca indeleble (Gn. 9:6, Stgo. 3:9). De otra manera no serían humanos. En el siglo XVI había teólogos europeos que discutían si los habitantes del nuevo continente, los amerindios, tenían alma o si eran solamente una especie sub humana, porque de no tenerla era innecesario cristianizarlos. No pensaban esos teólogos que eran ellos los desalmados ante hombres y mujeres que como todo ser humano llevaban grabada la imagen de Dios. Es posible hablar, con base en las Escrituras, de la unidad y diversidad de la raza humana. La unidad se expresa en la diversidad, y la diversidad no destruye a la unidad. Somos fundamentalmente una sola raza, bajo el glorioso distintivo de la imagen de Dios. Todos hemos sido hechos de una misma sangre (Hch. 17:26). Al mismo tiempo somos varias razas. Pero no hay lugar aquí para el concepto de razas superiores y razas inferiores, o de razas predestinadas para dominar el mundo. Aquí se le da golpe de muerte a la discriminación racial. El racismo tiende a manifestarse en todo el mundo, aunque sus síntomas son más visibles en unos lugares que en otros. De cualquier manera, ninguno que sea víctima de esta plaga debe aspirar al gran honor de ser un misionero de Aquel que creó al ser humano a su imagen y semejanza. Debemos decirlo sin eufemismos: la discriminación racial es un pecado, es una ofensa al Creador, un ultraje a la dignidad del ser humano. De este gran pecado, como de cualquier otro pecado, solamente Jesucristo puede perdonarnos, y liberarnos, ¡ Y pensar que algunos cristianos han pretendido utilizar la Biblia para justificar semejante atropello a la humanidad!. Todos los seres humanos son nuestros congéneres en el orden de la creación, y debemos cuidarnos de no ofender la dignidad que les confiere la imagen de Dios. Somos llamados a darles testimonio con mansedumbre y reverencia de la esperanza que hay en nosotros (1 P. 3:15). Debemos ir a ellos impulsados por el amor que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones. No importa en qué condiciones de miseria espiritual, o material, puedan hallarse; no importa el color de su piel, ni su grado de civilización, o cultura, ni la actitud que tengan hacia el Evangelio, del cual muchos son acérrimos enemigos. Debemos respetarles y, más que todo, amarles en el Señor. No olvidemos que nuestra misión no es servirnos de nuestros semejantes, sino servirles. Que el Señor nos libre de la tentación de querer utilizar la obra evangelizadora como un pretexto para hacernos un nombre, o como una escalera para alcanzar el éxito terrenal. Gracias al Señor por nuestro deseo de involucrarnos en la misión mundial de la Iglesia. Queremos rebasar fronteras, cruzar océanos, vencer distancias, romper barreras raciales y culturales, y llevar el Evangelio a pueblos que son muy diferentes al nuestro. El ideal es noble y bíblicamente valedero. San Pablo dice: "A griegos y a no griegos, a sabios y a no sabios soy deudor" (Ro. 1:14). Nosotros también somos deudores a todos los seres humanos, en el sentido de que la misión mundial de la Iglesia es la misión de todos los cristianos y de cada cristiano en particular. El mandato misionero fue dado a todos los discípulos, no solamente a algunos de ellos, aunque no todos ellos tuvieran que atravesar barreras culturales para anunciar el Evangelio. Pero tenemos que pedirle al Señor que nos ayude a evitar las fallas que algunos de nuestros ilustres predecesores tuvieron en el cumplimiento de tan gloriosa misión. Para decir lo menos, tengamos siempre presente que nosotros también podemos caer en el paternalismo misionero, o en el error de querer imponer un patrón cultural. No olvidemos que los destinatarios de nuestro mensaje tienen la imagen de Dios, y la impronta de su propia cultura. Lo más importante en cuanto a la presencia de la imagen del Creador en todos los seres humanos es que el tiene interés en cada uno de ellos y envió a su Hijo amado para salvarlos. Dios no quiere que ninguno se pierda, sino que todos procedan al arrepentimiento (2 P. 3:9). Su deseo es restaurarles a la comunión con El, y conformarles a la imagen de Cristo, quien es "la imagen del Dios invisible" (Col. 1:15), "el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia" (He. 1:3). Tal es la obra redentora y restauradora que Dios se compromete a realizar en todo aquel que cree en el nombre del Señor Jesús. Tal es la obra salvífica que el quiere dar a conocer por nuestro medio a "toda criatura" en todos los pueblos del orbe. La dignidad de la vocación del ser humano El hombre es del cielo y de la tierra: viene del Creador, cuya imagen lleva impresa y es formado del "polvo de la tierra" (Gn.2:7). Es celestial y material, espiritual y corporal. Es un terrícola: creado como parte de este planeta, para vivir en él y gobernarlo en nombre del Señor. Ya hemos indicado que el Antiguo Testamento ve al hombre como una unidad; como un ser total que posee lo espiritual y lo corpóreo. Pero no hay dualismo, no se hace una separación profunda entre lo espiritual y lo físico del ser humano, como si lo uno fuese más importante que lo otro y pudiese subsistir aquí en la Tierra sin lo otro. El Nuevo Testamento, escrito en el ambiente greco-romano, no cae en el dualismo griego con respecto al ser humano. El cuerpo no es meramente la cárcel del alma. Está incluido en el plan de redención (Ro. 8:22-23). Es el instrumento para realizar la justicia, las obras que glorifican a Dios (Ro. 6:12-13), y será glorificado cuando Cristo venga otra vez (Fil. 3:20-21). Además, la Biblia contempla al hombre en relación estrecha con sus semejantes y con la naturaleza. Adán y Eva no fueron creados para ser visitantes de la Tierra, sino sus residentes y gobernantes, reciben lo que algunos llaman "el mandato cultural". Esto es parte de la dignidad del ser humano, quien no es creado para ser esclavo, sino libre, como representante de Dios en la naturaleza. El hombre tenía que cuidar y cultivar la tierra, vivir de ella y estar al servicio de ella. Antes de la entrada del pecado en el mundo el ser humano disfrutaba de la comunión con Dios y con la naturaleza. Había armonía también, por supuesto, entre el hombre y la mujer. Era un hogar verdaderamente feliz. Aquella escena paradisíaca es como una muestra de lo que fundamentalmente Dios quiere que el mundo sea para todos los seres humanos: un lugar de relaciones armoniosas en la naturaleza, en la familia, y en la sociedad, como resultado de la comunión del hombre y la mujer con su Creador. Este es el shalom (la paz, la prosperidad, el bienestar) por el cual los hebreos oraban. Subráyese que la bendición divina incluye no solamente la vida espiritual, íntima, privada del individuo. Adán no podía ser completamente feliz en soledad, sin relacionarse con otro ser humano. Necesitaba una "ayuda idónea" con quien se fundiría en otros seres humanos: los hijos que vendrían como fruto de aquella relación de amor, bajo la bendición de Dios. Surgen así la familia y la sociedad. El hombre es corporal y espiritual, individual y social, con necesidades y responsabilidades en estos tres órdenes de su existencia. Tiene que velar por el bienestar de su familia, contribuir al bien social, administrar sabiamente los recursos de este planeta, como mayordomo de Dios. Con todo ese cúmulo de necesidades y responsabilidades, el hombre necesita ahora salvarse, no en soledad, sino en solidaridad con otros seres humanos, no aparte del mundo, sino en el mundo, para bendición del mundo. El ser humano tiene una vocación espiritual. Su espíritu clama por el Dios vivo. Siente la sed de lo infinito, de lo eterno. Pero ha recibido también una vocación terrenal. Le ha llamado el Creador a administrar el planeta tierra, a vivir en familia, a ser miembro activo de la sociedad. ¿Cómo atrevernos a hablar únicamente de la salvación del alma, si por el alma se entiende tan sólo la parte incorpórea del ser humano? No hay semejante limitación en el mensaje salvífico que viene del Señor. En Cristo se salva el ser humano en todas las dimensiones de su personalidad y en todas las relaciones de su existencia. Se salva para hoy y para la eternidad, para la Tierra y para el cielo, para sí mismo y para los demás, en la familia, en la Iglesia y en la sociedad. Este es el Evangelio, la buena noticia, que debemos proclamar hasta lo último de la Tierra.
El Fracaso del Ser Humano Ya hemos anticipado este tema en el apartado anterior. Se hacía inevitable. Pero es necesario subrayarlo y ampliarlo. El hombre es un ser creado, pero también caído. No evoluciona, sino involuciona. No asciende, desciende, y con él lleva a toda la raza al abismo del pecado y la condenación. El cosmos (orden) se convierte en caos. Hay pavor en la Tierra y tristeza en los cielos. Se ha roto la armonía entre Dios y el hombre. Este queda alienado de su Creador, de su ayuda idónea, de la naturaleza, y aun de sí mismo, por cuanto experimenta ahora el conflicto interno entre lo que él mismo debiera ser y lo que no es. La naturaleza del pecado En el relato del Génesis se da a entender que el pecado de Adán fue un acto de desobediencia al mandato ético de Dios. Adán y Eva se rebelaron contra su Creador cuando se sometieron a la voluntad de la serpiente. Aquello fue también una muestra de ingratitud ante los múltiples favores que habían recibido. Se negaron a seguir dependiendo de su Hacedor. Llenos de soberbia, renunciaron a la posición subordinada que tenían como representantes de El en la tierra. Ya no les bastó ser virreyes; querían ser reyes. Pretendían ser como dioses; ocupar el trono del Soberano; no ser más subalternos, no tener más limitaciones para su saber, su querer y su actuar. Cayeron en la trampa hábilmente tendida por Satanás. Les subyugó la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Firmaron lo que ellos creyeron que era su acta de total independencia, sin pensar que aquello no era más que su sentencia de muerte. En el capítulo quinto de su Carta a los Romanos, el apóstol Pablo usa cuatro vocablos para describir el pecado adámico. En el versículo 12 aparece un término griego de uso corriente en el Nuevo Testamento: jamartía. Se traduce "pecado", y puede significar el acto de fallar, o de violar la ley divina. Este sentido de trasgresión lo expresa Pablo de manera posiblemente más enfática por medio de los vocablos parábasis (salirse del camino, desviarse, quebrantar la ley) y paráptoma (caída, ofensa, trasgresión). También dice el apóstol que el pecado de Adán fue una desobediencia (parakoé) a la voluntad divina. El hombre es un desobediente, un rebelde, un trasgresor, se ha levantado en armas en contra de Dios. Según la enseñanza de la Escritura, el pecado no es simplemente un estado patológico en el orden psíquico y social; no se trata tan sólo de inmadurez, o inadaptación social; es un problema espiritual con raíces profundas en el corazón humano. Jesús dijo: "Porque de dentro del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre" (Mr. 7:21-23). En su dimensión vertical el pecado es desobediencia a Dios, trasgresión de sus leyes, rebelión contra su voluntad. En su dimensión horizontal, el pecado ofende al prójimo y repercute en la sociedad. En este sentido es posible hablar de estructuras sociales pecaminosas, constituidas y dirigidas por individuos pecadores. Las consecuencias del pecado De los efectos del pecado en Adán y Eva ya hemos dicho algo. Para la teología de la misión cristiana es también de especial interés considerar las repercusiones universales de ese pecado. San Pablo dice: "Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron" (Ro. 5:12). Somos conscientes de que en ciertos sectores de la cristiandad es de muy mal gusto el hacer hincapié en el pecado humano, especialmente si se trata de los pueblos del así llamado "tercer mundo", los pueblos oprimidos y subdesarrollados. Está muy de moda hablar de las bondades de las culturas "tercermundistas", y de los elementos positivos de las religiones de allí imperan. Para ganar el aplauso de los teólogos de "la apertura" es necesario decir que de alguna manera Cristo está presente en esas religiones y que no debemos llegar a ellas afirmando que hemos descubierto la verdad. Por el contrario, dicen, hemos de admitir que andamos en busca de ella y que necesitamos del concurso de las religiones para encontrarla. ¿Podemos imaginar al apóstol Pablo invitando a la gente de Listra o a los filósofos atenienses a acompañarle en la búsqueda de la verdad, porque él mismo no la había aún encontrado? Es cierto que Pablo reconoce que no ha llegado al conocimiento pleno de Cristo (Fil. 3:7-14), pero no busca esa plenitud en las religiones greco-romanas, como si éstas fueran también revelación de Dios. Andrés no le dijo a su hermano Simón Pedro: "vamos a buscar al Mesías", sino lo "hemos hallado" (Jn. 1:40-42). Otro problema con ese acercamiento a las culturas del tercer mundo es que generalmente se hace caso omiso de las tinieblas que envuelven a las masas en la práctica de la religiosidad popular. Tampoco se tiene en cuenta, con la debida seriedad, que lo satánico está activo en el mundo, ya sea en las civilización occidental. Una teología misionera que pase por alto la realidad del pecado en el corazón humano y la actividad demoníaca en la cultura, cualquiera que ésta sea, no le hace justicia a las claras enseñanzas de la Palabra de Dios sobre este particular. Por otra parte, debemos evitar el enfoque tradicional misionero que solamente ve lo tenebroso, lo idolátrico y lo demoníaco en las culturas del tercer mundo, sin detenerse a considerar los grandes valores morales y estéticos que ellas poseen. Debe recordarse que toda la humanidad ha tenido desde el principio la revelación natural (Ro.1:18-20), y que de alguna manera la vida que está en el Logos ha sido "la luz de los hombres" (Jn.1:4). A la vez, no podemos soslayar el hecho de que, como dice San Pablo, las gentes no han respondido positivamente a la revelación natural. Le han dado las espaldas adorando a las criaturas en vez de adorar al Creador, y corrompiéndose moralmente en la idolatría (Ro.1:21-32). Casi veinte siglos han pasado desde que Pablo hizo este análisis del estado espiritual y moral de los gentiles y nada parece haber cambiado en la religiosidad popular de millones de seres humanos que todavía no conocen a Dios. Además, el triste cuadro de inmoralidad descrito por el apóstol es fundamentalmente el mismo que contemplamos en el mundo de hoy (cf. Ef.2:1-3; 4:17-19). Ante esta situación tan deprimente no podemos menos que reafirmar la singularidad de Jesucristo (Jn. 14:6), la exclusividad de su obra redentora (Hch.4:12; He.2:1-4), y la vocación celestial de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, como el agente del reino de Dios en el mundo. Debemos advertir también que frente al problema del hombre y al hombre como problema, la teología bíblica de la misión va mucho más allá de un humanismo que se guía no tanto por las enseñanzas de la Palabra de Dios como por un mero sentimentalismo, o por los intereses de una ideología, cualquiera que ésta sea. Basándonos en lo ya dicho sobre la vocación del ser humano en el mundo, tenemos que asumir también nuestra responsabilidad social en el cumplimiento de la misión que se nos ha encomendado. Pero no debemos jamás olvidar la dimensión espiritual y moral de todo ser humano; su condición de pecador, su estado de perdición, su necesidad de redención, ya sea rico o pobre, letrado o iletrado, débil o poderoso, oprimido u opresor. Todo proyecto de liberación que no tenga en cuenta estas realidades va en camino del más rotundo fracaso, desde el punto de vista de la justicia de Dios.
La Salvación del Ser humano El hombre es un ser creado y caído, pero también redimible. Lleva grabada en sí mismo la imagen de Dios, y no importa cuan profundamente se haya hundido en el pecado, Dios le ama y quiere salvarlo. El Evangelio es mensaje de esperanza para el más grande pecador, y para todo pecador. La provisión divina Cuando Adán y Eva cayeron en el pecado, sintieron vergüenza y miedo. Se escondieron entre la arboleda, no se atrevían a comparecer ante el Creador. Pero El les buscó, movido por misericordia. Descendió al huerto, y ellos oyeron sus pasos, pero se ocultaron de su vista. En su gracia, el Dios santo andaba en busca de los pecadores. Pudo haberlos dejado hundidos en su miseria para siempre. Después de todo eran unos rebeldes que merecían sufrir las consecuencias de su trasgresión. Pero no los abandona. Toma la iniciativa para salvarlos. No pueden salvarse a sí mismos, ni tienen derecho a pedirle que El los salve. Sin embargo, cuando abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Ro. 5:20). El diálogo entre Dios y el hombre demuestra que éste no anda en la luz, tiene ya la mente entenebrecida, busca excusas para su pecado y termina por culpar indirectamente a Dios: "La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y comí". Pero el Señor no le trata solamente como un juez, sino también como un padre misericordioso que sin renunciar a las exigencias de su justicia, busca la restauración del hijo pecador. Dicta sentencia, pero no maldice al hombre ni a la mujer, sino a la tierra - el hábitat del ser humano-y a la serpiente. Discuten los comentaristas si las palabras a la serpiente son el proto evangelio, o sea la primera anticipación, o vislumbre, de la buena noticia sobre el Mesías libertador. Ciertamente, el mensaje no se dirige al hombre y no es una buena nueva para la serpiente. Gerhard von Rad ve en este mensaje el anuncio de una lucha sin esperanza, es decir un conflicto en que ambas especies, la de la mujer y la de la serpiente, se exterminan mutuamente. Considera von Rad que "simiente" es un término colectivo y no puede referirse a un solo individuo. Por lo tanto, la simiente de la mujer no es el Mesías. Es innegable que dentro de su contexto, Gn. 3:15 habla solamente del conflicto entre la simiente de la mujer y la serpiente. Keil y Delitzsch reconocen que no se tiene que entender que la simiente de la mujer se refiere a un solo individuo; pero advierten que la palabra hebrea traducida "simiente" puede referirse a toda una tribu, o solamente a un hijo, o descendiente de ella. Derek Kidner afirma que hay base en el Nuevo Testamento para ver el proto evangelio en Gn.3:15. Se desenmascara en las páginas neo testamentarias a Satanás como el tentador (Ro.16:20; Ap.12:9; 20:2). Keil y Delitzsch dicen que contra la serpiente natural todas los nacidos de mujer pueden pelear, pero no contra Satán. Por consiguiente, la idea de "simiente" en Gn. 3:15 sufre modificación por la naturaleza del enemigo. De acuerdo a la interpretación tradicional cristiana, la simiente de la mujer es Cristo, quien aplasta la cabeza de la serpiente. Pero aunque Adán y Eva no entendieran todo esto, lo evidente para ellos era que el Señor les salió al encuentro para mostrarles su misericordia. La iniciativa para la salvación viene de El, no del ser humano. Dios da el primer paso, y todos los pasos necesarios para salvar a los que El mismo ha creado imprimiéndoles su propia imagen. Esta ha sido la historia de la salvación a través de los siglos. En su maravillosa gracia Dios llega al extremo de enviar a su Hijo Unigénito al mundo para buscar y salvar lo que se había perdido (Jn.3:16; Lc.19:10). Esta búsqueda apasionada lleva al Mesías a la cruz, donde entrega su vida por todos nosotros. La obra de expiación queda así consumada, y Satanás vencido por el poder del Hijo de Dios (Jn.12:31; Col. 2:15). Después de la resurrección y antes de la ascensión, el Maestro comisiona a sus discípulos y les promete el poder del Espíritu Santo para que continúen por todo el mundo la búsqueda de lo que se ha perdido. La provisión de la salvación está hecha; falta solamente anunciarla a todas las naciones. La responsabilidad humana Ante los grandes hechos redentores que tienen su centro y fundamento en el Cristo de Dios, no le queda al pecador otra alternativa que la de creer o rechazar el Evangelio. Y "todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo" (Ro. 10:13). Dios no hace acepción de personas. La responsabilidad del pecador para salvarse es creer, confiar en Jesucristo. Esto es válido para todo hombre y mujer. No importa su raza, su nacionalidad, su cultura, su clase social, su religión. La oferta es universal. No hay un solo ser humano que no esté incluido en el programa misionero del Señor Jesús. "Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo". Pero aquí vienen las grandes preguntas misioneras que nos queman el alma: "¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?" (Ro.10:14-15). Cerca de nosotros y lejos de nosotros hay seres humanos, seres que tienen la imagen de Dios, pero que sufren en carne propia las consecuencias del pecado, y andan por el mundo sin Cristo, sin Dios y sin esperanza. También por ellos murió y resucitó el Hijo de Dios. Son redimibles. Pero tienen que escuchar y ver el Evangelio; escucharlo de los labios de un mensajero y verlo en la vida de ese mensajero y de aquellos que profesan creer tan glorioso mensaje. La tarea de darle a todo ser humano en nuestro tiempo la oportunidad de recibir el Evangelio es abrumadora. Cuando Pablo lanzó sus preguntas misioneras la población mundial no llegaba a 500 millones. Ahora somos más de 5,000 millones; más de tres mil millones de seres humanos no profesan el cristianismo, de los cuales se dice que dos mil millones no viven entre los cristianos y no tienen la oportunidad de que alguien les explique el Evangelio. ¿Escogeremos ser indiferentes ante tan tremenda realidad? ¿Nos resignaremos a contemplar nuestra insuficiencia ante la magnitud de la empresa de evangelizar a tres mil millones de seres humanos? ¿O aceptaremos el reto y comenzaremos a orar como nunca hemos orado por nuestra responsabilidad misionera mundial?
Emilio A. Núñez
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
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