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miércoles, 22 de abril de 2009

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Fujimori ¿el primero?

Por: Juan Manuel López Caballero

 

La sentencia contra Fujimori más que como un hito que marcará las nuevas tendencias respecto a los juicios a los gobernantes, podría verse como la continuidad de algo que viene de tiempo atrás: sí es el primero, pero con la posible connotación de que otros vendrán después.

 

No es la primera vez que en Suramérica una Corte interna sentencia en contra de un Presidente del propio país; ya se había dado el caso con Pinochet y con el mismo Fujimori, en ambos casos por delitos comunes y corrupción y no por temas de Derechos Humanos o de abusos contra la Democracia, pero ya eran precedentes, puesto que los verdaderos cuestionamientos eran en esos campos.

 

También existía el precedente de fallos en contra de Presidentes por violaciones a los Derechos Humanos en Cortes extranjeras cuando se afectan intereses de nacionales de otros países. Tal fue lo que sucedió con Pinochet cuando el entonces fiscal Baltazar Garzón ordenó su detención e Inglaterra la aceptó.

Por supuesto la creación misma de la Corte Penal Internacional y el Estatuto de Roma han señalado claramente que ese tipo de delitos dejarán de gozar de impunidad, aún en el caso de que el país desee consentirlos.

 

Igualmente la impunidad por tales crímenes venía desapareciendo con la derogatoria de leyes de amnistía o de perdón y olvido en los países que más sufrieron esas atrocidades como Argentina y Chile.

 

Es verdad que los cargos son dentro del régimen penal peruano y por eso el castigo es por encontrársele culpable de homicidio calificado, asesinato, lesiones graves, y secuestro, o sea delitos corrientes. Pero la Corte Suprema del Perú tuvo a bien dejar claro que son crímenes de Estado y contra la humanidad. Es decir que al evaluar los delitos no se limitó a los actos en sí mismos sino calificó también su significado dentro del contexto del cual se produjeron.

 

El simbolismo y la trascendencia de este fallo está en la censura implícita al maltrato a la democracia cuando un régimen represivo abusa del poder para controlar la oposición y usa métodos de ‘guerra sucia’ en contra de la insurgencia.

 

No se trata de un caso como el de Pinochet o Rafael Videla que justificaron su acceso al poder mediante golpes militares, sino del abuso del respaldo electoral que permitió asumir controles cuasi dictatoriales con reformas a la Constitución y asalto a las otras ramas del poder, incluyendo los órganos de control.

 

Y es que lejos de ser un paso aislado esta sentencia coincide internamente con que ya la Corte Interamericana de Derechos Humanos había condenado al Estado Peruano por esos hechos; y externamente con que la Corte Penal Internacional ya había sentado el precedente de que los Jefes de Estado son responsables por las políticas que derivan en violaciones a su normatividad, con el caso de Omar Al-Bashir, presidente de Sudán. Y sobre todo con las conclusiones de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, según la cual durante sus dos primeros periodos de gobierno (alcanzó a ser reelegido por segunda vez) se estableció una relación entre el poder político y el poder criminal que, con el argumento de la amenaza terrorista, permitió cooptar intencional y progresivamente los otros poderes del Estado, cambiando o creando legislación para amparar abusos contra la democracia -como la permanencia en el poder-, e impunidad para las violaciones a los Derechos Humanos.

 

Viene ahora probablemente lo que puede ser una etapa más importante del juicio: Fujimori fue condenado como autor mediato, o sea responsable pero actuando a través de otras personas. Él ha proclamado para su defensa que no existe elemento probatorio que demuestre vínculo directo o una orden explícita suya en relación a los casos por los cuales se le condena. Corresponderá a la Primera Sala Penal Transitoria de  la Corte Suprema Peruana, decidir si mantiene o no la sentencia, es decir los principios que están detrás de ella, como es aplicar a las estructuras del Estado la misma teoría que permite acusar a los comandantes de las fuerzas subversiva de ser responsables de las acciones delictivas que se derivan de las estrategias políticas y militares que promueven, aún si no dan tal o cual orden directa. Dice la sentencia que las pruebas “También se refieren a la responsabilidad penal de un Presidente de la República, en el entendido que la conducta criminal que se le atribuye fue expresión de una política determinada en un ámbito muy concreto de la lucha contra la subversión terrorista…”  y sigue “(…) La acusación, sin perjuicio de lo anterior (o sea de los cargos sobre hechos directos), destaca la intervención del acusado Fujimori en la conformación de la estrategia de guerra sucia (…) El objeto de la prueba, por consiguiente, es en primer término esa estrategia como marco que explica y da curso a los hechos imputados”.

 

También en el corazón de los Estados Unidos se está viviendo al mismo tiempo el gran debate respecto a esta temática: varios estamentos (desde ONG’s hasta Senadores) proponen un juicio a quienes impusieron e implementaron políticas, estrategias y medidas de ‘lucha contra el terrorismo’ que pueden haber sido contrarias al Estado de Derecho y la Democracia, y violatorias de los Derechos Humanos.

 

A esto se suma que toda la línea jerárquica subalterna del Vicepresidente Cheney para su relación con las fuerzas armadas y la guerra contra el terrorismo (6 funcionarios incluyendo a quien después fuera el equivalente del Fiscal General allá) ha sido acusada por la fiscalía española ante el hoy Juez Baltazar Garzón por las torturas y violaciones a los derechos humanos infligidos a unos nacionales españoles en las cárceles clandestinas (o agujeros negros) de los Estados Unidos en el extranjero.

 

Esto equivale a que se está cuestionando el derecho que se arrogó el Gobierno Bush de adelantar descaradamente una ‘guerra sucia’ en el mundo contra quienes no compartieran sus convicciones.

 

Varios desarrollos debe tener esto:

 

La orden de captura emanada de un miembro de la Europa Unida se aplica en ese territorio y ninguno de los acusados podrá pisar ese continente; esto marcará inevitablemente distancias en la relación con Estados Unidos.

 

Estados Unidos no reconoce la Corte Penal Internacional pero si es parte de la Convención contra la Tortura, la Carta de Derechos Humanos de la ONU y demás tratados que los obligaría a llevar internamente el mismo juicio que se adelanta desde afuera. ¿Cumplirá las obligaciones que emanan de ellos? ¿O denunciará tales tratados? ¿O simplemente los violará?

 

Los acusados están vinculados por documentos emanados de sus despachos donde se dan las directrices concretas que permiten la acusación; pero las estrategias generales son emanadas directamente del despacho de Cheney y responden por supuesto a la línea política del Gobierno. ¿Se aplicará también el principio de la autoría mediata? ¿Y hasta donde llegaría ésta?

 

Ante nuestros ‘falsos positivos’, nuestro sistema de ‘todo se vale’, o casos como el de Jamundí, o el de la macabra mano de Iván Ríos, o las muertes de extranjeros en el extranjero con el bombardeo a Raúl Reyes, se abre la pregunta de: ¿porqué no conformar una Comisión de la Verdad y la Reconciliación como la del Perú, así ésta solo se pronuncie sobre aspectos éticos y no jurídicos? 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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