LA PÁGINA DEL INDIO

A MI PADRE.

POR SU ADMIRACIÓN POR SUS ABUELOS

Eran tiempos difíciles. No imaginamos cuánto. Ella cogió a su hija en brazos. Estaba enferma y no pasaba de los tres años de edad. Tuvo que llevarla en tren desde el pueblo hasta Mérida. Necesitaba que la viera un médico. Era muy urgente. Pero el camino en tren era eterno. Tan eterno que arrancó de sus brazos una vida. Una vida muy joven. Tan corta y tan inocente. Y mientras aquel tren avanzaba con lentitud sus lágrimas empapaban un alma rota en mil pedazos. Unas lágrimas disimuladas en público. Nadie podía imaginar que aquella pequeña no dormía en los brazos de su madre, porque su sueño ya era eterno. El dolor de una madre que lucha por devolver la vida de su pequeña. La rabia de una lágrimas afiladas como el hielo. La soledad de un tren. La soledad de una época.

No podía permitir que alguien descubriera su doloroso secreto. Tenía que luchar por regresar al pueblo con su hija, y poder tenerla para siempre entre los suyos. Temía que se la robaran y fuera enterrada en un mundo desconocido.

Apretó los dientes, secó sus lágrimas y abrazó con fuerza.  Y así, caminando de regreso por el mismo lugar que ya había recorrido en tren, volvía al pueblo. Una larga caminata que torturaría aquel corazón tan fuerte. Una caminata cuyo premio era tan valioso como no perder el descanso eterno de una hija. Tenerla cerca para poder visitarla cada domingo. Y poner flores blancas.

Así, la abuela Constanza, derramó una parte de su vida. Una parte que admiro. Su lucha, su entrega, su amor. Peleó contra el dolor, contra toda una época, plantó cara a la muerte, y desde aquí puedo afirmar que venció.

Piel Roja