Carta abierta de amor al pueblo norteamericano
Mempo Giardinelli
Muchos tenemos amigos en los Estados Unidos y sabemos que están
desolados. Nosotros, como argentinos, podemos comprenderlos perfectamente
porque ya sufrimos un genocidio que nos costó 30 mil desaparecidos
y dos ataques atroces: la voladura de la Embajada de Israel en 1992 y el
bombazo contra la Mutual Judía en julio de 1994.
El horroroso espectáculo que todos
vimos este 11 de septiembre obliga a repudiar, una vez más, toda
violencia. El criminal ataque que segó la vida de miles de víctimas
inocentes; el terrorismo como supuesta arma ideológica; la violencia
como modo de resistencia son y deben ser condenados de la manera más
contundente: no hay excusas ni justificaciones.
Sin embargo, hay que ser muy prudentes antes
de pronunciar condenas, como subrayó con mesura el propio Colin
Powell: todavía se está en etapa de investigación
y sería irresponsable condenar en conjunto a 1.300 millones de musulmanes
que hay en el mundo. Ya en el bombazo de Oklahoma se pensó en un
ataque árabe y sin embargo fueron norteamericanos los autores de
aquel otro acto terrorista.
De todos modos, se debe ser solidarios con
el dolor del pueblo norteamericano, al mismo tiempo que se impone reflexionar
con sinceridad sobre las causas profundas de tanta intolerancia y tanto
odio. Porque estamos frente a un acto que —además de lo repugnante—
denota un fuerte y arraigado sentimiento antinorteamericano. Que es un
sentimiento muy marcado y que está creciendo en todo el mundo. Y
no digo en el “mundo árabe”, sino en todo el mundo.
Esto es lo más grave, de cara al futuro,
sobre todo porque las autoridades norteamericanas no parecen advertirlo
y siempre lo niegan, como ahora mismo. Por ejemplo cuando el Sr. Bush se
manifiesta sorprendido por el ataque e insiste en que los Estados Unidos
son el ejemplo máximo de libertad y democracia en el mundo.
Este acto terrorista despreciable debe hacer
reflexionar a todos los norteamericanos acerca de por qué tanta
gente los malquiere en el mundo entero, y por qué tantos los odian.
Ése es un sentimiento absolutamente injusto hacia muchos millones
de estadounidenses que sólo tienen en sus corazones sentimientos
tan nobles y amistosos como los de cualesquiera otros pueblos de la Tierra.
Pero no necesariamente es injusto hacia los dirigentes de esas mismas personas.
He ahí la esencia de la cuestión:
es la conducta dirigente de los Estados Unidos la que es cada vez más
odiada y la que compromete a todo el pueblo norteamericano, que no entiende
esto, que se asombra sinceramente del sentimiento generalizado contra ellos
y que probablemente tenga dificultades para aceptar (comprender) un texto
como éste.
Lo que los estadounidenses deberían
meditar (y la televisión jamás les dice) es que por lo menos
en todo el Siglo XX el papel de los gobiernos norteamericanos frente al
inmenso mundo ha sido horrible. Sus gobiernos fueron constantemente intervencionistas,
manejados casi siempre por conveniencias e intereses sectoriales. Funcionaron
como gendarmes militares al servicio de muchísimas injusticias,
y abortaron decenas de procesos de libertad y democracia autónomos
y originales. Protegieron a los peores dictadores, entrenaron a miles de
torturadores y asesinos, y corrompieron a infinidad de políticos,
empresarios y sindicalistas en cada país. Fueron promotores de todo
tipo de injusticias laborales y protegieron siempre a las empresas más
voraces, que explotaron a generaciones enteras de ciudadanos y ciudadanas
de todo el planeta, en centenares de países. Defendieron siempre
el medio ambiente en su territorio, pero arruinaron el de países
y continentes cortando árboles y llevándoles sus desechos,
y todavía se oponen a la creación de un Tribunal Penal Internacional
Medioambiental. Practicaron el racismo por generaciones y aunque hoy son
una sociedad multirracial acaban de boicotear la Conferencia Internacional
Contra el Racismo de Durban, Sudáfrica. Sus mayores aportes a la
cultura universal han sido la Coca-Cola, las hamburguesas y la televisión,
mucho más famosos e importantes en el mundo que Winslow Homer, Truman
Capote o Toni Morrison, por caso. Y sus Bancos, su sistema financiero-bursátil,
sus consultoras económicas y sus organismos de crédito chuparon
y siguen chupando cada día la sangre de millones de personas de
todo el planeta.
Todo esto genera un enorme resentimiento en
mucha gente, que ve cómo los intereses que nos cobran a nosotros
(los miles de millones de dólares que forman todas las deudas externas
del mundo más sus intereses leoninos) son los dineros que garantizan
el feliz nivel de vida de los norteamericanos.
Y a todo esto sus gobiernos lo hicieron y
lo hacen propagandizándose a sí mismos como paladines de
la Libertad y la Democracia.
A demasiada gente en el mundo tanta soberbia
les resulta chocante.
Por eso el acto terrorista de ayer debe ser
condenado de la manera más rotunda, pero diciendo también
todo esto.
No hay justificación alguna a un ataque
tan cobarde y miserable sobre civiles inocentes y desarmados que viajaban
a bordo de aviones comerciales, iban a sus trabajos o eran mansos turistas
que simplemente caminaban por ahí. Es cierto: hay que aplicar el
más duro castigo a los asesinos que mandaron y ejecutaron este acto
insólito y brutal. Ninguna duda acerca de ello. Pero todo lo anterior
también debe ser dicho.
Y yo lo escribo aquí y ahora
porque conozco y quiero a muchísimos norteamericanos, porque he
vivido, gozado y sufrido con ellos, porque enseño en sus universidades
y porque he recorrido casi completa su maravillosa geografía. Lo
escribo con el dolor de estas horas y con el amor de siempre: ustedes,
norteamericanos, no tienen la culpa de esos feos sentimientos, pero sí
la tienen vuestros gobernantes y la soberbia que a ellos caracteriza.
Quizá este ataque atroz marque
la hora de que ustedes les empiecen a pedir cuentas. A ellos, sus gobernantes.
***Publicado en Página 12, martes 13 de setiembre, Buenos Aires
(Argentina), 2001.