El insuperado síndrome de Malvinas
Mempo Giardinelli
El 2 de Abril se cumplen 20 años del desembarco de tropas argentinas
en las Islas Malvinas, acción militar que dio lugar a una guerra
con el Reino Unido y que, en poco más de dos meses, ambió
el curso de la historia argentina. Es pertinente la pregunta, entonces:
¿Qué significado tiene hoy la Guerra de Malvinas? La respuesta
no es sencilla porque es un interrogante que, en mi opinión, nuestro
pueblo no se hace. Evita el cuestionamiento porque es un trauma no resuelto.
Pero no es un asunto de poca importancia y
en este 20º aniversario conviene retomarlo porque en nuestra vida
cotidiana los argentinos hacemos como que lo hemos superado, pero eso es
sólo una simulación.
La derrota fue seguida de un impresionante
proceso de desmemoria forzada y por eso hoy, a 20 años de esa guerra,
todavía no se sabe si celebrar o llorar. En todos estos años,
uno por uno, esta nación no ha sabido qué hacer en cada aniversario
de aquel estúpido 2 de abril. Con Alfonsín se recordó
la derrota como un aniversario luctuoso, cada 10 de mayo (día de
la rendición). Con Menem la fecha se mantuvo pero convertida en
un feriado bastante anodino. Con De la Rúa los militares consiguieron
que en lugar del día de la rendición se recordara el 2 de
abril (día del desembarco). Es lo que está por celebrar ahora
el Presidente Provisional Eduardo Duhalde, quien también cría
cuervos como lo hizo cada uno de sus antecesores.
El cambio de fechas fue un retroceso sutil
de la democracia pero en verdad es mucho más que eso: es renegar
de la derrota, es contribuir a la negación e impedir la síntesis
que el pueblo argentino necesita. Es volver a falsificar, falsificando.
Por geografía, por historia y por derecho,
las Islas Malvinas son argentinas y esto fue reconocido por todas las clases
sociales de este país, en todas las épocas. Si hubo una causa
unificadora y un sentimiento unánime en la Argentina, durante un
siglo y medio, fue la convicción de que esas islas son parte de
nuestro territorio nacional. Por lo tanto, si había una causa capaz
de unirnos era ésta y eso fue lo que explotaron Galtieri y su pandilla
en 1982. Esa causa no podía sino ser bienvenida por el conjunto
de la población, y además recibió la solidaridad continental
porque tenía un claro contenido antiimperialista, y a comienzos
de los ‘80 —cabe recordarlo— ése era un sentimiento todavía
fusionante en América Latina.
La Junta, imaginando un triunfo bélico
imposible, pretendió tapar sus crímenes y de paso glorificar
a unas fuerzas armadas que ya estaban siendo profundamente odiadas. Por
eso mismo, semejante aventura militar no tenía nada que ver con
los verdaderos sentimientos del pueblo. El politólogo Adolfo Gilly,
en el diario mexicano unomásuno del 10 de abril de ese 1982, comparó
la ocupación militar de las Malvinas con la invasión norteamericana
a México en abril de 1914, cuando en plena revolución tropas
yanquis ocuparon el puerto de Veracruz; en aquel momento el dictador Victoriano
Huerta llamó a toda la nación a unirse para la defensa, pero
tanto el líder revolucionario Venustiano Carranza como el conjunto
de las fuerzas insurgentes respondieron condenando sin reservas la invasión
estadounidense pero negándose a suspender la lucha contra el dictador.
Y de ninguna manera aceptaron la unión nacional que propuso Huerta.
En cambio en la Argentina, según Gilly: “Que los partidos Justicialista,
Radical, Conservador, Comunista y Montonero, además de la CGT, hayan
resuelto apoyar la concentración convocada por el gobierno militar
en Plaza de Mayo, nada tiene que ver con los reales intereses de los argentinos”.
Si los recuerdos pueden ser insoportables,
quizá éste sea un gran ejemplo de por qué la mayoría
de los argentinos hoy prefiere no recordar esta Guerra… La imposibilidad
de digerir el trauma me parece que no se debe sólo a la derrota
sino a otro sentimiento muy sutil: la vergüenza de haber aceptado
un engaño tan doloroso. Porque si bien prácticamente todos
los argentinos compartíamos la reinvindicación de las islas
y la condena a la centenaria usurpación británica, no fueron
muchos los que advirtieron y condenaron al mismo tiempo la jugada política
de la dictadura. Tanto en el exilio como dentro del país fueron,
fuimos, muy pocos los que no nos prestamos a la unión nacional mentirosa
que proponían Galtieri y casi todos los partidos políticos.
Esa guerra no tenía coherencia y todavía llama la atención
que hayan sido tan pocos los que advirtieron la trampa. Casi no hubo quienes
dijeran que después de la ocupación y antes de la recuperación
británica había que retirarse unilateralmente, dejando la
huella del hecho pero salvando las vidas de nuestros soldados, que de lo
contrario y como en efecto sucedió, quedarían entrampados
en una carnicería. Había que retirarse y aplicar medidas
antiimperialistas reales y efectivas, y no sangrientas, como por ejemplo
la expropiación de todas las propiedades y capitales ingleses en
territorio nacional, como medida compensatoria de guerra y hasta tanto
la corona británica aceptase devolver las islas, o al menos discutir
seriamente la cuestión de la soberanía y el traspaso. Pero
eso no se hizo (el ministro de Economía era Roberto Alemann, uno
de los maestros de Domingo Cavallo) y así nos costó.
Esa guerra fue una aventura irresponsable,
lanzada sin medir consecuencias, con un infantilismo asombroso y una desaprensión
que, luego se vio, arrojaría un resultado espantoso: la muerte de
centenares de muchachos inexpertos, mal alimentados y peor vestidos, dirigidos
por una oficialidad envanecida, soberbia y mayoritariamente cobarde. El
hundimiento del Crucero General Belgrano, que provocó casi 400 muertos,
no funcionó como aviso de que los ingleses se tomaban las cosas
en serio y no permitirían el dislate. Al contrario, Galtieri y sus
socios redoblaron la apuesta fortificando las islas e instalando miles
de soldados mientras confiaban —vaya estupidez— que Estados Unidos traicionaría
a su principal aliado de la OTAN.
Pero lo asombroso es que esa misma actitud
infantil se contagió a la gran mayoría de la población,
que olvidando que las Juntas ya habían estado a punto de meternos
en otra guerra con nuestros hermanos chilenos, en 1978, ahora creía,
verdadera y honradamente creía que porque la causa era justa se
podría vencer a una potencia imperial como Inglaterra, aliada de
la mayor potencia planetaria. Y así consintió esta guerra
inútil y desastrosa.
Fue por todo eso, también, que la derrota
dolió tanto. Al despertar a la realidad, el pueblo argentino vio
que todo había sido mentira, menos la solidaridad internacional.
Y entonces fue la vergüenza. Y la negación.
Por eso, aunque duela, es indispensable sincerar
ese comportamiento de la mayoría que aceptó la manipulación
y apoyó la aventura, y luego se negó a la autocrítica
y se pasó los últimos 20 años sin resolver la cuestión.
Malvinas fue una causa justa en manos bastardas, como dijo Gabriel García
Márquez en pleno abril de 1982. Hoy sigue siendo algo de lo que
aquí no se habla, una guerra que todavía muchos no saben
si recordar con orgullo o lamentar con dolor.
Resistencia, Chaco (Argentina), 2 de abril de 2002