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Soledad Cruz

 

VARIACIONES SOBRE EL MISMO TEMA

No voy a decir que lo amaba desesperadamente, aunque me hubiera gustado que esa fuera la razón. En la medida que me adentro en los 40 me cuesta un mayor esfuerzo cerrar los oídos a los malvados alertas de la experiencia. Es pura perversión que esa voz secreta te advierta constantemente lo que puede suceder. Está claro que una sabe que ni el más fuerte brebaje, de esos que incluyen vellos de pubis y fragancias de ultradentro, puede evitar el ciclo fatal del amor. Aparece como tormenta luminosa que todo lo vuelca. Transforma la existencia terrena en aventura sideral, y de pronto, o lentamente, según las características de los amantes, desaparece y no hay posibilidades de enterarse de su partida hasta que vuelve el vacío, la nada infinita. Era temprano cuando lo descubrí después de pasiones que me dejaban exhausta si duraban poco o me mataban de aburrimiento si se prolongaban. Sufrí amargamente pensando que padecía una inestabilidad incurable, provocada por la costumbre de mi padre de mudarse todos los años de casa. No importaban la Ley de Reforma Urbana, ni la escasez de viviendas, ni la falta de transporte para mudanzas. Todos los años de mi vida en el seno de la familia fueron una cadena de cambios habitacionales completamente disparatados, que me llevó a llamar casa al único camión sobreviviente en mi pueblo en el período que media entre la desaparición de lo americano y la entrada de lo ruso. Por supuesto, consulté al psicólogo Vidal. Y el diagnóstico fue falta de madurez emocional. La falta de comprensión de las peculiaridades del amor pasión y el amor sentimiento. Era necesario saber distinguir los efectos de la pasión amorosa, devastadora como el fuego, pero breve, saludable incluso en su brevedad, de los sentimientos que requerían sedimentarse con el pasar del tiempo. Llegué a los 40 sin madurez emocional. Es obvio. Porque lo llamado por el psicólogo V8idal amor sentimiento era la acumulación de la fatiga que padecían mis amigas para mantener un hombre en casa. Una tarea ardua para la cual era necesario conjugar la cortesana, la geisha, la doméstica y, después de la emancipación femenina, participar económicamente. Un esfuerzo superior al requerido para merecer el Premio Nobel, con la sutil diferencia de que los ganadores del Nobel no podían ni imaginar lo que era enfrentarse a una lavadora Aurika o inventar una comida diariamente en una Isla donde nadie se moría de hambre, pero la ausencia de abundantes productos en el mercado creó el síndrome de la insatisfacción perenne del estómago. Pero esa es la parte vulgarizada por el abuso de las reclamaciones feministas. Me percaté que ni siquiera el problema para mí era el reparto equitativo del trabajo casero, ni la falta de vivienda. Tenía una suerte especial para encontrarme hombres que querían acogerme en sus casas y estaban preparados para ayudar en los menesteres domésticos. Mi gran desafío personal era el amor. Hice innumerables experimentos después de Marcos, acopié información de todas las épocas, observé a mis contemporáneos. Pero nada adelanté. El amor es un enigma. Una coartada frente a la biología para negarnos el animal que somos. Un condicionamiento cultural. La necesidad de fabular frente a la chata realidad. Un gran invento para librarnos del hastío existencial. Una apelación protectora frente a la amenaza perenne de la muerte. Escogí libremente mi opción. Creé mis propios estatutos tomando en cuenta todos los factores comunes que aparecían como causantes de la enfermedad o evaporación. Prohibida la convivencia. Prohibido todo género de dependencia material o económica. Prohibido pretender cambiar al prójimo masculino y convertirlo en lo que no era, ni podía ser. Prohibida la posesión concebida como propiedad. Mi madre calificó mi nueva modalidad de amor en términos muy severos. Eres peor que las putas porque al menos ellas se benefician en algo. Y toda esta locura es fruto de tu vagancia. Para mi madre tener un hombre habitualmente es un trabajo necesario que se compensa con la compañía de los domingos, la visita al hospital si enfermas y la búsqueda de los productos en la bodega después del retiro. Mi padre, sin embargo, estaba gozoso. Esa era la hija que él quería. Ningún cabròn podría hacerle pasar los malos ratos que él le provocó a un largo inventario de mujeres. Y contra la voluntad de mi madre, que al fin había logrado vivir cinco años seguidos en Centro Habana, después de veinte permutas desde Camagüey, cuando las mudanzas se volvieron intermunicipales primero a interprovinciales después, mi padre decidió cambiar la casa para que yo tuviera la habitación propia indispensable, según Virginia Wolf. Claro está que ya yo me había casado y divorciado. Había vivido en concubinato. Y había escrito los más apasionados poemas de amor que se hubieran escrito jamás, jamás publicados por editorial alguna, pero circulaban fotocopias de una punta a otra de la Isla. Existía la leyenda de que estaban censurados y por poco me convierto en una poetisa disidente sin saberlo, cuando de lo que realmente disentía era de todas las mentiras que se producían en nombre del amor. Disfruté enormemente de aquel período de amores sin amarras, postpoemasapasionados. Me sentía estable, dichosa, plena. Y los hombres que pasaban por mi habitación propia fascinados por la ausencia de preguntas, de celos, de discusiones. Alguno pretendió permanecer. Me sorprendí acariciando la idea de que permanecieran. Pero la memoria de la rutina me quitaba entusiasmo inmediatamente. Así conseguí el estado de gracia que supone ser una persona libre. Es decir, una categoría superior a mujer emancipada que cumple doble jornada laboral y además tiene que pagar su parte para convivir con el pitecántropos que de vez en cuando la premia con una erección. No digo que sea un buen ejemplo. Ni hago proselitismo. Es simplemente otra experiencia que evade la soledad y da su justo lugar a la compañía masculina. Mi madre rabiaba porque en ese tiempo fui hasta vanguardia nacional. No podía alegar que era una perdida, una antisocial, alguien sin moral, ni orden. Si hubiera sido una novela la hubiera podido terminar en aquel momento feliz, pero la vida, como proclamaba el programa Contacto, no se detiene, aunque en ocasiones retrocede. Comenzó la hecatombe del este. Los dorados 80 perdieron su brillo y la entrada de los 90 fue la amarga certidumbre de que el futuro no pertenecía a nadie conocido, por el momento.... Entonces apareció Darío. 

No voy a decir que lo amaba desesperadamente, aunque me gustaría que esa fuera la razón, pero me fastidió la repetición de la historia cuando ya me sentía a salvo de aquellos sobresaltos y había comprendido el insondable sin remedio de la existencia humana, sin amargura, y los avatares de mi condición de mujer, sin resentimientos, mientras por mi propio camino bahía llegado a entender las complejidades de la sociedad en que vivía, a partir de mis estudios autodidactas de la naturaleza humana. Acepté una convocatoria para un curso de bibliotecaria para salir de la librería, la tutela de Maruchy y de Marcos. Fue un buen pretexto para cambiar la fecha de la boda ante Coralia y mis padres. Papá, como siempre, se percató de todo y mamá apenas podía ocultar su satisfacción porque tendría un diploma que me acreditaba como algo en la vida. Por primera vez hablé con papá largamente. Se lo conté todo en detalle. Me miró con simpatía y solidaridad antes de decir: Hubiera preferido que fueras varón. Para las mujeres todo es más complicado y no sé si es por eso que se encaprichan más. ¿Por qué los hombres tienen tantas mujeres? Porque ellas quieren. Nadie las obliga. Siempre hubo mujeres iguales que los hombres, que los buscan, que los utilizan, o que sólo les interesa gozarlos y otras que querían retenerlos. Y yo siempre he oído que si los hombres son esto o que son lo otro, pero las mujeres son las que te hacen actuar así. Marcos también habló conmigo y yo lo comprendo. Pero no quiero que sufras. No vale la pena. Todo va y viene y sólo algunas cosas permanecen. Pero hay que dar la vuelta en redondo a la vida para comprenderlo y cuando lo comprendes no siempre tienes tiempo de disfrutarlo. ¿Sabes por qué, entre todas, escogí permanecer al lado de tu madre? Porque aunque yo desapareciera, estuviera lejos, andara con otra, ella iba todos los días a dar sus clases, se ocupaba de ti, asistía a fiestas, vivía su vida irreprochablemente y cuando yo regresaba todo estaba en orden y seguro de que no me había puesto los cuernos. Mi padre y todos los hombres buscaban la seguridad contra la trichomona y la moniliasis, que nunca podría encontrar una mujer en varón alguno. No me casé con Marcos a pesar de los ruegos de mamá y de Coralia, y de mi propia pena por no hacerlo. Me casé con un muchacho de mi misma edad, casi virgen, encontrado en el curso para bibliotecarios, pero no pude librarme de la mala pasada de la testosterona o de las provocaciones de las mujeres, como aseguraba mi padre, porque Joel se enredó con una rubia consuetudinaria de la biblioteca y yo decidí cambiar las reglas del juego pese al escándalo de mi madre cuando inicié la etapa basada en la línea teórica fundamental amarnos sin convivir que varió cuando la entrada de los 90 preludiaban los desastres de la última década del Siglo XX. Darío apareció en una de las campañas de recogida de papas del Período Especial en Tiempos de Paz. Recordaba al monarca de su mismo nombre por la estampa y el ímpetu de todos sus movimientos. Transmitía poder, como las figuras gigantes del período del rey persa. Su cabeza recordaba la de un toro y su fuerza las embestidas de un búfalo. Trazaba estrategias de conquista para sacar las papas de la tierra y llenar los sacos. Con rapidez sorprendente su brigada dejaba los campos limpios y venia en ayuda de los voluntarios menos eficientes en la técnica de recogida del tubérculo fundamental en aquellos años iniciales de los noventa, cuando nos quedamos colgados de la brocha y sin escalera después del desmerangamiento de la Unión Soviética y amenazados por la Opción Cero. Decidí pasarme a su brigada con la justificación del buen trabajo, pero haciéndome la indiferente con él, según los consejos de mi padre, porque siempre andaba rodeado de mujeres que le revoloteaban encima como abejas o mariposas. Un día nos bajamos en la misma parada de la guagua. El me preguntó si vivía por allí y al saber la proximidad de mi habitación propia se invitó a tomar café, aunque luego supe que su descenso en mi parada de ómnibus obedecía a otra habitación propia y otro café que se había enfriado esperándolo. Así son los machos cubanos. Con un complejo de cowboy intolerable. Mientras más marcas hacen en el cabo de su revólver más plenos se sienten. Estoy segura que no había reparado en mí durante toda la campaña de recogida de papas, pero la sola perspectiva de poder desenfundar su revólver le hizo cambiar de planes. Estuve a punto de rechazar su auto invitación a café, pero luego decidí divertirme a costa de su seguridad de que era irresistible. Apliqué la táctica indiferencia como estrategia para hacerlo desear de venir a mi habitación propia. Versión libre de Táctica y Estrategia, de Mario Benedetti. Preparé nuestro café mezclado de la bodega con todas las precauciones de ahorro que imponía mi paquetico de dos onzas y media semanal. Para impresionarlo busqué la taza de porcelana azul y le puse doble plato, en un alarde de fineza que costó la pérdida de mi vajilla más preciada a falta de hábito de él o por el afán de tomarme la mano o por mi gesto de esquivar su apremio, todo rodó hasta el piso, perdí mi taza azul, mis platos y el café me manchó mi única blusa blanca impecable. Fue un desastre del que no pude recuperarme en largo tiempo. La escena terminó con una salida apresurada de Darío, que entre apenado y confuso me prometió que la próxima vez él aportaría el café. Traté de interpretar cabalísticamente qué significaría el suceso de la rotura de mi apreciada vajilla y la mancha en mi blusa. Según ciertas tradiciones, cuando algo de cristal o loza se rompe en la casa es una buena señal y se dice que el que se ensuelva, quiere decir que en él se desaparezca el maleficio, cualquiera que haya sido. Me sentí contrariada y aburrida, privada de lo que suponía sería mi diversión en aquel atardecer con apagón adelantado, no sólo porque no había fluido eléctrico, sino porque la lluvia había ahuyentado al sol y ni siquiera podría zambullirme en esa provocación multicolor que suelen ser los atardeceres en la Isla. Desde el promontorio donde estaba ubicada mi habitación propia, en las cercanías del Malecón, la partida del sol era siempre un espectáculo disfrutable al que yo asistía con la devoción que establecen los ritos. No podía leer, no podía pintar ni ver televisión. Quedaba sólo como posibilidad acudir al viejo entretenimiento de conversar. Tomé mi sombrilla, recientemente restaurad con una antigua saya morada de mi madre, y me disponía a regresar a los brazos maternos en una de esas visitas sorpresivas (que le encantaban, porque confirmaba la seguridad de que yo la necesitaba) cuando tocaron a la puerta. Presentí que era Darío y mis presentimientos no me engañaron. Allí estaba, chorreando agua, con un arañazo en la cara, pidiendo olímpicamente, como el rey persa, que le dejara pasar la noche allí porque había perdido el transporte para el campamento. Me quedé perpleja. Sin saber de momento qué contestar, mientras Darío daba saltitos porque, además, se estaba orinando. Lo hice pasar al baño, le di una bata recuerdo de mi último inquilino temporal, y le dije que iría hasta casa de mis padres a buscar ropa seca y a primera hora de la mañana estaría de vuelta. Cumplí mi compromiso escrupulosamente, con premeditación y alevosía, a sabiendas de la frustración de él. Darío volvió, como había prometido, con su paquetico de café de dos onzas y media y lo pudimos saborear con un atardecer espléndido, de esos que dan ganas de morirse del puro miedo de no volver contemplar algo tan especial. Intenté alardear de mi independencia femenina, de mi habitación propia, de Virginia Wolf, pero él no sabía quién era esa señora, no había leído en su vida más que el Periódico Granma, porque Juventud Rebelde nunca lo conseguía y se limitó decir que las mujeres solas siempre le producían mucha lástima porque seguro que no existía nada más triste en este mundo que tener que abrazarse a una almohada cada noche. Me puse en guardia. Aquello era machismo bruto sin un ápice de sofisticación, pero en el fondo me sentí conmovida. Tuve que alejar mi propia imagen de las noches de frío enroscada en mí misma porque ninguno de los inquilinos temporales me haría compañía. Me fui habituando a las visitas de Darío, que comenzaron a cubrir mis necesidades más primarias. Un día de aparecía con unos plátanos verdes para hacer tachinos, otro con unas malangas hermosas, de vez en cuando un pollo. Le escuchaba con infinita paciencia sus cuentos sobre el campamento agrícola, sus minuciosas explicaciones sobre cómo organizar las cosechas para que los trabajadores voluntarios rindieran realmente en medio de su inexperiencia y sus preocupaciones por el gasto de combustible. Como sin darnos cuenta, aquellas letanías agrícolas se aderezaron primero con unas manos cogidas, después con besitos inocentes y por último, como era de esperar, un día en vez de sentarnos a conversar nos acostamos a conversar. A mi me tenía muy sorprendida su pasividad sexual en una época en la cual el lema era “a templar y gozar que el mundo se va a acabar”. Pero me reconfortaba que existiese un varón cubano que conociera el arte de aparearse, que se permitiera dar algunas vueltas antes de llegar a la cosa en sí, que siempre resultaba en esencia la cosa para sí. Aunque aquel romance había nacido de la tierra y se sostenía sobre bases totalmente agrarias, sin margen para ningún tipo de fabulaciones intelectuales, tenía la sensación de estar viviendo el estado original de Adán y Eva, sólo que en vez de manzana nuestras tentaciones para el pecado eran plátanos, malangas y otras frutas del trópico. Me estaba convenciendo a mí misma que eso era lo que yo había necesitado durante años. Un hombre rústico. En realidad, ya yo había pasado mi crisis de la sexualidad desbordada. Así llamé a la ira que nos posee a las mujeres cuando no logramos entender por qué los hombres van de una a otra, con la misma tranquilidad que se comen un helado o se fuman un cigarro. Entonces una intenta hacer lo mismo y se inventa todo género de teorías, pero no se puede consumir penes como chupar naranjas o comer chocolate. O puede, pero no se siente bien porque, de pronto, la traiciona el príncipe que siempre soñó encontrar o la puñetera frase que escuchó a l abuela y a la madre de amarse para toda la vida, o los versos que leyó inspirados por una mujer a un hombre que la amó hasta la locura. Y una siempre se queda esperando la trascendencia que no puede ocasionar echar un palo de ocasión. Al menos, para las mujeres de mi generación no es posible. Quizás porque no estudiamos educación sexual en la escuela con Mónica Krauss y la idea que siempre tuvimos del amor fue la de los cuentos de hadas o las novelas rosa. Y yo, como tantas, mientras practicaba la idea fundamental de la filosofía de amarnos y no convivir, esperaba el milagro, muy secretamente, muy en lo recóndito e inconfesado, de que apareciera un prójimo que se fuera quedando, como sin querer, y se quedara. Una cosa es sentirse bien, tener orgasmos, que también se pueden obtener por masturbación o medios mecánicos, y otra muy diferente es hacer un viaje sideral, volar más allá de los confines del universo y llorar, llorar por el miedo de no poder repetirlo, que fue lo que me ocurrió con Darío aquella primera vez que nos acostamos a conversar y entre historias de siembras de secano y siembras de primavera me sentí literalmente sembrada en el espacio infinito sin escafandra. Yo estaba convencida de que aquel efecto había sido conseguido gracias a esa inusitadamente prolongada ceremonia de apareamiento, a los tachinos y los purés de malanga compartidos y las sopas de pollo que él absorbía con un ruido que me sorprendió la primera vez y luego se tornó simpático, aunque de todas formas traté de moderar. Consciente o inconscientemente, de manera intuitiva quizás nos habíamos obligado a esperar, habíamos tensado las ganas con la paciencia que permitió al Elefanta y la Hormiga tener su historia de amor, según reza el dicho popular. Yo estaba feliz y mi madre inquieta. ¿Y esos productos en falta que me traía y compartía con ella, no serían productos malversados? Que no, mamá, que él vive en el campamento y cría sus pollos y tiene sus propias plantaciones de plátanos o malanga. ¿Y cómo no nos ha invitado nunca a su casa? No tiene casa. Vive en un cuarto del almacén. ¿Pero tendrá casa en alguna parte? Con su madre en Agramonte, Matanzas. Ya me invitó, pero no hemos encontrado gasolina para ir justamente porque él no malversa la del campamento. Tan perfecto no lo quiero, repetía mi madre, como siempre aplicando la duda no en tanto máxima para la mejor aprehensión del conocimiento, para huir de lo mecánico, sino como ave de mal agüero, tiñosa, negativista primaria o a instancias de la experiencia que para lo único que sirve es para no poder disfrutar de nada a plenitud en nombre de sucesos pasados cuyas lecciones no necesariamente son aplicables a otras que se producirán en circunstancias completamente diferentes. Pero sus dudas no podían ensombrecer mi período de dieta sana y sexo sano a pesar de la amenaza de la Opción Cero, opción que podía significar la ausencia total de suministros del exterior a la Isla y tener que recurrir para alimentarnos a sopa de lagartijas y verdolaga. Mientras otros ciudadanos la pasaban terriblemente, yo vivía una etapa de gloria y si hubiera escrito algún testimonio de mis días de entonces nada tendrían en común con las penurias que sufría la gente. Por eso, desde que me convertí al vicio de la lectura, siempre he dicho que no hay que concederle demasiada importancia a la literatura, ni fomentar disidentes con obras censuradas ni silenciadas y si me encontrara algún día con alguien del gobierno le diría: No se ofusquen con lo que dicen los escritores, son siempre historias individuales, fragmentos de la realidad o de fantasía, porque la realidad no se puede abarcar en ninguna obra. Lo digo por experiencia. Mi parte de realidad no se correspondía con la que miraba y padecía el resto. Fue mi época más feliz hasta que a algún adelantado se le ocurrió la idea de los campamentos mixtos, de varones y hembras, juntos en la misma barraca, juntos y revueltos como era de imaginar, y a Darío por sus méritos acumulados en recogida de papa, productividad de plátanos microjet y ahorro de combustible, fue trasladado para uno de esos engendros del demonio con el sugestivo título de El Paraíso. Los vuelos por el espacio sideral comenzaron a disminuir. Los ronquidos que tan dulce me sonaban luego de nuestros encuentros cósmicos comenzaron a molestarme, porque brotaban tan pronto ponía la cabeza en la almohada. No había manera de que respondiera a mis búsquedas, mis provocaciones. Alegaba, como es de rigor, mucho trabajo. Y yo trataba de convencerme de que era cierto y de ocultarme la alarma del primer pensamiento mecánico: ya no le gusto. No se me ocurría pensar en la existencia de otra, a pesar de mi experiencia anterior, porque nada lo ataba a mí, no habíamos contraído ningún compromiso que no fuera el silencioso que van creando los hábitos, leyes no escrita que se establecen entre dos por la fuerza de la costumbre de tomarnos el ajiaco nocturno y no lavarnos los dientes hasta después de perder todas las energías en la cama, para guardar las respectivas prótesis dentales en vasitos ahumados para que no se vean, escondidos en la repisa de los libros o en el estante de la cocina, secreto conocido pero no vulnerado. Pasábamos los dos de los 40 y sin proponérnoslo nos habíamos ido quedando juntos, quedito, sin hacer comentarios sobre mañana y parecía que mañana nos sorprendería así juntos, y que después, cuando terminaran sus responsabilidades agrícolas, nos iríamos a vivir con su madre, en la vieja casa de madera de Agramonte, donde él cuidaría el patio y yo el jardín y él trabajaría en los cítricos, que era su especialidad. Parecía, parecía... pero él roncaba y no levantaba vuelo. La situación fue empeorando. Dejó de venir de lunes a viernes, por el exceso de trabajo, repetía: después los sábados y ya apenas nos veíamos los domingos. No quería entrar en la fase de preguntas irritantes, no deseaba repetir las escenas tantas veces vistas y escuchadas de reclamos o de acusaciones no comprobables, pero no podía soportar aquel abandono disimulado entre los plátanos y las malangas, que seguían llegando como único vínculo con algo que ya era pasado. Mi madre se percató del desajuste y decidió tomar las riendas del asunto. No sé cómo lo consiguió, pero preparó un sistema de espionaje con una nieta de una amiga suya, a quien aseguró que Darío era su sobrino. Le creía enfermo, necesitado de atención médica y por el exceso de trabajo no se ocupaba de su salid. Nunca supe el cuento en detalle pero la información recibida por mi madre la hizo llegar a mi habitación propia entre grandes aspavientos diciendo: tienes que chequearte con el médico, hacerte la prueba del SIDA, de la gonorrea, la sífilis, de todo, porque esa bestia lo hace con todas. Aquello es una bacanal constante y se ha producido una queja que puede costarle todo. No pasó nada extraordinario. Todo fue tan vulgar como para quedar reducido a una moniliasis, pero me curé con óvulos vaginales de sábila, porque no existían los de nistatín, mientras Darío era trasladado de campamento. Ahora espera que le confirmen científicamente si la paternidad que le quieren adjudicar es de él, que nunca antes pudo tener hijos. No es que lo amara con locura, aunque me gustaría que esa fuera la razón, pero después de ver repetir la historia, con variaciones sobre el mismo tema, qué teoría me voy a inventar para permitir otro inquilino en mi habitación propia, aunque mi padre me repita que las culpables son las mujeres, que un hombre no puede resistir la embestida de las mujeres, mucho más ahora cuando no hay que hacer ningún esfuerzo para tenerlas, como no sea reconocer que la testosterona tiraniza a los animales masculinos llamados Homo Sapiens y que lo único que se puede hacer con esos animales de colgantes en las entrepiernas es usarlo para el placer aunque éste definitivamente no conduzca a la trascendencia que ciertas novelas describen. 

Parìs,1998