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La
novelista Nancy Mitford, miembro de una aristocrática familia inglesa
en la que abundaban los excéntricos y las personalidades devoradas por
la belleza y la desmesura (de una de sus hermanas, Unity Mitford, se dijo
que fue amante de Hitler), es una excelente fuente de informaciones sobre
el campo inglés y sus señores. En un artículo de Vogue, de 1938,
acerca de las partidas de caza de faisanes, dice: "Es curioso: mientras
que la mayoría de los hombres pretende que les gusta cazar, esa actividad
lleva a la superficie sus peores pasiones, especialmente cuando están
prontos a dejar la casa después del desayuno". Mitford aconseja entonces
a las señoras invitadas a esos fines de semana violentos: "Si usted quiere
ejercitar de verdad su tacto, permanezca en la cama hasta mediodía. Después
se verá obligada a salir a almorzar con los cazadores y pasar la tarde
con ellos, de modo que póngase sus tweeds más abrigados (elija
un color que no asuste a los pájaros), cálcese zapatos pesados y lleve
un impermeable".
Una
vez que las damas llegaban al lugar donde se iba a celebrar el almuerzo
(¡Bendito el cielo si la comida se desarrollaba en la cálida habitación
de un cottage! En Gosford Park el almuerzo de caza se sirve
al aire libre), debían esperar por lo menos una hora la llegada de los
héroes. Cuando los hombres hacían su aparición entre los árboles, de regreso
de su despliegue de masculinidad primitiva, Mitford prevenía a las mujeres
que no debían hablarles hasta que ellos no lo hicieran. "Si la caza ha
sido buena, los varones sonreirán y dirán: 'Bueno, ésta no es la peor
parte del día, ¿no es cierto?' Si la caza no fue buena, la mujer debe
permanecer callada hasta que la influencia benéfica de los alimentos y
la bebida hagan sentir su efecto."
Después
del almuerzo, las señoras, según Mitford, "acompañarán a los cazadores
a un seto donde se mantendrán inmóviles y en silencio", a la espera de
una señal del cielo o de una última ave distraída, dispuesta a inmolarse.
Si el hombre, al que la mujer debe contemplar con muda admiración y expresión
sumisa, rompe el silencio y dice: "¡Cállate y tírate al suelo!", sus frágiles
compañeras deben ser conscientes de que esas palabras se dirigen al perro
y no a ellas.
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Una
vez terminada la expedición, las presas se exhibían tendidas sobre el
barro, los pastizales o el polvo, entonces las señoras inspeccionaban
con expresión arrobada las hileras de víctimas mortales, cuidadosamente
alineadas por los servidores. Los cuerpos alados, vencidos y sangrientos
tenían el aspecto premonitorio de esas instalaciones estremecedoras que
hoy reciben premios en las bienales de Venecia o de San Pablo.
Las
damas que trataban de ser más amables, de acuerdo con Mitford, debían
recorrer el campo mirando la tierra en busca de un faisán alcanzado por
las balas, pero olvidado por los perros. Esa actitud despertaba la simpatía
de los anfitriones, del elenco masculino, y disimulaba el inevitable aburrimiento
al que sucumbía el sexo femenino. A la hora de la cena, no había que preocuparse
por la conversación, las mujeres podían seguir en silencio la enumeración
de las hazañas cinegéticas de los caballeros.
La
calidad de la comida era un elemento esencial de los fines de semana y
de cualquier situación social en los años 30, según señala la socialite
Katharine Frelinghuysen en el número de septiembre de 1936 en Vogue.
"Una comida la ofrecen la dueña de casa y el cocinero" y se
planea con semanas de anticipación.
La
belleza y el vestuario de las invitadas a un fin de semana eran decisivos
para el éxito de las reuniones. Cecil Beaton, el gran fotógrafo inglés,
decía en agosto de 1935, siempre en la Biblia mundana de la época, es
decir, Vogue, que la persona más importante
no aparecía en los salones: era la doncella de las damas. La perfecta
doncella debía ser capaz de empacar de inmediato porque su señora, presa
de un arranque de pasión por el último magnate norteamericano o maharaja
indio o simplemente afectada por un ataque de exotismo turístico, había
resuelto partir hacia Madagascar o Nueva York. Además, debía saber hablar
idiomas extranjeros, agitar un cóctel, coser como una modista de alta
costura, servir de consuelo a su empleadora cuando había sido dejada por
su amante y aconsejarla sobre si le convenía aceptar una parure
de diamantes o de esmeraldas de su nuevo admirador. Por cierto,
debía leer Vogue e incitar a su señora
a darle un toque moderno a su colección de joyas con una pulsera tutti
frutti, que mezclaba los colores de zafiros, rubíes, esmeraldas,
brillantes y aguamarinas de un modo casi "pintoresco". Los Romanov no
las hubieran usado jamás, pero Mrs. Cole Porter y Mona Harrison Williams
las habían impuesto, convencidas por los diseñadores de Cartier.
Como
se ve en Gosford Park, durante los fines de semana en el campo,
los servidores se reunían en los pisos inferiores para comer antes de
servir la cena de los amos. Abandonaban, como si fueran monjes desprovistos
hasta de identidad, sus nombres propios, para adoptar escaleras abajo
los nombres de los duques y condes a los que servían. El mayordomo se
sentaba a la cabecera y oficiaba de anfitrión; el ama de llaves, de anfitriona.
La doncella de la duquesa de Devonshire, llamada directamente "Duquesa
de Devonshire" por el mayordomo, era llevada a la mesa por el valet del
duque de Marlborough y tenía precedencia sobre la criada de la millonaria
Mrs. Harrison Williams. El cielo se reflejaba en el infierno de un modo
simétrico. Por cierto ese orden ocultaba un volcán que ya habían puesto
en erupción Stalin, Hitler y Mussolini. Pero todavía la lava no había
llegado al césped incomparable de los jardines ingleses.
Por
Hugo Beccacece, La Nacion, 7 de abril de 2002
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