MARIA
ESTHER DE MIGUEL
RAQUEL
GARZON
La historia de muchas novelas
FUE
MONJA Y MAESTRA RURAL. SUS TEXTOS BAJARON DEL BRONCE ALGUNOS NOMBRES
FUERTES DEL PASADO ARGENTINO. FRANCA Y SIN VEDETISMOS, LA AUTORA MAS
LEIDA DEL PAIS HABLA DE SU LIBRO "UN DANDY EN LA CORTE DEL REY ALFONSO",
EDITADO POR PLANETA, Y REVELA LA TRASTIENDA DE UN OFICIO APASIONANTE:
ESCRIBIR HOY SOBRE EL AYER PARA LECTORES DE SIEMPRE
La mañana es cálida, prototipo de este verano porteño: sol rajante que
en dos horas puede convertirse en cielo gris, diluvio y estampida. A
las once en punto, los ojos más azules que pudo haber soñado el mar
abren la puerta de un segundo piso en Coronel Díaz al dos mil y pico.
Primer dato: María Esther De Miguel -treinta y ocho años de trayectoria
en la literatura, ex directora del Fondo Nacional de las Artes, miembro
del consejo de la Fundación El Libro y best- séller indiscutido del
mercado editorial argentino- prefiere que la entrevisten en su casa,
al amparo de una biblioteca en la que libros de historia devoradores
de anaqueles dejan poco espacio para otros temas. La sonrisa blanquísima
se queda poco tiempo en el umbral. "Pasá y sentáte nomás", dice la mujercita
y señala unos sillones ubicados frente a un ventanal que garantizaría
al ambiente la bendición inmobiliaria de "muy luminoso". A continuación
dispara una serie de preguntas que por dos minutos cambian los roles:
"¿Sos casada? ¿Tenés hijos? ¿Pareja?". Dos "no" y un "no pero..." recomponen
el tablero del reportaje y aportan un segundo dato: María Esther De
Miguel es una curiosa incorregible.
Hija de una familia atea, para desesperación de sus padres (un inmigrante
español con un tío obispo en los anales y una madre de origen judío),
a los 17 años era la versión entrerriana de Winona Ryder en el filme
Mi madre es una sirena, apilando libros de vidas de santos sobre su
mesa de luz. Cuando la pila de santorales llegó al techo, María Esther
se dijo: "Si Dios existe hay que ver dónde está", e ingresó a la congregación
de los Paulinos. La búsqueda tragó diez años e incluyó clases en Filosofía
y Letras, trabajo social como maestra rural, colaboraciones periodísticas
y una beca en Italia para seguir estudiando literatura. El regreso fue
borrón y cuenta nueva. Dejó el instituto religioso y se enroló en la
literatura.
Su primer libro, La hora undécima, vino con un premio bajo el brazo
(Emecé, 1961). Se casó, se afianzó como colaboradora del diario La Nación,
publicó otros libros y con Jaque a Paisandú, una novela de 1983, De
Miguel ancló en una especie literaria de autonomía discutida y ventas
suculentas: la "novela histórica". En 1996 ganó el Premio Planeta por
El general, el pintor y la dama, donde "el general" no es otro que el
vencedor de Caseros, Justo José de Urquiza, y un año después, el Premio
Nacional de Novela 1992-1995 por La amante del Restaurador, un libro
de 1993 que hace pie en la siempre urticante figura de Juan Manuel de
Rosas.
Hoy María Esther De Miguel vive de la literatura. Es la escritora argentina
más leída con un promedio de 50.000 ejemplares por título en los últimos
seis años. Escribe sin horario y con computadora. Lee con voracidad,
"empezando por el diario, que es sagrado". Prefiere el verano y el sol
a cualquier otro estado del alma y se queja coquetamente porque la fotografían
ahora "y no cuando tenía 20 años". Descree de lo que otros llaman fama
y que para ella es sólo poder sentirse una "escritora profesional" y
habla con entusiasmo de quinceañera de su última novela: Un dandy en
la corte del rey Alfonso. Editado por Planeta a mediados de diciembre,
el libro, que ya vendió 20.000 ejemplares, es un tour de lujo por distintos
escenarios europeos tras los pasos de Fabián Gómez y Anchorena, un aristócrata
porteño nacido en 1850, que se codeó con la nobleza y fue amigo personal
del rey español Alfonso XII.
-En un contexto como el argentino, donde la farándula
tiene tanto peso, ¿escribir sobre un dandy tiene algún atisbo de lectura
de época? -Bueno, tal vez sí. Las ideas
y las asociaciones no son neutras ni aparecen porque sí. Basta ver las
playas: Punta del Este, Pinamar... están llenas de dandies. Faroleros,
bah. La figura forma parte de nuestro imaginario colectivo, eso es claro.
Hablo del dandy como sinónimo del playboy: un hombre mundano, frívolo,
al que le gustan la moda, la figuración y la vida social. Los nombres
que se les da cambian con el tiempo, pero la figura sigue existiendo
y para algunos es un modelo atractivo o interesante, un modelo a imitar.
-¿Qué lo hizo atractivo para usted? -La
idea tiene muchos años, en realidad. Yo conocía la leyenda de Fabián
Gómez y Anchorena, un "niño de oro" de la sociedad porteña del siglo
pasado, por comentarios de algunos amigos. Su padre era un Gómez de
mucho prestigio, que venía de una familia tradicional de Santiago del
Estero. Los Gómez habían tenido incluso, un título nobiliario -condes
del Castaño- que fue eliminado por la Asamblea de 1813 y que, hacia
fines del siglo XIX, Fabián recuperó gracias a su amistad con Alfonso
XII. Por el lado materno, además, era un Anchorena. Tanto apellido,
sumado a su fama de señorón derrochador y espléndido, y a una vejez
de olvido y de miseria, hicieron de él un personaje de culto para ciertos
sectores. A mí me intrigaba que más allá de la leyenda nadie hubiera
explicado los porqués de su vida: por qué dejó Buenos Aires y se fue
a vivir a Europa, el origen de su relación con la nobleza española y
por qué murió sin ruido un hombre famoso por sus fiestas y su enorme
fortuna. Así que me propuse rastrear datos concretos, buscar sus razones...
-¿Las encontró? -Creo
que sí. Siendo muy joven, tenía sólo 19 años, Fabián se enamoró de Josefina
Gavotti, una prima donna italiana que vino para actuar en el Teatro
Colón en 1869. La mujer lo doblaba en edad y para colmo era artista.
Por supuesto, su familia se opuso a la relación. Pero se casaron a escondidas
y se fugaron a Florencia. Fabián compró un palazzo y vivieron como príncipes
por un tiempo. La relación no anduvo, sin embargo. Cuando la cosa no
daba para más, llovió un dato del cielo: resulta que la señora era casada
antes de conocer al mocito y por lo tanto, su matrimonio con Anchorena
era nulo. Con la anulación matrimonial en marcha y la Gavotti al margen,
Fabián partió a París, donde se codeó con la alta sociedad y conoció
a la reina Isabel II y a los demás miembros de la corte española en
el exilio, que esperaban la caída de Amadeo de Saboya y su mujer, intrusos
en el trono de España. Con el tiempo, Fabián se hizo amigo íntimo de
Alfonso, el príncipe de Asturias, y cuando llegó la Restauración, en
1874, partió a Madrid con su amigo convertido ya en el rey Alfonso XII.
-¿Piensa que un escritor puede abordar ciertos
hechos mejor que un historiador? -Para
mí los historiadores son imprescindibles. Pero no son los dueños absolutos
de la historia, y aunque por suerte ya no tienen el empaque tan rígido
de otras épocas, creo que los escritores nos sentimos más libres para
ir más allá de los documentos. Los españoles, por ejemplo, dicen que
"las guerras se hacen con plata, con hombres y con coplas". Yo incluí
varias coplas en este libro porque creo que pintan como nada el sentir
popular de una época y sus preocupaciones. Eso las hace valiosas para
mí para contar esta historia. En ese sentido, me parece que, historiador
o no, todo el que se pone a investigar y lo hace con seriedad aporta
lo suyo. Ya José Luis Romero decía que la objetividad absoluta no existe.
-¿Y la "novela histórica"? ¿Existe como especie
con características propias? -Yo, en realidad,
no creo en los rótulos. No sé qué es la novela histórica. Como tampoco
creo que exista eso que algunos llaman "literatura femenina", estableciendo
diferencias entre escritores y escritoras. Simplemente escribo sobre
lo que me interesa en un momento determinado. A veces son temas históricos,
otras no. Sin embargo, creo que si se pretende contar un hecho histórico
hay límites para la ficción. Fabián Gómez y Anchorena existió. Yo lo
tomé y le agregué algo. Poco, en realidad, porque no se puede torcer
la vida de un hombre cuando se pretende contarla. Es diferente cuando
la historia guarda silencio absoluto, como me pasó con el personaje
de Nicanor en El general, el pintor y la dama: nunca nadie supo qué
había sido de él y entonces yo tuve más espacio para la invención. En
el caso de Las batallas secretas de Belgrano, en cambio, recosté absolutamente
la ficción sobre la historia y escribí los diálogos de Belgrano basándome
en sus cartas.
-¿Qué cree que busca la gente cuando compra sus
libros: chismes o conocer mejor la historia? -Pienso
que las razones van más allá del chisme a secas, aunque los argentinos,
para qué negarlo, somos chismosos. Si el libro está hecho con rigor
da algo más. La gente aprende, conoce más de su historia y de ella misma.
En la Argentina, casi todos somos hijos o nietos de inmigrantes y compartimos
la necesidad de saber quiénes somos y de dónde venimos. La literatura
ayuda en esa búsqueda. Elena Garro, la estupenda narradora mexicana
muerta en agosto del año pasado que fue mujer de Octavio Paz, contó
alguna vez que la criada que la llevaba a la escuela le decía cuando
cruzaban la plaza: "Mire señorita, mire los malvones", y le señalaba
los ahorcados de la noche anterior, colgados allí todavía. Los mexicanos
vivieron veinte años de revolución, cómo no van a tener una literatura
poderosa!
Bueno,
nosotros también tuvimos lo nuestro. Tuvimos a Facundo y a Rosas y a
Pedernera y la muerte de Urquiza... ¿Por qué no nos contaron todo eso
con la pasión de la vida? -¿Por qué? -Porque durante mucho tiempo la
historia fue sólo un conjunto de números. Si el ejército de Belgrano
tenía 3000 soldados, había que saber que el realista había tenido 7000.
Y la historia era poco más que eso. Mientras escribía Las batallas secretas
de Belgrano me enteré de un episodio de la batalla de Tucumán. Fue un
enfrentamiento tremendo, plagado de versiones contradictorias. "General
-le decían primero a Belgrano- hemos ganado, están huyendo detrás del
río". Al ratito se acercaba otro oficial con la noticia opuesta: "General,
son ellos los que ganan". Cuando todo parecía terminado y Belgrano estaba
por ordenar la retirada, llegó un changuito que venía en burro desde
los cerros, huyendo de las balas, y le dijo: "General, no se vaya. Usted
ganó, los realistas huyeron". La anécdota me la contó un médico de familia
tucumana: el changuito había sido su bisabuelo. Muchos me dijeron que
no era real, que sólo se trataba de una leyenda. Pero yo la incluí pensando:
"¿Por qué no puede haber sido así?". Finalmente, la historia oficial
se completa con el testimonio de los anónimos y con los aportes de la
memoria colectiva. Eso le da color y sabor. Eso es lo que la hace no
sólo historia sino "historia de alguien", historia de un pueblo.
-¿El hecho de ser provinciana juega algún papel
en su forma de entender y de contar la historia? -Y,
sí. No es un dato menor. Lo digo no sólo por mis libros sino por lo
que veo en otros autores, como Eduardo Belgrano Rawson, que es puntano,
o en los primeros textos de Héctor Tizón, un jujeño que también escribió
sobre temas históricos. En el interior la vivencia del tiempo es distinta
y la historia es algo vivo, que se reencuentra en las charlas cotidianas.
Alrededor del fogón, con esos asaditos perversos -que después te revientan
el hígado- o con el mate en la mano -que te lo termina de reventar-
nos pasamos horas y horas hablando de estas cosas. "Mire que aquella
dicen que supo tener hijos del general Urquiza. Ahora están los nietos",
dice alguien. El dato se sigue, se investiga... y ya nació un libro.
-¿Así nomás? ¿No le exige otra cosa a un personaje
para merecer un libro? -Bueno, yo soy bastante
haragana, así que si la historia me da un buen personaje lo tomo. Pero
supongo que lo que me decide a escribir sobre una figura en particular
se parece un poco al amor: tengo que verle "algo". Fabián Gómez y Anchorena,
por ejemplo, era un hombre bueno. En un tiempo en el que los nobles
europeos no se destacaban por ayudar al pueblerío él llegó a poner una
oficina -en el siglo XIX!- para canalizar sus obras de beneficencia.
Era un hombre dispendioso, sí. Sus parámetros y sus principios eran
los de un señorón rioplatense, seductor y mandaparte, pero a la hora
de dar no hacía diferencias: tenía para todos. Otro personaje que me
entusiasmó mucho en este libro fue el de la reina Isabel II.
-¿Por qué? -Porque
me obligó a investigar sobre una época que casi no conocía y aprendí
mucho. Además, Isabel, es apasionante: enamoradiza, vivaracha, "sobradísima
de carnes" como dicen allá, españolísima y además muy querida. Cuando
llega la Restauración y Alfonso XII vuelve como rey a España, lo aplauden
en las calles de Madrid y, en medio del entusiasmo popular, alguien
grita: "Mira, majo, acuérdate de que cuando echamos a la puta de tu
madre aplaudimos mucho más". Los españoles repiten esta anécdota sin
hacerse cruces. Yo viajé a España para investigar la vida madrileña
de Fabián y me la traje en la valija. En ese sentido son más francos
con su historia que nosotros. Acá si se habla mal de Perón o de Rosas
siempre hay alguien que pone el grito en el cielo.
-¿Lo dice por experiencia? -Sí,
en parte. Cuando escribí sobre Rosas en La amante del Restaurador, algunos
rosistas se indignaron. Otros me saludaron por mi "gran novela unitaria".
Pero yo no inventé lo que escribí, todo está en la historia. Es importante
asumir que cualquiera puede tener erratas esenciales. Si se trata de
un prócer -Belgrano, San Martín o quien fuera-, no está mal valorarlo
desde ahí, desde la hombría, pensando que si hizo lo que hizo con sus
debilidades también nosotros podemos cambiar algo. A mí no me interesan
las historias de alcoba, por sí solas. Pero me interesó sí, escribir,
por ejemplo, que Belgrano tuvo dos hijos porque eso fue real y lo tapamos
por mucho tiempo.
-¿Qué le interesaba contar de Fabián? No
tuvo una vida heroica, vivió de dinero heredado, no conoció el esfuerzo...
¿No la enojaba un poco ese "niño bien"?
-Sí, pero después me conquistó. Yo traté de mostrar,
que ese hombre vanidoso y superficial también era capaz de replantear
toda su vida. Sólo así se explica que un hombre que lo tuvo todo terminara
en 1918 enfermo, lejos de su familia, viviendo en la miseria absoluta.
Yo creo que con los años se dio cuenta de que era preso de la imagen
que había construido. La del dandy fastuoso que sólo para matarle el
punto al príncipe de Orange organiza una fiesta que deja a medio París
boquiabierto. Una noche que termina con Cora Pearl, una lorette famosa
por sus curvas y su desenfado, vestida sólo con un collar de perlas
de ocho vueltas, saliendo de un pastel en forma de ostra al mejor estilo
El nacimiento de Venus de Boticelli. Cuando se vive así, se entra en
el engranaje de la fama y dejar todo requiere coraje, ¿o vos te creés
que a Mirtha Legrand o a Susana Giménez les sería sencillo decir basta?
Bueno, él lo hizo. Ya viejo, prefirió la pobreza de Santiago del Estero
a Europa y la ayuda económica que le ofrecían sus amigos.
-¿Y usted cómo se lleva con la fama? -Yo
no me siento una persona famosa. Soy sí, una vieja escritora con muchos
años de esfuerzo detrás. Siempre tuve mi público de entrerrianos y de
mujeres. Ahora los lectores son más y me gusta, claro, porque me permite
ser escritora full-time. Pero la fama es como la gripe y yo siempre
recuerdo el dicho: "Ya pasará, ya pasará: es una gripe y ya se va".
Además, creo que hoy el éxito se debe en gran parte a que la televisión
te hace primo hermano de todo el mundo y te volvés una cara familiar
que comparte la mesa y la vida cotidiana. Por eso cuando me paran por
la calle en vez de decir "María Esther, leí su libro", muchos me dicen:
"La vi con Mirtha" y me piden un autógrafo por eso, no por mis novelas.
-¿Le molesta? -No,
son las reglas de los 90 y de la sociedad mediática. En los 70 no me
pasaba. Y aunque cuando salgo con zapatillas y la cara lavada preferiría
no ser conocida, supongo que el día que no suceda voy a sentir una infinita
tristeza.
-Abordar la historia argentina desde la ficción es muy tentador: ¿no
le asaltan cada tanto unas ganas locas de reescribir algún episodio?
-Sí, muchos... Pero supongo que me concentraría sólo en los que siento
esenciales. ¿Qué hubiera pasado si a Quiroga no lo hubieran matado?,
por ejemplo. ¿Y si la batalla de Caseros no hubiera acabado con Rosas?
¿Si la revolución del 55 no hubiera sido? Las preguntas son infinitas
y el juego inagotable. Pero creo que más interesante es pensar qué hubiera
sido de la Argentina si hubieran prendido ciertos buenos ejemplos en
vez de tanto saqueo al Estado. El país seguramente sería otro.
-¿Ahora que falta tan poco para el siglo XXI,
piensa escribir sobre algún personaje del XX? ¿Yabrán, por ejemplo?
-Yabrán, qué historia ésa! Yo no lo
conocí pero su familia es de Larroque, como la mía. Un chico que se
descarrió, qué hacerle. Un chico brillante, según dicen. Mis sobrinos
me insisten para que escriba sobre él. Pero no sé. Además, no está mal
pensar que ése es un trabajo para las nuevas generaciones. La antorcha
hay que pasarla alguna vez, ¿no? Eso es algo que tenemos que entender
los viejos escritores.
-¿Para esos jóvenes, algún consejo? -Sólo
dos cosas pero esenciales: leer muchísimo, porque en literatura leer
es parte del trabajo. Y aprender a perseverar. Por eso cuando alguno
de ellos me pregunta: "María Esther, escribí un cuento, ¿qué hago ahora?".
Yo contesto: "Muy bien, te felicito. Ahora escribí cien más".
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