Teresa Anchorena sospechó por primera vez que su apellido tenía alguna carga especial en un almacén, cuando era muy chica y quiso llevar algunos paquetes de galletitas. El hombre que la atendía, y que no la conocía, le espetó: "¿Vos que te crees, que sos Anchorena?". Se quedó helada.

Alos 25 años y después de estudiar periodismo, se enamoró de Rolando Paiva -pintor y fotógrafo- y se fue con él a Europa por once años. En París hizo un master en Antropología y tuvo los trabajos más disímiles: vendió pieles, fue agente de su marido y se dedicó a comercializar grabados de artistas que vivían en Francia, como Alberto Seguí o Sergio Camporreale.

Allí se hizo más segura de sí misma y conoció sus propios valores. "Me di cuenta, además, de que mi apellido no sólo no era popularmente conocido -como en la Argentina- sino que tuve que deletrearlo por primera vez."

En un lugar en que me pidieron mi nombre y lo dije, me contestaron: '¡Ancho quo?'Ahí descubrí también que su sonido era complicado de pronunciar."

Preocupada por el tema de los derechos humanos, colaboró en Europa con Hipólito Solari Yrigoyen hasta que decidió volver a la Argentina en el '83, de la mano de la flamante democracia. Nombrada directora de Artes Visuales por el gobierno de Raúl Alfonsín, durante su gestión organizó más de 200 exposiciones anuales de artistas argentinos en distintas ciudades del país y del mundo.

Fue -también- el alma mater de la restauración del por entonces destruido Palais de Glace. Eran sus inicios en la actividad pública, y por esa misma época sintió que algo había cambiado en los prejuicios ajenos: "Me di cuenta de que la gente tenía ya menos fascinación por lo de Anchorena, y también menos bronca. Aunque siempre mantengo la sensación de que se me prejuzga o se tienen expectativas distintas de cómo debo ser", afirma.

En Catamarca, por ejemplo, al organizar una muestra, un hombre no la quiso saludar. Recién a los dos días se acercó y le dijo: "La verdad es que la saludo porque la vi trabajar y no esperaba eso de usted".

Teresa siempre fue crítica hacia su clase social de origen "porque me parecía que las familias tradicionales argentinas tenían una mentalidad muy cerrada, con algo de reaccionarias y de temor a los cambios. Sin embargo, tiene algo interesante en su manera de vivir, algo no presuntuoso, donde se privilegia la calidad.

Son herederos de quienes a fines del siglo pasado soñaron un proyecto de país muy importante que aún hoy quedó grabado en la calidad de teatros, bancos, casas de familia o ministerios construidos en esa época. Constituyen una clase porque tienen una cultura propia, -una estética- con códigos que hacen a sus miembros inconfundibles entre sí, como cierta forma de hablar, o la manera de moverse y vestirse".

Tiene tres hijos: Mateo y Luna Paiva, además de Clara Cullen.
Hija de Miguel Anchorena y Teresa Hume, asegura ser "tan trabajadora como lo es mi padre y como lo fue mi abuelo Joaquín". Durante 1994 proyectó, mientras se ocupaba de su taller de restauración de muebles y la promoción de artistas jóvenes, de traer, junto a los Macri y la Fundación Banco Patricios, una exposición de Botero, amigo suyo de sus años en París.

Heredera de la más afamada de las familias patricias argentinas, Teresa dice no saber el porqué de la popularidad y el mito que existe alrededor de su apellido, habiendo tantas otras familias de fortuna o importancia histórica en el país.
"Creo que Anchorena es hoy una marca de un producto que se mantiene a través del tiempo, un fenómeno que debería ser estudiado por algún publicitario o marketinero."

Vive rodeada de obras de arte en su casa chorizo de Palermo Viejo, donde además tiene su taller de restauración de muebles. Una auténtica cultora de la estética.