Cuando me invitan a dar una conferencia, lo primero que me pregunto siempre es de qué voy a hablar, para ajustarme al marco, a la circunstancia y características de asistentes. En esas preguntas están implicadas otras preguntas, las de qué pinto yo ahí o si tengo algo qué decir que pudiera interesar a esta gente. Al aceptar, eso sí, apuntado por el trabuco (en realidad, el móvil desde una lejana ciudad europea) amable de Victor, la invitación a conferenciar en la presentación del informe Sedisi, que nos dibuja con cifras la estructura, volumen y dinamicidad del sector, lo hice sin poderme contestar a todas las anteriores preguntas. Para empezar, decidí que más que hablar de cifras hablaría del paso del tiempo, arriesgándome a que eso no interese a una congregación como la que tengo delante, acostumbrada precisamente a no tener mucho tiempo, muy ejecutiva, representante del gran poderío económico de este sector, todo lo contrario del ámbito académico en el que estoy. Me domina el miedo escénico.

En cuanto a que puedo pintar yo aquí, resolví que pinto tanto como puedan pintar, que es mucho, tantos profesores, que, entre otras cosas, han cumplido la labor nutricia y callada de formar técnicos para surtir de profesionales a lo que ahora se llama sociedad de la información y a este sector, en particular.

Para expresar cuánto y cómo ha crecido este sector me serviré de un apunte histórico personal. La cosa es que en 1969 se creó en la Escuela de Teleco de Madrid, ya antigua pero por aquel entonces todavía la primera y única Escuela de Teleco, una cátedra de Ordenadores, que ocupó quien les habla. Fue la primera vez que en España se realizó enseñanza universitaria en el campo de la informática. Desde luego, este sector de actividad ya existía, pero sin duda debía ser suficientemente pequeño como para que nadie hubiera pensado en formar instituciones que lo representasen socialmente, como acabaría siendo Sedisi, ni instituciones educativas de nivel que le dieran el marchamo intelectual, lo que, mirando los datos actuales puede darnos una perspectiva complementaria del crecimiento de este sector y una señal de nuestro retraso inicial en cuanto a la puesta en marcha de estructuras profesionalizadas.

Sedisi se fundó en 1976, cuando ya se había creado otra Escuela de Teleco, la de Barcelona, pero -fijémonos bien- aún no había en la universidad Facultades o Escuelas de Informática. La primera Facultad española de Informática, la de la Politécnica de Madrid, de cuya Comisión Gestora fui vocal y secretario entre 1976 y 1977, comenzó sus clases en el curso 1978-79. Hoy, hay 22 Escuelas Superiores de Telecomunicación (25 el año próximo), otras tantas o más Facultades o Escuelas Superiores de Informática. Desconozco el número de Escuelas Universitarias de ambas ramas. Pero sé, por un estudio reciente, que el sistema educativo español producirá en este 2001 alrededor de 14.000 jóvenes con FP3 o carreras universitarias de titulación media o superior con contenidos TIC (telecomunicaciones, informática, electrónica y especialidades conexas tanto en la ingeniería industrial, como en ciencias físicas o matemáticas). Eso por dar yo también algunas cifras que muestren una versión cuantitativa de los cambios habidos por el lado del factor humano.

Esos de los primeros 70 eran tiempos primitivos. Sólo había una cadena de tv, no se habían inventado aún las tiendas de todo a 100, y desconocíamos lo que podríamos llegar a disfrutar y aprender 30 años después con El Gran Hermano o escuchando a la insigne mezzosoprano Tamara su No cambié, No cambié. Por lo menos, el sector y los contenidos técnicos de sus actividades han cambiado muchísimo, aunque hay gente de la informática que a cada cambio repite siempre que en el fondo todo es lo mismo que antes. Recuerdo aquellos tiempos de los primeros 70 como paleoinformáticos. Los programadores programaban pero no sabían programar. Cada uno aplicaba su lógica, plagada de sus propias manías y vicios. Resultaba casi misión imposible inculcarles los principios metodológicos de la programación estructurada y los lenguajes, incluso los de alto nivel, tampoco estaban preparados para este tipo de programación, ni existían ayudas software de ningún tipo. Era muy dura la programación, sobre todo con los lenguajes ensambladores. Cuando les cuento a mis actuales alumnos de Ingeniería del Software que a mediados de los 70 se creó en USA una asociación de damnificados de la informática, cuyas siglas eran SOAP, que reclamaban indemnizaciones por enfermedades profesionales relacionadas con la programación, piensan que les cuento la típica batalla del abuelito sobre la guerra de Cuba, porque este género de dificultades ha desaparecido, aunque sólo para dejar paso a otras de más amplio espectro. Cuando les doy detalles de gente que conocí a quienes por el esfuerzo mental literalmente se les quemó el cerebro programando (sin duda debido tanto a la dificultad y presión de la tarea como a la horrible precariedad de los instrumentos técnicos y a la falta de capacidades y de preparación para ella) piensan que estoy utilizando mi sentido del humor para animar la clase. Para acabar de arreglarlo, les comento entonces que SOAP, aunque signifique directamente jabón, en argot significa algo así como mente en blanco o empanada mental. Se ríen mucho, pero finalmente no saben si creerme o no. Estoy seguro de que si entonces hubiesen existido las técnicas de PET para mostrar la actividad eléctrica cerebral, se habría registrado perfectamente un recalentamiento exagerado de las neuronas de muchos programadores.

Como todo el mundo sabe, el paso del tiempo nos trajo los ordenadores personales. En 1984 empecé a utilizar uno para escribir un libro sobre ordenadores personales. Era un Rainbow 100+, de la casa Digital, equipado con sistema operativo CP-M y procesador de textos WordStar. Todas las empresas que hacían estos productos y los mismos productos desaparecieron del mercado, incluyendo a Digital, por entonces un monstruo mundial. Como cualquiera puede comprobar, en ese libro titulado "Computadores personales: Hacia un mundo de máquinas informáticas", describí los que intuía como importantísimos cambios para la informática gracias a estas máquinas y a las redes sobrevinientes. Hice un informe sobre estos previsibles cambios a la que entonces era la primera empresa nacional de consultoría informática, pero no le prestaron el menor caso y siguieron actuando según la costumbre, para acabar después fusionada, absorbida y refundada en un grupo mayor y diferente. Si traigo a colación esta anécdota personal es porque encierra una lección que saqué y que creo de general aplicación para personas y empresas: Que se puede desaparecer de la escena o del mercado por muchas y diversas causas, pero la más segura de todas es por no prestar atención ni analizar las condiciones de contorno de la actividad o negocio desempeñado.

Andando más el tiempo, se han visto tantos cambios que es impensable dar aquí cuenta breve de ellos. El más visible y principal, porque es el mayor causante de todos los demás, es el siempre citado del aumento explosivo de capacidades de las máquinas, unido al correlativo decremento de su tamaño y precio. Para documentar esta conferencia, he tenido que discutir con algunos compañeros para poder recordar entre todos que en los años antes mencionados de 1975 hasta 1980 en nuestra Escuela sólo había un ordenador, el SPC16, de General Automation, cuya memoria RAM directa, sin extensiones, tenía una capacidad equivalente a 128 KB, o sea 1000 o 2000 veces inferior a la de los actuales pecés caseros. Pura ley de Moore.

Este macrofactor esencial ha generado un universo técnico poblado de una variedad y multiplicidad de sistemas y redes prácticamente inabarcable, que, en lo que al hardware se refiere, va desde los procesadores escondidos (empotrados) en toda suerte de implementos hasta los supercomputadores que integran decenas de miles de microprocesadores, pasando por pecés, terminales móviles, pdas, servidores de todos los tamaños y capacidades, mainframes, sistemas de almacenamiento en red, routers, y por el lado del software, de los lenguajes y de las aplicaciones todo lo que se quiera enumerar hasta dejarlo por aburrimiento. Personalmente, me siento irremediable y permanentemente fascinado por el inagotable milagro de la tecnología, que considero el mayor logro de la Humanidad, así como por el cúmulo potencialmente infinito de sus posibilidades.

Henos pues aquí y ahora en la situación siguiente: Octava potencia industrial del mundo; Un parque tecnológico de una capacidad inmensa y creciente; Un sector económico y comercial potente y consolidado, celebrando los fastos de sus bodas de plata; Un útero generador de unos cuantos miles de técnicos por año; Un número de usuarios que ya se cuenta por millones; Estructuras de la Administración del Estado para ocuparse de regular el entorno técnico y de modernizar los servicios públicos al ciudadano.

Por una extraña combinación de ética y de interés práctico a largo plazo, he llegado a la conclusión, sin embargo, de que, una vez satisfecha nuestra alegría por habernos conocido y aireado nuestros piques particulares, es necesario orientar cada vez más nuestra atención, y de forma muy seria, a aquellos factores que ponen en peligro o por lo menos erosionan el alcance futuro de esas posibilidades y eso es lo que haré en esta última parte de mi charla.

Empiezo diciendo que la consecuencia general de un despliegue tecnológico tan asombroso como el descrito es complejidad, que se traduce en: a) Dificultad para controlar este universo técnico, tanto por parte de quienes están en su desarrollo, producción, comercialización y regulación, como, en lo que me toca, por parte del sistema educativo; b) Dificultad para trasladar soluciones eficaces, robustas y estables al universo social. Son dos tipos de dificultades, no los únicos, que derivan en problemas, y éstos, unas veces se resuelven, y otras, se barren debajo de una alfombra.

Precisamente, hablando de universo social, conviene que dediquemos unos minutos ahora a ese concepto llamado Sociedad de la Información, que no es más que el nombre, por lo demás acuñado hace un montón de años, con el que convencionalmente designamos a esa realidad, inédita en la historia del ser humano, producida porque el universo de sistemas técnicos ha penetrado, y en algunos casos se ha apoderado de casi todas las estructuras sociales en los países económicamente desarrollados. La existencia de esta innegable y específica realidad debe ponderarse como un grandísimo cambio, que debiera disparar un principio de corresponsabilidad entre cuantos trabajamos en estos territorios. Sugiero verlo como un punto de inflexión de las condiciones de contorno de nuestra actividad. Si creemos de verdad que la Sociedad de la Información es algo más que un mantra que repetimos una y otra vez, no podremos "ver" la tecnología sólo como negocio, como objeto de regulación al servicio de los ciudadanos, o como fascinación. Hemos de verla prioritariamente como un instrumento de cambio social, sabiendo que éste es un punto de vista que entrará antes o después en conflicto con algunos de nuestros intereses. Quiero decir que lo que ahora está en juego es bastante más que nuestra actividad, función o negocio particulares.

Uno de los errores más frecuentes causados por nuestra incompetencia en lo tocante a ver la tecnología como instrumento social consiste en que ponemos demasiado énfasis y fe en la información y descuidamos el funcionamiento y dinámica de las estructuras sociales. En resumen, nos olvidamos alegremente de las dos dificultades que antes señalé. Esto sucede en parte porque nos conviene, en parte por ignorancia, en ocasiones por prepotencia, y en otras por cualquier combinación de las anteriores. Reconozco que ayuda bastante a reforzar esta actitud la confusión general (por no decir también la manipulación) acerca de estos temas, ampliamente difundida y publicada incluso por las publicaciones especializadas. Daré algunos argumentos.

Así, tendemos cómodamente a aceptar que la infotecnología mejora inevitablemente las estructuras sociales, aunque esto no sea evidente, e incluso hay pruebas sobradas de que frecuentemente ocurre lo contrario. Pongamos por caso la influencia de la infotecnología sobre la productividad, que es un misterio, y levanta toda clase de sospechas.

Hasta el año 1995 o así, se afirmaba que la tecnología informática no había conseguido trasladar sus maravillas a la mejora de la productividad. Se repetía mucho la frase del Nobel Solow, que decía: "Vemos ordenadores por todas partes, menos en las estadísticas de productividad". Incluso, en 1989, Earl escribía malévolamente, expresando el sentir de muchos: "Hay dos cosas que los altos ejecutivos saben acerca de la tecnología de la información. La primera es que cuesta mucho. Y la segunda, que nunca funciona". En consecuencia, se acuñó el concepto de paradoja de la productividad. Han pasado después tres años más en que el tema apenas se ha tocado, pero desde 1999 hasta bastante avanzado el 2000, la "nueva" economía ha dado por sentado, saltándose olímpicamente los argumentos y datos de la paradoja, que la infotecnología era la principal razón del virtuoso ciclo de los últimos 10 años de la economía americana. A cuantos nos dedicamos a esto, tal mensaje nos viene de perlas, aunque resulte finalmente incorrecto, acaso fraudulento. Una vez detenido o averiado el ciclo, y más ahora con la que está cayendo sobre la industria tecnológica, se ha suspendido prudentemente el relacionar a la tecnología con la productividad y por fin tipos parlanchines, como el Sr. Chambers han desaparecido de los medios de comunicación.

Lo de que nunca funciona la infotecnología no es verdad, pero es preciso reconocer que la complejidad sistémica actual, producto de la heterogeneidad de elementos que finalmente se integran en cualquier sistema, unida a la propia complejidad intrínseca de esos elementos, a la ambición misma de los requisitos planteados para sistemas y aplicaciones y a la complejidad de su interacción con un número cada vez mayor de usuarios, en un entorno continuamente cambiante, no facilitan precisamente las cosas y nos exige mucha mayor y más amplia profesionalidad.

Y en lo referido a la productividad o cualquier otra medida de éxito aplicativo, ésta no viene soldada o empaquetada en la tecnología, como por sus actuaciones algunos parecer creer, sino que depende sobre todo de que se lleve a cabo un continuo y cuidadoso proceso de construir capital organizativo de la empresa alrededor de los sistemas técnicos propios cada caso. Ocurre, no obstante, que sobre estos asuntos hay bastante ignorancia, pero especialmente mucha superficialidad y mucha prisa, con lo que acaban fracasando los proyectos de transformación empresarial (según la consultora A.T. Kearney, una quinta parte de los proyectos de gestión de cambio en las empresas, utilizando diversos modelos conocidos), arrastrando con ellos al fracaso, como es lógico, a la infotecnología, aunque si algo puede asegurarse es que ni los modelos de gestión de cambio ni la infotecnología tienen la culpa de estos fracasos. Encima, con el actual baile de San Vito de la globalización y la búsqueda ciega de la competitividad, la situación tiende a agravarse en las empresas que se fusionan, se absorben, se reabsorben o lo que sea, como bien podrían atestiguar quienes hayan vivido o estén viviendo una circunstancia parecida desde dentro.

Pese a todo, puestos a pensar en el futuro, podríamos mostrarnos optimistas acogiéndonos a ese dicho de que empíricamente las cosas siempre van mejor a largo que a corto plazo. Sólo que en esta ocasión no debiéramos fiarnos de tal dicho, porque la tecnología actual tiene un poder disruptivo como nunca lo tuvo cuando se acuñó este aforismo.

Comprobamos que, tanto con razones como sin ellas, está levantándose una marea creciente de rechazo social a la tecnología en general, de la que no se escapa la infotecnología, y estos movimientos profundos son muy difíciles de parar. En mi modesta opinión, en esto de la tecnología y su implantación en las estructuras sociales, en los últimos 20 años se está yendo con unas prisas insoportables, sin criterio, sin respeto, actuando de hecho como si la ley de Moore fuera también aplicable al cambio de esas estructuras sociales.

Algunos estamos preocupados por las consecuencias de esta aceleración del tiempo. Pero quien mejor lo ha mostrado ha sido Danny Hillis, otrora niño prodigio de la informática, el hombre considerado uno de los padres de los supercomputadores de arquitectura de procesamiento masivo paralelo, el diseñador de la Connection Machine, que ahora ha diseñado la máquina digital más lenta de la historia, el reloj de 10.000 años, un artefacto mecánico digital binario, concebido para hacer tic tac una vez al día, un símbolo para recordarnos que debemos actuar sin dilapidar el legado recibido y pensando en lo mejor para nuestros hijos, nietos y tataranietos.

Un aldabonazo a nuestras conciencias para que reflexionemos (y cito palabras de una próxima columna mía en el eWEEK) en lo que significa "estar instalados, como lo estamos, en el Urgente Ahora: una semana, un mes, el tiempo acelerado de Internet, unas horas para los mercados bursátiles, un trimestre para los resultados empresariales, el plazo penalizado de un proyecto, etc. Nuestra cultura acelerada de la inmediatez computa en meses el próximo futuro y en años, en lugar de décadas o siglos, el distante futuro. Según Hillis, somos como amebas, que no comprendemos qué demonios estamos creando a tanta velocidad".