San
Petersburgo: la ciudad imperial
El
zar Pedro El Grande la imaginó como una “Venecia del
Norte”. Hoy es una de las urbes más bellas del mundo.
Un periodista de LA NACIONque participó del Viaje artístico
de otoño al arte y la música de la Rusia de los zares,
organizado por la Asociación Amigos del Museo Nacional de
Bellas Artes de Buenos Aires, repasa en esta nota sus tesoros culturales
y su rica historia
SAN
PETERSBURGO.– La ciudad que el zar Pedro el Grande concibió
en 1703 para crear una ventana al mundo occidental, frente a las
costas del golfo de Finlandia, transmite a cada paso las sensaciones
y los acontecimientos que enriquecieron su historia durante más
de 300 años.
Levantada
sobre un pantano a 800 kilómetros de Moscú y capital
del imperio ruso durante dos siglos, San Petersburgo es hoy, con
cinco millones de habitantes, la segunda ciudad más importante
de Rusia. Pero es también símbolo de una época
–el reinado de los zares– que, más allá
de las polémicas en torno del ejercicio del poder, dejó
al mundo un invalorable legado histórico y cultural.
Por
más que los accidentes políticos le hayan cambiado
el nombre más de una vez –en 1914, durante diez años,
pasó a llamarse Petrogrado y entre 1924 y 1991 fue Leningrado–
el nombre de San Petersburgo, recuperado tras un plebiscito con
el respaldo del 54% de la población, es el que más
identifica a esta ciudad llena de magia y encanto, cuyo fundador
imaginó como una "Venecia del Norte".
Ni
siquiera las riendas cortas del férreo régimen comunista,
que sustentó durante 74 años el período soviético,
pudieron acallar la herencia de una historia que todos los habitantes
sienten como propia. Los palacios, residencias y templos creados
por los zares lucen hoy a nuevo, totalmente reconstruidos, con el
magnetismo de sus imponentes fachadas, vestigios de un tiempo de
poder y riqueza; la belleza de sus jardines y parques, regados por
coloridas fuentes y cascadas, e historias increíbles que
esperan ser contadas a quienes llegan para recorrer cualquier rincón
de las habitaciones imperiales.
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Al
majestuoso Museo del Hermitage, subyugante vidriera y uno de los
principales hitos de la historia cultural rusa, se suman las residencias
de verano y de invierno que los zares levantaron en las afueras
de la ciudad. Se destacan, entre otros, el Gran Palacio Peterhof,
la primera construcción que Pedro el Grande ordenó
levantar luego de conocer Versalles; el suntuoso Palacio de Catalina,
con una gran ostentación del dorado y una fachada monumental
de 306 metros de largo (imposible hacerla entrar en una foto), así
como la villa de Pávlovsk, de construcción clásica
y más austera, que refleja con claridad las distancias que
separaban al zar Pablo de su madre, Catalina II la Grande.
Cada
uno en su estilo, los palacios resumen las ambiciones imperiales
y las costumbres cotidianas de quienes habitaron estas villas imperiales
en San Petersburgo. Todos, además, sufrieron la ocupación
y el saqueo de las tropas nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
La
Fuente de la Gran Cascada, decorada por 225 esculturas de bronce
–réplicas de obras clásicas y renacentistas–
es el plato fuerte de los Jardines de Peterhof, que ocupan un predio
de 200 hectáreas, con 187 fuentes y cuatro cascadas. En el
frente del edificio se destaca la figura del águila bicéfala,
símbolo de la Rusia zarista, y en su interior se conserva
el estudio original de Pedro el Grande. Impactan, también,
el comedor blanco, donde la mesa está servida con una vajilla
de 196 piezas fabricadas en 1770 por pedido de Catalina II la Grande,
y el Gran Salón Azul, usado para recepciones oficiales, entre
otras salas.
En
1710, Catalina I –la segunda esposa de Pedro el Grande–
quiso tener su propia réplica de Versalles y ordenó
construir el palacio que lleva su nombre, conocido también
como Tsarskoye Selo, o Villa de los Zares, a 30 kilómetros
de San Petersburgo, en la ciudad que hoy lleva el nombre de Pushkin,
por encontrarse allí el liceo donde estudió el gran
poeta ruso.
El
Palacio de Catalina fue la residencia predilecta de los Romanov.
Deslumbra particularmente la Gran Sala, un espacio inmenso, de 900
metros cuadrados, que parecen más porque está totalmente
adornado con espejos y con una araña que la iluminaba con
696 velas.
La
residencia de verano del zar Pablo (hijo de Catalina II la Grande)
lleva el nombre de Pávlovsk. Su madre encargó construirla
en el sitio más alejado de la corte, en la orilla más
alta del río Slavianka, señal de la pésima
relación que ambos tenían. Tanto que, al asumir, Pablo
ordenó que nunca más una mujer pudiera acceder al
trono zarista en Rusia. Alejado de la suntuosidad y la ostentación
de los anteriores palacios, Pávlovsk presenta un carácter
más clásico y discreto. Fue ocupado en 1779 por Pablo
y su esposa, María Feódorovna, quien le supo dar un
estilo propio a la residencia. Su austera decoración no quita
brillo a la armonía de las habitaciones. Las perlas son la
Sala Italiana, presidida por una cúpula muy colorida; los
dormitorios de gala, que sólo servían para exhibición;
la galería de pintura semicircular, con obras de artistas
italianos, y la Sala Grande del Trono, donde los bajorrelieves romanos
y la pintura del techo, completada sólo en 1971 con el diseño
original del pintor P. Gonzago, le dan una digna coronación
al espacioso ambiente de 400 metros cuadrados.
El
esplendor del Hermitage
Con un patrimonio de 2.700.000 piezas, entre valiosas colecciones
de pinturas, esculturas, hallazgos arqueológicos y numismática,
el Hermitage es algo más que el segundo museo más
grande del mundo (después del Louvre). Es la atracción
y puerta de entrada a los secretos de San Petersburgo. Sus construcciones
reconocen las influencias italiana y francesa plasmadas por arquitectos
europeos. Es un complejo de cinco edificios sucesivos y comunicados,
de líneas geométricas y estilo barroco, que los sucesivos
zares de la dinastía Romanov levantaron para disfrutar puertas
adentro. Sólo a partir del reinado de Nicolás I (1825-1855),
las colecciones y los salones fueron abiertos a los visitantes.
El
museo tiene 400 salas y un recorrido completo significa caminar
24 kilómetros. Los especialistas estiman que si un visitante
se detiene un minuto frente a cada obra necesitará más
de cinco años para conocerlo todo.
Al
margen de las colecciones –15.000 cuadros, 12.000 esculturas,
600.000 obras gráficas, 600.000 piezas arqueológicas,
1.000.000 de monedas y medallas y 280.000 objetos de arte–
cautivan a los visitantes los amplios salones, la arquitectura de
los palacios y el espíritu que emana de los signos visibles
de la historia.
El
trono del zar Nicolás I, que enfrentó una rebelión
en 1825, se exhibe en una sala de 950 metros cuadrados, la más
grande del museo. Sorprende por su belleza el Salón de Malaquita,
piedra con la que Alejandro I ordenó decorar los jarrones,
columnas, mesas, chimeneas y todo lo visible en ese espacio.
Una
de las pocas salas con dimensiones más cercanas a las costumbres
humanas es el Comedor Blanco, que los emperadores usaban para comer
con su familia, en privado: una suerte de comedor de diario. Ese
modesto ámbito real tiene un alto significado histórico.
Allí sentó sus reales la revolución bolchevique
en 1917, cuando el gobierno provisional ocupó el Palacio
de Invierno. Al instalarse, las nuevas autoridades pararon el reloj
a las dos de la madrugada, marcando así el inicio de la nueva
era del imperio soviético. Esa hora está hoy señalada
en el reloj que se exhibe en la sala.
Los
retratos de los Romanov (Isabel Petrovna, Catalina I, Catalina II
la Grande, Pablo, Alejandro I, Alejandro II, Nicolás I y
Nicolás II, el último zar) presiden una galería
del museo, pasaje obligado antes de llegar a la abundante colección
de pinturas, que reúne a las figuras más grandes de
la historia del arte: Rembrandt, Leonardo da Vinci, Rafael, Rubens,
Van Dyck, Tintoretto, Van Gogh, Gauguin, Cézanne, Renoir,
Monet, Velázquez, Murillo, El Greco y Goya, entre otros.
Este último fue pintor de la corte hasta el año 1800,
cuando no le permitieron seguir retratando a miembros de la realeza
porque en una obra dejó al descubierto algunos defectos de
la familia real.
El
museo tiene la más grande colección de obras de Henri
Matisse, que visitó Moscú en 1911. Se exhiben unas
37 piezas, de distintas etapas. A ello se suman unos 30 cuadros
de Pablo Picasso, de los períodos azul y cubista, entre otras
obras que dan brillo al inagotable patrimonio del Hermitage.
Por
Mariano de Vedia, La Nacion, 14 de noviembre de 2004
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