El verso con métrica y rima

 

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  GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER 

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          SU OBRA 4       
 RIMAS LII  a  LXXI

 

     LII

Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas;
envuelto entre las sábanas de espuma,
¡llevadme con vosotras!
Ráfagas de huracán que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas;
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!
Nubes de tempestad que rompe el rayo
y en fuego ornáis las desprendidas orlas;
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras!
Llevadme, por piedad, a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria...
¡Por piedad!... ¡Tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!
                                                                                             


                  
LIII

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala en sus cristales,
jugando llamarán;
pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar;
aquellas que aprendieron nuestros nombres,
ésas... ¡no volverán!
Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aún más hermosas,
sus flores abrirán;
pero aquellas cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día...,
ésas... ¡no volverán!
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón, de su profundo sueño
tal vez despertará;
pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido..., desengáñate,
¡así no te querrán!


                  
LIV

Cuando volvemos las fugaces horas
del pasado a evocar,
temblando brilla en sus pestañas negras
una lágrima pronta a resbalar.
Y al fin resbala, y cae como una gota
de rocío, al pensar
que, cual hoy por ayer, por hoy mañana,
volveremos los dos a suspirar.



         LV

Entre el discorde estruendo de la orgía
acarició mi oído,
como nota de música lejana,
el eco de un suspiro.
El eco de un suspiro que conozco,
formado de un aliento que he bebido,
perfume de una flor que oculta crece
en un claustro sombrío.
Mi adorada de un día, cariñosa,
«¿En qué piensas?», me dijo.
«En nada...» «¿En nada y lloras?» «Es que tengo
alegre la tristeza y triste el vino.»


                  
LVI

Hoy como ayer, mañana como hoy,
y ¡siempre igual!
Un cielo gris, un horizonte eterno,
y ¡andar..., andar!

Moviéndose a compás, como una estúpida
máquina, el corazón;
la torpe inteligencia del cerebro
dormía en un rincón.

El alma que ambiciona un paraíso,
buscándolo sin fe;
fatiga sin objeto, ola que rueda
ignorando por qué.

Voz que incesante con el mismo tono
canta el mismo cantar;
gota de agua monótona que cae
y cae sin cesar.

Así van deslizándose los días
unos de otros en pos,
hoy lo mismo que ayer..., y todos ellos
sin goce ni dolor.
¡Ay!, a veces me acuerdo suspirando
del antiguo sufrir...
Amargo es el dolor; pero siquiera,
¡padecer es vivir!


                   
LVII

Este armazón de huesos y pellejo,
de pasear una cabeza loca
cansada se halla al fin, y no lo extraño;
pues, aunque es la verdad que no soy viejo,

de la parte de vida que me toca
en la vida del mundo, por mi daño
he hecho un uso tal, que juraría
que he condensado un siglo en cada día.

Así, aunque ahora muriera,
no podría decir que no he vivido;
que el sayo, al parecer nuevo por fuera,
conozco que por dentro ha envejecido.

Ha envejecido, sí; ¡pese a mi estrella!,
harto lo dice ya mí afán doliente:
que hay dolor que, al pasar, su horrible huella
graba en el corazón, si no en la frente.


                   
LVIII

¿Quieres que de ese néctar delicioso
no te amargue la hez?
Pues aspíralo, acércalo a tus labios
y déjalo después.

¿Quieres que conservemos una dulce
memoria de este amor?
Pues amémonos hoy mucho, y mañana
digámonos ¡adiós!

LIX

Yo sé cuál el objeto
de tus suspiros es;
yo conozco la causa de tu dulce
secreta languidez.
¿Te ríes..,? Algún día
sabrás, niña, por qué.
Tú acaso lo sospechas,
y yo lo sé.
Yo sé lo que tú sueñas,
y lo que en sueños ves.
Como en un libro puedo lo que callas
en tu frente leer.
¿Te ríes...? Algún día
sabrás, niña, por qué.
Tú acaso lo sospechas,
y yo lo sé.
Yo sé por qué sonríes
y lloras a la vez;
yo penetro en los senos misteriosos
de tu alma de mujer.
¿Te ríes...? Algún día
sabrás, niña, por qué:
mientras tú sientes mucho y nada sabes
yo, que no siento ya, todo lo sé.



LX

Mi vida es un erial:
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.


                  
LXI

Al ver mis horas de fiebre
e insomnio lentas pasar,
a la orilla de mi lecho,
¿quién se sentará?
Cuando la trémula mano
tienda, próximo a expirar,
buscando una mano amiga,
¿quién la estrechará?
Cuando la muerte vidrie
de mis ojos el cristal,
mis párpados aún abiertos,
¿quién los cerrará?
Cuando la campana suene
(si suena en mi funeral),
una oración al oírla
¿quién murmurará?
Cuando mis pálidos restos
oprima la tierra ya,
sobre la olvidada fosa,
¿quién vendrá a llorar?
¿Quién, en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo,
quién se acordará?


                  
LXII

Primero es un albor trémulo y vago,
raya de inquieta luz que corta el mar;
luego chispea y crece y se dilata
en ardiente explosión de claridad.
La brilladora luz es la alegría;
la tenebrosa sombra es el pesar:
¡Ay!, en la oscura noche de mi alma,
¿cuándo amanecerá?


                  
LXIII

Como enjambre de abejas irritadas,
de un oscuro rincón de la memoria
salen a perseguirme los recuerdos
de las pasadas horas.
Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo inútil!
Me rodean, me acosan,
y unos tras otros a clavarme vienen
el agudo aguijón que el alma encona.



        LXIV

Como guarda el avaro su tesoro,
guardaba mi dolor:
yo quería probar que hay algo eterno
a la que eterno me juró su amor.

Mas hoy le llamo en vano, y oigo al tiempo
que le agotó, decir:
«¡Ah, barro miserable, eternamente
no podrás ni aun sufrir!»


                   
LXV

Llegó la noche, y no encontré un asilo,
¡y tuve sed!... Mis lágrimas bebí.
¡Y tuve hambre!... ¡Los hinchados ojos
cerré para morir!
¡Estaba en un desierto! Aunque a mi oído
de las turbas llegaba el ronco hervir,
yo era huérfano y pobre... ¡El mundo estaba
desierto para mí!


                  
LXVI

¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
de los senderos busca.
Las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura;
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.
¿Adonde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza:
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas.
En donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.


                  
LXVII

¡Qué hermoso es ver el día
coronado de fuego levantarse,
y a su beso de lumbre
brillar las olas y encenderse el aire!
¡Qué hermoso es, tras la lluvia
del triste otoño en la azulada tarde,
de las húmedas flores
el perfume aspirar hasta saciarse!
¡Qué hermoso es, cuando en copos
la blanca nieve silenciosa cae,
de las inquietas llamas
ver las rojizas lenguas agitarse!
¡Qué hermoso es, cuando hay sueño,
dormir bien... y roncar como un sochantre...
y comer, y engordar! ¡Y qué desgracia
que esto sólo no baste!



LXVIII

No sé lo que he soñado
en la noche pasada;
triste, muy triste debió ser el sueño,
pues despierto la angustia me duraba:
Noté, al incorporarme,
húmeda la almohada,
y por primera vez sentí, al notarlo,
de un amargo placer henchirse el alma.
Triste cosa es el sueño
que llanto nos arranca;
mas tengo en mi tristeza una alegría...
¡sé que aún me quedan lágrimas!


                   
LXIX

Al brillar de un relámpago nacemos,
y aún dura su fulgor cuando morimos,
¡Tan corto es el vivir!
La gloria y el amor tras que corremos,
sombras de un sueño son que perseguimos.
¡Despertar es morir!


                   
LXX

¡Cuántas veces, al pie de las musgosas
paredes que la guardan,
oí la esquila que al mediar la noche
a los maitines llama!
I Cuántas veces trazó mi triste sombra
la luna plateada,
junto a la del ciprés que de su huerto
se asoma por las tapias!
Cuando en sombras la iglesia se envolvía
de su ojiva calada,
¡cuántas veces temblar sobre los vidrios
vi el fulgor de la lámpara!
Aunque el viento en los ángulos oscuros
de la torre silbara,
del coro entre las voces percibía
su voz vibrante y clara.
En las noches de invierno, si un medroso
por la desierta plaza
se atrevía a cruzar, al divisarme
el paso aceleraba.
Y no faltó una vieja que en el torno
dijese a la mañana,
que de algún sacristán muerto en pecado
acaso era yo el alma.
A oscuras conocía los rincones
del atrio y la portada;
de mis pies las ortigas que allí crecen
las huellas tal vez guardan.
Los búhos que espantados me seguían
con sus ojos de llamas,
llegaron a mirarme con el tiempo
como a un buen camarada.
A mi lado sin miedo los reptiles
se movían a rastras.
¡Hasta los mudos santos de granito
vi que me saludaban!



        LXXI

No dormía; vagaba en ese limbo
en que cambian de forma los objetos,
misteriosos espacios que separan
la vigilia del sueño.
Las ideas, que en ronda silenciosa
daban vueltas en torno a mi cerebro,
poco a poco en su danza se movían
con un compás más lento.
De la luz que entra al alma por los ojos
los párpados velaban el reflejo;
mas otra luz el mundo de visiones
alumbraba por dentro.
En este punto resonó en  mi oído
Un rumor semejante al que en el templo
vaga, confuso, al terminar los fíeles
con un
amén sus rezos.
Y oí como una voz delgada y triste
que por mi nombre me llamó a lo lejos,
y sentí olor de cirios apagados,
de humedad y de incienso.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Entró la noche, y del olvido en brazos
caí, cual piedra, en su profundo seno;
dormí, y al despertar exclamé: «¡Alguno
que yo quería ha muerto!»


                  
LXXII

Primera voz
Las ondas tienen vaga armonía;
las violetas suave olor;
brumas de plata, la noche fría;
luz y oro el día;
yo, algo mejor:
¡
yo tengo Amor!

Segunda voz

Aura de aplausos, nube radiosa,
ola de envidia que besa el pie,
isla de sueños donde reposa
el alma ansiosa,
dulce embriaguez,
la
Gloria es.

Tercera voz
Ascua encendida es el tesoro,
sombra que huye la vanidad;
todo es mentira: la gloria, el oro.
Lo que yo adoro
sólo es verdad:
¡la
Libertad!

Así los barqueros pasaban cantando
la eterna canción,
y al golpe del remo saltaba la espuma
y heríala el sol.
«¿Te embarcas?», gritaban. Y yo, sonriendo,
les dije al pasar:
«Ha tiempo lo hice; por cierto que aún tengo
la ropa en la playa tendida a secar.»



LXXIII

Cerraron sus ojos,
que aún tenía abiertos;
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz, que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella sombra
veíase, a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día,
y a su albor primero,
con sus mil ruïdos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
medité un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

De la casa en hombros
lleváronla al templo
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
Sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.
Al dar de las Ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos;
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron
y el santo recinto
quedóse desierto.
De un reloj se oía
compasado el péndulo,
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba...
que pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

De la alta campana
la lengua de hierro,
le dio volteando,
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila,
formando el cortejo.
Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo.
Allí la acostaron,
tapáronle luego,
y con un saludo
despidióse el duelo.
La piqueta al hombro,
el sepulturero
cantando entre dientes
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
reinaba el silencio;
perdido en las sombras,
medité un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a solas me acuerdo.
Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus huesos!...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al Cielo?
¿Todo es vil materia,
podredumbre y cieno?
¡No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
que al par nos infunde
repugnancia y duelo,
al dejar tan tristes,
tan solos, los muertos!


                   
LXXIV

Las ropas desteñidas,
desnudas las espaldas,
en el dintel de oro de la puerta,
dos ángeles velaban.
Me aproximé a los hierros
que defienden la entrada,
y de las dobles rejas en el fondo
la vi confusa y blanca.
La vi como la imagen
que en leve ensueño pasa,
como rayo de luz tenue y difuso
que entre tinieblas nada.
Me sentí de un ardiente
deseo llena el alma;
como atrae un abismo, aquel misterio
hacia sí me arrastraba.
Mas, ¡ay!, que de los ángeles
parecían decirme las miradas:
«¡El umbral de esta puerta
sólo Dios lo traspasa!»


        LXXV

¿Será verdad que cuando toca el sueño
con sus dedos de rosa nuestros ojos,
de la cárcel que habita huye el espíritu
en vuelo presuroso?
¿Será verdad que, huésped de las nieblas,
de la brisa nocturna al tenue soplo
alado sube a la región vacía
a encontrarse con otros?
¿Allí, desnudo de la humana forma,
allí, los brazos terrenales rotos,
breves horas habita de la idea
el mundo silencioso?
¿Y ríe y llora, y aborrece y ama,
y guarda un rastro del dolor y el gozo,
semejante al que deja cuando cruza
el cielo un meteoro?
¡Yo no sé si ese mundo de visiones
vive fuera o va dentro de nosotros,
pero sé que conozco a muchas gentes
a quienes no conozco!



                   
LXXVI

En la imponente nave
del templo bizantino,
vi la gótica tumba, a la indecisa
luz que temblaba en los pintados vidrios.
Las manos sobre el pecho,
y en las manos un libro,
una mujer hermosa reposaba
sobre la urna, del cincel prodigio.
Del cuerpo abandonado
al dulce peso hundido,
cual si de blanda pluma y raso fuera,
se plegaba su lecho de granito.
De la postrer sonrisa
el resplandor divino
guardaba el rostro, como el cielo guarda,
del sol que muere, el rayo fugitivo.
Del cabezal de piedra
sentados en el filo
dos ángeles, el dedo sobre el labio,
imponían silencio en el recinto.
No parecía muerta;
de los arcos macizos
parecía dormir en la penumbra,
y que en sueños veía el paraíso.
Me acerqué de la nave
al ángulo sombrío,
como quien llega con callada planta
junto a la cuna donde duerme un niño.
La contemplé un momento
y aquel resplandor tibio,
aquel lecho de piedras que ofrecía,
próximo al muro, otro lugar vacío,
en el alma avivaron
la sed de lo infinito,
el ansia de esa vida de la muerte,
para la que un instante son los siglos...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Cansado del combate
en que luchando vivo,
alguna vez recuerdo con envidia
aquel rincón oscuro y escondido.
De aquella muda y pálida
mujer me acuerdo y digo:
«¡Oh, qué amor tan callado el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!»


                 
LXXVII

Dices que tienes corazón y sólo
lo dices porque sientes sus latidos.
Eso no es corazón...; es una máquina
que al compás que se mueve hace ruïdo.


                
LXXVIII

Fingiendo realidades
con sombra vana,
delante del Deseo
va la Esperanza.
Y sus mentiras
como el Fénix renacen
de sus cenizas.


               
LXXIX

Flores tronchadas, marchitas hojas
arrastra el viento;
en los espacios tristes gemidos
repite el eco.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Entre las nieblas de lo pasado,
en las regiones del pensamiento,
gemidos tristes, marchitas galas
son mis recuerdos.

 

 


AUTÉNTICA POESÍA - Herrera/Muñoz - 2001