Marcha
y luto
Por Cecilia Velasco
Durante
este verano, algunos novatos hemos hecho caminatas
presurosas por el Parque Inglés, tratando de emular la
marcha rápida de Jefferson Pérez, quien ha dicho cosas muy
simbólicas a propósito de su triunfo en Helsinki, como que
para bañarse de oro tuvo que hacerlo antes con lodo y
humildad, y quien declarara también, con un fortísimo
acento cuencano, que cuando quedó cuarto en las Olimpiadas
de 2000, después de haberse llevado la medalla máxima
cuatro años antes, sintió "una patada en el culo y un
dolor en el alma".
Jefferson y Saquipay, humildes victoriosos en las Juegos
Bolivarianos, han colocado en sus pechos sendos lazos
negros, en señal de duelo y solidaridad con los más de 100
compatriotas azuayos que fueron tragados por el mar Pacífico,
cuando trataban de llegar hacia los Estados Unidos en una
travesía desesperada y absurda. Dolor en el alma, puntapiés,
calambres, corrientes eléctricas en el cuerpo y el corazón;
olas airadas hundieron la embarcación con cabida para 12
personas, hecha para la pesca artesanal, y devenida en ataúd
múltiple. Aguas adentro y abajo: tiburones, calamares
gigantes. Solo la muerte. Los cadáveres flotan durante 48
horas y luego desaparecen.
Hace pocos días, se ha discutido en Quito, en una reunión
internacional de parlamentarios, sobre la política
migratoria común y coherente que deberían llevar a cabo
los Estados latinoamericanos, a fin de garantizar
condiciones de seguridad para los ciudadanos que viajan en
pos de trabajo y nuevas oportunidades, y sobre la necesidad
de viabilizar cuerpos legales que protejan a los emigrantes,
los expulsados. A su costa, en nuestro país las redes de
coyotes siguen medrando, mientras reina un silencio oficial
en torno a las repetidas desgracias y pérdidas materiales y
humanas que enlutan y empobrecen aún más a cientos y miles
de familias. No solo eso: ninguna campaña ha sido diseñada
por los sucesivos gobiernos para alertar sobre los riesgos
mortales de estos viajes, ni para alentar, aunque
ilusoriamente, un proyecto de vida en este país de
espejismos.
Y si el caminante que se aventura allende los mares alcanza
la meta, raramente aguarda el oro o la victoria después de
la ardua marcha. En las fronteras de los países poderosos
aguardan los perros de caza, la policía que echa gas
pimienta y apalea, que dispara primero y pregunta luego, y
que comprueba, cuando ya ha matado, que no se trataba de un
terrorista, sino de un trabajador extranjero, como ha
ocurrido recientemente en los Estados Unidos y en Londres.
¿Quieren los gobiernos de las naciones de donde proviene la
masa de trabajadores contribuyentes a la riqueza de los
‘países anfitriones’ usar la potestad que tienen para
dar a aquellos mejores condiciones legales? ¿No lucran los
Estados de las divisas que les llegan gracias al trabajo de
los emigrantes, sin que, en el fondo, importe mucho cuántas
vidas y dignidad cuesten?
Jefferson Pérez, hijo excepcional de una provincia de la
que tantos han salido, proveniente de una familia muy pobre,
atleta y ser humano que se ha hecho a sí mismo a pesar de
las mezquindades locales, constituye un símbolo de lo
posible, y aun en su luminosidad, al ofrecer sus victorias a
los muertos, nos interroga sobre el fracaso y la desdicha.
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