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INTRODUCCION
AL PENSAMIENTO COMPLEJO
Edgar
Morin
El presente texto es una
compilación de ensayos y presentaciones del pensador frances Edgar Morin
realizadas entre 1976 y 1988, los años durante los cuales su «método» comienza a
cobrar como estructura articulada de conceptos. Es una introducción ideal a la
obra de este hombre cuya desmesurada curiosidad intelectual y pasión ética
evocan aquel apelativo de «genio numeroso» que Ernesto Sábato dedicara a
Leonardo.
El diálogo estimulador del
pensamiento que Morin propone a todos los que, ya sea desde la cátedra o los
ámbitos más diversos de la práctica social, desde las ciencias duras o blandas,
desde el campo de la literatura o la religión, se interesen en desarrollar un
metodo complejo de pensar la experiencia humana, recuperando el asombro ante el
milagro doble del conocimiento y del misterio, que asoma detrás de toda
filosofía, de toda ciencia, de toda religión, y que aúna a la empresa humana en
su aventura abierta hacia el descubrimiento de nosotros mismos, nuestros límites
y nuestras posibilidades.
Vivimos un momento en el que cada
vez más y, hasta cierto punto, gracias a estudiosos como Edgar Morin, entendemos
que el estudio de cualquier aspecto de la experiencia humana ha de ser, por
necesidad, multifacético. En que vemos cada vez más que la mente humana, si bien
no existe sin cerebro, tampoco existe sin tradiciones familiares, sociales,
genéricas, étnicas, raciales, que sólo hay mentes encarnadas en cuerpos y
culturas, y que el mundo físico es siempre el mundo entendido por seres
biológicos y culturales. Al mismo tiempo, cuanto más entendemos todo ello, más
se nos propone reducir nuestra experiencia a sectores limitados del saber y más
sucumbimos a la tentación del pensamiento reduccionista, cuando no a una
seudocomplejidad de los discursos entendida
como neutralidad ética.
Cuando nos asomamos a entender el
mundo físico, biológico, cultural en el que nos encontramos, es a nosotros
mismos a quienes descubrimos y es con nosotros mismos con quienes contamos. El
mundo se moverá en una dirección ética, sólo si queremos ir en esa dirección. Es
nuestra responsabilidad y nuestro destino el que está en juego. El pensamiento
complejo es una aventura, pero también un desafío.
SUMARIO
La necesidad del
pensamiento complejo
La
complejidad
El paradigma de la complejidad
La complejidad y la acción
Introducción
Legítimamente, le pedimos al
pensamiento que disipe las brumas y las oscuridades, que ponga orden y claridad
en lo real, que revele las leyes que lo gobiernan. El término complejidad no
puede más que expresar nuestra turbación, nuestra confusión, nuestra incapacidad
para definir de manera simple, para nombrar de manera clara, para poner orden en
nuestras ideas.
Al mismo tiempo, el conocimiento
científico fue concebido durante mucho tiempo, y aún lo es a menudo, como
teniendo por misión la de disipar la aparente complejidad de los fenómenos, a
fin de revelar el orden simple al que obedecen.
Pero si los modos simplificadores
del conocimiento mutilan, más de lo que expresan, aquellas realidades o
fenómenos de lo que intentan dar cuenta, si se hace evidente que producen más
ceguera que elucidación, surge entonces un problema: ¿cómo encarar a la
complejidad de un modo no-simplificador? De todos modos este problema no puede
imponerse de inmediato. Debe probar su legitimidad, porque la palabra
complejidad no tiene tras de sí una herencia noble, ya sea filosófica,
científica, o epistemológica.
Por el contrario, sufre una pesada
tara semántica, porque lleva en su seno confusión, incertidumbre, desorden. Su
definición primera no puede aportar ninguna claridad: es complejo aquello que no
puede resumirse en una palabra maestra, aquello que no puede retrotraerse a una
ley, aquello que no puede reducirse a una idea simple. Dicho de otro modo, lo
complejo no puede resumirse en el término complejidad, retrotraerse a una ley de
complejidad, reducirse a la idea de complejidad. La complejidad no sería algo
definible de manera simple para tomar el lugar de la simplicidad. La complejidad es una palabra problema y no
una palabra solución.
La necesidad del pensamiento
complejo no sabrá ser justificada en un prólogo. Tal necesidad no puede más que
imponerse progresivamente a lo largo de un camino en el cual aparecerán, ante
todo, los límites, las insuficiencias y las carencias del pensamiento
simplificante, es decir, las condiciones en las cuales no podemos eludir el
desafío de lo complejo. Será necesario, entonces, preguntarse si hay
complejidades diferentes y si se puede ligar a esas complejidades en un complejo
de complejidades. Será necesario, finalmente, ver si hay un modo de pensar, o un
método, capaz de estar a la altura del desafío de la complejidad. No se trata de
retomar la ambición del pensamiento simple de controlar y dominar lo real. Se
trata de ejercitarse en un pensamiento capaz de tratar, de dialogar, de
negociar, con lo real.
Habrá que disipar dos ilusiones que
alejan a los espíritus del problema del pensamiento complejo.
La primera es
crear que la complejidad conduce a la eliminación de la simplicidad. Por cierto
que la complejidad aparece allí donde el pensamiento simplificador falla, pero
integra en sí misma todo aquello que pone orden, claridad, distinción, precisión
en el conocimiento. Mientras que el pensamiento simplificador desintregra la
complejidad de lo real, el pensamiento complejo integra lo más posible los modos
simplificadores de pensar, pero rechaza las consecuencias mutilantes,
reduccionistas, unidimensionales y finalmente cegadoras de una simplificación
que se toma por reflejo de aquello que hubiere de real en la realidad.
La segunda ilusión es la de
confundir complejidad con completud. Ciertamente, la ambición del pensamiento
complejo es rendir cuenta de las articulaciones entre dominios disciplinarios
quebrados por el pensamiento disgregador (uno de los principales aspectos del
pensamiento simplificador); éste aísla lo que separa, y oculta todo lo que
religa, interactúa interfiere. En este sentido el pensamiento complejo aspira al
conocimiento multidimensional. Pero sabe, desde el comienzo, que el conocimiento
complejo es imposible: uno de los axiomas de la complejidad es la imposibilidad,
incluso teórica, de una omniciencia. Hace suya la frase de Adorno «la totalidad
es la no-verdad». Implica el reconocimiento de un principio de incompletud y de
incertidumbre. Pero implica también, por principio, el reconocimiento de los
lazos entre las entidades que nuestro pensamiento debe necesariamente
distinguir, pero no aislar, entre sí. Pascal había planteado, correctamente, que
todas las cosas son «causadas y causantes, ayudadas y ayudantes, mediatas e
inmediatas, y que todas (subsisten) por un lazo natural a insensible que liga a
las más alejadas y a las más diferentes». Así es que el pensamiento complejo
está animado por una tensión permanente entre la aspiración a un saber no
parcelado, no dividido, no reduccionista, y el reconocimiento de lo inacabado e
incompleto de todo conocimiento.
Esa tensión ha animado toda mi
vida.
Nunca pude, a lo largo de toda mi
vida, resignarme al saber parcelarizado, nunca pude aislar un objeto del estudio
de su contexto, de sus antecedentes, de su devenir. He aspirado siempre a un
pensamiento multidimensional. Nunca he podido eliminar la contradicción
interior. Siempre he sentido que las verdades profundas, antagonistas las unas
de las otras, eran para mí complementarias, sin dejar de ser antagonistas. Nunca
he querido reducir a la fuerza la incertidumbre y la ambigüedad.
Desde mis primeros libros he
afrontado a la complejidad, que se transformó en el denominador común de tantos
trabajos diversos que a muchos le parecieron dispersos. Pero la palabra
complejidad no venía a mi mente, hizo falta que lo hiciera, a fines de los años
1960, vehiculizada por la Teoría de la Información, la Cibernética, la Teoría de
Sistemas, el concepto de auto-organización, para que emergiera bajo mi pluma o,
mejor dicho, en mi máquina de escribir. Se liberó entonces de su sentido banal
(complicación, confusión), para reunir en sí orden, desorden y organización y,
en el seno de la organización, lo uno y lo diverso; esas nociones han trabajado
las unas con las otras, de manera a la vez complementaria y antagonista; se han
puesto en interacción y en constelación. El concepto de complejidad se ha
formado, agrandado, extendido sus ramificaciones, pasado de la periferia al
centro de mi meta, devino un macro-concepto, lugar crucial de interrogantes,
ligado en sí mismo, de allí en más, al nudo gordiano del problema de las
relaciones entre lo empírico, lo lógico, y lo racional. Ese proceso coincide con
la gestación de El Método, que
comienza en 1970; la organización compleja, y hasta hiper-compleja, está
claramente en el corazón organizador de mi libro El Paradigma Perdido (1973). El problema
lógico de la complejidad es objeto de un artículo publicado en 1974 (Más alla de la complicación, la
complejidad, incluido en la primera edición de Ciencia con Conciencia). El Método es y
será, de hecho, el método de la complejidad.
Este libro, constituido por una
colección de textos diversos, es una introducción a la problemática de la
complejidad. Si la complejidad no es la clave del mundo, sino un desafío a
afrontar, el pensamiento complejo no es aquél que evita o suprime el desafío,
sino aquél que ayuda a revelarlo e incluso, tal vez, a
superarlo.
La necesidad del
pensamiento complejo
¿Qué es la complejidad? A primera
vista la complejidad es un tejido (complexus: lo que está tejido en
conjunto) de constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados: presenta la
paradoja de lo uno y lo múltiple. Al mirar con más atención, la complejidad es,
efectivamente, el tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones,
determinaciones, azares, que constituyen nuestro mundo fenoménico. Así es que la
complejidad se presenta con los rasgos inquietantes de lo enredado, de lo
inextrincable, del desorden, la ambigüedad, la incertidumbre... De allí la
necesidad, para el conocimiento, de poner orden en los fenómenos rechazando el
desorden, de descartar lo incierto, es decir, de seleccionar los elementos de
orden y de certidumbre, de quitar ambigüedad, clarificar, distinguir,
jerarquizar... Pero tales operaciones, necesarias para la inteligibilidad,
corren el riesgo de producir ceguera si eliminan los otros caracteres de lo
complejo; y, efectivamente, como ya lo he indicado, nos han vuelto ciegos.
Pero la complejidad ha vuelto a las
ciencias por la misma vía por la que se había ido. El desarrollo mismo de la
ciencia física, que se ocupaba de revelar el Orden impecable del mundo, su
determinismo absoluto y perfecto, su obediencia a una Ley única y su
constitución de una materia simple primigenia (el átomo), se ha abierto
finalmente a la complejidad de lo real. Se ha descubierto en el universo físico
un principio hemorrágico de degradación y de desorden (segundo principio de la
Termodinámica); luego, en el supuesto lugar de la simplicidad física y lógica,
se ha descubierto la extrema complejidad microfísica; la partícula no es un
ladrillo primario, sino una frontera sobre la complejidad tal vez inconcebible;
el cosmos no es una máquina perfecta, sino un proceso en vías de desintegración
y, al mismo tiempo, de organización.
Finalmente, se hizo evidente que la
vida no es una sustancia, sino un fenómeno de auto-eco-organización
extraordinariamente complejo que produce la autonomía. Desde entonces es
evidente que los fenómenos antropo-sociales no podrían obedecer a principios de
inteligibilidad menos complejos que aquellos requeridos para los fenómenos
naturales. Nos hizo falta afrontar la complejidad antropo-social en vez de
dislverla u ocultarla.
La dificultad del pensamiento
complejo es que debe afrontar lo entramado (el juego infinito de
inter-retroacciones), la solidaridad de los fenómenos entre sí, la bruma, la
incertidumbre, la contradicción. Pero nosotros podemos elaborar algunos de los
utiles conceptuales, algunos de los principios, para esa aventura, y podemos
entrever el aspecto del nuevo paradigma de complejidad que debiera emerger.
Ya he señalado, en tres volúmenes de El Metodo, algunos de los útiles
conceptuales que podemos utilizar. Así es que, habría que sustituir al paradigma
de disyunción/reducciön/unidimensionalización por un paradigma de
distinción/conjunción que permita distinguir sin desarticular, asociar sin
identificar o reducir. Ese paradigma comportaría un principio dialógico y
tanslógico, que integraría la lógica clásica teniendo en cuenta sus límites de facto (problemas de contradicciones)
y de jure (límites del formalismo).
Llevaría en sí el principio de la Unitas
multiplex, que escapa a la unidad abstracta por lo alto (holismo) y por lo
bajo (reduccionismo).
Mi propósito aquí no es el de
enumerar los «mandamientos» del pensamiento complejo que he tratado de
desentrañar, sino el de sensibilizarse a las enormes carencias de nuestro
pensamiento, y el de comprender que un pensamiento mutilante conduce,
necesariamente, a acciones mutilantes. Mi propósito es tomar conciencia de la
patología contemporanea del pensamiento.
La antigua patología del
pensamiento daba una vida independiente a los mitos y a los dioses que creaba.
La patología moderna del espíritu está en la hiper-simplificación que ciega a la
complejidad de lo real. La patología de la idea está en el idealismo, en donde
la idea oculta a la realidad que tiene por misión traducir, y se toma como única
realidad. La enfermedad de la teoría está en el doctrinarismo y en el
dogmatismo, que cierran a la teoría sobre ella misma y la petrifican. La
patología de la la razón es racionalización, que encierra a lo real en un
sistema de ideas coherente, pero parcial y unilateral, y que no sabe que una
parte de lo real es irracionalizable, ni que la racionalidad tiene por misión
dialogar con lo irracionalizable.
Aún somos ciegos al problema de la
complejidad. Las disputas epistemológicas entre Popper, Kuhn, Lakatos,
Feyerabend, etc., lo pasan por alto.(1) Pero esa ceguera es parte de
nuestra barbarie. Tenemos que comprender que estamos siempre en la era bárbara
de las ideas. Estamos siempre en la prehistoria del espíritu humano. Sólo el
pensamiento complejo nos permitiría civilizar nuestro
conocimiento.
(1) Sin embargo, Bachelard, el
filósofo de las ciencias, había descubierto que lo simple no existe: sólo existe
lo simplificado. La ciencia construye su objeto extrayendolo de su ambiente
complejo para ponerlo en situaciones experimentales no complejas. La ciencia no
es el estudio del universo simple, es una simplificación heurística necesaria
para extraer ciertas propiedades, ver ciertas leyes.
George Lukacs, el filósofo
marxista, decía en su vejez, criticando su propia visión dogmática: «Lo complejo
debe ser concebido como elemento primario existente. De donde resulta que hace
falta examinar lo complejo de entrada en tanto complejo y pasar luego de lo
complejo a sus elementos y procesos elementales.»
El paradigma de
complejidad
No hace falta creer que la cuestión
de la complejidad se plantea solamente hoy en día, a partir de nuevos
desarrollos científicos. Hace falta ver la complejidad allí donde ella parece
estar, por lo general, ausente, como, por ejemplo, en la vida cotidiana.
La complejidad en ese dominio ha
sido percibida y descrita por la novela del siglo XIX y comienzos del XX.
Mientras que en esa misma época, la ciencia trataba de eliminar todo lo que
fuera individual y singular, para retener nada más que las leyes generales y las
identidades simples y cerradas, mientras expulsaba incluso al tiempo de su
visión del mundo, la novela, por el contrario (Balzac en Francia, Dickens en
Inglaterra) nos mostraba seres singulares en sus contextos y en su tiempo.
Mostraba que la vida cotidiana es, de hecho, una vida en la que cada uno
juega varios roles sociales, de acuerdo a
quien sea en soledad, en su trabajo, con amigos o con desconocidos. Vemos así
que cada ser tiene una multiplicidad de identidades, una multiplicidad de
personalidades en sí mismo, un mundo de fantasmas y de sueños que acompañan su
vida. Por ejemplo, el tema del monólogo interior, tan importante en la obra de
Faulkner, era parte de esa complejidad. Ese inner.speech, esa palabra permanente es
revelada por la literatura y por la novela, del mismo modo que ésta nos reveló
también que cada uno se conoce muy poco a sí mismo: en inglés, se llama a eso self-deception, el engaño de sí mismo.
Sólo conocemos una apariencia del sí mismo; uno se engaña acerca de sí mismo.
Incluso los escritores más sinceros, como Jean-Jacques Rousseau, Chateaubriand,
olvidan siempre, en su esfuerzo por ser sinceros, algo importante acerca de sí
mismos.
La relación ambivalente con los
otros, las verdaderas mutaciones de personalidad como la ocurrida en
Dostoievski, el hecho de que somos llevados por la historia sin saber mucho cómo
sucede, del mismo modo que Fabrice del Longo o el príncipe Andrés, el hecho de
que el mismo ser se transforma a lo largo del tiempo como lo muestran
admirablemente A la recherche du temps
perdu y, sobre todo, el final de Temps retrouvé de Proust, todo ello
indica qu
e no es solamente la sociedad la
que es compleja, sino también cada átomo del mundo humano.
Al mismo tiempo, en el siglo XIX,
la ciencia tiene un ideal exactamente opuesto. Ese ideal se afirma en la visión
del mundo de Laplace, a comienzos del siglo XIX. Los científicos, de Descartes a
Newton, tratan de concebir un universo que sea una máquina determinista
perfecta. Pero Newton, como Descartes, tenia necesidad de Dios para explicar
cómo ese mundo perfecto había sido producido. Laplace elimina a Dios. Cuando
Napoleón le pregunta: «¿Pero señor Laplace, qué hace usted con Dios en su
sistema?», Laplace responde: «Señor, yo no necesito esa hipótesis.» Para
Laplace, el mundo es una máquina determinista verdaderamente perfecta, que se
basta a sí misma. El supone que un demonio que poseyera una inteligencia y unos
sentidos casi infinitos podría conocer todo acontecimiento del pasado y todo
acontecimiento del futuro. De hecho, esa concepción, que creía poder
arreglárselas sin Dios, había introducido en su munto los atributos de la
divinidad: la perfección, el orden absoluto, la inmortalidad y la eternidad. Es
ese mundo el que va a desordenarse y luego desintegrarse.
El paradigma de
simplicidad
Para comprender el problema de la
complejidad, hay que saber, antes que nada, que hay un paradigma de simplicidad.
La palabra paradigma es empleada a menudo. En nuestra concepción, un paradigma
está constituido por un cierto tipo de relación lógica extremadamente fuerte
entre nociones maestras, nociones clave, principios clave. Esa relación y esos
principios van a gobernar todos los discursos que obedecen, inconscientemente, a
su gobierno.
Así es que el paradigma de
simplicidad es un paradigma que pone orden en el universo, y persigue al
desorden. El orden se reduce a una ley, a un principio. La simplicidad ve a lo
uno y ve a lo múltiple, pero no puede ver que lo Uno puede, al mismo tiempo, ser
Múltiple. El principio de simplcidad o bien separa lo que está ligado
(disyunción), o bien unifica lo que es diverso (reducción).
Tomemos como ejemplo al hombre. El
hombre es un ser evidentemente biológico. Es, al mismo tiempo, un ser
evidentemente cultural, meta-biológico y que vive en universo de lenguaje, de
ideas y de conciencia. Pero, a esas dos realidades, la realidad biológica y la
realidad cultural, el paradigma de simplificación nos obliga ya sea a
desunirlas, ya sea a reducir la más compleja a la menos compleja. Vamos entonces
a estudiar al hombre biológico en el departamento de Biología, como un ser
anatómico, fisiológico, etc., y vamos a estudiar al hombre cultural en los
departamentos de ciencias humanas y sociales. Vamos a estudiar al cerebro como
órgano biológico y vamos a estudiar al espíritu, the mind, como función o realidad
psicológica. Olvidamos que uno no existe sin el otro; más aún, que uno es, al
mismo tiempo, el otro, si bien son tratados con términos y conceptos diferentes.
Con esa voluntad de simplificación,
el conocimiento cientifíco se daba por misión la de desvelar la simplicidad
escondida detrás de la aparente multiplicidad y el aparente desorden de los
fenómenos. Tal vez sea que, privados de un Dios en que no podían creer más, los
cientificos tenían una necesidad, inconscientemente, de verse reasegurados.
Sabiéndose vivos en un universo materialista, mortal, sin salvación, tenían
necesidad de saber que había algo perfecto y eterno: el universo mismo. Esa
mitología extremadamente poderosa, obsesiva aunque oculta, ha animado al
movimiento de la Física. Hay que reconocer que esa mitología ha sido fecunda
porque la búsqueda de la gran ley del universo ha conducido a descubrimientos de
leyes mayores tales como las de la gravitación, el electromagnetismo, las
interacciones nucleares fuertes y luego, débiles.
Hoy, todavía, los científicos y los
físicos tratan de encontrar la conexión entre esas diferentes leyes, que
representaría una verdadera ley única.
La misma obsesión ha conducido a la
búsqueda del ladrillo elemental con el cual estaba construido el universo.
Hemos, ante todo, creído encontrar la unidad de base en la molécula. El
desarrollo de instrumentos de observación ha revelado que la molécula misma
estaba compuesta de átomos. Luego nos hemos dado cuenta que el átomo era, en sí
mismo, un sistema muy complejo, compuesto de un núcleo y de electrones.
Entonces, la partícula devino la unidad primaria. Luego nos hemos dado cuenta
que las partículas eran, en sí mismas, fenómenos que podían ser divididos
teóricamente en quarks. Y, en el moento en que creíamos haber alcanzado el
ladrillo elemental con el cual nuestro universo estaba construido, ese ladrillo
ha desaparecido en tanto ladrillo. Es una entidad difusa, compleja, que no
llegamos a aislar. La obsesión de la complejidad condujo a la aventura
científica a descubrimientos imposibles de concebir en términos de simplicidad.
Lo que es más, en el siglo XX tuvo
lugar este acontecimiento mayor: la irrupción del desorden en el universo
físico. En efecto, el segundo principio de la Termodinamica, formulado por
Carnot y por Clausius, es, primeramente, un principio de degradación de energía.
El primer principio, que es el principio de la conservacaión de la energía, se
acompaña de un principio que dice que la energía se degrada bajo la forma de
calor. Toda actividad, todo trabajo, produce calor; dicho de otro modo, toda
utilización de la energía tiende a degradar dicha energía.
Luego nos hemos dado cuenta, con
Boltzman, que eso que llamamos calor, es en realidad, la agitación en desorden
de moléculas y de átomos. Cualquiera puede verificar, al comenzar a calentar un
recipiente con agua, que aparecen vibraciones y que se produce un
arremolinacmiento de moléculas. Algunas vuelan hacia la atmósfera hasta que
todas se dispersan. Efectivamente, llegamos al desorden total. El desorden está,
entonces, en el universo físico, ligado a todo trabajo, a toda
transformación.
La complejidad y la
acción
La acción es también
una apuesta
Tenemos a veces la impresión de que
la acción simplifica porque, ante una alternativa, decidimos, optamos. El
ejemplo de acción que simplifica todo lo aporta la espada de Alejandro que corta
el nudo gordiano que nadie había sabido desatar con sus manos. Ciertamente, la
acción es una decisión, una elección, per es también una
apuesta.
Pero en la noción de apuesta está
la conciencia del riesgo y de la incertidumbre. Toda estrategia, en cualquier
dominio que sea, tiene conciencia de la apuesta, y el pensamiento moderno ha
comprendido que nuestras creencias más fundamentales con objeto de una apuesta.
Eso es lo que nos habia dicho, en el siglo XVII, Blaise Pascal acerca de la fe
religiosa. Nosotros también debemos ser conscientes de nuestras apuestas
filosóficas o políticas.
La acción es estrategia. La palabra
estrategia no designa a un programa predeterminado que baste para aplicar ne variatur en el tiempo. La estrategia
permite, a partir de una decisión inicial, imaginar un cierto número de
escenarios para la acción, escenacios que podrán ser modificados según las
informaciones que nos llegen en el curso de la acción y según los elementos
aleatorios que sobrevendrán y perturbarán la acción.
La estrategia lucha contra el azar
y busca a la información. Un ejército envía exploradores, espías, para
infornarse, es decir, para eliminar la incertidumbre al máximo, Más aún, la
estrategia no se limita a luchar contra el azar, trata también de utilizarlo.
Así fue que el genio de Napoleón en Austerlitz fue el de utilizar el azar
metereológico, que ubicó una capa de brumas sobre los pantanos, considerados
imposibles para el avance de los soldados. Él construyó su estrategia en función
de esa bruma y tomar por sorpresa, por su flanco más desguarnecido, al ejército
de los imperios.
La estrategia saca ventaja del azar
y, cuando se trata de estrategia con respecto a otro jugador, la buena
estrategia utiliza los errores del adversario. En el fútbol, la estrategia
consiste en utilizar las pelotas que el equipo adversario entrega
involuntariamente. La construcción del juego se hace mediante la deconstrucción
del juego del adversario y, finalmente, la mejor estrategia -si se beneficia con
alguna suerte- gana. El azar no es solamente el factor negativo a reducir en el
dominio de la estrategia. Es también la suerte a ser aprovechada.
El problema de la acción debe
también hacernos conscientes de las derivas y las bifurcaciones: situaciones
iniciales muy vecinas pueden conducir a desvíos irremediables. Así fue que,
cuando Martín Lutero inició su movimiento, pensaba estar de acuerdo con la
Iglesia, y que quería simplemente reformar los abusos cometidos por el papado en
Alemania. Luego, a partir del momento en que debe ya sea renunciar, ya sea
continuar, franquea un umbral y, de reformador, se vuelve contestatario. Una
deriva implacable lo lleva - eso es lo que pasa en todo desvío- y lleva a la
declaración de guerra, a las tesis de
Wittemberg (1517).
El dominio de la acción es muy
aleatorio, muy incierto. Nos impone una conciencia muy aguda de los elementos
aleatorios, las derivas, las bifurcaciones, y nos impone la reflexión sobre la
complejidad misma.
La acción escapa a
nuestras intenciones
itinerario o no, si hay que violar
el código: hace falta hacer uso de Aquí interviene la noción de ecología de la
acción. En el momento en que un individuo emprende una acción, cualesquiera que
fuere, ésta comienza a escapar a sus intenciones. Esa acción entra en un
universo de interacciones y es finalmente el ambiente el que toma posesión, en
un sentido que puede volverse contrario a la intención inicial. A menudo, la
acción se volverá como un boomerang sobre nuestras cabezas. Esto nos obliga a
seguir la acción, a tratar de corregirla -si todavía hay tiempo- y tal vez a
torpedearla, como hacen los responsables de la NASA que, si un misil se desvía
de su trayectoria, le envían otro misil para hacerlo explotar.
La acción supone complejidad, es
decir, elementos aleatorios, azar, iniciativa, decisión, conciencia de las
derivas y de las transformaciones. La palabra estrategia se opone a la palabra
programa. Para las secuencias que se sitúan en un ambiente estable, conviene
utilizar programas. El programa no obliga a estar vigilante. No obliga a
innovar. Así es que cuando nosotros nos sentamos al volante de nuestro coche,
una parte de nuestra conducta está programada. Si surge un embotellamiento
inesperado, hace falta decidir si hay que cambiar el estrategias.
Es por eso
que tenemos que utilizar múltiples fragmentos de acción programada para poder
concentrarnos sobre lo que es importante, la estrategia con los elementos
aleatorios.
No hay un dominio de la complejidad
que incluya el pensamiento, la reflexión, por una parte, y el dominio de las
cosas simples que incluiría la acción, por la otra. La acción es el reino de lo
concreto y, tal vez, parcial de la complejidad.
La acción puede, ciertamente,
bastarse con la estrategia inmediata que depende de las intuiciones, de las
dotes personales del estratega. Le sería también útil beneficiarse de un
pensamiento de la complejidad. Pero el pensamiento de la complejidad es, desde
el comienzo, un desafío.
Una visión simplificada lineal
resulta fácilmente mutilante. Por ejemplo, la poítica del petróleo crudo tenía
en cuenta únicamente al factor precio sin considerar el agotamiento de los
recursos, la tendencia a la independencia de los países poseedores de esos
recursos, los inconvenientes políticos. Los políticos habían descartado a la
Historia, la Geografía, la Sociología, la política, la religión, la mitología,
de sus análisis. Esas disciplinas se tomaron venganza.
La máquina no
trivial
Los seres humanos, la sociedad, la
empresa, son máquinas no triviales: es trivial una máquina de la que, cuando
conocemos todos sus inputs, conocemos
todos sus outputs; podemos predecir
su comportamiento desde el momento que sabemos todo lo que entra en la máquina.
De cierto modo, nosotros somos también máquinas triviales, de las
cuales se puede, con amplitud, predecir los comportamientos.
En efecto, la vida social exige que
nos comportemos como máquinas triviales. Es cierto que nosotros no actuamos como
puros autómatas, buscamos medios no triviales desde el momento que constatamos
que no podemos llegar a nuestras metas. Lo importante, es lo que sucede en
momentos de crisis, en momentos de decisión, en los que la máquina se vuelve no
trivial: actua de una manera que no podemos predecir. Todo lo que concierne al
surgimiento de lo nuevo es no trivial y no puede ser predicho por anticipado.
Así es que, cuando los estudiantes chinos están en la calle por millares, la
China se vuelve una máquina no trivial... ¡En 1987-89, en la Unión Sovietica,
Gorbachov se condujo como una máquina no trivial! Todo lo que sucedió en la
historia, en especial en situaciones de crisis, son acontecimientos no triviales
que no pueden ser predichos por anticipado. Juana de Arco, que oye voces y
decide ir buscar al rey de Francia, tiene un comportamiento no trivial. Todo lo
que va a suceder de importante en la política francesa o mundial surgirá de lo
inesperado.
Nuestras sociedades son máquinas no
triviales en el sentido, también, de que conocen, sin cesar, crisis políticas,
económicas y sociales. Toda crisis es un incremento de las incertidumbres. La
predictibilidad disminuye. Los desórdenes se vuelven amenazadores. Los
antagonismos inhiben a las complementariedades, los conflictos virtuales se
actualizan. Las regulaciones fallan o se desarticulan. Es necesario abandonar
los programas, hay que inventar estrategias para salir de la crisis. Es
necesario, a menudo, abandonar las soluciones que solucionaban las viejas crisis
y elaborar soluciones novedosas.
Prepararse para lo
inesperado
La complejidad no es una receta
para conocer lo inesperado. Pero nos vuelve prudentes, atentos, no nos deja
dormirnos en la mecánica aparente y la trivialidad aparente de los
determinismos. Ella nos muestra que no debemos encerrarnos en el
contemporaneísmo, es decir, en la creencia de que lo que sucede ahora va a
continuar indefinidamente. Debemos saber que todo lo importante que sucede en la
historia mundial o en nuestra vida es totalmente inesperado, porque continuamos
actuando como si nada inesperado debiera suceder nunca. Sacudir esa pereza del
espíritu es una lección que nos da el pensamiento complejo.
El pensamiento complejo no rechaza,
de ninguna manera, a la claridad, el orden, el determinismo. Pero los sabe
insuficientes, sabe que no podemos programar el descubrimiento, el conocimiento,
ni la acción.
La complejidad necesita una
estrategia. Es cierto que, los segmentos programados en secuencias en las que no
interviene lo aleatorio, son útiles o necesarios. En situaciones normales, la
conducción automática es posible, pero la estrategia se impone siempre que
sobreviene lo inesperado o lo incierto, es decir, desde que aparece un problema
importante.
El pensamiento simple resuelve los
problemas simples sin problemas de pensamiento. El pensamiento complejo no
resuelve, en sí mismo, los problemas, pero consituye una ayuda para la
estrategia que puede resolverlos. Él nos dice: «Ayúdate, el pensamiento complejo
te ayudará.»
Lo que el pensamiento complejo
puede hacer, es darle a cada uno una señal, una ayuda memoria, que le recuerde:
«No olvides que la realidad es cambiante, no olvides que lo nuevo puede surgir
y, de todos modos, va a surgir.»
La complejidad se sitúa en un punto
de partida para una acción más rica, menos mutilante. Yo creo profundamente que
cuanto menos mutilante sea un pensamiento, menos mutilará a los humanos. Hay que
recordar las ruinas que las visiones simplificantes han producido, no solamente
en el mundo intelectual, sino también en la vida. Suficientes sufrimientos
aquejaron a millones de seres como resultado de los efectos del pensamiento
parcial y unidimensional.